EL RENDEZ-VOUS
(Sábado, 18 de mayo, a las a las 9,30 de la noche)
Gracia Allen se levantó poco después alegremente y abandonó al envanecido mister Puttle, a quien dijo adiós con la mano, mientras, semejante a grácil gacela, cruzaba el comedor.
—¡A fe mía —observó Vance— la bella ninfa de los bosques viene hacia acá! Como me reconozca, el cuento fantástico urdido esta tarde va a derrumbarse hecho polvo sobre mi cabeza.
Hablaba todavía cuando ella le descubrió. Elevó ambos brazos al cielo con embelesada sorpresa y se nos acercó.
—Hola, ¿qué tal? —cantó; y a continuación riñó a Vance en voz baja—. Es usted un asesino muy atrevido, ¡terriblemente atrevido! —le dijo—. ¿No teme exponerse a que le vean? Me refiero a algún camarero o gente por el estilo, ¿comprende?
—O usted misma —replicó Vance, sonriendo.
—¡Oh, yo no diré nada! Recuerde que se lo he prometido. Y lo que se promete debe cumplirse, ¿no le parece? —Tomó asiento a nuestro lado con franqueza encantadora que me sorprendió, y siguió diciendo—: Mi hermano no tiene palabra. Es muy curioso. Por ello se ve en ocasiones terriblemente comprometido. De ello tiene la culpa, tal vez, su ambicioso temperamento. ¿Es usted ambicioso, amigo mío?
Sin responder directamente a su pregunta, Vance replicó:
—Puesto que hablamos de promesas, ¿mantiene las hechas a mister Burns?
—Nunca le he prometido nada a Jorge —aseguró ella, mientras se teñían de rubor sus frescas mejillas—. ¿Qué es lo que le infunde esa idea? Él sí que en distintas ocasiones y con todo su empeño ha tratado de lograr que se le prometa una cosa. Y porque no quiero, se enfada conmigo. También esta noche está enfadado. Pero, naturalmente, no quiere demostrarlo. ¡Es tan orgulloso! Nadie es capaz de adivinar sus pensamientos. Tampoco ha adivinado nunca nadie los míos. Sólo que yo no soy orgullosa. Mister Puttle, que me conoce hace ya tiempo, dice que soy viva y atractiva. Yo prefiero ser viva y atractiva que orgullosa, ¿no le parece?
Vance no se esforzó en contener la risa.
—¡Pues ya lo creo! —repuso—. A propósito: ¿dónde está mister Burns esta noche?
La muchacha se rio entre dientes, con visible confusión.
—Pues allá, sentado, al otro lado del comedor. —Con gracia incomparable volvió la cabeza para designar con ella al joven solitario que ya nos había llamado la atención—. Y, como ven, no parece estar muy contento. No adivino por qué ha venido aquí esta noche. Sé que nunca lo ha hecho hasta hoy… ¿Quieren que les descubra un secreto? Pues voy a hacerlo. Tampoco yo había estado aquí nunca, pero me agrada. El café es grande y hermoso. ¡Luego hay tanta gente! ¿Le gustan los lugares llenos a rebosar? A mí también, pero temo que le desagradan a Jorge. Por ello, sin duda, está descontento.
Vance no la interrumpió ni una sola vez. Su charla intrascendente le divertía de manera extraordinaria.
—¡Oh! —exclamó ella, como asaltada por una idea súbita y trascendental—. Me olvidaba decirle que ya sé quién es usted. ¿Qué dice a esto? Es usted Philo Vance, ¿verdad? ¿No le parece que soy muy lista? Apostaría cualquier cosa a que no adivina cómo le he descubierto. Es muy sencillo: he mirado la tarjeta que me dio usted por la tarde y allí estaba su nombre y apellido. Es decir, mister Puttle leyó la tarjeta y manifestó que de usted deberían ser aquel nombre y apellido. Debo decirle que se enfadó un poco cuando le participé que voy a estrenar un traje el lunes. Pero se le pasó en seguida. Me dijo que si era usted tan bobo, no era culpa suya y que parecía usted nacer todos los días, ignoro lo que ha querido decir con eso; pero así he descubierto su identidad. —Sin detenerse a tomar aliento, agregó—: Mister Puttle me ha dicho otra cosa de usted. Se trata de algo verdaderamente emocionante. Me ha contado que usted es algo así como detective y que se le atribuye todo el mérito de la dura labor llevada a cabo por los pobres policías. ¿Es cierto eso? —Sin aguardar la respuesta, prosiguió—: Mi hermano quiso entrar una vez en el Cuerpo de Policía, mas no llegó a hacerlo. De todas maneras, no es bastante corpulento. No es tan alto como mister Puttle. Se parece a mí… y a Jorge. Yo no he visto nunca un policía bajito. ¿Lo ha visto usted? Pero sí pudo hacerse detective. Apostaría cualquier cosa a que no ha pensado en ello. Tal vez no se estilen tampoco los detectives bajitos. ¿Puede serlo todo el mundo, o no? Pero le estoy preguntando una cosa que no sabe, quizá.
