UNA VISITA INESPERADA
(Domingo, 19 de mago; al mediodía)
Cuando llegó el coche celular y mientras el infeliz Burns subía a él, Vance le dirigió una sonrisa alentadora.
—¡Ánimo! —le aconsejó, mientras miraba como arrancaba el coche.
ALI perderle de vista llamó a un taxi y se encaminó, sin pérdida de momento, al departamento del Fiscal.
—La verdad es —dijo al entrar— que el sargento posee una lógica aplastante. De ordinario la admiro; en este caso apelo a tu intervención.
Y a continuación hizo al Fiscal un resumen conciso de los acontecimientos acaecidos desde el momento en que salimos del departamento la noche anterior; le habló de la excursión a la Morgue y de la promesa hecha a miss Allen; de cómo se posesionó Heath de la pitillera y de su búsqueda nocturna de Burns; de la entrevista celebrada con el desgraciado joven cuando se le encontró y, finalmente, de la decisión adoptada por el sargento de tenerle recluido hasta que Doremus le entregara el informe de la autopsia de Allen.
Markham le escuchó atentamente, pero sin dar muestras de entusiasmo.
—Opino —dijo, cuando Vance hubo acabado— que Heath ha dado muestras de una inteligencia nada común. Por consiguiente no veo dónde y por qué debo intervenir yo en el asunto.
—Burns es inocente —le aseguró Vance—. Y me obstino en mi creencia. Ergo, deseo que llames por teléfono a Jefatura y digas a Heath que le ponga en libertad. ¡De veras, Markham; insisto en ello! En cuanto le suelten, si no tienes inconveniente, quiero que le traigan aquí, ante todo. Deseo hacerle comprender claramente que si le soltamos es bajo la condición de que ha de guardar secreta la muerte del joven cuyo cadáver está en la Morgue; Así se lo he prometido a mistress Allen, y Burns debe cooperar con nosotros… ¡Pero date prisa, amigo mío!
—¿Conoces bien a ese Burns? —preguntó Markham.
—Le he visto únicamente dos veces. Pero ya conoces mi intuición, ¿eh?
—Apelas a un eufemismo para disculpar el desequilibrio de tu inteligencia… ¿Por qué se te antoja pedirme ahora la libertad de ese joven?
—Porque me tiene sorbido el seso una ninfa de los bosques —replicó Vance, sonriendo.
Markham demostró su malhumor apretando los labios.
—Si no te conociera de antiguo, diría que…
—¡Chist, chist! Sé bueno y llama a Heath.
El Fiscal se levantó, resignado, de la silla. Conocía a Vance desde largo tiempo atrás, y por ello sabía que en muchas ocasiones su amigo ocultaba su seriedad tras palabras dichas en broma. Luego se acercó al teléfono.
—Bueno. El caso es tuyo… —observó— si es que realmente se trata de un caso; por consiguiente, eres libre de llevarlo a tu gusto. Yo tengo ya bastantes cosas en que pensar.
El sargento acababa de llegar a Jefatura cuando Markham llamó y, de acuerdo con la solicitud de Vance, dio las órdenes pertinentes al caso.
Cinco minutos después escoltaba a Burns hasta el departamento del Fiscal. Allí Vance explicó minuciosamente a Burns la situación y le arrancó la promesa formal de que no mencionaría delante de nadie la muerte de Allen, procurando, de paso, inculcarle la idea de que con su silencio beneficiaría asimismo a la propia Gracia Allen.
Jorge Burns se prestó sin dificultad a acceder a la pretensión, demostrando una sinceridad inconfundible, y el sargento le comunicó que era libre de ir a donde quisiera.
Pero al quedarse solo con Markham y Vance, dejó traslucir su cólera.
¡Parece mentira! Después de mi trabajo de toda la noche —se quejó amargamente—. Después de haber encontrado, por una feliz casualidad, esa pitillera; de perder horas de sueño y de realizar un excelente trabajo esta mañana; después de ligar bien a ese sujeto, y de tenerle encerrado bajo llave, se les ocurre pedir su libertad. La idea ha salido de su cabeza, mister Vance. Yo me esfuerzo por proporcionarle algo definitivo y usted suelta al niño ese.
Mordiendo con furia el extremo de su cigarro, añadió:
—Usted es muy vivo, mister Vance, pero no crea que voy a dejarle campar a sus anchas. Antes de venir he rogado a Tracy que se me adelantara, y a partir de este mismo instante se encargará de seguirle los pasos a Burns.
—Esperaba que así lo hiciera —Vance se encogió amablemente de hombros—. Que mi deseo de poner en la calle a ese joven no le impresione desfavorablemente, sargento, pues pienso aplicar todas mis energías a la tarea de desenmarañar el presente enredo. Conste que estoy muy nervioso mientras aguardo el informe del forense… A propósito: no obstante sus actividades, ¿sabe algo de la autopsia?
