UN HOMBRE LLAMADO THIN

Papá estaba, aunque se me pueda considerar un mal hijo por decirlo, de un humor abominable. Su barbilla sobresalía por encima del escritorio en dirección hacia mí, de una manera que casi justificaba el epíteto de brutal que en una ocasión le aplicara un periodista hostil; y el bigote parecía erizarse con una rabia propia, aunque eso era solo una impresión mía. Sería ridículo dar por hecho cualquier cambio en un bigote que, fuera cual fuese el estado de ánimo de papá, siempre era irregularmente prominente.

—Entonces, ¿sigues jugueteando con esa maldita tontería que se te ha ocurrido?

En el escritorio de papá, debajo de su mano, había una carta por cuya extraña forma y color supe de inmediato que era del editor de El malabarista, a quien había mandado un soneto apenas unos días antes.

—Si te refieres a la escritura… —respondí en tono respetuoso, pero no por ello menos firme, pues habiendo pasado ya unos cuantos meses desde mi trigésimo aniversario me consideraba merecedor de libre albedrío hasta cierto punto, incluso si en función de ese albedrío tomaba alguna decisiones que no acaban de gustar a mi padre—. Si te refieres a la escritura, papá, te aseguro que no estoy jugueteando, sino que voy completamente en serio.

—Pero ¿por qué ca…? —Si de vez en cuando codifico algún comentario de papá al transmitirlo no es, les ruego que me crean, porque sea adepto a las incoherencias, sino simplemente porque a menudo le parecía oportuno sacrificar las finuras del lenguaje a lo que él consideraba puro vigor expresivo—. ¿… Te tiene que dar por la poesía? ¿No hay un montón de cosas por escribir? Caramba, Robín, podrías escribir unos buenos artículos en serio sobre nuestro trabajo, artículos que contaran a la gente la verdad sobre lo nuestro y al mismo tiempo nos dieran un poco de publicidad.

—Cada uno escribe lo que le dicta su impulso —empecé, sin demasiadas esperanzas, porque no era la primera vez que iniciábamos una discusión así—. No se puede forzar el impulso creativo para…

—¡Florence!

No me gusta decir que papá bramó, pero los sinónimos más suaves no son del todo adecuados para expresar el volumen del sonido con que articuló el nombre de pila de nuestra secretaria, por el que se empeña en llamarla.

La señorita Queenan apareció en el umbral, una señorita Queenan distinta, que no avanzó hacia el escritorio de papá con esa mezcla de ligereza y aplomo que la prensa, con su tendencia a la exageración, nos ha enseñado a esperar; al contrario, se quedó allí, esperando que él se fijara en ella.

—¿Luego, Florence, te asegurarás de que mi escritorio no quede sepultado por la correspondencia relativa a las cancioncillas de cuna de mi hijo?

—Sí, señor Thin —respondió con una voz sorprendentemente sumisa para alguien acostumbrado a dirigirse a mi padre como si fuera miembro de la familia.

—Querido papá —intenté regañarlo cuando ya se había ido la señorita Queenan—, de verdad pienso que…

—A mí no me vengas con tu querido papá. ¡Y no digas que piensas! Ningún ser pensante sería capaz de…

De nada serviría repetir las palabras de papá al detalle. Eran en su mayor parte incomprensibles y ni siquiera mi profundo sentido de las obligaciones filiales me sirvió para impedir que mi rostro mostrara parte del resentimiento que sentía. De todos modos, lo escuché en silencio y cuando subrayó su última frase tirándome la carta de El malabarista, me retiré a mi despacho.

La carta, que había llegado al escritorio de mi padre por descuido del editor —había olvidado añadir las letras «Jr.» después del nombre—, tenía que ver con el soneto que ya he mencionado, titulado «Lágrimas ficticias». El editor opinaba que los dos versos finales, citados en su carta, no estaban a mi altura habitual, según su expresión sumamente educada, y me pedía que los reescribiera, ajustándolos con mayor precisión al tono de los versos anteriores, quitándoles, en su opinión, la pizca excesiva de seriedad que en comparación tenían.

Y resulte tan poco congruente su brillo

como el de un adorno navideño en un membrillo.

Mientras sacaba mi diccionario de rimas de detrás del Kriminal Psychologie de Gross, donde solía esconderlo en beneficio de la paz, recordé que yo tampoco había quedado del todo satisfecho con esos dos versos; sin embargo, tras repetidos intentos había sido incapaz de dar con dos más apropiados. Ahora, mientras sonaban las sirenas del mediodía, saqué la copia que había obtenido del poema en papel carbón, decidido a dedicar el silencio de la hora del almuerzo a la creación de otro símil que expresara la incongruencia con mayor ligereza.

