CAPÍTULO IX

OBJETO DE SOSPECHAS

(Domingo, 19 de mayo las 10:30 de la mañana)

A las nueve y media de la mañana, sobre poco más o menos, regresó Heath al departamento de Vance. Este acababa de levantarse de la cama y estaba sentado en la biblioteca envuelto en su bata de mandarín. Delante tenía el desayuno, consistente en una taza de café turco muy cargado. Mientras se fumaba el segundo cigarrillo, introdujeron a Heath. Venia cansado, pero triunfante.

—¡Al fin di con él! —nos dijo, sin gastar ceremonias.

—Bien. Siéntese y descanse —díjole Vance a guisa de saludo—. Tome una tacita de café; restablecerá sus fuerzas. Supongo que se refiere usted a Burns. No irá a decirme que no ha dormido por correr detrás de él toda la noche.

—Sí que he corrido, y mucho —contestó—. Si no tiene inconveniente, mister Vance, ¿tendrá la bondad de añadirme al café alguna otra cosa? Porque necesito un tentempié.

Vance se apresuró a complacerle; sonriendo.

—Y ahora, explíqueme sus correrías de esta noche, sargento.

La verdad es que aún no he atrapado a Burns —manifestó Heath—; pero espero una llamada de Emery. Supongo que no tardará en telefonearme. Le he dicho que vigile la casa de mistress Allen…

—¿De mistress Allen?

—¡Sí! Allá piensa el pollo dirigirse.

—¡Caramba! La cosa se complica.

—No tanto como usted cree, mister Vance, pero sí es enojosa… Anoche, al salir de aquí, bajé hacia la tienda de perfumes y estuve hablando con el vigilante nocturno. Este me dejó entrar en el despacho, que abrió sirviéndose de una llave maestra, y buscamos el libro de direcciones. Allí, junto al nombre y apellido de Burns, encontré las señas de su casa. Se hospeda en un hotel de segunda categoría distante unas manzanas tan sólo de la fábrica. Sin cansarme, encaminé allí mis pasos. Pero Burns había estado ya en él, se había cambiado de traje y vuelto a salir a la calle. Me informó de todo esto el encargado nocturno del hotel, a quien he mostrado la pitillera de madera. La suerte se me ha mostrado, aquí, propicia porque el encargado está dispuesto a jurar que la ha visto en manos de Burns, y si no es la misma, otra semejante. Parece ser que cuando llega tarde se para siempre a charlar un rato con el encargado…

—Y le ofrece —dijo Vance interrumpiéndole— un cigarrillo por lo menos.

—Eso es… Entonces llamé a Emery al Bureau, le ordené que subiera y aguardara la llegada de Burns, rondando en torno del hotel, por si al joven se le ocurriera volver. En cuanto llegó me fui a casa deseoso de descabezar unas horas de sueño.

—Pero su cancerbero interrumpió esas cabezadas al traerle noticias del elaborador de perfumes.

—No. Burns no volvió a parecer por el hotel. Así, a las ocho en punto me personé yo en él para ver si podía sacarle algo más al encargado nocturno. Parece ser que él, Burns y otros dos muchachos amigos, se sientan muchas noches en el hall para jugar a las cartas. Uno de ellos vive al otro lado de la calle, pero este caballero dice que hace días que no le ha echado a Burns la vista encima. Él mismo me aconsejó que fuera a ver al otro mocito apellidado Robin, porque vive en Brooklyn y en este distrito pasa Burns alguna noche que otra en su compañía, sobre todo los sábados. Así, me voy a Brooklyn. No telefoneo previamente a casa de Robin porque no quiero que ponga a Burns sobre aviso. Me lleva una hora localizar la casa, que se desvía lo menos una media docena de manzanas de la vía principal, ¡y me encuentro en Bensonhurst!

—¡Qué odisea matutina, sargento! —Vance se estremeció de compasión—. ¿Y qué sucedió al llegar usted a la cabaña de ese Eumaeus?

—Ya le he dicho que se apellida Robin. Y le advierto que no vive en una cabaña —replicó en serio el sargento—. Pues verá: le pregunté por Burns y me dijo que había llegado allí a las tres en punto de la madrugada, diciendo que estaba desanimado y que necesitaba compañía. También me ha dicho Robin que estaba nervioso en extremo y que no ha dormido muy bien esta noche. Así y todo se ha levantado temprano y ya había salido de casa cuando llegué yo… ¿Qué deduce de todo esto, mister Vance?

