CAPÍTULO XI

TRADICIÓN Y NÚMEROS

(Domingo, 19 de mayo, a las 9 de la noche)

Markham telefoneó a Vance a las nueve de aquella misma noche. Philo le escuchó atentamente por espacio de varios minutos, mientras se ahondaba la arruga de su frente.

—Vamos a casa de Markham. Allí está Doremus. No me agrada… no me agrada el aspecto que va tomando el asunto. Hace poco acaba de llamarle el doctor pletórico de noticias y de misterio. Ignora dónde se halla Heath y de todas maneras quiere ver primero a Markham. Este debe haber desenterrado al fin al disgustado sargento y ahora quiere que baje yo también, únicamente una catástrofe puede excitar a ese galeno vivaracho lo suficiente para que quiera ver personalmente al Fiscal en lugar de enviarle el informe redactado. ¡Es para volver loco a cualquiera!

Quince o veinte minutos después el taxi nos dejaba en casa de Markham. Un grito sonoro nos detuvo en seco en el momento en que nos disponíamos a entrar en el edificio. Volvimos el rostro y vimos a Heath, que venía corriendo calle abajo. Se detuvo jadeante al llegar a nuestro lado.

—Acaba de llegar a mis manos una nota del señor Fiscal —nos explicó, sin aliento— y he venido en un vuelo. ¡Qué raro es todo esto, mister Vance! Lo digo aun criando no me lo haya preguntado.

El ayuda de cámara nos aguardaba con la puerta entreabierta y le seguimos hasta la biblioteca, donde nos aguardaban el Fiscal del distrito y el doctor Manuel Doremus.

El doctor miró de soslayo al sargento con malévola expresión.

—¡Forzosamente tenía que ser uno de sus casos! —dijo, en tono levantisco, mientras le amenazaba con el dedo—. ¡Jamás le he visto desenterrar uno claro, corriente y sencillo, sino enrevesado, fantástico como el presente!

A continuación saludó a Vance con una inclinación de cabeza, que pretendía ser alegre y desenvuelta.

Era un ente pequeño, vivo de genio, que, más que científico eminente, parecía a primera vista un corredor de Bolsa.

—Ya me ponen enfermo esos casos suyos —siguió diciéndole al sargento—. Para colmo, sepa que no he tomado nada desde esta mañana. Ni siquiera en domingo se puede comer como es debido. ¡Vayan enhoramala usted y sus malditos cadáveres!

El sargento sonrió, y no le respondió una palabra. Conocía de antiguo a Doremus y desde largo tiempo atrás aceptaba sin protestas su excéntrica y con frecuencia molesta manera de ser.

—No, doctor —dijo Vance, con acento conciliador—; el infortunado sargento es sólo un inocente espectador… ¿Qué es lo que motiva su enfado con nosotros?

—¡Ah! ¿También usted tiene parte en esto? —replicó Doremus—. ¡Debí adivinarlo! Dígame: de hallarse en mi caso, ¿no le agradaría más examinar el cadáver de un hombre lisa y sencillamente muerto a tiros o de una cuchillada, que no envenenado, cosa que da muchísimo más trabajo?

—¿Envenenado? —interrogó Vance, con acento de curiosidad—. ¿Quién ha sido envenenado?

—La persona de quien le estoy hablando —chilló Doremus—, ese muerto que me ha entregado el sargento. Ya he olvidado su nombre.

—¿Felipe Allen?

—Precisamente. Aunque lo mismo habría muerto de tener un nombre distinto. Lo que más me ataca los nervios es no saber exactamente qué es lo que le ha matado. ¡Cualquiera diría que se trata de un zulú o un isipingo!

—Usted ha citado el veneno, doctor —dijo tranquilamente Vance.

—En efecto —replicó, en tono vivo, Doremus—. Pero, a ver: dígame de qué veneno se trata. Porque no lo encuentro en ninguno de mis libros sobre toxicologia.

