RÚSTICO INTERMEZZO
(Sábado, 18 de mayo, a primera hora de la tarde)
Al día siguiente, a mediodía, nos reunimos con Markham en su oscuro despacho particular que domina las Tumbas. De ordinario, los sábados a esa hora suele estar cerrado a piedra y lodo. Pero este constituyó una excepción, porque justamente por entonces, el Fiscal se hallaba envuelto en las mallas de determinada maraña política que ponía a prueba su paciencia y de la que deseaba salir lo antes posible.
—Lamento en el alma —le dijo Vance— verte trabajar como un negro, en un día tan hermoso, y espero poderte convencer de que dejes a un lado esos papelotes y te vengas de paseo con nosotros a las afueras.
—¡Calla! —exclamó el Fiscal fingiendo cómica sorpresa—. ¿Sucumbes de veras a un impulso natural? ¡No me digas, por Dios, que la voz de sirena de la Madre Naturaleza influye en tu decisión, que despierta los sentidos de hombre tan práctico! ¡Mejor será que Van te ate al palo mayor de la nave, a semejanza de Ulises!
—No, prefiero habitar una isla perfumada con la fragancia de los limoneros y la madera olorosa de los cedros…
—… ¿en compañía, tal vez, de la ninfa Calipso?
—¡No, querido Markham! —protestó Vance con simulada indignación—. ¡Oh, no! Te invito a deambular por las verdes avenidas del Bronx.
—Por lo que se ve, te han seducido las ninfas de los campos floridos —Markham mostró una sonrisa francamente irritante—. Como se realicen los sueños siniestros de Heath, preveo una tormenta entre Scila y Caribdis.
—¡Quién sabe! Cuando ello suceda, pídele a Dios que el voraz Scila no consiga atrapar ni a uno solo de nuestros marineros.
—¡Por el amor de Dios, no te pongas melancólico, Vance! ¡Dices unas tonterías…!
(Recuerdo sobre todo este remedo de la literatura clásica, que no hubiera anotado a no resultar profético, con el tiempo, incluso en sus menores detalles, como, por ejemplo, el del olor a limón y el de la cueva del monstruo de Mesina).
—Y deambularás, como dices, impecablemente ataviado ¿eh? —insinuó Markham—. No sabría imaginarte mal vestido.
—Pues te engañas. Voy a ponerme el traje a cuadros, el más viejo y usado que poseo… Oye, Markham: ¿cómo le va al celoso sargento? ¿Continúa tan mal impresionado?
—Lo ignoro. Supongo que habrá seguido adoptando sus inútiles medidas —replicó Markham con indiferencia—. Pero si el pobre Hennessey tiene que desafiar mucho tiempo seguido el estrabismo, llegaré a tenerle, más miedo que al propio Benny Pellinzi! ¡Menuda retribución habrá que abonarle! No comprendo la súbita preocupación de Heath por mi seguridad.
—Y sin embargo es animoso —Vance contempló la ceniza que se acumulaba en la punta de su cigarro—. A decir verdad también pienso acogerme, esta noche, Markham, a la forzada hospitalidad de Mirche.
—¡Tú también!… ¿De veras piensas ir, por la noche, al café Domdaniel?
—Sí, y eso que no espero hallar en él a tu amigo el Buharro —repuso Vance—. Heath ha despertado mi curiosidad. Quiero ver de cerca a ese increíble mister Mirche, a quien conozco de antiguo. Le vi, en cierta ocasión, en el hospital, pero no presté gran atención a los rasgos de su semblante. Luego voy a echar un vistazo a ese despacho misterioso que tanto ha excitado la imaginación del sargento. ¿Quién sabe? Podría darse la casualidad de disfrutar mientras me halle en él de alguna distracción. Ello sucederá, seguramente, cuando las portentosas sombras de la noche…
—¡Vamos, vamos, Vance! Hablas como una novela por entregas. ¿Qué arriére-pensée se oculta bajo el humo de tus palabras?
—Si deseas saberlo, Markham, te diré que la comida que sirven en el café es excelente. Sencillamente trataba de ocultarte el súbito deseo de un gourmand…
Markham lanzó un resoplido de incredulidad y a continuación la conversación versó sobre temas distintos, interrumpida, de vez en cuando, por las llamadas del teléfono. Al terminar Markham su tarea de la tarde, nos precedió en nuestro paso por las salas destinadas a los jueces y salió a la calle.
Tras de un breve lunch le acompañamos a su oficina y de esta salimos luego con destino a la parte alta de la ciudad, donde habita Vance. Allí Philo se cambió de ropa, reemplazó el traje que llevaba puesto por el viejo de cuadros a que se había referido, se calzó las botas de cuero y se encasquetó el peludo sombrero de fieltro. Entonces volvimos a salir a la calle en el Hispano-Suiza y pasada una hora subimos tranquilamente por la avenida Palisade del distrito de Riverdale en el Bronx.
