CAPÍTULO XII

UN DESCUBRIMIENTO SENSACIONAL

(Lunes, 20 de marzo, a las nueve de la mañana)

A Vance le costó trabajo salir, el domingo por la noche, del departamento, por lo cual permaneció en él hasta muy tarde. A la mañana siguiente, sin embargo, se levantó más temprano que de costumbre. A las ocho y media estaba vestido del todo y se había bebido el café. Poco después de las nueve llegó el sargento.

Su rostro traía una expresión triunfante y a buen paso entró en la biblioteca.

—Aquí los tiene usted, mister Vance —comunicó al dueño de la casa, depositando sobre la mesa de despacho un rollo de papel azulado—. Si todo trabajo fuera tan difícil para mí como este, de proporcionarle esos planos, no me moriría nunca de un exceso.

—¡Diantre, qué actividad!

Vance desenrolló los planos y los extendió sobre la mesa. Luego los examinó todos, inspeccionando por orden la hoja correspondiente a cada piso. Así y todo, dedicó un examen más detenido al plano de la planta baja, que era donde se hallaba el café, el hall de entrada, la cocina y el despacho. El sargento le observaba con divertida expectación.

—Todo esto es puramente convencional —murmuró Vance, al cabo, dando golpecitos con el dedo a los planos—. Es una obra admirable, un trabajo inteligente y bien ejecutado. Ni más ni menos. ¡Qué dolor, señor, qué dolor!

En este momento entro inesperadamente Gracia Allen. Entró en la biblioteca precediendo a Currie, con lo cual él no llegó a anunciarla.

—Precisamente venía a oírle, mister Vance. Tenía que verle. Hasta hoy no he hecho nada de provecho… a pesar de trabajar mucho, se lo aseguro. He trabajado sin descanso, ¡palabra de honor!

—¿Y cómo es, señorita, que no ha ido hoy a la fábrica? —inquirió amablemente Vance.

—Es muy sencillo: porque no me es posible de todo punto —replicó ella—. Por lo menos hoy me es imposible. Si viera qué llena de cosas y cosas terribles, muy importantes, tengo la cabeza… ¡Oh! Estoy segura de que mister Dobson no me reñirá por eso… Tampoco ha acudido Jorge hoy al trabajo. Está trastornadísimo. Anoche me telefoneó para decirme que no podía hacer nada.

—Bueno, miss Allen, tal vez después de unos días de descanso…

—¡Oh, yo no pienso descansar! —La muchacha se sintió herida—. Quiero aprovechar bien todos los minutos del día. Usted mismo me recomendó que me ocupara en algo, ¿se acuerda?

Gomo sorprendiera a Heath, al reconocerle se pintó en sus pupilas grandes una expresión tenebrosa.

Vance suavizó la tirantez de la situación presentando el sargento a miss Allen.

—Confíe en él, pues trabaja lo mismo que nosotros —añadió—. Le expliqué ayer el error cometido, y ahora va a nuestro favor… Además —siguió diciendo alegremente— su apellido consta, como los nuestros, de ¡cinco letras!

—¡Oh! —Parecieron calmarse un poco los temores de la muchacha a pesar de que miró a Heath con cierto recelo antes de atreverse tímidamente a dirigirle una sonrisa. Luego señaló con un gesto la mesa de despacho—: ¿Qué significan esos papelotes azules, mister Vance? Ayer no estaban ahí encima. ¿Constituirían por casualidad una prueba? ¡Dígamelo!

—No. Son los planos del café Domdaniel, donde estuvo usted la noche del sábado…

—¡Oh! ¿Puedo echarles un vistazo?

—¿Por qué no? —Vance se inclinó al mismo tiempo que ella sobre la mesa—. Vea: ahí están el gran comedor y la puerta de entrada al hall; por aquí se va a la cocina. Más allá se abre la puerta lateral y junto a ella, por el exterior, la calzada. Esta muere debajo de la arcada de la puerta cochera; en este ángulo de la derecha está el despacho. De él se sale a la terraza y…

—¡Aguarde un instante! —exclamó Gracia, interrumpiéndole—. Eso no es un despacho, en realidad. —Se inclinó más sobre los planos; sirviéndose del índice fue siguiendo, sobre el papel, los pasillos trazados así como las indicaciones escritas, que fue leyendo en voz alta, y concluyó siguiendo los contornos de la pequeña habitación. Entonces alzó la mirada—. Esta es la habitación de Dixie del Marr. Así me lo dijo ella misma… ¿Verdad que es hermosa, mister Vance? ¡Canta como un ruiseñor! Ojalá cantara yo así el lied.