A esa tarea me entregué, sumergida mi conciencia de tal modo en ella que cuando oí que papá gritaba «¡Robín!» con una fuerza que, sinceramente, llegaba a agitar las tres mamparas que nos separaban, emergí como si regresara del sueño, con la sospecha de que la primera llamada que había oído no era precisamente la primera que él había pronunciado. Esa sospecha se confirmó cuando, tras guardar papeles y libros, me apresuré a presentarme ante él.

—¿Estás tan ocupado escuchando el trino de los pajarillos que no me oyes? —Pero era una aspereza pasajera. Al ver la jovialidad de su mirada, me preparé para sus siguientes palabras—: Han asaltado Barnable’s. Ponte en marcha.

La joyería Barnable’s quedaba a seis manzanas de nuestras oficinas y un oportuno tranvía me trasladó allí cuando no se habían cumplido aún ni cinco minutos de la breve orden de papá. La tienda, un local pequeño, ocupaba una parte de la planta baja del edificio Bulwer, en el lado norte de la calle O’Farrell, entre Powell y Stockton. Los vecinos del negocio en esa misma planta baja eran, yendo hacia el este, en dirección a la calle Stockton, una mercería (en cuyo escaparate, por cierto, vi una intrigante bata de color lavanda), una barbería y un estanco; y hacia el oeste, en dirección a la calle Powell, por la entrada principal y el vestíbulo del edificio Bulwer, una farmacia, una sombrerería y un comedor.

En la puerta de la joyería había un policía muy ocupado en impedir que la muchedumbre de curiosos —muchos de los cuales, presumiblemente, estaban en la calle aprovechando la hora de la comida— taponara la acera o entrara en la tienda. Mientras cruzaba entre la multitud saludé al policía con una inclinación de cabeza, no porque nos conociéramos personalmente, sino porque la experiencia me había enseñado que un saludo amistoso solía servir para evitar preguntas, y entré en la tienda.

El sargento Hooley y el detective Strong, del departamento de la policía, estaban en la tienda. El primero sostenía en una mano una gorra gris oscura y una pequeña pistola automática que no parecía pertenecer a ninguna de las personas con las que ambos hablaban: el señor Barnable, el ayudante del señor Barnable y dos hombres y una mujer que no me resultaban conocidos.

—Buenos días, caballeros —me dirigí a los agentes—. ¿Puedo participar en la investigación?

—¡Ah, señor Thin!

El sargento Hooley era un hombre grande, cuya boca enorme no hacía, para pronunciar las palabras, mayor esfuerzo que abrirse y emitirlas, de modo que surgían con un cierto desaliño de aquella apertura en su rostro rubicundo. En aquel momento, como en las anteriores ocasiones en que había hablado con él, había en su rostro una expresión engañosamente burlona, como si, con la intención de molestarme, fingiera encontrar en mí o en cualquiera de mis actos o palabras, algo divertido. El mismo impulso se apreciaba en su manera de subrayar el «señor» que antecedía a mi apellido, pese a que a papá siempre lo llamaba Bob, con una familiaridad de la que yo prefería no ser objeto.

—Tal como decía a los chicos, lo que necesitamos es precisamente participación —dijo el sargento Hooley, poniendo en práctica su ingenio, más bien burdo—. Un deshonesto ladrón ha robado este local. Ya casi habíamos acabado el interrogatorio, pero como usted parece capaz de guardar un secreto, no me importa hacerle partícipe, como solíamos decir en Harvard en los viejos tiempos.

Ignoro por qué rareza de su mente considera el sargento Hooley que haber asistido a esa universidad en particular implica alguna comicidad; tampoco alcanzo a percibir por qué le proporciona tanto placer mencionar ese famoso lugar de aprendizaje cuando estoy delante yo, que a menudo me he esforzado por explicarle que acudí a una universidad completamente distinta.

—Al parecer lo que ocurrió —siguió contando— es que algún pájaro entró solo, apuntó al señor Barnable y a su personal con un arma, cogió todo lo que había en la caja fuerte y se largó, tropezando con la gente que se encontraba por el camino. Luego salió a la calle Powell, se metió en un coche y… ¿qué más desea saber?

—¿A qué hora ocurrió eso?

—Justo después de las doce, señor Thin. De hecho no más de dos minutos después, si es que llegó a tanto —aclaró el señor Barnable, que había dado un rodeo en torno a todos los demás para llegarse a mi lado.