Ambos lados del camino aparecían cuajados de árboles y arbustos. El aire estaba impregnado de la fragancia de las flores primaverales y, de vez en cuando, sorprendíamos una nota fugaz de color. A nuestra izquierda, tras de la ininterrumpida valla de la carretera, la ladera descendía en suave pendiente hasta el Hudson; a la derecha se alzaba más bruscamente el terreno, pero de manera tal, que la áspera y pedregosa pared del terraplén no era obstáculo para la vista.
Al llegar a la cima de un ligero declive, allí donde serpenteando se internaba la carretera en el corazón de la región, Vance tomó la curva y, a poco, detuvo el coche suavemente.
—El lugar me parece delicioso para mezclarse, en él, a la flora, y establecer contacto con la Naturaleza.
Si se exceptúa la valla del lado del río y el muro de piedra, cuya altura calculamos en unos cinco pies junio al borde del camino, nos hallábamos tan solos como en un mundo nuevo. Vance cruzó la herbosa y amplia extensión que a manera de alfombra se tendía entre la carretera y la pared de la izquierda. Se encaramó por la cerca pedregosa, y al desaparecer entre el follaje, brillante y espeso, del otro lado, me hizo seña con la mano de que le siguiera.
Juntos erramos una hora a través de los bosques, y luego, como otra vez nos encontrásemos, de repente, frente a la lisa pared, Vance consultó la hora en su reloj. De su actitud deduje que sentía dejarnos.
—Van a dar las cinco, Van —me dijo—. Volvamos a casa.
Le precedí durante el trayecto y a paso lento regresamos, los dos, junto al coche estacionado. Súbitamente dobló el primer recodo del camino, avanzando en silencio, un hermoso automóvil. Me detuve cuando pasó por mi lado, y le vi desaparecer en la cima de la montaña. Entonces continué andando en dirección a nuestro coche. Al avanzar unos pasos, me di cuenta de la inesperada presencia de una mujer allí. Estaba de pie junto al muro, no lejos del camino, semioculta por una glorieta natural de verdor. Cuando la divisé sacudía, nerviosa y con marcada agitación, el bajo de su falda. A continuación dio varias veces, con el pie, taconazos de rabia en el suelo blando y fangoso del bosque. Al acercarme más a ella, reparé en el agujero de una pulgada que al parecer el fuego había, abierto en el delantero de su vestido de verano.
Mientras ella exhalaba una exclamación de contrariedad, Vance cayó —sí, cayó; no saltó— de la pared que tenía a la espalda. Simultáneamente se le enganchó un tacón en la pared de ladrillos, y al tratar de guardar el equilibrio rasgóle una manga de la americana la abultada proyección del yeso. La inesperada conmoción sobresaltó nuevamente a la muchacha, que se volvió a mirar, inquisitivamente alerta.
Era una muchacha pequeña, graciosa, de animado semblante ovalado, de facciones finas y regulares. Tenía grandes ojos oscuros sombreados por largas y rizosas pestañas; la nariz, recta y delicada, prestaba carácter y dignidad a una boca hecha para la sonrisa. Su cuerpo, ágil y esbelto, encajaba en el cuadro pastoril en que la colocaba el Destino en aquel momento.
—¡Caramba! —murmuró Vance mirándola a la cara—. ¡Vaya una introducción en escena! Perdón por haberla asustado, señorita.
La muchacha clavó en él una mirada de desconfianza. Le miré a mi vez, y comprendí sin esfuerzo la reacción sufrida por la joven. Vance tenía enmarañados los cabellos; traía el sombrero aplastado y grotescamente torcido; grandes manchas de barro salpicábanle zapatos y pantalones. Para colmo, la desgarrada manga de la chaqueta le daba el aspecto de un mendigo vagabundo.
Al cabo la muchacha sonrió.
—No me he asustado —le aseguró con voz juvenil y deliciosamente musical—. Es que estoy furiosa. ¡Terriblemente furiosa! ¿Lo ha estado usted alguna vez…? No estoy furiosa con usted, pues ni siquiera le conozco. De no ser así, pudiera estarlo, ¿ya ha pensado en ello?
—Sí, sí. Muy a menudo —Vance se echó a reír y se quitó el sombrero: al momento estuvo más presentable—. También estoy seguro de que le sobra razón para estar malhumorada… Y a propósito: ¿permite que tome asiento? Porque estoy muy cansado; no sé si lo sabe.
La muchacha levantó rápidamente la vista, miró al camino y se dejó caer bruscamente a tierra. Se tiró al suelo con el poco miramiento de una chiquilla.
