EL CAFÉ DOMDANIEL
(Sábado, 18 de mayo, a las ocho de la noche)
El café Domdaniel, situado en la West 50th Street, cerca de la Séptima Avenida, disfrutaba desde largos años de numerosa y selecta clientela. En aquellos años habíase llevado a cabo atinadamente la reconstrucción de la hermosa y antigua mansión en que estaba instalado, y todavía quedaba en ella buena parte del viejo aspecto de solidez y duración.
Hasta el extremo del edificio, y desde ambos lados de la amplia entrada, corría una estrecha terraza descubierta, adornada de ornamentales jarrones pseudogriegos que contenían plantas de alheña bien recortadas. Un pasaje situado en el extremo occidental de la casa separaba el café del vecino edificio. En la parte oriental veíase una calzada enlosada, de unos diez pies de ancho, que pasaba bajo la puerta cochera hasta el garage.
Llegamos a su puerta a las ocho en punto de aquella templada noche de mayo. Encendiendo un cigarrillo, Vance atisbo las sombras de la puerta cochera y el área mal iluminada que se extendía al otro lado. Luego vagó un rato por la calzada mirando las ventanas rodeadas de hiedra y la puerta lateral del café, casi invisible desde la calle.
—¡Ah! —murmuró—; esta debe ser la entrada del misterioso despacho de Mirche, que de manera tan particular inflama la furia del sargento. Parece ser una ventana ensanchada cuando se verificó la construcción de la casa. Debió hacerse así más por utilidad que por gusto.
Era, como Vance observaba, una puerta poco pretensiosa que se abría directamente sobre la terraza. Tras de bajar dos escalones de madera se salía a la calle. A cada lado de la puerta había una pequeña ventana, mejor, una abertura muy semejante a un matacán, defendida por fuerte reja de hierro.
—El despacho tiene al otro lado una ventana mayor que cae sobre el pasaje —observó Vance— y también está defendida por una reja. La luz que recibe del exterior debe de ser insuficiente cuando, como opina el sargento, planea mister Mirche una de sus infernales intrigas.
Así diciendo, y con asombro mío, Vance subió los peldaños de madera de la terraza, y miró con aparente despreocupación por una de las ventanas del despacho.
—Su aspecto es tan decente y honrado en el interior como en el exterior —dijo—. Temo que el sargento haya sido víctima de una pesadilla…
Se volvió y miró frente a sí. La casa del otro lado de la calle tenía dos ventanas en el segundo piso. Estas daban directamente sobre la puertecilla situada en el ángulo del café. En aquel momento no brillaba luz detrás de los cristales.
—¡Pobre Hennessey! —suspiró Vance—. Ahí, detrás de una de esas sombrías aberturas, está vigilando y esperando. Tal es el símbolo de toda la Humanidad… Pero no nos demoremos más. Tengo amorosas visiones de un cierto fricandeau de veau macédoine que quita el sentido. Confío en que el chef no habrá perdido su habilidad culinaria desde la última vez que estuve aquí. Entonces era realmente sublime.
Nos encaminamos hacia la entrada principal del café y en la impresionante sala de recepciones dimos de manos a boca con el empalagoso mister Merche en persona. La vista de Vance pareció complacerle en extremo, y después de llamarle por el apellido a secas, nos confió a los cuidados de un camarero, exhortando pomposamente a nuestro cicerone para que nos dedicase toda su atención y consideración.
El interior remozado del Domdaniel tenía un aspecto bastante más moderno que su exterior. Dentro de él, sin embargo, perduraba el ambiente encantador de otros tiempos en la madera tallada de la pared, en los retorcidos barrotes de la escalera y en la hermosa chimenea de leña que, intacta, se alzaba en un lado de la inmensa habitación.
Nosotros no hubiéramos elegido mesa tan bien situada como aquella a que nos llevó el camarero. Estaba junto a la chimenea, y como las mesas colocadas junto a la pared se hallaban un poco más altas que las demás, disfrutamos sin obstáculos de la vista que presentaba el salón entero. A la derecha teníamos la entrada principal y a nuestra izquierda la plataforma de la orquesta. Frente a nosotros, al otro lado de la habitación, una arcada conducía al recibidor; y más allá, casi encuadrada por la puerta, divisamos la gran escalera alfombrada que; subía al piso alto.
Vance dejó vagar la mirada por el salón y luego concentró toda su atención en la absorbente tarea de confeccionar el menú. Después de realizada, se retrepó en su silla y, encendiendo un cigarrillo, se dispuso a descansar cómodamente. Mas reparé que, con los párpados semientornados, examinaba con mirada penetrante a los asiduos del café. De súbito se irguió en la silla, inclinóse hacia mí y murmuró:
—¡A fe mía! No me fío de mis ojos sin vista. Hazme el favor de mirar a la derecha, cerca de la puerta de entrada. Allí está la asombrosa mujer del perfume de citrón. Por lo que veo, se divierte de lo lindo. La acompaña un caballerete muy peripuesto, en traje de etiqueta. ¿Será su compañero explorador de Riverdale… o el más serio y abstemio mister Burns? Sea quien quiera, le veo muy atento y complacido de sí mismo.