—Sus canciones son mucho más bellas —le aseguró cortésmente Vance—; pero me figuro que se equivoca. Esta habitación no pertenece a miss Del Mari» es el despacho de Mirche, ¿verdad, sargento?

—¡Yo afirmaría que lo es!

Gracia se inclinó un poco más todavía sobre los planos.

—Pues no me cabe duda; ahí dentro estuve yo —afirmó rotundamente—. ¡Voy a demostrárselo! Esa ventana da a la calzada; y ahí está la calle, tras de esas diminutas aberturas. Incluso en el plano se lee, vea usted: «calle Cincuenta». Por ello tiene que ser, forzosamente, la habitación de miss del Marr. ¡Ni siquiera en un plano creo yo que puedan haber colocado dos habitaciones en el mismo sitio!

—No, no parece posible…

—Dígame: ¿no son sus paredes de color malva? ¿No hay adosados a la pared tres o cuatro grandes sillones de cuero? ¿Y no cuelga de ahí una muestra de madera que ostenta un enorme pescado disecado? —Gracia señalaba los objetos conforme los iba nombrando—. ¿Y no hay una hermosa araña pendiente del…? ¡Ay! ¿Dónde está el techo, mister Vance? ¡Yo no veo cubierta alguna en este plano!

Heath había llegado a interesarse en alto grado por el inventario que estaba llevando a cabo la muchacha.

—¡Ciertísimo! —afirmó—. Esas paredes son de un matiz purpúreo y Mirche explica a quien quiere oírle que pescó el pez en la Florida. La señorita tiene razón, mister Vance…, pero díganos: ¿cuándo estuvo en esa habitación?

—¡Toma! Pues el mismo sábado por la noche.

—¡Qué…! —exclamó con voz tonante Heath.

La muchacha se sobresaltó.

—¡Ay! ¿Habré dicho algo que debía callar? ¡Oh! Yo no tenía intención de visitarla.

Vance habló entonces:

—¿A qué hora de la tarde estuvo allí, miss Allen?

Usted lo sabe muy bien, mister Vance. A las diez de la noche, cuando fui en busca de Felipe… pero no Je vi. No estaba ya en el café, ni ayer pareció por casa. Como nos ha prometido no dejar la colocación, supongo que se habrá tomado unos días de vacaciones.

Vance desvió hacia otros derroteros la charla sin objeto de la muchacha.

—Vaya, no hablemos más de Felipe. Dígame cómo fue que salió a la terraza en busca de su hermano cuando acababa de manifestarme que pensaba dirigirse a la parte posterior del café.

—Yo no salí a la terraza —Gracia sacudió con fuerza la cabeza—. ¿Para qué? ¿Qué iba a hacer allí? ¡Atrapar un resfriado, con el vestido tan ligero que llevaba puesto! ¿Verdad que era preciosísimo, mister Vance? Me lo ha hecho mi madre.

—Sí, estaba encantadora con él… pero se me figura que olvida una cosa: que la única entrada que tiene el despacho se halla en la terraza.

—Pues yo entré por el lado opuesto. Vea: por esta puerta de escape. —Gracia señaló justamente aquella parte de la pared del despacho que se hallaba frente a la puerta de la calle; sus ojos se abrieron desmesuradamente al examinar el plano con más atención—. ¡Hombre, pues tiene gracia la cosa! ¡El plano no es muy exacto que digamos!

Vance se acercó más a ella. También se les aproximó el sargento; se colocó, en pie, junto a ellos, con aire de curiosa expectación y con el cigarro mal sujeto entre los dientes.

—¿Usted cree que falta una puerta en el plano? —interrogó Vance con suave acento a miss Allen.

—¡Toma, pues claro está! Ahí hay una puerta. ¿Cómo hubiera entrado yo, de no ser así, en la habitación de miss del Marr? Lo que no sé es por qué guarda en ella el pez disecado. No me parece muy decorativo.

