Yo sabía lo que muchos decían acerca de Loney, pero conmigo siempre fue fantástico. Fue fantástico desde que lo recuerdo y supongo que yo le hubiera caído igual de bien incluso si llego a ser cualquier otro, en vez de su hermano. Pero me encantaba no ser cualquier otro.
Él no era como yo. Era flaco y hubiera quedado fantástico con cualquier tipo de ropa que le pusieras, solo que siempre vestía con mucha clase e iba hecho un pincel, aunque solo estuviera holgazaneando en casa, y le brillaba el pelo y tenía los dientes más blancos que hayas visto y unos dedos largos, finos, que siempre estaban limpios. Tenía la misma pinta que le recuerdo a mi padre, aunque era más guapo. Yo me parecía más a la familia de mamá, los Malone, aunque eso tenía su gracia porque a Loney lo llamaron así precisamente por ellos. Malone Bolan. Y encima, más listo no se puede ser. No servía de nada intentar colársela y a lo mejor es eso lo que tenía la gente en su contra, aunque eso era difícil de aplicar en el caso de Pete González.
Que a Pete González no le cayera bien Loney me preocupaba a veces, porque también era un tipo fantástico y nunca intentaba colársela a nadie. Tenía dos boxeadores y un luchador que se llamaba Kilchak y siempre los mandaba para que lo hicieran lo mejor que pudieran, igual que Loney me mandaba a mí. Era el entrenador número uno en esta parte del país y mucha gente decía que no había ninguno tan bueno en ningún otro sitio, así que me sentí muy bien cuando dijo que quería llevarme, aunque le contesté que no.
Me lo encontré en el vestíbulo de salida del gimnasio de Tubby White aquella tarde y me dijo:
—Hola, Kid, ¿qué tal?
Echó el puro a un lado de la boca para poder hablar.
—Hola. Bien.
Me repasó de arriba abajo, con los ojos entrecerrados por el humo del puro.
—¿Vas a tumbar a ese tipo el sábado?
—Eso parece.
Me repasó otra vez de arriba abajo, como si estuviera calculando mi peso. Sus ojos ya eran muy pequeños, pero cuando los entrecerraba de esa manera casi no se le veían.
—¿Cuántos años tienes, Kid?
—Voy para diecinueve.
—Y pesarás poco más de setenta kilos —dijo.
—Setenta y siete. Aumento muy rápido.
—¿Has visto alguna vez a ese con el que peleas el sábado?
—No.
—Es muy duro.
—Supongo —contesté con una sonrisa.
—Y muy listo.
—Supongo —repetí.
Se quitó el puro de la boca, me miró con el ceño fruncido y me habló como si estuviera enfadado conmigo:
—Ya sabes que en el ring no tienes nada que hacer con él, ¿no? —Sin darme tiempo a pensar qué contestar, se volvió a meter el puro en la boca y cambió de voz y de cara—. ¿Por qué no me dejas que te lleve, Kid? Tienes buen material. Te llevaré bien, te haré subir, no te quemaré y durarás mucho.
—No podría hacer algo así —expliqué—. Loney me ha enseñado todo lo que sé y…
—¿Que te ha enseñado qué? —rugió Pete. Volvía a parecer enojado—. Si crees que alguien te ha enseñado algo solo tienes que mirarte el careto en el próximo espejo que veas. —Se quitó el puro de la boca y escupió una brizna suelta de tabaco—. Solo dieciocho años, no llevas ni un año peleando y mira el careto que tienes.
Me di cuenta de que me estaba sonrojando. Supongo que nunca he sido una belleza, pero como dijo Pete, me habían pegado mucho en la cara y supongo que se me notaba. Le dije:
—Bueno, claro, es que no soy un boxeador.
—Más claro, el agua —dijo Pete—. ¿Y por qué no lo eres?
—No lo sé. Supongo que no he nacido para pelear así.
—Podrías aprender. Eres rápido y no eres tonto. ¿De qué te sirve esto? Cada semana Loney te envía a pelear con un tipo para el que aún no estás preparado y encajas un montón de puñetazos y… ¿qué?
—Y gano, ¿no? —dije.
—Claro que ganas, de momento, porque eres joven y duro y tienes arrojo y sabes pegar, pero yo no pagaría el precio que tú pagas por ganar, ni desearía que lo pagara ninguno de mis chicos. He visto a muchos chicos, algunos tan prometedores como tú, ir por ese mismo camino. Y luego he visto cómo terminan dos años después. Te doy mi palabra, Kid, conmigo te irá mejor.
—A lo mejor tiene razón —dije— y se lo agradezco y tal, pero no puedo dejar a Loney. Él…
—Ya le daré algo de pasta a Loney para comprarle tu contrato, incluso si no tienes contrato.
—No, lo siento. No puedo.
Pete empezó a decir algo pero se calló y empezó a sonrojarse.
Se había abierto la puerta del despacho de Tubby y Loney venía hacia nosotros. Tenía la cara blanca y los labios tan apretados que casi no se le veían, y por eso supe que nos había oído.
Llegó al lado de Pete sin mirarme ni una sola vez, y dijo:
—Eres una rata traidora latina.
Pete contestó:
—Solo le he dicho lo mismo que te dije a ti cuando te hice la oferta la semana pasada.
—Fantástico —respondió Loney—. Ya se lo has dicho a todo el mundo. Y ahora les podrás decir también esto.