—¡Hum! ¡Poco me huele eso a ciencia! —observó Vance con una sonrisa—. Confío en que no pensará volver a los antiguos cauces de la magia.

—¡Nada de eso! El veneno, sea el que sea, ha sido absorbido, sin ningún género de duda, por el derma o membrana mucosa nasal del muerto. Lo más posible será que se componga de dos o más materias tóxicas conocidas, pero hasta ahora, y no obstante las pruebas hechas, no he podido obtener la reacción que nos dé la clave del misterio. Se trata de una combinación desconocida. —Y, gruñendo, añadió—: De todas maneras daré con ella. Pero no esta noche, desde luego, sino dentro de un par de días. ¡Maldita autopsia! ¡Es la más complicada que me he encontrado en mi vida.

—Lo creo sin dificultad —dijo Vance—. De no ser así, no estaría usted aquí.

—Es muy posible que no estuviera. Con todo, esa peste —señaló al sargento— insiste tanto en la importancia del caso y en la relación que el café puede tener con el futuro de mister Markham, que me vuelve loco. Por ello creo conveniente participarle que no puedo hacer nada esta noche y… ¡que rabie! ¡Uf, qué hambre tengo!

—Bien. ¿Y qué papel desempeño yo en esto, sargento?

El acento de Markham sonaba en agria censura.

—¡No se ha cometido el crimen en el despacho de Mirche! —replicó, remedándole, el otro—. Y ¿no hemos quedado en que de ahí pueden ocasionarle a usted un disgusto?… Hennessey se ha quedado allí de vigilancia y… bueno, no sé lo que me digo —acabó en voz baja al observar la seña con que Vance le cortaba el hilo del discurso.

—Apreciamos en lo que valen sus intenciones y las molestias que se ha tomado por nosotros, doctor —decía Vance entonces al doctor—. ¿Está bien seguro de que Allen no ha fallecido de muerte natural?

—No, si hemos de atenernos a lo que dice la ciencia —replicó Doremus en tono doctoral—. Ha sido envenenado. No sé nada más. Pero, desde luego, les digo que no me extraña que el joven Mendel se haya cogido la cabeza con las manos. Porque no se trata solamente de un tóxico, sino de un tóxico poderosísimo, de efecto casi instantáneo, que no actúa como los venenos que todos conocemos.

—Pero, doctor —insistió Vance—. Usted debe tener a estas horas una idea…

—¿Una sola? ¡Tengo muchísimas! Esto es justamente lo que me confunde.

—¿Por ejemplo…?

—Achaco al envenenamiento a nuestro conocido el cianuro potásico… o al ácido hidrociánico. En mi opinión, el difunto debió hacer varias inhalaciones o tal vez aspiró el veneno, porque así lo indican sus ojos desencajados y el color de su tez. Por otra parte, he descubierto partículas olorosas en sus pulmones y en la mucosa gástrica. Nada de esto he encontrado en la boca ni en la cavidad craneana, que también abrí. Claro está que todo esto no significa nada, al cabo.

—El doctor Mendel hizo mención de unas quemaduras… probablemente una reacción local en los labios y garganta de Allen. ¿Qué deduce usted de eso?

Doremus parecía enojado con todo el mundo.

—Ya le he dicho que en los pulmones he descubierto una probable inhalación del tóxico —replicó.

—¿Será este nitrobenzene? —le sugirió Vance.

—Lo ignoro. No estoy especializado en la materia.

—Vamos, vamos, doctor —dijo Vance en tono conciliador—. Estoy tratando meramente de sacarle adelante en el mar turbulento de los antiguos conocimientos toxicológicos.

Doremus se enderezó bruscamente en la silla y le dirigió una sonrisa.