—No se preocupe del pez y haga el favor de mirar al plano siquiera sea por espacio de un minuto. Mire, aquí está la arcada por donde pasó al salir del comedor…

—Sí, ya sé. Delante está la escalera de madera tallada…

—Y luego… Veamos: por este pasillo debió de salir al hall.

—Eso es. Jorge quiso obligarme a que me quedase para charlar con él un rato, pero yo tenía prisa. Así, seguí andando hasta llegar a un pequeño pasillo. Aquí me detuve, de pronto, por no saber qué camino debía seguir.

—Entonces volvió esta esquina, se metió en este otro corredor más estrecho y llegó hasta aquí… —Vance detuvo la mano armada del lápiz con que seguía la marcha de miss Allen sobre el azulado papel del plano.

—¡Justamente, eso fue lo que hice! ¿Cómo lo sabe usted? ¿Me siguió, acaso, pues?

—No, querida —repuso pacientemente Vance—. Pero tal vez se confunde un poco. Ahí, en el extremo de ese pasillo donde se detuvo, según dice, hay realmente una puerta.

—Sí, ya la vi. Y la abrí también. Pero al otro lado no vi nada más que la calzada. Entonces, mientras pensaba en el medio de encontrar a Felipe, apoyada de espaldas en la pared, se abrió la otra puerta de que ya le he hablado… la puerta de la habitación de miss del Marr… y ¡me caí en su interior! —Gracia se rio entre dientes—. ¡Oh, fue terriblemente embarazoso! Por fortuna no me rasgué el vestido, aunque pudo rasgarse por la caída. Todo me sucedió, creo yo, por no pararme a considerar dónde me apoyaba. Claro está que yo ignoraba que hubiera allí una puerta… mejor dicho, no la vi. Es tonto, ¿verdad? No ver una puerta, apoyarse en ella y ¡zas!, ir a caer en la habitación de una señora.

Ella misma se rio de sus propias desventuras. Era simpatiquísima.

Vance le acercó una silla y le ahuecó el almohadón para que estuviera más cómoda.

—Siéntese aquí, querida, y explíquenos lo que pasó —dijo.

—Se lo acabo de explicar —dijo ella, colocándose a sus anchas—. La cosa tiene muchísima gracia, aunque en aquellos momentos a mí no me hiciera ninguna. Miss del Marr parecía también azorada. Me dijo que aquella era su habitación particular. Por ello le respondía que lamentaba muchísimo la intrusión y le expliqué que iba en busca de mi hermano. Ella conoce a Felipe. Supongo que será porque ambos trabajan en la misma casa, como Jorge y yo… A continuación me indicó la salida al hall y me señaló exactamente el camino que debía tomar para llegar hasta la escalera de la cocina. Es muy agradable. Bien; tras de aguardar en vano a que compareciera Felipe, volví al lado de mister Puttle. Entonces ya supe encontrar el camino… y ahora, mister Vance, quisiera hacerle más preguntas referentes a la conversación que tuvimos ayer…

—Tendré mucho gusto en contestarlas, miss Allen; pero, la verdad, yo no tengo más tiempo ahora. Más tarde, tal vez después de comer… ya me disculpará, ¿eh?

—¡Oh, no! —La muchacha se puso rápidamente en pie—. Esta tarde tengo también muchísimo que hacer. Quizá venga Jorge en mi lugar.

Estrechó la mano de Vance, saludó, recelosa, a Heath y se fue.

—¡Con cien mil pares de diablos! —exclamó Heath casi al propio tiempo que se cerraba la puerta tras de miss Allen—. ¿No le decía yo que Mirche es un pillo redomado? ¡Conque una puerta secreta! Esa muñeca no la vio, lo creo firmemente, pero estaba abierta… algún descuidado debió dejarla entornada nada más… y ¡claro!, al apoyarse miss Allen sobre ella, ¡zas!… ¡cayó en el interior de la pieza donde mataron a su hermano!

Vance le dirigió una sonrisa sombría.

