EN LA MORGUE
(Sábado, 19 de mayo, a la 1,30 de la mañana)
Vance, Heath y yo, nos dirigimos primero a casa de Philo. Allí, mientras él reemplazaba su traje de etiqueta por otro de casa, Heath llevó a cabo la indispensable llamada telefónica.
Con el fin de obtener los detalles pertinentes al caso de que hubiera podido olvidarse Hennessey, estuvo interrogando a Guilfoyle y dio orden a Sullivan de que siguiera vigilando el café hasta el día siguiente a mediodía. Luego llamó al doctor Mendel. De la expresión de su rostro y las interrogaciones que le dirigió deduje que los informes del joven le dejaban perplejo y enojado. Al reunirse Vance a nosotros, el sargento continuaba examinando la cuestión.
—El caso se complica —nos confió—. Me parece mucho más misterioso de lo que, a primera vista, juzgué por el relato de Hennessey. El doctor opina todavía que Allen ha muerto de muerte natural; pero ha descubierto toda una serie de pruebas que, mirándolo bien, revelan un trabajo sucio. Se encarga de hacer que conduzcan a la Morgue el cadáver y allí hará Doremus [6] la autopsia. Mendel no quiere meterse en eso. Le he preguntado a qué hora cree que murió Allen y se ha enfrascado en una larga disertación de la cual he entendido únicamente lo de rigor mortis y no sé qué referente a un espasmo.
—¿Es espasmo cadavérico? —interrogó Vance.
—Sí, eso es. Y a continuación masculló que en materia de medicina se ignoran infinidad de cosas todavía. ¡Vaya una novedad!
—Es un tópico muy común —dijo suspirando Vance—. A propósito: ¿han hablado ustedes de la madre de Allen?
—Ya lo creo. Habrá que darle la noticia. Pienso enviar a Martín. Es dulce y paciente.
—No; ¡oh, no, sargento! Quisiera ver personalmente a esa señora. Usted lléveme hasta donde están; yo le seguiré los pasos.
—Está bien, mister Vance —Heath guiñó un ojo y sonrió—. Ya hemos quedado en que va a llevar la batuta en este caso. Es suyo. Tampoco creo que cueste mucho trabajo la tarea de identificación que piensa emprender.
Sin dificultad encontramos la residencia de la calle Treinta y Siete. Era un modesto edificio de piedra, oscura en la fachada, dividido en pequeños departamentos. A nuestra llamada respondió mistress Allen en persona. Al abrirnos la puerta reparamos en que estaba todavía vestida y en que tenía encendidas todas las luces del recibidor, pobremente amueblado.
De aspecto frágil, pequeña y menuda como un ratoncillo, me pareció mucho más vieja de lo que correspondía a la madre de Gracia. Su expresión suave y vaga encubría tristeza y melancolía como si la pobre mujer hubiera envejecido antes de tiempo, bien a causa de súbitos pesares, bien con motivo de un duro e incesante trabajo.
Nuestra presencia inesperada le asustó, y se puso muy nerviosa. Mas, al decirle el sargento quién era, nos hizo entrar inmediatamente. Al tomar asiento, envaró el cuerpo como preparándose a resistir el golpe que preveía íbamos a asestarle. Unía las manos con fuerza tal que le palidecieron los nudillos.
Heath carraspeó un momento. A pesar de la dureza de su carácter sentíase lleno de compasión.
—Usted es mistress Allen… —comenzó a decir. La frase equivalía a una interrogación y al propio tiempo a una afirmación.
La mujer hizo un nervioso gesto de asentimiento.
—¿Tiene un hijo llamado Felipe?
Ella volvió a afirmar en silencio, pero se le dilataron las pupilas.
Heath calló y miró en torno un momento. Su expresión se suavizaba imperceptiblemente. Sólo en cierta ocasión habíale yo visto tan emocionado. Fue durante la investigación llevada a cabo con motivo de la causa llamada «del Obispo». Al descubrir entonces dentro de un armario el cuerpecillo rígido de Magdalena Moffat, había perdido el dominio que sobre sí mismo tenía siempre.
—Vela usted hasta muy tarde, ¿eh, mistress Allen? —inquirió, como si aún no encontrara palabras para suavizar el golpe que intentaba asestar.
—Sí, señor oficial —dijo la mujer con un trémulo hilo de voz—. Siempre que sale mi hija suelo esperar levantada su regreso. Pero no lo considero un sacrificio.
Heath bajó la cabeza. Y con súbita nervosidad fue derecho al asunto.