—Sí, señor —dijo Heath—. Poco antes de salir de la Jefatura he llamado al doctor. Como de costumbre, me ha hecho rabiar un largo rato. Pero, al final, he podido arrancarle la promesa de que se pondrá a trabajar de firme después de comer y de que esta misma noche me enviará el ansiado informe.
—¡Espléndido! —suspiró Vance—. Le saludo, sargento, y le ruego perdone haya trastornado el admirable plan que tenía hilvanado para privar a mister Burns de su libertad. Confío en que su mala ventura no distraerá su atención y que continuará protegiendo a mister Markham de la sombra de Pellinzi.
—Nada puede distraerme ni evitar que me preocupe la suerte del señor Fiscal y la del Buharro —afirmó Heath—. ¡No se apure! Se vigila noche y día este departamento; por ahí fuera tengo apostados halcones que están dispuestos a lanzarse sobre el pájaro en cuanto asome la cabeza.
El sargento se despidió de nosotros minutos después y aceptamos la invitación que Markham nos hizo de ir a comer con él.
A las tres en punto regresamos al departamento de Vance. Currie salió a recibirnos al descansillo de la escalera, presa de visible turbación.
—¡Señor, estoy terriblemente trastornado! —nos dijo sottovoce—. Ahí dentro le aguarda una joven extraordinaria. He tratado de echarla con todas mis fuerzas, señor, pero no ha querido comprenderlo. Es muy resuelta y… atrevida, señor. —Lanzó una mirada a su espalda y añadió—: La he vigilado, señor, y me parece que no me ha tocado nada. Espero que…
—Está dispensado, Currie.
Vance interrumpió las precipitadas disculpas del ayuda de cámara y tras de entregarle el bastón y el sombrero entró directamente en la biblioteca.
En el gran sillón de trabajo de Vance, hundida entre almohadones, vimos a Gracia Allen. A la vista del detective se puso en pie de un salto para saludarle. Había perdido su anterior volubilidad.
—Hola, mister Vance —dijo, en tono solemne—. No me esperaba, ¿verdad? Tampoco sabía que tengo su dirección. Tampoco esperaba verme aquí ese viejo regañón que ha salido a abrirme la puerta. Pero todavía no le he dicho cómo poseo sus señas. Pues de la misma manera que supe su nombre y apellido ¡Por su tarjeta!… Le confieso que se me han quitado las ganas de comprarme mañana el vestido. Es muy posible que no vaya. Es decir: voy a esperar hasta que me digan lo que ha sido de Jorge…
—Celebro de veras la inteligencia de que ha dado pruebas al encontrar esta casa —Vance se expresaba con voz apagada—. Y me encanta ver que sigue usando el perfume de limón.
—¡Oh, sí! —Ella le miró con agradecimiento—. Al principio no me agradaba mucho, como ya sabe, pero ahora… ¡ahora lo adoro! Tiene gracia, ¿verdad? De sabios es mudar de consejo.
—Sí —Vance le dirigió una suave sonrisa—; la constancia es propia de los duendecillos…
—¡Bah! Yo no creo en ellos. Es decir: perdí la fe al salir de la infancia.
—Pues ¡claro!
—Y el descubrir que vivía tan cerca de casa me pareció una afortunada coincidencia porque precisamente tengo que hacerle formalmente toda una serie de preguntas. —Así diciendo, miss Gracia levantó la vista y observó cómo reaccionaba ante tal declaración—. ¡Ya se me olvidaba! Otra cosa he descubierto respecto a usted. Que su apellido consta de cinco letras como el mío, y el de Jorge. ¡Es nuestro Destino! Si tuviera seis letras no hubiera venido, pero ahora sé que todo irá bien, ¿no es así?
—Sí, querida. Confíe en ello.
Miss Gracia dejó escapar súbitamente un suspiro, como si acabara de dilucidar, con éxito, una cuestión digna de controversia.
—Y ahora va usted a decirme por qué se han llevado a Jorge esos agentes. Jorge me ha telefoneado y sé que está bien, pero, con franqueza, todavía estoy inquieta y preocupada.
Vance se sentó frente a ella.
—No se preocupe de mister Burns —dijo—. Los agentes que se lo han llevado esta mañana le han relacionado, tontamente, con determinadas y sospechosas circunstancias. Pero a lo sumo en un par de días quedará todo aclarado. Confíe en mí.
Su mirada franca reveló, en efecto, una confianza total.
—Algo muy grave debe ser lo que ha impulsado a esos hombres a venir a mi casa tan de mañana y a trastornar tan espantosamente a Jorge.