—A mí me suena a amor floreciente en estado de incertidumbre —dijo Vance—. ¡Ah, dulce crueldad de la mujer!

—Ignoro a dónde quiere ir a parar, mister Vance —replicó el sargento—. A mí me suena a culpabilidad de conciencia. Sobre todo cuando Burns no se hospeda en su casa; huye, por decirlo así, a esconderse en las barriadas extremas de la ciudad. El caso es que al mostrarle a Robin la pitillera, la reconoció en el acto. Lo que no pudo recordar fue si Burns la llevaba anoche encima o no. Le pregunté si sabía adónde iba Burns y se echó a reír. Me respondió que sí lo sabía, pero que no estaría allí hasta las once de la mañana. En vista de que no podía haber regresado ya a Nueva York en tan poco tiempo, telefoneé a Emery al hotel de Burns para pedirle que vigilara la casa…

—¿… de mistress Allen?

—Precisamente. Allí estará a las once, según me dijo Robin. Y no me cabe duda. Se me figura que es lo más razonable que puede hacer, porque recuerdo, mister Vance, que usted mismo ha dicho que es amigo de la muchacha. Y no es imposible que tenga la idea de pedirle que le ayude un poco antes de que se dé cuenta de lo que se trata. He aquí por qué he vuelto apresuradamente a Nueva York, y por qué estoy aquí contándole cómo han ido las cosas, y aguardando, de paso, a que Emery me llame por teléfono.

—¡Es extraordinario! —murmuró Vance—. ¡Eso se llama celo! Usted ha unido muchos cabos sueltos, debo decir que con singular acierto, mientras yo he estado durmiendo. Y me figuro que todavía ha de hacer más cuando llegue la llamada de Emery y encuentre al fin al joven Burns.

—¡Le digo que sí! —Luego el sargento añadió—: Comienzo a creer que usted tenía ya idea de todo esto mientras estaba, anoche, en casa del señor Fiscal.

—Usted me sorprende… De todos modos, deseo acompañarle, sargento.

Vance salió de la biblioteca.

Al volver a entrar en la biblioteca, vestido de pies a cabeza, sonó el timbre del teléfono. Heath se levantó de un salto de la silla, y antes de que acudiera Currie, el antiguo mayordomo y ayuda de cámara de Vance, se había llevado el auricular al oído.

Se trataba de la tan ansiada llamada de Emery. Heath repuso con ansia tras de lo que tenía que decirle el agente:

—Bien. Dentro de unos minutos estaré ahí.

Colgó bruscamente el auricular y, frotándose las manos, visiblemente satisfecho, se acercó a la puerta.

—Vámonos, mister Vance. Al fin podremos hacer algo…

Al dar la vuelta a la esquina de Lexington Avenue, divisamos a Emery que se paseaba, calle arriba, calle abajo, por delante de la casa de mistress Alíen. Al vernos, avanzó unos pasos y nos hizo un gesto significativo.

Heath indicó con un gruñido que le había entendido y dio orden a Emery de que nos siguiera al interior de la casa.

Esta vez fue Gracia Allen la que acudió a abrirnos la puerta. Inmediatamente posó en Vance la mirada y con un embeleso exuberante levantó ambos brazos al cielo.

—¡Hola, mister Vance! ¡Es maravilloso! —exclamó con su voz musical y vibrante—. ¿Cómo ha sabido dónde vivo? ¡Es usted un detective de primera!…

Reparó aquí en la sombría presencia de los otros dos hombres y se interrumpió bruscamente.

—Los caballeros son agentes de policía, miss Allen —le explicó Vance—. Vienen a…

—¡Oh! Le han cogido a usted, ¿no es cierto? —exclamó ella con desaliento—. ¡Es terrible! —Se le dilataron las pupilas—. Pero créame, mister Vance: yo no le he descubierto. No soy capaz de ello. ¡Palabra! Sobre todo después de prometérselo a usted.

Heath y Emery entraron en el recibimiento, rozándola al pasar, y Vance alzó una mano.

—Perdón, amiga mía —dijo con grave entonación—. Permita que entre un momento. Hemos venido aquí guiados por diferente intención de la que imagina.

Ella retrocedió unos pasos, asustada por la seriedad con que él se expresaba, y Vance siguió a los dos agentes al comedor.

Sentado en un sofá, frente a la puerta de entrada, estaba Jorge Burns, al que visiblemente enojaba nuestra intromisión. Heath se le acercó apresuradamente. —¿Es usted el llamado Jorge Burns? —interrogó con voz áspera.