—No, no lo sé. Sería maravilloso que lo supiera, ¿no le parece a usted? Ea, acérquese y le diré la buenaventura. ¿O quizá le han leído alguna vez el destino en la palma de la mano? Yo entiendo mucho de eso. Me enseña Delfa. Delfa sabe mucho de quiromancia, de la buena o mala estrella de los hombres y de la ciencia de los números. Dice la buenaventura y es, al propio tiempo, clarividente. Lo mismito que yo. Hoy tal vez no consiga reconcentrarme —su acento adquirió misteriosas tonalidades al añadir—: Hay ocasiones en que estoy inspirada. Entonces podría decirle su edad y los hijos que tiene…
Vance se echó a reír y tomó asiento a su lado.
—¡Vaya, vaya! ¿Quién me iba a decir, esta mañana, que iba a saber hechos tan sorprendentes sobre mí mismo? —comentó después.
Sacó la tabaquera y la abrió lentamente.
—Supongo que no le molestará el humo —dijo, galantemente, ofreciéndole un cigarrillo, mas en respuesta recibió un movimiento de cabeza y un gesto negativo de la muchacha; encendió, para su uso particular, uno de los Régies acostumbrados.
—No sabe lo que me anima que haya nombrado los cigarrillos —dijo la desconocida—. Ellos me recuerdan la pasada rabieta.
—¡Ya! —Vance tuvo una sonrisa de indulgencia—. Todavía no me ha dicho quién la ha enojado.
Ella esquivó el cigarro que él sostenía entre dos dedos.
—Es que en este momento ya no lo sé —confesó con encantadora confusión.
—¡Por Júpiter! ¡Qué contrariedad! ¿Seré yo acaso el causante?
—No, no es usted… es decir, no lo creía hace un momento. Ahora ya no estoy tan segura.
—¿Qué es lo que la ha enojado?
—Pues esto… mire aquí, el delantero de mi vestido —y así diciendo arreglaba en torno suyo la falda—. ¿Ve este gran agujero? ¿Verdad que la tela parece aquí quemada? ¡Ha sido desastroso! ¡Con lo que me gusta este vestido!… ¿Le agrada a usted? Si no estuviera quemado… Me lo hice yo misma, es decir: dije a mi madre cómo quería verlo confeccionado, y quedó muy elegante. ¡Ya no me lo pondré más! —Su voz expresaba un sincero disgusto—. ¿Arrojó usted al camino el cigarrillo encendido?
—¿Qué cigarrillo? —inquirió Vance.
—¡Toma! Pues el que me ha quemado el vestido. Por ahí andará… No se puede negar que posee una excelente puntería, aun sin saber quién había sido. ¡Bien ha dado en el blanco!
—¡Oh sí! —Vance estaba tan divertido como rebosante de interés—. La verdad, no he sido yo quien lo ha arrojado, sino el ocupante del coche… si es que ha pasado un coche.
La muchacha exhaló un suspiro.
—En tal caso —murmuró con resignación— no puedo estar enfadada con usted. Ni tampoco sé ya a quién acusar. ¡Qué rabia! Porque de haber sido usted el autor de la broma, me figuro que se apresuraría a repararla.
—Por de pronto le presento mis excusas. ¿Está contenta?
—¡Ay! Ahora vuelvo a dudar. Usted no ha podido verme a través de la pared… ni tampoco yo a usted.
—Razona con una lógica irrefutable —observó Vance acomodándose a la vena caprichosa de su interlocutora—. Insisto en reparar la fechoría.
—No comprendo… —La muchacha desmintió con un guiño sus propias palabras.
—Deseo que pase por el comercio de Chareau y Lyons[4] y que escoja allí un bonito vestido, tan elegante como el que ahora lleva puesto.
—¡Pero eso sería abusar de su amabilidad!
Vance sacó del tarjetero una tarjeta de visita, escribió apresuradamente unas líneas al dorso y la colocó debajo del bolso de la muchacha, que ahora reposaba sobre la hierba.
—Ponga en mano del propio Lyons esta tarjeta y dígale que la envío yo.
La muchacha ya no protestó. Sus ojos resplandecieron de gratitud.
—Como dice muy bien —manifestó Vance—, usted no es capaz de atravesar las paredes con la mirada. Por consiguiente, ¿cómo podré probar que no fui yo el causante de la pérdida de su vestido?
—Bien. Ya está todo arreglado, ¿eh? ¡No puede figurarse cuantísimo me alegro de no haberme enfadado con usted!
—También yo lo celebro. E, incidentalmente, espero que gastará el mismo perfume cuando se ponga el traje nuevo. Posee la exquisita fragancia de la estación. «Es deliciosa mezcla de los aromas del naranjo y del citrón», como dice Longfellow en su «Wayside Inn».