Vance se rio, embelesado. Miraba n los ojos de la muchacha y parecía aturdido por sus complicadas divagaciones.
—Personalmente conozco detectives de poca estatura —aseguró.
—Pues es indudable que mi señor hermano no ha caído en ello. Claro que es posible que no quiera ser detective. Sin duda le agradan más los policías porque visten uniforme… ¡Ah, mister Vance! ¡Se me ocurre una idea! Ahora sé por qué no tiene miedo de estar aquí esta noche. Porque no se puede detener a un detective… ni tampoco a un agente de policía. Si eso se hiciera, ¿quién se encargaría de arrestar a los ladrones y otros sujetos de su calaña?… Y ya que hablaba de mi hermano, le diré que también está aquí en este momento. Viene todas las noches.
—¡Ah! —murmuró Vance—. ¿Dónde está sentado?
—No he querido decir que se halle aquí en el comedor —manifestó ingenuamente la muchacha—, sino que trabaja en el café.
—¿De veras? ¿Y en qué se ocupa?
—Tiene un empleo muy importante.
—¿Lleva mucho tiempo sirviendo en el Domdaniel?
—¡Toma! ¡Está aquí desde hará seis meses! No es mucho tiempo para mi hermano. No le gusta mucho el trabajo. Es un pensador. Él dice que no es comprendido y hoy mismo va a pedir aumento de salario. Yo temo que tampoco comprenda esto el patrón…
—¿Cuál es, sobre poco más o menos, la clase de trabajo que desempeña? —interrogó Vance.
—Desempeña su tarea en la cocina: es el que friega los platos. He aquí por qué se da tanta importancia. ¡Imagínese lo que sería de un café como este si no hubiera quien fregase los platos! No se podría comer, porque ¿cómo iba a servirse la comida sin tener dónde ponerla?
—Me inclino ante la fuerza de ese argumento —dijo Vance—. La situación sería, en efecto, desastrosa. Dice usted muy bien: su hermano tiene motivos para envanecerse del puesto que ocupa. De paso, permítame que le diga que es usted la criatura más sencilla y más perfecta que he conocido.
Ella recogió el cumplido, evidentemente, porque volvió en el acto al tema de su hermano.
—Es muy posible que se despida esta misma noche —siguió diciendo—; Prometió hacerlo así en el caso de que no accedan a subirle el sueldo. ¿Usted cree que lo hará? Yo no, y voy a decírselo ahora mismo… ¿Verdad que no podría decir adónde iba yo hace un instante?
—Supongo que sería a la cocina…
—¡Toma! Ha acertado. —La muchacha parpadeó, luego abrió mucho los ojos, brillantes como estrellas—. ¡Es un buen buen detective! Allí hubiera ido de no haberme dicho Felipe, mi hermano, que no se deja entrar a los extraños. Pero voy a pedirle que salga a la escalera. Anoche, cuando le dije que vendría aquí a cenar, creyó que le estaba contando un cuento para darme importancia. ¡Figúrese! No quería creerme. Por ello le dije: «Bueno, ya lo verás». Y él me contestó: «Si verdaderamente piensas ir al Domdaniel, ven a verme a la escalera de la cocina. Allí te aguardaré a las diez en punto de la noche». Y ahora voy allá. Mi hermano estaba tan seguro de que no vendría, que añadió que si se lo demostraba yendo a verle, ya no se despediría aunque no le subieran el sueldo. Mi madre desea que conserve el empleo. Así es como todo va como una seda… Pero ¿qué hora es, mister Vance?
Vance miró su reloj.
—Son las diez menos cinco.
La muchacha nos abandonó bruscamente, tal como nos había abordado.
—Me importa poco quedar bien con Felipe —declaró antes de partir—, pero quiero hacer feliz a mi madre.
Mientras se dirigía apresuradamente hacia la arcada distante de la puerta, el solitario mister Burns se alzó de la mesa y salió tras ella al vestíbulo. Los dos rozaron casi a un tiempo los cortinajes de la puerta y se perdieron de vista.
Vance, que había observado la escena, inclinó la cabeza con aire benévolo y satisfecho.
—El pobre se siente esta noche muy desgraciado —dijo—. Me alegro de que aproveche la ocasión que se le ofrece de poder hablar a solas con su innamorata. Quisiera poder aconsejarle que no le reproche nada… ¡En fin! Sea como quiera, la diosa Afrodita le sonríe con amor, aun cuando él no ve todavía su rostro resplandeciente.
Dirigió una mirada indiferente a la mesa que habían ocupado Mirche y miss del Marr. La cantante había desaparecido y los ojos de Mirche escudriñaban el comedor con visible complacencia. Mientras yo le miraba, bajó por el pasillo lateral en dirección a la puerta de entrada. Se detuvo al llegar ante nuestra mesa para dirigirnos un pomposo saludo y asegurarse, a la vez, de que no nos faltaba nada. Vance le invitó a sentarse a nuestro lado.