—Yo no culpo a usted de lo ocurrido, mister Vance; pero la verdad es que me he acalorado. Tal vez le produzco la impresión de que voy a sacar el antiguo Egipto a colación, así como la mandrágora, el veneno de la víbora, las secretas pócimas de los gitanos, los antiguos ungüentos mágicos de beleño, los venenos de los Borgia, el agua Perusa y el agua Tofana…

—¿Ha dicho Tofana, doctor? —exclamó Heath, interrumpiéndoles—. Ese es el apellido de Delfa, mister Vance. Me refiero a la echadora de cartas. No creo insultarla tomándola y tomando a su marido por envenenadores.

—No, no, sargento —corrigió Vance—. La Tofana a que se refiere el doctor murió en Sicilia durante el siglo diez y siete y no fue echadora de cartas. ¡Nada de eso! Dedicó sus talentos a la composición del líquido que lleva su nombre. Es el agua Tofana un veneno activísimo, y esa mujer comerció con él en tan grande escala, que aún hoy día se recuerda su nombre. La mixtura consistía, posiblemente, en una solución de arsénico muy cargada. Sin embargo, su composición continúa hoy en el mayor misterio. A la dama muerta hace siglos es a quien aludía el doctor.

—Pues insisto en que Rosa Tofana usa la misma farmacopea —dijo obstinadamente Heath.

—Vamos, vamos; ¡está lleno de recelos y de odios, sargento!

—Lo trae consigo el oficio —murmuró Heath.

Vance se volvió a Doremus.

—Perdone la interrupción, doctor —le suplicó—. El caso presente nos está amargando a todos… ¡Sé tratará, tal vez, del veneno extraído de alguna flor! Porque en tal caso sería difícil de demostrar, ¿no es así?

—No lo es, aunque requiera tiempo. Además, los conozco todos. Usted se refiere sin duda a la colchicina, que se extrae de la villorita, a la eleborina sacada de la rosa llamada «de Navidad», a la narcisina que nos da el narciso, a la convalarina del lirio de los valles… Pues le aseguro que no ha sido un veneno tan suave el que ha ocasionado la muerte a ese Allen. Es posible que sea… —guiñó un ojo a Vance y sonrió—. Bien; usted es quien ha hablado primero de las pócimas envenenadas de la Edad Media. ¡Uf! ¡La ciencia moderna se ríe de ellas!

—¡No, no, no! —dijo riendo Vance—. Conste que no he llegado tan lejos. Pensaba solamente en el vendedor londinense de lavanda que murió repentinamente al oler cierto aceite que había puesto en sus flores para intensificar su aroma.

—No hay nada de eso —Doremus sacudió la cabeza con desdén—. Digo únicamente que ignoro actualmente que es lo que ha ocasionado la muerte de ese Allen… Pero deme tiempo… deme tiempo… Lo descubriré mañana. Y, lo que es mejor todavía, entonces no les pareceré tan absurdo como en este momento.

—¿Sabría decirnos a qué hora se produjo esa muerte, doctor? —interrogó Heath.

El doctor le lanzó una mirada fulminante.

—¿Cómo quiere que lo sepa? No soy nigromante. Tampoco he visto el cadáver hasta este mediodía —Su ira se desvaneció al reparar en el desconsuelo de Heath—. He hablado de esto con el doctor Mendel, pero no quiere comprometerse. Dice que no había síntomas de rigor mortis cuando le examinó por vez primera. Verdaderamente, no es posible mirar reloj en mano cómo se tan poniendo rígidos los músculos de un difunto. La cosa varía mucho según los casos y las personas y le afectan diversos factores. De lo oído deduzco que el joven murió unas dos horas antes de haber sido hallado, si no fueron diez. Yo no lo sé; Mendel no lo sabe; ustedes no lo saben…

Continuó murmurando entre dientes cosa de un instante y a continuación se despidió de nosotros con un airoso ademán.

—Dime, Vance, ¿cómo vas a lograr que encaje en tu cuento situación tan anómala como esta? —preguntó Markham a mi amigo cuando Doremus se hubo perdido de vista.

Vance se quedó pensativo.