Sus ojos marrones estaban redondos de puro nerviosismo en medio de la cara redonda y bronceada, aunque no exactamente tristes, pues tenía contratada una póliza de seguro de robo con la compañía para la que yo mismo trabajaba.

—Nos hace tumbar a Julius y a mí en el suelo, detrás del mostrador, mientras vaciaba la caja, y luego se va. Le digo a Julius que se asome, a ver si se ha ido del todo, pero justo entonces va y me dispara. —Barnable señaló con un dedo espatulado un pequeño agujero de la pared del fondo, cerca del techo—. Así que no he dejado levantarse a Julius de nuevo hasta que estaba seguro de que se había ido. Luego he llamado a la policía y a su oficina.

—¿Había alguien más en la tienda cuando ha entrado el ladrón, aparte de usted y Julius?

—No. Hacía unos quince minutos que no entraba nadie.

—¿Podría identificar al ladrón si lo viera otra vez, señor Barnable?

—¿Si podría? Dígame una cosa, señor Thin: ¿Carpentier reconocería a Dempsey?

Di por hecho que al responder con una pregunta que parecía totalmente irrelevante pretendía dar una respuesta afirmativa.

—Tenga la amabilidad de describírmelo, señor Barnable.

—Tendría unos cuarenta años y aspecto duro, un tipo más o menos del mismo tamaño y complexión que usted. —Yo soy de talla y peso medios y mi complexión también podría describirse como común, de modo que no había nada particular en que el ladrón tuviera esos puntos de semejanza conmigo; aun así, me pareció que el joyero había actuado con poco tacto al señalarlos—. Tenía la boca como metida hacia dentro, sin mucho labio, y la nariz larga y más bien plana, y una cicatriz en un lado de la cara. ¡Un tipo con pinta de duro de verdad!

—¿Podría describir la cicatriz con más detalle, señor Barnable?

—Era en la parte de atrás de la mejilla, cerca de la oreja, y bajaba desde la gorra hacia la barbilla.

—¿Qué mejilla, señor Barnable?

—¿La izquierda? —dijo, en tono tentativo, mirando a Julius, su ayudante de rasgos pronunciados. Al ver que Julius asentía, el joyero repitió con más seguridad—: La izquierda.

—¿Cómo iba vestido, señor Barnable?

—No me he fijado.

—¿Qué se ha llevado exactamente, señor Barnable?

—Aún no he tenido tiempo de comprobarlo, pero se ha llevado todas las piedras sin engarzar que había en la caja, sobre todo diamantes. Como mínimo se habrá llevado cosas por valor de cincuenta mil dólares.

Permití que se me asomara a los labios una leve sonrisa mientras miraba con frialdad al joyero.

—En caso de que no logremos recuperar esas piedras, señor Barnable, ¿es usted consciente de que la compañía de seguros exigirá pruebas de compra de cada objeto desaparecido?

Se movió, nervioso, y arrugó severamente toda su cara redonda.

—Bueno, en cualquier caso se ha llevado al menos veinticinco mil dólares, así sea la última palabra que digo en mi vida, señor Thin, por mi honra de caballero.

—¿Se ha llevado algo más, aparte de las piedras sin engarzar, señor Barnable?

—Algo de dinero que había en la caja, unos doscientos dólares.

—Hágame el favor de escribir una lista de inmediato, señor Barnable, con la descripción más precisa posible de todos los objetos desaparecidos. Bueno, señor Hooley, ¿qué evidencias tenemos de las subsiguientes acciones del ladrón?

—Bueno en primer lugar, chocó subsiguientemente con la señora Dolan al emprender la huida. Parece que iba…

—La señora Dolan tiene cuenta aquí —explicó el joyero desde la trastienda, a donde se había desplazado con Julius para cumplir con mi encargo. El sargento Hooley señaló con un pulgar a la mujer que había a mi izquierda.

Era una mujer de poco menos de cuarenta años, con unos ojos marrones de mirada risueña instalados en un rostro de un sano tono rosado. Llevaba ropa limpia, pero en ningún caso elegante, ni nueva, y todo su aspecto invitaba a pensar en el adjetivo «competente», impresión subrayada por la frescura de la lechuga y el apio que sobresalían de la cesta de la compra que sostenía en sus brazos.

—La señora Dolan es la gerenta de un edificio de apartamentos de la calle Ellis —añadió el joyero para terminar su presentación mientras la mujer y yo intercambiábamos las correspondientes sonrisas e inclinaciones de cabeza.

—Gracias, señor Barnable. Proceda, sargento Hooley.