La persona de Daniel Mirche no tenía nada de particular. Pertenecía al tipo político usual del restaurateur, orondo y con ciertas pretensiones. Era a la vez prudente y agresivo; sus modales denunciaban una educación superficial. Tenía ligeramente grises los ralos cabellos y sus ojos despedían reflejos verdosos.
Vance llevó la conversación por diversos derroteros. La encauzó sin esfuerzo hacia temas relacionados con la dirección e intereses de Mirche en el café. Sucedió a tal tema un cántico de alabanza a determinados vinos y vendimias. Esto fue minutos antes de disertar sobre un tópico favorito de Vance: la rareza del coñac elaborado en el departamento de Charente, en Francia. A continuación salieron a relucir los distritos de la Grande y Pequeña Champaña y los viñedos de Mainxe y Archiac.
Al pasear la mirada ociosa por el comedor reparé en mister Burns que había vuelto ya a su mesa. Poco después reapareció su pareja. Desde la puerta se dirigió en línea recta a la mesa ocupada por mister Puttle, sin favorecernos siquiera con una mirada al pasar. Su rostro de niña, alicaído ahora, me dio a entender el fracaso de sus ilusiones.
Mas no me detuve mucho a reflexionar sobre ello. De momento mi atención se concentraba exclusivamente en la entrada, silenciosa y discreta, como de gato, de un individuo menudo y esbelto que, como quien no quiere llamar la atención general, penetró en el comedor y fue a sentarse a una mesa frente a mí, en el ángulo opuesto de la pieza. Esta mesa distaba poco de aquella en que estaba instalado el joven Burns y se hallaba ya ocupada por dos individuos que se habían sentado de espaldas a mí; los dos hicieron una leve inclinación de cabeza cuando el recién llegado tomó una silla y se sentó frente a ellos.
El interés que en mí despertó el desconocido se basaba en algo muy sencillo: su persona me recordaba las fotografías de uno de los personajes más notables de la época: un tal mister Owen. Corrían los rumores más inverosímiles respecto a su persona y se decía que era la inteligencia dirigente («mente directora», como se dice hoy) de determinada organización ilegal y muy extendida de gangsters. Hasta un punto tal se creía que llevaba la batuta de los negocios poco escrupulosos y activos de las bajas esferas, que se le daba el remoquete de El Mochuelo.
Sus facciones ultrarrefinadas llevaban impreso el sello de una recia voluntad, con seguridad mal empleada, capaz de alcanzar mayores vuelos, pues quizá contuviera latentes heroísmos. Habíase graduado cum laude en una famosa Universidad, y su rostro me trajo a la memoria una imagen de Robespierre, vista en época anterior. La expresión de los dos era idéntica: maquiavélica, suave y tranquila. Owen tenía oscuros los ojos y el cabello, la tez amarilla y transparente como la cera. La impresión que a primera vista producía aquel semblante era la de una dureza diamantina. Sin esfuerzo me lo imaginé representando el papel de un Torquemada y le vi sonreír apretando los labios. (Describo tan extensamente a este sujeto, porque el Destino quiso que representara un papel importante y vital en las memorias escritas del caso que estoy narrando. Sin embargo, aquella noche no se me hubiera ocurrido asociarle a la descuidada y alegre miss Allen. A pesar de ello, aquellos dos personajes tan divergentes estaban a punto de cruzarse, de manera sorprendente, en sus opuestos caminos).
A punto estaba de olvidarlo, cuando me di cuenta del extraordinario cambio de tono que se había operado en la voz de Vance mientras continuaba hablando con Mirche. Con aquella languidez que le era peculiar cuando estaba más alerta, le vi mirar en dirección a la mesa situada en el ángulo y ocupada por el trío de que acabo de hablar.
—A propósito —dijo algo bruscamente a Mirche—, ¿no es Owen el sujeto que está allí sentado, junto a aquella columna?
—No conozco a ese señor —replicó suavemente Mirche. Pero se volvió a medias para mirar, con una curiosidad muy natural, en la dirección indicada por Vance.—-Es posible que lo sea —agregó, tras de examinarle un momento—. No se diferencia mucho de las fotografías que corren por ahí. Si le interesa, puedo asegurarme de ello.
Vance rechazó la sugestión.
—¡Oh!, no, no —dijo.—-Le agradezco mucho que desee servirme, pero la cosa no me interesa para tanto.
Los miembros de la orquesta estaban volviendo a sus puestos y Vance echó hacia atrás la silla en que estaba sentado.
—He pasado una velada agradable y edificante —dijo a Mirche—. Pero debo irme, que ya es hora.
La protesta cortés de Mirche me pareció sincera al sugerirnos que permaneciéramos todavía un momento en el comedor para poder oír el último número en que debía de tomar parte Dixie del Marr.
—Es una espléndida cantante —agregó entusiasmado— y mujer de raro encanto personal. Actuará a las once. Vean ustedes: pronto van a dar.
Pero Vance pretextó un trabajo urgente. Manifestó que ello requería toda su atención aquella noche, y se levantó de la silla.
Mirche le expresó su sentimiento y nos acompañó hasta la entrada principal del café, donde se despidió de nosotros dándonos efusivamente las buenas, noches.