—Lamento ser portador de tan malas noticias —balbuceó—. Su hijo Felipe ha sufrido un accidente. —Hizo una pausa que duró varios segundos—. Sí, mistress Allen, debo comunicárselo a usted. ¡Ha muerto! Se le ha hallado muerto esta noche en el café donde trabajaba.
La mujer se agarró a la silla. Abrió los ojos y su cuerpo osciló un poco. Vance se le acercó rápidamente y, cogiéndola por los hombros, la sostuvo.
—¡Pobre hijo mío! ¡Pobre hijo mío! —gimió ella repetidas veces. Nos miró a los dos como atontada—. Dígame cómo ha sido.
—Lo ignoramos, señora —dijo suavemente Vance.
—Por lo menos, dígame cuándo sucedió —rogó ella, con acento inexpresivo.
—A nosotros nos comunicaron la noticia a las once en punto de la noche —manifestó Heath.
—Yo… no sé qué hacer. —Mistress Allen levantó hasta nosotros una mirada suplicante—. ¡Quiero verlo! ¿Verdad que me llevarán junto a él?
—¡Para ello estamos aquí, mistress Allen! Deseamos que venga con nosotros, que nos acompañe un momento hasta un lugar determinado… para identificarle. Mister Mirche lo ha hecho ya, como es de suponer, pero quisiéramos que le identificara usted también. Quizá podamos luego sacar algo en claro.
Vance agregó:
—Nos damos perfecta cuenta, mistress Allen, del dolor que va a ocasionarle esta visita, mas es necesaria, como ya ha dicho el sargento. Quién sabe si más adelante ella logrará que sufra menos miss Allen… y usted misma. ¿Verdad que tratará de ser valiente?
Ella hizo un gesto vago.
—Sí, sí, tengo que ser fuerte, aun cuando sea sólo por Gracia.
No pude menos de admirar la, fortaleza de aquella débil mujer y mi admiración subió de punto al verla ponerse resuelta abrigo y sombrero.
—Dispensen —nos dijo excusándose, cuando estábamos a punto de marchar—. Voy a escribirle a Gracia una línea. No quiero que se inquiete cuando venga y no me halle en casa.
La aguardamos mientras buscaba un trozo de papel. Vance le ofreció su lápiz. Con mano firme la mujer escribió unas líneas sobre el papel y lo dejó bien a la vista, sobre la mesa del recibidor.
Por el camino hacia la parte baja de la ciudad, no pronunció una palabra. Sólo escuchó dócilmente las instrucciones e insinuaciones hechas por el sargento, de pasada.
Al salir del ascensor y sentar la planta en el pasillo de la Morgue, instalada en la calle Veintinueve, se tapó el rostro con las dos manos y susurró unas palabras como si estuviera rezando. En voz alta añadió:
—¡Mi pobre Felipe! ¡Era bueno en el fondo!…
Con aire protector, Heath le asió por un brazo y, solícito, la condujo a la desnuda habitación de la planta baja. La escena no fue tan espantosa como yo me imaginaba. El momento peor para ella fue cuando Heath se detuvo ante el cuerpo inerte colocado sobre una losa, que se hizo rodar desde el punto que ocupaba en la cripta hasta donde nosotros estábamos. Pero la prueba a que la sometía el Destino terminó rápida e inesperadamente.
Tras de lanzar al cadáver una mirada, la mujer volvió la cabeza para ahogar un sollozo y cayó a tierra hecha un ovillo. Se había desvanecido.
El sargento no la había perdido de vista desde el momento en que salimos del ascensor. Al verla derrumbarse la tomó apresuradamente en brazos y la llevó a la mal alumbrada sala de recibo, donde la depositó sobre un sofá de enea. La mujer tenía el rostro pálido y respiraba con dificultad; pero transcurridos unos minutos, comenzó a moverse débilmente. Después, con la subida de la sangre a las mejillas y el sudor a la piel, que acompaña a la reacción que sucede a un desmayo, se deshizo en un mar de lágrimas.
Luego que hubo llorado a sus anchas un buen rato, Heath tiró de una silla y se sentó frente a ella.
—Comprendo, mistress Allen, lo que sufre usted en estos momentos, pero tenemos que andar con mucho cuidado en estos casos. Así lo manda la ley y nosotros tenemos que obedecerla, ¿comprende? Supongo que usted no querrá que la desobedezcamos.
—¡Eso sería terrible! —Lentamente mistress Allen levantó la mano y con ella se tapó los ojos, como para disipar una espantosa pesadilla.
—Desde luego. Ya lo sé —murmuró el sargento—. Por ello tendrá que perdonarnos que la tratemos con cierta dureza.