—Sí, señor. ¿Quién desea saberlo? —replicó Burns con manifiesto resentimiento.

—¡Ah! Veo que es prudente —Heath se palpó los bolsillos de la americana con ambas manos y a continuación dijo en tono conciliador—: Burns, ¿tiene un cigarrillo?

Burns le ofreció, maquinalmente, su cajetilla.

—¡Cómo! ¿No tiene una pitillera?

—¡Claro que sí! —exclamó miss Allen con altanería—. Se la regalé para Navidad. Es muy bonita y representa el tablero de un juego de damas…

Vance hizo un gesto, indicándole silencio.

—Sí —admitió Burns—. Tenía una, pero… la perdí ayer.

Me pareció que le desagradaba el cariz que iba tomando la cosa.

—¿Será esta, por casualidad?

Heath acentuó, amenazador, la pregunta, y colocó la pitillera bajo las mismas narices del joven.

La sorpresa movió a Burns a dar un bote. Intimidado por esa acción impulsiva, hizo luego un gesto leve de afirmación. Tomando la pitillera se la llevó a la nariz y la olisqueó repetidas veces.

—¡«Béseme usted pronto»![8] —exclamó inesperadamente.

—¡Qué! —dijo, escandalizado, el sargento.

—¡Oh! —Burns demostró súbita confusión—. Perdón. Ese es el nombre de marca de un conocido perfume para el pañuelo. Se trata de una composición de casia, junquillo, algalia, citronella…

—… jazmín y tuberosa —acabó, triunfante, miss Allen—. Lo recuerdo muy bien.

—Te acuerdas de la composición de otro perfume. El «Leap Year» [9] —dijo, impaciente, el joven.

—Eh, oiga, ¿a qué viene ahora todo eso? —dijo el sargento.

Vance se reía para sus adentros.

El sargento arrancó de la mano de Burns la famosa pitillera y volvió a guardársela en el bolsillo.

—¿Dónde la perdió ayer?

—Ah, pues… no lo sé exactamente. Se la presté a… un amigo.

—¿De veras? ¿Presta a sus conocidos los regalos que le hace su mejor amiga?

—Verá: no es, exactamente, que la haya prestado —Burns estaba confundido—. Encontré ayer a un amigo y le ofrecí un cigarrillo. Tuvimos en seguida una ligera discusión y se olvidó…

—Eso es. Se olvidó de devolvérsela a usted y se marchó con ella —El sargento puso en la frase un mundo de sarcasmo—. A su vez, usted se olvidó de pedírsela y le consintió que se quedara con ella. Le hizo un bonito regalo. ¡Está bien!… ¿Quién era ese amigo?

Burns titubeó un momento.

—Puesto que desea saberlo —dijo al fin— se lo diré: era el hermano de miss Allen.

Estaba seguro de ello. ¡Buen zorro está usted hecho! —Asaltó al sargento súbita idea y agregó—: La cosa debió suceder cerca del café Domdaniel y a eso de las cuatro de la tarde, ¿eh?

—¿Quién se lo ha dicho a usted? —interrogó el joven con acento de sorpresa.

—¡Cuidadito! Del interrogatorio me encargo yo, sólo yo, ¿entiende? —replicó, bruscamente, Heath—. Usted ha hablado de una ligera cuestión. La verdad es que les faltó poco para llegar a las manos. ¿Qué les impulsó a lanzarse uno sobre otro? ¿Antiguos resentimientos, acaso?

Burns se quedó mirando con desconsuelo al sargento. Su mirada fue a posarse después sobre Gracia Allen.

—¡Jorge, Jorge! —exclamó ella, compungida—. Ya habéis vuelto a reñir otra vez. ¡Sois incorregibles!

Heath apretó los dientes.

—Tú, calla, ¡niña llorona! —exclamó.

—¡Oooh! Así mismo me llamó ayer mister Puttle.

Heath se volvió, disgustado, a Burns.

—¿Qué originó la disputa?

Las pupilas del joven giraron en sus órbitas. Evidentemente estaba azorado, indeciso. ¿Respondería, no respondería? Al fin, replicó tartamudeando:

—Fue Gracia… miss Allen. A Felipe no le gusto. Me pidió que no volviera a… que no volviera por aquí, y añadió que no sé vestir, que carezco de la elegancia de ese mister Puttle…

—Bueno, pues voy a decirle algo yo, también. Algo…

Vance dio, vivamente, un golpecito en el hombro del sargento y le dijo unas palabras al oído.