—Después de todo, sargento, no hay ley que prohíba tener una puerta secreta en un despacho. Y esta es, indudablemente, la respuesta a nuestra pregunta de cómo el hombre asesinado pudo entrar allí sin ser visto por Hennessey. Pero alguien tuvo que hacerle compañía, porque no iba a estar solo. Esa persona no era Mirche: este estuvo sentado a mi mesa entre diez y once.

—Pero, ¿no cree usted, mister Vance…?

—¡Evíteme una discusión, sargento! —Vance daba vueltas por la habitación como león enjaulado.

—¡Quisiera ir ahora mismo al café y echar abajo esa puerta secreta! —exclamó Heath en tono violento.

—¡Oh, no, no! —le aconsejó Vance—. No hay que ser impetuoso. Modérese. Que la moderación sea con usted en todos sus actos.

—Aun cuando le obedezca —dijo el resuelto Heath—, si ese café sirve de alojamiento a una pandilla de bribones, como siempre he creído, nada me producirá mayor placer que derribar el edificio, y con él a Mirche.

—¡Tiene usted un carácter muy vehemente, sargento! No se pueden echar abajo los edificios mientras no se tienen pruebas que justifiquen esa medida.

—Digo únicamente que me agradaría hacerlo.

—Otra cosa todavía, sargento: Mirche es un pequeño eslabón sin importancia en su imaginaria cadena criminal. Como ya dije en otra ocasión, está lejos de ser un jefe.

—Pues a mí se me figura que es muy ladino y que se escurre como la seda —manifestó humildemente Heath—. En fin: ese Owen, por mal nombre Mochuelo, que le disgusta tanto, colmará la medida.

—Ya, ya. Pero cuando le vi se mostraba como un concurrente más del café, muy correcto y discreto. Aunque admito que su presencia allí aquella noche no me pareció de buen agüero. Claro está que lo mismo se podría decir de otras muchas raras particularidades que sobrevinieron y que nada significan. —Hizo un gesto ambiguo y siguió diciendo—: De momento, lo mejor será relegarle a un rincón de la memoria y concentrarla en asegurarnos de quién mató al pobre Felipe.

—¿Sí? ¿Cómo? ¿Vigilando más estrechamente a Mirche?

—Precisamente, sargento. Sin pasar por alto a Dixie del Marr, sobre todo después de haber oído el informe sorprendente relativo a la puerta abierta en su habitación particular.

—¿Cómo piensa proceder en este caso, mister Vance?

—Abiertamente, sargento. Iré al café para hablar con los dos. A propósito: ¿dónde habita el hermano Mirche?

—En el primer piso del mismo edificio del café.

—Me lo figuraba… Y ¿podría responderme con igual prontitud si le pregunto por el domicilio de miss del Marr?

—¡Pues claro que sí! —gruñó Heath—. No hubiera permanecido mucho tiempo en la brigada del Bureau si cuando creo que determinada persona es mala o se halla mezclada a un feo negocio, no pudiera saber dónde habita. Hallará usted a esa señorita en el Antier Hotel, de la calle Cincuenta y Tres.

—Es usted una fuente de información, sargento.

—¿Cuándo piensa ir a verlos, señor?… ¿Y qué hará después?

—Esta misma mañana trataré de comunicar con Mirche y con miss Del Marr. Después quiero llevarme a almorzar conmigo a mister Markham. A ver si lo consigo. Me complacerá mucho verle aquí otra ve£ a las tres de la tarde.

—El caso sigue siendo suyo, mister Vance —musitó Heath—, y no seré yo quien le diga cómo hay que llevarlo. —Todavía permaneció una media hora junto al detective antes de marchar.

Al quedarse solo, Vance telefoneó a Markham, tras de lo cual se sentó y encendió un cigarrillo con más calma que de ordinario.

—Acabo de sorprender una nueva faceta en la gema, Van —me dijo—. Markham iba a llamarme en el momento mismo de telefonearle yo. De su despacho acababa de salir mister Dobson, el gerente de la «In-O-Scent Corporation». Markham parece más divertido que otras veces y me ha prometido contarme lo sucedido cuando nos veamos a la hora de comer. A la una en punto tenemos que estar en su despacho. Se lo he prometido. Si a las dos en punto no hubiéramos llegado, le he dicho que envíe al Domdaniel una brigada de agentes de policía para rescatarnos.