—Gracias, señor Thin. Parece que ella entraba para pagar un plazo de su reloj y justo cuando metía un pie en el umbral el atracador ha chocado con ella caminando de espaldas y han caído los dos al suelo. El señor Knight, aquí presente, ha visto el jaleo, ha entrado corriendo, le ha quitado la gorra y la pistola al ladrón y lo ha perseguido calle arriba.

Uno de los hombres presentes soltó una risa despectiva, aunque se tapaba la boca con una mano tostada por el sol, que sujetaba unos guantes. Era un hombre curtido por el sol, de estructura atlética, alto y de amplias espaldas, vestido con traje de lana suelto.

—Mi participación no ha sido tan heroica como suena —objetó—. Estaba saliendo del coche, con la intención de cruzar hacia el Orpheum para sacar entradas, cuando he visto que esta mujer y ese hombre chocaban. Cuando he cruzado la acera para echar una mano no se me había pasado por la mente que el hombre fuera un bandido. Cuando al fin he visto el arma, ya estaba, de hecho, a punto de dispararme. He tenido que pegarle y por suerte he podido hacerlo justo cuando él apretaba el gatillo. Tras recuperarme de la sorpresa he visto que soltaba el arma y salía corriendo calle arriba, así que he salido tras él. Pero era demasiado tarde. Ya se había ido.

—Gracias, señor Knight. Bueno, sargento Hooley, ¿dice que el ladrón se ha ido en un coche?

—Gracias, señor Thin —dijo, como un idiota—. Así es. El señor Glenn, aquí presente, lo ha visto.

—Estaba en la esquina —explicó el señor Glenn, un gordito con lo que podríamos llamar pinta de buen vendedor.

—Perdóneme, señor Glenn, ¿en qué esquina?

—En el cruce de Powell y O’Farrell —dijo, casi como si hubiera esperado que yo lo supiera sin necesidad de decírmelo—. La esquina noreste, si lo quiere saber con exactitud, casi al pie de la fachada. El bandido ha subido por la acera y se ha metido en un cupé que avanzaba por la calle Powell. No le he prestado mucha atención. Si he oído el disparo, lo habré tomado por un estallido de un motor. No me hubiera fijado en él si no llega a ser porque iba sin sombrero, pero era el hombre que ha descrito el señor Barnable: cicatriz, boca arremetida, todo eso.

—¿Sabe qué modelo era el coche en el que ha montado, señor Glenn? ¿O qué matrícula tenía? —No. Solo sé que era un cupé negro. Creo que venía de la calle Market. Lo conducía un hombre, me parece, pero no he visto si era joven, o mayor, o nada por el estilo.

—¿Parecía nervioso el bandido, señor Glenn? ¿Iba mirando hacia atrás?

—No, más tranquilo no se puede ir, ni siquiera parecía tener prisa. Simplemente ha echado a andar por la acera y luego se ha montado en el cupé, sin mirar a ningún lado antes.

—Gracias, señor Glenn. Bueno, ¿alguien puede ampliar o corregir la descripción del bandido que nos ha proporcionado el señor Barnable?

—El pelo era gris —dijo el señor Glenn—. Gris metálico.

La señora Dolan y el señor Knight estuvieron de acuerdo y la primera añadió:

—Yo creo que era algo mayor de lo que ha dicho el señor Barnable, más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, y tenía los dientes marrones, los frontales muy careados.

—¿Hay algo más que pueda arrojar luz en este asunto, sargento Hooley?

—Ni un destello. Los patrulleros han salido en busca del cupé, y confío en que cuando salgan los periódicos tendremos más noticias de gente que haya visto algo, pero ya sabe cómo va eso.

Sí que lo sabía. Uno de los rasgos más lamentables de la investigación criminal es la cantidad de tiempo y energía malgastados en investigar información aportada por gente que, por pura perversión, estupidez o exceso de imaginación, insiste en conectar todo lo que hayan llegado a ver con cualquier crimen que tenga algún relieve esos días en la prensa.

El sargento Hooley, pese a su defectuoso sentido del humor, era un excelente actor: mantuvo un rostro flácido e ingenuo, y no cambió ni un ápice su tono habitual para decir:

—Salvo que el señor Thin tenga alguna pregunta más, ya se pueden ir, señores. Tengo sus direcciones y los puedo localizar si los necesitara de nuevo.

Titubeé, pero el principio fundamental que papá me ha enseñado durante los diez años que llevo trabajando para él —la necesidad de no dar nada por hecho— me impulsó a decir:

—Un momento.