—Pues lo ignoro —replicó, meneando la cabeza—. De todos modos estoy seguro de que encaja muy bien y de que son múltiples y diversos los factores convergentes que lo integran. ¡Qué curiosa ha sido, sargento, su interpolación de hace un instante respecto a las dos Tofanas! ¿Sabe que el muerto le interesa bastante a Rosa?

Vance abandonó su asiento y paseó de un extremo a otro de la habitación.

—Todavía no admito la derrota, Markham. En mi mente piden a gritos una respuesta demasiadas preguntas. Por ejemplo: ¿a qué hora, después de haberle visto Hennessey a las seis de la tarde, entró Allen en el despacho de Mirche?

—Hennessey estuvo quizá distraído —insinuó Heath.

—No es probable, sargento. En ello veo algo anormal.

Por espacio de un buen rato estuvo fumando en silencio.

—Quisiera echar una ojeada a los planos levantados cuando la reconstrucción del viejo café de Mirche. Es un deseo singular, ya lo sé, mas confieso que tendría en ello sumo placer.

—Yo no veo qué utilidad puede sacarse de eso —observó Heath—. Ahora que, si realmente lo desea, puedo darle ese gusto. Los planos fueron levantados por Doyle y Schuster y conozco a su dibujante. He tratado con él en más de una ocasión.

—¡Usted es mi ángel bueno, sargento! ¿Cuándo podrá traerme esos gráficos?

—Mañana por la mañana antes de que se haya levantado —le prometió confiadamente Heath—. Por ejemplo: a las diez en punto.

Markham dijo, muy divertido:

—De paso yo trataría también de obtener los planos del nido de una yegua[10]. En serio, yo aguardaría a que Doremus nos entregara su informe final.

—Tienes razón —admitió con visible repugnancia Vance—. Pero mi instinto es muy limitado. Adoro la sencillez. Además tengo muy presente a una dama suplicante.

—Mañana, después de haber examinado los planos, te ocuparás de ella.

—No te rías, Markham. La cosa no es para tomarse a broma.

A continuación relató al fiscal con todo lujo de detalles la visita patética que le había hecho Gracia Allen aquella misma tarde a primera hora, cómo le había pedido ayuda, su preocupación por la suerte de Burns y las sugestiones que la compasión le había inspirado para tener ocupada su mente.

—Lo mismo el sargento que yo, le hemos hecho una promesa a su madre —dijo, para terminar— y tras de la visita impulsiva de la muchacha en el día de hoy, quiero que comprendan ustedes que debemos ser considerados, siempre que a ella se le antoje inmiscuirse en nuestros asuntos.

—Tendré sumo placer, por más que me extrañe de ello, en satisfacer ese puntillo sentimental —dijo Markham—. Probablemente no seré yo el llamado a contribuir a esa obra de caridad. Es más: TODA la responsabilidad de la situación será tuya y del sargento.

—Yo nada temo, jefe —dijo Heath—. Esa mistress Allen es una mujercita muy simpática y tiene una hija despabilada como pocas.

Vance le dirigió una sonrisa de agradecimiento.

—¡Ojo, sargento! —le recomendó a pesar de ello—. La mejor manera de dominar la situación es no demostrar exteriormente su simpatía por esas señoras. Con ello inspiraría sospechas a miss Allen. Hay que actuar como quien está tan enterado como ella del fallecimiento de Felipe. Quiero decir que tendrá que ser actor, sargento. ¿Se siente dispuesto a desempeñar ese papel?

—¡Pues claro que sí! —Heath manifestaba entera confianza—. Todavía no soy suficientemente duro para no sentir, de vez en cuando, un nudo en la garganta; sin embargo…

Se interrumpió avergonzado de la sentimental declaración, extemporánea a todas luces, y agregó resuelto:

—¡Caramba! Voy a guardar una impasibilidad igual a la de los idiotas que vemos en ocasiones en una matinée teatral.