—¿Cuándo —interrogó ella como si no hubiera oído sus palabras—, cuándo el pobre hijo mío…?
—Esa es otra cosa que debo decirle, mistress Allen. —Heath interrumpió la frase iniciada por la pobre mujer—. Como ha visto, no podemos dejar que se lleve a su hijo. El doctor dice que no puede diagnosticar de qué ha muerto y hay que saberlo. Nos importa tanto a nosotros como a usted. Por ello le tendremos todavía aquí… uno o dos días.
Ella hizo un gesto de doloroso asentimiento.
—Ya sé lo que quiere decir. Un sobrino mío murió en el hospital… —Dejando la frase sin concluir, agregó—: Supongo que puedo confiar en usted.
—Sí, mistress Allen —le aseguró Vance—. El sargento no retendrá aquí más tiempo del puramente indispensable el cadáver de su hijo. Esta clase de asuntos deben llevarse legal y cuidadosamente. Yo le prometo que en cuanto quede todo arreglado se lo comunicaré en el acto. También quisiera poder ayudar a usted y a su hija en todo lo que dispongan.
La mujer se volvió lentamente y examinó a Vance un instante. A sus pupilas asomaba una expresión suplicante y confiada.
—Se trata de mi hija —manifestó con suavidad—. Quisiera pedirle una cosa en bien de ella. En estos momentos significa mucho para mí, para ambas. Por favor, por favor, les ruego que no le digan nada de esto… todavía. Cuando forzosamente haya que comunicárselo, quiero ser yo quien lo haga. De lo contrario se atormentaría pensando mil cosas absurdas que no están más que en su imaginación. ¡Oh, tiene tanta imaginación! Supongo que la ha heredado de mí. ¿Por qué no dejarla que sea feliz un día, dos días más, hasta que se aclare todo?
La causa que motivaba la demanda de mistress Allen era manifiesta. Sospechaba que su hijo no había fallecido de manera natural y temía que la duda atormentara también a su hija.
—Pero, mistress Allen —dijo Vance—, si guardamos secreto de todo esto por algún tiempo, ¿cómo va a explicarle a miss Gracia la ausencia de su hermano? ¿No cree que a ella le llamará la atención?
Mistress Allen meneó la cabeza.
—No. Felipe pasaba, a menudo, dos o tres días fuera de casa. Precisamente ayer nos dijo que pensaba renunciar a su empleo en el café y dejar la ciudad. No. Gracia no sospechará nada.
Vance dirigió a Heath una mirada interrogadora.
—Creo, sargento —dijo—, que el acceder a los deseos de mistress Allen es caritativo y prudente a la par.
Heath hizo un gesto de aquiescencia.
—Sí, mister Vance; opino lo mismo y me parece que podremos arreglarlo.
Cruzaron una mirada de inteligencia; luego Vance se dirigió otra vez a mistress Allen:
—Me congratulo de poder hacerle esa promesa, señora.
—¿Y no se traslucirá parte de ello en los diarios? —interrogó ella titubeando.
—Creo poder arreglar eso también.
—¡Gracias! —dijo sencillamente mistress Allen.
En aquel momento apareció en la puerta un ayudante que hizo una seña al sargento. Este se levantó y fue a ver lo que quería. Cambiaron unas pocas palabras, y juntos cruzaron el umbral de una puertecilla lateral. Poco después regresó el sargento metiéndose algo en el bolsillo.
Por entonces, ya había mistress Allen recobrado su compostura, y al reunirse con nosotros, el sargento le dirigió tranquilizadora mirada.
—Se me figura que podemos acompañarla a su casa —declaró.
La llevamos en coche a su pequeño departamento y le dimos las buenas noches.
Poco después estábamos reunidos en la biblioteca de Vance. Eran las dos en punto de la madrugada.
—¡Qué extraña es esa mujercita! —murmuró el detective mientras escanciaba en nuestras copas un chorro de whisky—. Y también ¡qué valiente! Ya no me inquieta tener que dejarla sola en su casa. Ha reaccionado mejor de lo que yo esperaba de la nueva y triste experiencia.
—Conozco muchas mujeres así —manifestó Heath—. Todas ellas se amoldan mejor a esta clase de acontecimientos que a un marido recalcitrante.
—Sí, así es… Confío en que salga con bien en su tentativa de ocultarle a su hija la verdad. Gracia no es una mujer vulgar. A pesar de su asombrosa y desconcertante vivacidad, es muy astuta.
—Bueno, que su madre se las componga con ella, en provecho nuestro —observó el sargento.
Vance asintió en silencio y tomó un sorbo de coñac.