Yo reconocí en el acto al joven elegante a quien había echado la vista encima al volver la primera curva de la Avenida Palisade, mientras nos acercábamos al coche. Por ello, enteré a Vance de que el joven era, sin duda alguna, mister Puttle.
—No me sorprende —fue su respuesta—. Evidentemente la muchacha sigue la táctica muy honrosa y al propio tiempo rutinaria. Puttle recibirá ¡ay! casi todo el tanto por ciento de sus favores hasta que llegue el momento final y decisivo que espera. Entonces opino que el beneficiado será Burns, a quien ahora deja de lado. —Se rio muy bajito y en seguida agregó—: No varía la táctica del amor. Me agradaría que el propio Burns estuviera aquí esta noche, separado y aparte, devorado por los celos y con el corazón destrozado.
Vance sonrió divertido y algo melancólico.
Su mirada volvió a errar en torno suyo, mientras daba fuertes chupadas al cigarro. No transcurrió mucho tiempo sin que fijara los ojos en un individuo que comía solo en una mesita situada al fondo de la sala.
—¡Toma! Me parece que he dado con nuestro mister Burns, dolorosa hipotenusa de nuestro triángulo imaginario. Por lo menos así lo parece. Ese caballero está solo, es de una edad adecuada, está serio. Se sienta ante una mesa colocada en ángulo elegido para observar desde ella a su caprichosa ninfa de los bosques y al sujeto que la acompaña. Veo que no tiene apetito. Tampoco bebe vino ni otra bebida alcohólica. Y, en este momento, me parece que rabia un poco.
Mis ojos siguieron la dirección de los de Vance y observé al joven solitario. Tenía un rostro grave y serio. A pesar de la expresión humorística que le prestaban las arqueadas cejas, la amplia frente me produjo impresión de profunda inteligencia y de rara capacidad para un juicio recto. Los ojos grises, bastante separados, atraían por su franqueza; la barbilla revelaba fuerza de voluntad y sensibilidad al mismo tiempo. Iba correctamente vestido, mas sin ninguna pretensión. Su atavío contrastaba de manera notable con la ostentosa magnificencia de mister Puttle.
Durante un intermedio se levantó, titubeando, de la silla y muy decidido, a grandes pasos, se acercó a la mesa ocupada por miss Allen y su acompañante. La pareja le acogió sin muestras de gran entusiasmo. El recién llegado arrugó el entrecejo con manifiesto desagrado y tampoco se esforzó por mostrarse cordial.
La muchacha había alzado las cejas con histriónica altanería. El gesto resultaba incongruente, poco en armonía con la expresión picaresca, graciosa de sus facciones. Su acompañante adoptó una actitud cordial, condescendiente. Era la del vencedor ante el enemigo derrotado. Su efecto sobre Burns —si realmente el joven era Burns— debió ser desastroso, porque hizo un gesto de confusa humillación, les volvió la espalda y tornó a su mesa. Yo miré a miss Allen. Lanzaba miradas furtivas en aquella dirección, lo cual demostraba que, en el fondo, no sentía la indiferencia que aparentaba.
Vance había presenciado la pequeña escena dramática con visible interés.
—Ahora, Van —me dijo—, ya está urdida la trama del amor y acabada la tela. ¡Ah, corazón de mujer, eternamente sádico y al propio tiempo leal!…
Quince o veinte minutos después, sonriente, deshaciéndose en cumplidos, entró Mirche en el comedor, desde el vestíbulo de entrada, cruzó la pieza y fue a sentarse ante una mesa colocada en el fondo, detrás de la orquesta. Sentada ya ante ella estaba uno de los miembros de la orquesta. Era una mujer llamativa, seductora, de rubios cabellos. La reconocí al momento. Era Dixie del Marr, famosa cantante de ópera.
Acogió a Mirche con una sonrisa más íntima de lo que cabe esperar entre la persona que alquila y la persona alquilada. Mirche tiró hacia sí de la silla que la mujer tenía delante y tomó asiento al otro lado de la mesa. Me sorprendió ver que Vance les observaba atentamente y me pareció que no sentía una ociosa curiosidad. Marr y Mirche iniciaron una conversación reservada y confidencial. Evidentemente no deseaban ser oídos porque se inclinaban mucho sobre la mesa. Mirche insistía respecto a algún punto determinado y Dixie inclinó varias veces la cabeza asintiendo. Luego le tocó a su vez hacer una observación, a la que él replicó del mismo modo.
Tras de continuar brevemente la charla sostenida de manera tan franca y encubierta al propio tiempo, los dos se retreparon en sus sillas y Mirche dio una orden a un camarero que pasaba. El hombre regresó con dos copas llenas de un líquido rosado.
—Muy interesante —murmuró mi amigo—. Me maravilla.