—Estaban convencidos de que era grave —le explicó Vance—. La verdad, querida mía, es que anoche se encontró a un hombre muerto en el café y…
—Pero ¿qué tiene Jorge que ver con todo eso, mister Vance?
—Pues yo creo que nada, absolutamente nada.
—Entonces ¿por qué sacaron a relucir, esos hombres, la pitillera regalada por mí a Jorge? ¿De dónde la han sacado? ¿Lo sabe usted?
Vance titubeó un instante; aparentemente adoptó luego una decisión respecto a la manera de ilustrar a la joven sin ir muy lejos en su explicación.
—Sepa usted —explicó pacientemente— que la pitillera de Burns estaba dentro de un bolsillo de la chaqueta que llevaba el muerto.
—¡Oh! ¡Pero Jorge no es capaz de regalar lo que yo le doy!
—Como ya he dicho, se trata de una desagradable equivocación.
La muchacha clavó en Vance una larga mirada escrutadora.
—Supongamos, mister Vance… supongamos que ese hombre no ha muerto. Supongamos que… que le han asesinado, lo mismo que asesinó usted ayer al hombre de Riverdale. Y supongamos que la pitillera de Jorge se ha encontrado dentro de uno de sus bolsillos. Y supongamos… ¡oh! infinidad de cosas como esta. He leído en los periódicos que, a veces, la Policía da muerte a un inocente y que… —se interrumpió bruscamente y, horrorizada, se tapó la boca con la mano.
Vance se inclinó y puso una mano sobre su brazo.
—Vamos, vamos, querida niña, ¡no vuelva a creer en fantasmas! Su suposición es ridícula y no debe hacerla. No existe nada de lo que imagina: tranquilícese. A mister Burns no puede sucederle nada malo.
—¿Y si ocurriera? —Sus temores no se habían disipado del todo. Se desviaban—. ¿No comprende lo que puede ocurrir? ¡Si llegáramos a ello, tiene usted que mostrarse un buen detective!
Sus ojos tenían ahora una expresión suplicante y temerosa.
—Es la mañana, después de la salida de Jorge quedé muy preocupada. ¿Y sabe lo que hice? Subí a la parte alta de la ciudad y allí hablé con Delfa. Siempre recurro a ella cuando tengo pesares… y cuando no los tengo también. Ella dice siempre que se alegra de verme porque realmente le agrada verme dar vueltas a su alrededor. También puede ser que le guste porque soy tan clarividente. De esa manera se concentra mejor, ¿sabe usted?… ¡Si viera en qué habitación más extraña recibe! Al principio le da a una escalofríos. Todo alrededor de ella penden cortinas, largas cortinas negras, de manera que no se ven las ventanas. La habitación tiene sólo una puerta. De manera que cuando corre las cortinas, se siente una lejos de todo, sola con Delfa y con los espíritus a quienes invoca.
Miss Allen dirigió una vaga mirada en torno y se estremeció.
—Y pendientes de las cortinas —siguió diciendo— tiene Delfa grandes fotografías de manos diversas y signos muy curiosos que ella denomina «símbolos». Sobre la mesa ha puesto una enorme bola de cristal junto a otra más pequeña. Y mapas de las estrellas orlados de frases extrañas. En ellas se dice la suerte de cada uno según haya nacido bajo el signo de Cáncer, de Piscis o de Capricornio.
—¿Y qué le dijo a usted Delfa? —inquirió Vance con cariñoso interés.
—¡Es verdad! ¡Si todavía no se lo he dicho! —El rostro de la muchacha se iluminó—. Pues estuvo muy inspirada y pareció sorprenderse mucho cuando le hablé de Jorge. Me hizo toda una serie de raras preguntas respecto a los agentes que han venido a casa y sobre la pitillera, como si pretendiera sonsacarme, ¿comprende? Adivino que trataba de leerme el pensamiento porque me hacía vibrar. Y Delfa dice que es de gran ayuda para ella el que alguien se halle en disposición de ayudarla. Al cabo me dijo lo mismo que usted, mister Vance, que no le sucederá nada a Jorge. Pero que debía ayudarle…
Miró a Vance con ansiosa expresión.
—Usted me permitirá, ¿verdad? —dijo—, que ayude a Jorge a salir de ese apuro. Mi madre me ha dicho que usted ha prometido ayudarnos cuanto pueda. Si me dice cómo, yo misma puedo hacer de detective. Porque, ya ve, ¡tengo que ayudar a Jorge!
Perplejo y turbado por la ingenua suplica de la muchacha, Vance se levantó pensativo y fue a mirar por la ventana. Finalmente, volvió junto a su silla y se sentó de nuevo.