—Eso es. Yo estaba pensando lo mismo, sargento. No hay que soñar en una intervención nuestra hasta después que Doremus haya elaborado el parte facultativo post mortem. Mistress Allen no nos dará prisa e imagino que nos estará agradecida si prolongamos en beneficio de su hija este momento de respiro. La cosa será igualmente beneficiosa para Mirche. No es fácil que esté ansioso de que se publiquen los acontecimientos acaecidos en el Domdaniel… Hará cuanto pueda para mantener secreto el caso tanto como le sea posible, ¿no es verdad, sargento?
—Si usted me pide que le facilite las cosas hasta ese punto… —dijo sonriendo el sargento—, les diré a los agentes del Bureau que se callen. Así usted podrá hacer las preguntas que quiera y dar los pasos que le convenga durante un par de días por lo menos.
Vance sonrió lánguidamente, pero continuó preocupado.
Después de apurar la copa de coñac, el sargento encendió un gran puro habano.
—A propósito, mister Vance, tengo aquí algo que quizá le interese. —Hundió la mano en el bolsillo de la americana y sacó una pitillera pequeña, de madera, veteada de manera especial y cruzada de cuadros alternativamente claros y oscuros como los de los tableros de ajedrez—. La he hallado en la Morgue entre los efectos del difunto Allen.
—¿Y por qué sospecha que puede interesarme, sargento?
—No lo sé exactamente, señor —replicó Heath como tratando de excusarse—. Usted tiene ya idea de lo que pueda ocultarse tras de los acontecimientos de esta noche, mientras que yo no tengo ninguna todavía.
—Pero no veo nada de extraordinario en el hecho de que el difunto fumara cigarrillos…
—No se trata de eso, mister Vance —Heath abrió la pitillera y le mostró uno de los ángulos internos de la tapa—. Se trata de que ahí dentro, y como grabado por un grabador de afición, hay un nombre, Jorge, que no es el del muerto.
El rostro de Vance varió bruscamente de expresión. Se echó hacia delante, y tomando de la mano de Heath la pitillera, examinó el tosco grabado que le señalaban.
—Las cosas no suelen acontecer de este modo. Sé que no suelen acontecer así, sargento. El verdadero amor de Gracia se llama Jorge. Jorge Burns, para no mentir. Es el mismo de quien le hablé a mister Markham, no hace mucho. Y ese mister Burns estaba anoche en el Domdaniel… lo mismo que Gracia. Y su ostentoso acompañante, mister Puttle. Y Felipe Allen. Y el untuoso Mirche. Y la indescifrable Dixie del Marr. Y el misterioso «Mochuelo» Owen. Y la sombra siniestra del Buharro.
—Bueno, ¿y qué saca en limpio de todo eso?
—Sargento, ¡oh, sargento! —suspiró Vance—. ¿Qué sacaría en limpio otro que no fuera yo? Pues ¡nada! Por ello es por lo que envejezco a ojos vistas. Por ello se vuelven blancos mis cabellos.
—Bien. ¿Cómo le parece que puede haber llegado esa pitillera al bolsillo de Felipe Allen? —Heath se empeñó, testarudo, en buscar una solución al problema.
—¡Ah, deje de torturarme! —le rogó Vance.
Heath se apoderó de la pitillera, la cerró de golpe y volvió a meterla en su bolsillo.
—Yo lo averiguaré —manifestó muy resuelto—. Si Allen no ha muerto de muerte natural y si esa pitillera pertenece a Jorge Burns, ¡le arrancaré la verdad aun cuando tenga que apelar para ello a medios desconocidos! Tanto como a usted me abate a mí la situación, mister Vance. Están sucediendo cosas que carecen de sentido y a mí me disgustan las cosas que carecen de sentido. Ahora mismo voy a buscar al niño ese. A estas horas deben haber cerrado ya el Domdaniel, por lo cual es posible que haya vuelto a su casa… si la tiene. Por si acaso, me dirigiré primero a la fábrica. ¿Cómo ha dicho que se llama?
—La «In-O-Scent Corporation» —Vance sonrió—. Es hasta cierto punto descorazonador ¿eh, sargento?[7], para quien va a lanzarse, como usted, tras de un ser sospechoso. Así y todo confío en que al final resultará simbólico.
—Es usted demasiado profundo para mí —Heath se dirigió a la puerta—. Pero ahora quiero preocuparme solamente de encontrar a ese Burns.
—Bien, sargento; cuando le tenga acorralado, o eliminaremos esa pieza del puzzle o la colocaremos en el lugar que corresponde —Vance exhaló un profundo suspiro—. Aquí me tendrá toda la mañana —agregó—, en espera de sus fragantes noticias.