Y a llevarme aparte al sargento Hooley, adonde no pudieran oírnos los demás.

—¿Ha tomado sus medidas, señor Hooley?

—¿Qué medidas?

Sonreí, consciente de que los agentes de la policía se esforzaban por disimular sus conocimientos delante de mí. Mi tentación inmediata, como es natural, consistía en pagarles con la misma moneda: mas por muchas ventajas que tenga trabajar en solitario en cualquier operación, a largo plazo es más inteligente para un detective colaborar con la policía que competir con ella.

—La verdad —dije— ha de tener usted una muy pobre opinión de mis capacidades si cree que no me he dado cuenta yo también de que si Glenn estaba donde dice que estaba y, tal como afirma, el bandido no ha mirado hacia ningún lado, entonces no podía verle una cicatriz en la mejilla izquierda.

Pese a su evidente turbación, el sargento Hooley reconoció su derrota sin resentimiento.

—Tendría que haber sabido que se daría cuenta —admitió, frotándose la barbilla con un pulgar, en actitud pensativa—. Bueno, supongo que dará lo mismo confrontarlo ahora que más adelante, salvo que a usted se le ocurra lo contrario.

Consulté el reloj y vi que pasaban veinticuatro minutos de las doce: mi investigación, gracias a que los policías habían reunido a todos los testigos, apenas había consumido de momento más que diez o doce minutos.

—Si Glenn se había apostado en la calle Powell para engañarnos —sugerí—, ¿no será probable entonces que el ladrón no haya huido en esa dirección? Se me ocurre que hay una barbería a dos portales de aquí, en la dirección contraria, hacia la calle Stockton. Dicha barbería, cuya puerta trasera doy por hecho que comunica con el edificio Bulwer, como suele ocurrir con todas las barberías de ubicación similar, tal vez haya servido de pasadizo por el que el bandido puede haber abandonado la calle rápidamente. En cualquier caso, considero que deberíamos explorar esa posibilidad.

—¡Claro que es la barbería! —dijo el sargento Hooley, y luego se dirigió a su colega—. Espera aquí con esta gente hasta que volvamos, Strong. No tardaremos mucho.

—De acuerdo —respondió el agente Strong.

Al salir a la calle encontramos menos espectadores curiosos que antes.

—Entra si quieres, Tim —dijo el sargento Hooley al policía de la puerta cuando pasamos junto a él para ir a la barbería.

La barbería tenía más o menos el mismo tamaño que la joyería. Cinco de sus seis sillas estaban ocupadas cuando entramos y la única vacía era la que quedaba más cerca del escaparate. Junto a ella había un hombre bajito y bronceado que nos recibió con una sonrisa:

—Siguiente —dijo, como tienen por costumbre los barberos.

Me acerqué y le tendí una tarjeta, tras cuya observación alzó la mirada con un iluminado interés que se desvaneció de pronto, convertido en infantil decepción. El fenómeno no me resultaba desconocido: es sorprendente la cantidad de gente que al ver que me llamo Thin da por hecho que el apellido me obliga a ser una especie de cadavérico esquelético —en cumplimiento con el significado de ese adjetivo— o, al contrario, un gordo grasiento, cosa que les hubiera parecido sin duda más graciosa todavía.

—Doy por hecho que ya sabe que ha habido un robo en Barnable’s.

—¡Claro! La cosa se está poniendo complicada, con esos tipos trabajando a plena luz del día.

—¿Ha oído por casualidad el eco del disparo?

—¡Claro! Estaba afeitando a un cliente, el señor Thorne, el de la agencia inmobiliaria. Siempre espera a que yo esté disponible, por mucho que los demás barberos estén holgazaneando. Dice que… Bueno, el caso es que he oído el disparo y me he acercado a la puerta para echar un vistazo, pero no podía hacer esperar al señor Thorne, ya me entiende, y por eso no me he acercado hasta allí.

—¿Ha visto a alguien que pudiera ser el bandido?

—No. Esos tipos se mueven muy deprisa y a la hora de comer, con la calle llena de gente, supongo que no le habrá costado demasiado perderse. Es curioso cómo…

Vista la necesidad de economizar tiempo, me arriesgue a ser tildado de descortés e interrumpí los comentarios del barbero, no demasiado pertinentes.

—¿Ha pasado alguien por aquí, proveniente de la calle, hacia el edificio Bulwer, justo después de oír el disparo?

—Que yo recuerde, no; aunque muchos hombres usan este negocio como una especie de atajo entre sus oficinas y la calle.

—Pero ¿no recuerda alguno que haya pasado justo después de sonar el disparo?