Heath se contuvo. Dio media vuelta, se encaró con la muchacha y la señaló con el dedo.

—Pase a otra habitación, señorita. Tengo que hablar a solas con este caballero. A solas, ¿comprende?

—Así debe ser, Gracia —Me sorprendí al oír la voz tranquila de mistress Allen. Volví la cabeza y la vi tímidamente de pie entre las dos hojas de la puerta corrediza que se abría al fondo del comedor. Ignoro cuánto tiempo haría que estaba allí—. Ven conmigo, Gracia, y deja con Jorge a estos caballeros.

La muchacha obedeció. Ella y su madre se metieron en la habitación del fondo, cerrando las puertas tras de sí.

—Y, ahora, vamos a vernos las caras, joven.

Heath avanzó, amenazador, unos pasos y se aproximó al consternado mister Burns. Vance se le puso delante.

—¡Un momento, sargento!… ¿Querrá decirme, mister Burns, por qué se ha sorprendido, hace poco, al oler el perfume que exhala su pitillera?

—No lo sé… no podría precisarlo —Burns frunció el ceño—. No es un perfume usual. Ya hace tiempo que no lo olía. Pero anoche, en el café, me dio en la nariz con desacostumbrada intensidad. Fue en el vestíbulo de entrada, mientras me dirigía al comedor.

—¿Quién lo llevaba?

—¿Cómo es posible, que yo lo sepa? ¡Había tanta gente en el vestíbulo…!

Vance pareció satisfecho y, con un gesto, dejó en libertad al sargento para que se las hubiera con el joven.

—Bien. Sepa lo que sucede —Heath se encaró con Burns—. Anoche hallamos muerto a cierto sujeto que, en uno de los bolsillos de la americana, llevaba la pitillera de usted.

Burns alzó de pronto la cabeza y en sus ojos brilló la luz del temor y de la confusión.

—¡Dios mío! —exclamó en voz muy baja—. ¿Quién… quién era ese hombre?

Heath mostró una sonrisa cruel.

—No se me alcanza. Tal vez usted lo adivine.

—No habrá sido… ¡Felipe! —balbuceó Burns—. ¡Oh, Dios mío! Sé que no está aquí hoy. Se ha ausentado. Sí, está fuera, no lo duden ustedes. Ayer mismo me dijo que pensaba abandonar la ciudad.

—Pretextando lo del perfume ha tratado usted de meter en este asunto a una tercera persona. ¡Es muy ladino! En cambio, ahora se muestra muy torpe. —Heath hizo una pausa. Adoptó luego una súbita decisión y en consecuencia le hizo una seña a Emery—. ¡Acérquese! Nos llevamos al niño. Voy a ponerle donde no nos cueste tanto ir en su busca cuando le necesitemos.

Vance dejó oír una tos discreta.

—¿Le va a poner entre rejas por sospechoso, sargento, o simplemente en calidad de testigo? —interrogó.

—El nombre es lo de menos, mister Vance. Le llevo a un lugar de donde no podrá salir aunque quiera. Allí podrá reflexionar a sus anchas… mientras aguardamos el informe del doctor Doremus… Póngale los brazaletes, Emery, hasta que lleguemos a la esquina y pidamos el coche.

Heath y Emery empujaban al petrificado Burns en dirección a la puerta cuando Gracia Allen volvió, presurosa, al comedor tras de escapar de los brazos de su madre que en vano había tratado de contenerla.

—¡Oh, Jorge, Jorge! ¿Qué es lo que ocurre? ¿A dónde te llevan? He tenido el presentimiento… la clarividencia…

Vance le cortó la palabra y le puso ambas manos sobre los hombros.

—Querida niña —dijo, con voz consoladora—, créame lo que voy a decirle. No tiene por qué estar intranquila. No alarme a mistar Burns más de lo que ya está. ¿Tendrá confianza en mí?

Ella inclinó la cabeza y se volvió junio a su madre. Los dos agentes habían salido ya del corredor llevando en medio a Burns; y mientras Vance se volvió e iba a abrir otra vez la puerta, dijo mistress Allen con su dulce voz:

—¡Gracias, caballero! Gracia confía en usted, se lo aseguro, lo mismo que yo.

La muchacha apoyó la cabeza en el hombro de su madre.

—¡Mamá! ¡Oh, mamá! —sollozó—. ¡Me importa poco que Jorge no vista elegantemente como mister Puttle!