—¿De veras?
—A propósito: ¿cómo se llama? Porque no logro identificarlo.
—Lo ignoro. Nadie lo sabe porque no tiene nombre. ¡Imagínese lo que es carecer de un nombre! ¡Menuda confusión iba a armarse si careciésemos todos de un apelativo!… Jorge lo ha elaborado especialmente para mí. ¡Ay!, he dicho Jorge sin querer. Me refiero a mister Burns. Los dos trabajamos en la misma fábrica de perfumes: la «In-O-Scent Corporation». Él mezcla constantemente olores diversos y los huele después. Es la tarea que se le ha encomendado. Es un genio, únicamente tiene el defecto de ser demasiado serio. Pero no creo que haya mezclado citrón al perfume que gasto… si bien debo confesar que no sé cómo huele el citrón. Siempre he creído que era bueno solamente para ponerlo en los pasteles.
—En los pasteles se pone sólo la piel —explicó Vance—. Su aceite es otra cosa. Tiene el olor de la citronella y del limón; si se le mezcla ácido sulfúrico, huele incluso a violetas.
—¡Es maravilloso! Habla usted lo mismo que Jorge —dijo la muchacha—. Él siempre dice cosas así. Estoy segura de que también sabe eso. En ocasiones hace que le lleve botellas de extractos y esencias y me pone en un apuro. Muchas veces me dice que no sé hervir bien los frascos y tubos y vasos graduados. ¡Figúrese usted!
—Pues estoy seguro de que cuando él compuso el perfume que hoy lleva usted le llevó los frascos adecuados. Y también estoy seguro de que por lo menos uno de ellos contenía extracto de citrón, aunque tal vez tuviera un nombre distinto… Y ya que estamos hablando de nombres, ¿sería usted Calipso, por casualidad?
Ella meneó la cabeza, en sentido negativo.
—No, pero me llamo algo por el estilo: Gracia. Gracia Allen.
Vance sonrió y la muchacha cambió de conversación.
—¿Quiere decirme lo que hacía, antes, detrás de esa pared? —interrogó—. Pertenece a una propiedad particular y por nada del mundo sería capaz de franquearla. Sería un atrevimiento… No he visto en ella ninguna puerta. En diversas ocasiones he venido a este sitio, me he sentado aquí mismo, y jamás se había atrevido nadie a arrojarme encima la colilla encendida de un cigarro. Claro que, de vez en cuando, tiene que sucederle a uno algo extraordinario. ¿No ha pensado en ello nunca?
—Sí. ¡Oh, sí! Es un tema muy profundo —Vance se echó a reír—. Diga: ¿no le da miedo venir sola a este paraje solitario?
—¿Sola? —la muchacha dirigió una ojeada al camino—. No vengo aquí sola. Generalmente me acompaña un amigo que vive en el Broadway. Se llama mister Puttle. Es un compañero que trabaja detrás del mostrador. Mister Burns se ha enfadado conmigo porque pensaba venir aquí con él esta tarde. Se enfada siempre que salgo con un muchacho, sobre todo si el muchacho es mister Putty. ¿Qué bobo, verdad? —Gracia hizo una mueca de satisfacción.
—Sí. ¿Dónde se encuentra ahora mister Putty? ¡No irá a decirme que se halla vendiendo perfumes por los caminos y atajos de Riverdale!
—¡Claro que no! No trabaja los sábados por la tarde. Yo tampoco trabajo. De vez en cuando hay que dar cierto descanso a la inteligencia, ¿no le parece? Por lo menos esta es mi opinión. Pero divago. Me ha preguntado usted dónde está Putty ahora. Bien. Voy a decírselo, no creo que a él le importe. Ha ido en busca de un convento.
—¡De un convento! ¡Dios mío! ¿Con qué fin?
—Verá: él dice que desde ese convento se disfruta de una magnífica vista, con flores, bancos y demás accesorios. Pero ignoraba si está hacia arriba o hacia abajo de la carretera. Por ello le he aconsejado que lo averigüe. No me siento con fuerzas para llegar hasta un convento sin saber antes dónde se halla. ¿Lo haría usted… si le dolieran los pies tan terriblemente como a mí, en este momento?
—No. Creo que obra usted con mucha cordura. Vea qué casualidad: yo sé dónde está ese convento: se halla al otro lado de esta pendiente de la montaña y a bastante distancia.
—En ese caso preveo que Jimmy (perdón, quise decir mister Putty) habrá perdido lamentablemente el tiempo. No es la primera vez que le pasa semejante cosa. Por fortuna lo he obligado a que se adelantara.