—De entrada, no. Quizás alguno de salida, porque era la hora de comer.

Repasé a los hombres que mantenían ocupados a los barberos en las cinco sillas. Solo dos llevaban pantalones azules. De ellos, uno tenía un bigote oscuro, entre la barbilla y una nariz extremadamente llamativa; la cara del otro, rosada porque acababan de afeitarlo, no era particularmente delgada ni gruesa, ni se podía decir tampoco que su perfil fuera especialmente feo o hermoso. Era un hombre de unos treinta y cinco años, con el cabello rubio y, según pude ver cuando reaccionó con una sonrisa a algo que le decía el barbero, unos dientes bastantes agradables por su suave blancura.

—¿Cuándo ha llegado el hombre de la tercera silla?

Era el que acabo de describir.

—Si no me equivoco, justo antes del atraco. Apenas estaba quitándose el cuello de la camisa cuando he oído el disparo. Estoy bastante seguro.

—Gracias —dije, y empecé a darme la vuelta.

—Qué mala suerte —me dijo al oído el sargento Hooley.

Le dirigí una mirada dura.

—Olvida o, mejor dicho, cree que olvido los guantes de Knight.

El sargento Hooley soltó una risa breve.

—Cierto que los había olvidado. Me estaré volviendo despistado, o qué sé yo.

—No se me ocurre que vayamos a ganar nada por disimular, sargento Hooley. El barbero terminará con nuestro hombre enseguida. —Efectivamente, el hombre se levantó de la silla mientras yo hablaba—. Sugiero que le digamos que nos acompañe a la joyería.

—Me parece bien —convino el sargento.

Esperamos a que se pusiera el cuello y la corbata, la chaqueta azul, el abrigo gris y el sombrero gris. Luego el sargento Hooley se presentó y le mostró la placa.

—Soy el sargento Hooley. Haga el favor de acompañarnos a la calle.

—¿Por qué?

La sorpresa del hombre parecía real, y bien podía serlo.

El sargento repitió su pregunta en términos exactos:

—¿Por qué?

Contesté a la pregunta con la menor cantidad posible de palabras:

—Queda arrestado por asaltar la joyería Barnable’s.

El hombre objetó con cierta truculencia que se llamaba Brennan, que era conocido en Oakland, que alguien pagaría cara esa ofensa, y etcétera. Por un momento pareció que se iba a hacer necesaria la violencia para trasladar al detenido a Barnable’s, y el sargento Hooley le había agarrado ya una muñeca cuando Brennan cedió al fin y aceptó acompañarnos en calma.

Glenn empalideció y un pronunciado temblor se apropió de sus piernas cuando hicimos entrar a Brennan en la joyería, donde la señora Dolan y los señores Barnable, Julius, Knight y Strong se acercaron de buena gana y nos rodearon. El policía de uniforme a quien el sargento había llamado Tim se quedó junto a la puerta de la calle.

—¿Es este su bandido, señor Barnable? —pregunté.

Los ojos marrones del joyero alcanzaron un tamaño asombroso.

—¡No, señor Thin!

Me volví hacia el prisionero.

—Quítese el sombrero y el abrigo, por favor. Sargento Hooley, ¿tiene la gorra que se le ha caído al bandido? Gracias, sargento Hooley. —Luego, al prisionero—: Tenga la amabilidad de ponerse esta gorra.

—¡Y una mierda! —me rugió.

El sargento Hooley alargó una mano hacia mí.

—Démela. Venga, Strong, agarre a esta criatura mientras se la pongo.

Brennan se rindió:

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! ¡Me la pongo!

Parecía que le iba grande, pero fui probando y descubrí que se la podía poner de una manera que disimulaba la diferencia de talla, al tiempo que su exagerado tamaño le permitía tapar el cabello y alterar el contorno de la cabeza.

—Y ahora, por favor —dije, al tiempo que daba un paso atrás para mirarlo—, ¿se puede quitar la dentadura?

Esa petición precipitó un extraordinario follón. El hombre llamado Knight se lanzó encima del cabo Strong mientras Glenn salía corriendo hacia la puerta de la calle y Brennan daba un puñetazo brutal al sargento Hooley. Me apresuré a acudir a la puerta de la calle para ocupar el lugar del policía uniformado, que lo había abandonado para luchar con Glenn, y vi que la señora Dolan se refugiaba en un rincón, mientras Barnable y Julius evitaban verse envueltos en el conflicto, aunque para ello tuvieran que demostrar una agilidad considerable.