—¡Con que quiere ser detective! —exclamó alegremente—. La idea es excelente. Voy a prestarle la ayuda que pueda. Trabajaremos juntos; será usted mi ayudante. Pero tendrá que trabajar mucho. Sobre todo, lo más esencial es que nadie sospeche que desempeña tales funciones.
——¡Ay, qué alegría, mister Vance! Voy a ser una heroína de novela. —El decaído espíritu de la muchacha se animó al momento—. Ahora dígame lo que tengo que hacer para ser detective.
—Muy bien. Veamos… Primero, naturalmente, deberá tomar nota de todo aquello que le parezca convincente. Buen punto para empezar será, por ejemplo, tener en cuenta las huellas dejadas en lugares sospechosos y no pasarlas por alto. Cuando se pisa en terreno blando se deja, naturalmente, una huella y midiéndola llega a saberse el tamaño y, por consiguiente, el número de los zapatos que calza la persona sospechosa…
—Suponiendo que lleve zapatos de un número distinto, es decir, que trate de engañarnos, ¿qué debemos hacer?
Vance se sonrió con admiración.
—La observación está muy en su punto, hija mía —observó—. Se sabe que más de un malhechor ha hecho lo que dice usted. Sin embargo, no tenemos que ocuparnos de eso todavía… Para proseguir le recomiendo que examine siempre los secantes colocados sobre una mesa de despacho. Por regla general se leen colocándolos delante de un espejo.
Hizo ante la muchacha una demostración de lo que decía y ella quedó fascinada como un niño que presencia juegos de manos.
—A las huellas y secantes suceden, en importancia, los cigarrillos. Si encuentra una colilla debe poder afirmar quién la ha fumado. Principie por observar a la persona que fume los de una marca determinada. Y en más de una ocasión el cigarrillo delatará al fumador. Si descubre en él rastros de rojo, será una dama que se pinta los labios quien lo habrá fumado.
—¡Oh! —De súbito la muchacha se desanimó—. Si hubiese mirado con atención la colilla que quemó ayer mi vestido, hubiera podido saber quién me la había arrojado.
—Posiblemente —replicó con desenvoltura Vance—. Pero no hay sólo este, sino otros muchos medios de comprobar si son ciertas las sospechas que inspire una persona determinada. Por ejemplo: si alguien hubiera cometido un crimen en la casa donde hubiera perro y el animal no le hubiera ladrado, cabe suponer que el intruso era un conocido. Como usted debe saber, los perros no le suelen ladrar a un amigo.
—Supongamos que en lugar de perro hubiera en la casa un gato —observó miss Allen— o un canario. ¿Qué haría usted en tal caso?
Vance no pudo reprimir una sonrisa.
—Buscar otros medios de identificar al culpable —respondió.
——Y aquí es, precisamente, dónde podríamos echar mano de las huellas, ¿no es eso?… Repare, sin embargo, en que muchas personas tienen el mismo número de calzado. Mis zapatos sirven perfectamente a mi madre. Y lo que es más: sus zapatos me van bien a mí.
—Pero todavía podemos emplear otros medios.
—¡Conozco uno de ellos! —exclamó Gracia con acento de triunfo—. ¡El perfume! Por ejemplo: si encontramos el bolso de una señora que huela a Frangipanni, tendremos que buscar a una dama que use ese perfume y no a la que use Gardenia… Sólo que yo no sirvo para eso. ¿Y usted? Yo confundo de manera lamentable los olores. ¡Jorge se pone más furioso!… Porque él tiene un olfato finísimo. Es capaz de conocer un perfume de la clase que sea, así como de dónde viene y todas sus características… mientras yo no huelo nada. Tiene ese don. Recordará lo que hizo esta mañana con la pitillera… Pero prosiga, por favor, mister Vance.
Philo Vance continuó disertando sobre la materia, imprimiendo cuidadosamente en el ánimo de ella las cosas que podían interesarle. Yo no pude dudar de su simpática comprensión cuando al ir ella a marcharse llamó a Currie y le dio explícitas instrucciones.
—Recibirá usted, Currie, a esta señorita, siempre que se le ocurra venir a verme —dijo al antiguo servidor—. Si por casualidad yo no estuviese y ella quisiera aguardarme, procurará que se encuentre como en su casa. Recíbala con agrado y procure que no carezca de lo indispensable.
Cuando miss Allen hubo salido me dijo:
—Al presente nada le hará tanto bien como saber que tiene algo en que apoyarse. En el fondo se siente desgraciadísima y bastante asustada. Su imaginaria ocupación le sentará temporalmente lo mismo que un tónico… ¿Sabes, Van? A medida que pasan los años me vuelvo sentimental. Me pasa algo parecido a las uvas de Francia: maduro con el tiempo.
Y a pequeños sorbos, lentamente, apuró la copa de coñac.