Al fin se restableció el orden cuando el cabo Strong y el policía de paisano lograron esposar juntos a Knight y Glenn, mientras el sargento Hooley, sentado a horcajadas encima de Brennan, blandía en el aire la dentadura postiza que le acababa de sacar de la boca.

Indiqué por gestos al de paisano que volviera a ocupar su lugar junto a la puerta, me uní a Hooley y entre los dos ayudamos a levantarse a Brennan y le volvimos a poner la gorra. Ofrecía una pinta de villano: la boca, con algunos huecos en la dentadura, se le volvía hacia adentro, dándole un aspecto más flaco, y avejentado y provocando que la nariz pareciese más larga y plana.

—¿Es esta su criatura? —preguntó el sargento Hooley, sacudiendo al prisionero delante del joyero.

—¡Lo es! ¡Lo es! ¡Es el mismo tipo! —El triunfo se mezclaba con la perplejidad en el rostro del joyero—. Solo que no tiene cicatriz —añadió lentamente.

—Creo que encontraremos la cicatriz en su bolsillo.

Así fue: llevaba un pañuelo con una mancha marrón, húmeda todavía, que olía a alcohol. Además del pañuelo, en sus bolsillos había un llavero, dos puros, unas cerillas, una navaja plegable, treinta y seis dólares y una estilográfica.

El hombre se dejó registrar con rostro inexpresivo hasta que el señor Barnable exclamó:

—Pero… ¿y las piedras? ¿Dónde están mis piedras preciosas?

Brennan le dedicó una desagradable sonrisa despectiva.

—Ojalá contenga la respiración hasta que aparezcan —dijo.

—Señor Strong, ¿tendría la amabilidad de registrar a los dos hombres que ha esposado juntos? —requerí.

Lo hizo y, tal como yo esperaba, no les encontró nada importante encima.

—Gracias, señor Strong —dije, cruzando hasta el rincón en que seguía plantada la señora Dolan—. ¿Me permite examinar su cesta de la compra?

Los ojos amables de la señora Dolan me miraron como si estuvieran vacíos.

—¿Me permite, por favor, examinar su cesta de la compra? —repetí, extendiendo una mano hacia ella.

Soltó una risilla ahogada y gutural y me pasó la bolsa, que llevé hasta una vitrina de cubierta plana que había en el otro extremo de la sala. La bolsa contenía la lechuga y el apio que ya he mencionado, un paquete con unas lonchas de bacon, una caja de pastillas de jabón y una bolsa de papel con espinacas, entre cuyas hojas verdes brillaban, cuando la vacié en la superficie de la vitrina, las duras facetas acristaladas de los diamantes sin engarzar. Había también unos cuantos billetes, algo más visibles entre las hojas.

Como ya he dicho, la señora Dolan era una mujer que impresionaba por su capacidad y ese adjetivo pareció especialmente adecuado en ese momento: se comportó, debo decirlo, como haría alguien capaz de cualquier cosa. Por suerte, el agente Strong la había seguido al otro lado de la tienda: se encontró en buena situación para agarrarle los brazos desde atrás e incapacitarla, aunque no en un sentido oral. Ella aprovechó esa única libertad que le quedaba para aliviarse por completo, embarcada en un arroyo de vituperios que de ningún modo me parece necesario repetir.

Pocos minutos pasaban de las dos cuando regresé a nuestras oficinas.

—Bueno, ¿qué? —Papá dejó de dictar cartas a las señorita Queenan para desafiarme—. Estaba esperando tu Jamada.

—No ha hecho falta —dije, no sin cierta satisfacción—. La operación ha concluido satisfactoriamente.

—¿Asunto liquidado?

—Sí, señor. Los ladrones, tres hombres y una mujer, están en la prisión de la comisaría y se han recuperado todos los artículos robados. En la oficina de la policía hemos podido identificar a dos de los hombres: El «lector» Kelly, que parecía ser el jefe, y un tal Harry McMeehan, viejo conocido, al parecer, de la policía del este. El otro hombre y la mujer, que se han identificado como George Glenn y Mary Dolan, serán identificados más adelante, sin duda.

Papá mordisqueó el extremo de un puro y escupió el cabo hacia el otro lado del despacho.

—¿Qué te parece nuestro pequeño sabueso, Florence? —preguntó, con un orgullo reluciente, como si yo fuera un crío de tres años y acabara de exhibir algún logro precoz.

—¡Espléndido! —contestó la señorita Queenan—. Aún haremos algo con el chiquillo.

—Siéntate, Robin, y cuéntanoslo —sugirió papá—. El correo puede esperar.

—La mujer se consiguió un trabajo como gerenta de un pequeño edificio de apartamentos de la calle Ellis —expliqué, aunque sin tomar asiento—. Lo usó como referencia para abrir una cuenta en Barnable’s y comprarse un reloj que iba pagando a pequeños plazos semanales. Keely, a quien sin duda partieron los dientes mientras cumplía su última condena en Wala Walla, se ha quitado la dentadura postiza, se ha pintado una cicatriz en la mejilla, se ha puesto una gorra que no le iba bien y, tras amenazar a Barnable y su ayudante con una pistola, ha cogido las piedras sin engarzar y el dinero que había en la caja.

»Al salir de la tienda, ha chocado con la señora Dolan y ha soltado el botín en una bolsa llena de espinacas que, junto con otros artículos, llevaba ella en el cesto de la compra. McMeehan, fingiendo acudir para ayudar a la mujer, ha pasado a Keely un sombrero y un abrigo y tal vez la dentadura falsa y un pañuelo para que se limpiara la cicatriz, y se ha quedado su pistola.

»Keely, ya sin cicatriz, y con la cara cambiada por los dientes y el sombrero, se ha metido deprisa en la barbería que hay dos portales más allá, mientras McMeehan, tras disparar hacia el interior para frenar la curiosidad de Barnable, soltaba la pistola con la gorra y fingía salir en pos del bandido, calle Powell arriba. En la misma calle Powell había otro cómplice que decía haber visto al bandido irse en un coche. Esos tres compadres pretendían engañarnos más todavía añadiendo algunos detalles ficticios a la descripción del bandido aportada por el señor Barnable.

—¡Bravo! —El reconocimiento de papá, huelga decirlo, era meramente académico: un interés profesional en la astucia mostrada por los ladrones que en ningún caso implica la aprobación de su deshonesto plan—. ¿Y cómo lo has desmontado?

—El hombre de la esquina no podía haber visto la cicatriz sin que el bandido volviera la cabeza, cosa que él mismo ha negado. McMeehan llevaba guantes para no dejar huellas en la pistola al disparar, pero sus manos están bastante bronceadas, de donde se deduce que no suele llevarlos. Los dos hombres y la mujer han contado historias que encajaban en todos los detalles, cosa que, como sabes, sería un milagro si se tratara de testigos honestos. Pero como ya sabía que Glenn, el de la esquina, había mentido, era obvio que si las demás historias coincidían con la suya era porque también se desviaban de la verdad.

Me pareció mejor no mencionar a papá que justo antes de irme a Barnable’s, y acaso también durante la investigación, de modo inconsciente, mi mente se había mantenido ocupada con la búsqueda de un pareado para reemplazar el que no había gustado al editor de El malabarista: como mi mente, por lo tanto tenía en primer plano el asunto de la incongruencia, me había parecido desde el principio que la cesta de la compra de la señora Dolan era un lugar muy apropiado para esconder dinero y unos diamantes.

—Buena caza —dijo papá—. ¿Lo has descubierto tú solo?

—He cooperado con los agentes Hooley y Strong. Estoy seguro de que el subterfugio era tan evidente para ellos como para mí.

Pero incluso mientras lo decía nació la duda en mi mente. Me pareció que cabía una posibilidad, por leve que fuera, de que los agentes no hubieran visto la solución tan clara como yo. En su momento había dado por hecho que el sargento Hooley me estaba escondiendo todo lo que sabía; en cambio ahora, con una visión retrospectiva, sospeché que tal vez lo que escondía el sargento fuera precisamente lo que ignoraba.

En cualquier caso, eso no tenía importancia. Lo importante era que en la imagen de aquellas joyas escondidas entre verduras, había encontrado una figura de incongruencia para mi soneto.

Me disculpé y salí del despacho de papá para entrar en el mío, donde, otra vez con el diccionario, el libro de las rimas, y la copia al carbón en mi escritorio, me perdí en la tarea de vestir mi nuevo símil con las palabras adecuadas, agradeciendo al fin haber escrito aquel soneto con rima shakesperiana, y no al modo italianizante, pues así un cambio de rima en los dos últimos versos no me obligaba a practicar cambios similares en otras estrofas.

Pasó el tiempo y me encontré con la silla inclinada hacia atrás, experimentando esa satisfacción única que papá sentía cuando detenía a un criminal especialmente huidizo. No pude evitar una sonrisa cuando releí mi nuevo pareado de cierre.

Y allí parecía su brillo tan inapropiado

como entre las verduras de un mercado.

Así, me pareció, el editor de El malabarista sí lo encontraría satisfactorio.