Abofeteó a Pete en la boca con el dorso de la mano.
Me acerqué un poco porque Pete era mucho más grande que Loney, pero Pete solo dijo:
—Vale, compañero, a lo mejor no vives para siempre. A lo mejor no vives para siempre, incluso si el gran Jake no se entera de lo de su mujer.
Loney le tiró un puñetazo esta vez, pero Pete ya se estaba alejando por el vestíbulo y falló por más de un palmo, y cuando salió tras él Pete se dio media vuelta y echó a correr hacia el gimnasio.
Loney volvió hacia mí con una sonrisa y ya no parecía enfadado. Era capaz de cambiar más rápido que nadie. Me pasó un brazo por los hombros y dijo:
—Esa rata traidora latina. Larguémonos. —Una vez fuera, me hizo volverme para mirar el cartel que anunciaba las peleas—. Ahí estás, Kid. No le culpo por querer llevarte. Antes de que acabes, otros muchos lo querrán también.
Y tenía una pinta fantástica: Kid Bolan vs Sailor Perelman, en letras rojas más grandes que las de los demás nombres y situadas en la parte alta. Era la primera vez que mi nombre salía arriba del todo. Lo voy a mantener siempre arriba, pensé, y a lo mejor algún día en Nueva York. Pero me limité a sonreír a Loney sin decir nada y nos fuimos a casa.
Ma siempre estaba visitando a mi hermana casada en Pittsburg y teníamos una negra que se llamaba Susan y se encargaba de la casa por nosotros y cuando terminó de lavar los platos de la cena y se fue a su casa Loney se fue al teléfono y oí que hablaba en voz baja. Cuando volvió quise decirle algo, pero me dio miedo equivocarme porque él podía pensar que me estaba metiendo en sus asuntos y mientras pensaba cómo empezar para no equivocarme sonó el timbre.
Loney fue a abrir la puerta. Era la señora Schiff, como ya me había imaginado, porque ya había venido a casa la primera noche de no estar Ma.
Entró riéndose, y mientras Loney le echaba un brazo en torno a la cintura me dijo:
—Hola, campeón.
Yo la saludé y le estreché la mano.
Me caía bien, supongo, pero también supongo que me daba un poco de miedo. Quiero decir, no solo me daba miedo por Loney, sino también por otras cosas. Ya sabe, como cuando de niño uno se encuentra solo en un barrio desconocido al otro lado de la ciudad. No había nada visible en ella que diera miedo directamente, pero siempre estabas esperando a medias que pasara algo. Era algo así. Era muy guapa, pero por alguna razón tenía un aspecto salvaje. Y no digo salvaje como alguna de esas rameras que se ven por ahí; quiero decir, casi como un animal, como si siempre estuviera al acecho de algo. Era como si tuviera hambre. Me refiero solo a sus ojos, y a lo mejor a su boca, porque no se podía decir que fuera flacucha, ni nada, ni tampoco gorda.
Loney sacó una botella de whisky y dos vasos y se tomaron una copa. Yo alargué el rato unos pocos minutos haciéndome el educado y luego dije que suponía que estaba cansado y les di las buenas noches y me llevé mi revista arriba, a mi habitación. Loney estaba empezando a contarle su encuentro con Pete González cuando yo me fui arriba.
Después de desnudarme intenté leer, pero estaba preocupado por Loney. El comentario que había hecho Pete por la tarde se refería a aquella señora Schiff. Era la esposa de Big Jake Schiff, el jefe de nuestro gimnasio, y mucha gente debía de saber que correteaba por ahí con Loney a su lado.
En cualquier caso, Pete lo sabía y él y Big Jake eran bastante buenos amigos y ahora encima él tenía algo de lo que vengarse. Pensé que ojalá Loney lo dejara. Podía haber tenido un montón de chicas y era mejor no tener líos con Big Jake, aun sin tener en cuenta sus conexiones con el ayuntamiento.
Cada vez que intentaba leer me ponía a pensar en cosas así, o sea que al final renuncié y me fui a dormir bastante pronto, incluso para mí.
Eso fue el lunes. El martes por la noche, al llegar a casa de vuelta del cine, estaba esperando en el vestíbulo. Llevaba puesto un abrigo largo, pero sin cola, y parecía nerviosa:
—¿Dónde está Loney? —preguntó, sin decir ni hola ni nada.
—No lo sé. No ha dicho adónde iba.
—Tengo que verlo —dijo—. ¿No se te ocurre dónde puede estar?
—No, no sé dónde está.
—¿Crees que va a tardar?
—Supongo que como siempre —respondí.
Me frunció el ceño y luego dijo:
—Tengo que verlo. Lo voy a esperar un rato.
Así que nos volvimos al comedor.
Se dejó el abrigo puesto y empezó a caminar arriba y abajo por la habitación, mirándolo todo pero sin prestar atención a nada. Le pregunté si quería una copa y contestó que sí, un poco ausente, pero cuando se la estaba poniendo me agarró por la solapa de la chaqueta y dijo:
—Oye, Eddie, ¿me vas a decir una cosa? ¿Me lo juras por Dios?
—Claro —dije, con una cierta sensación de vergüenza de mirarla así a la cara—. Si puedo.
—¿Loney está enamorado de mí de verdad?
Esa era dura. Noté que la cara se me ponía más y más roja. Deseé que se abriera la puerta y entrase Loney. Deseé que se declarase un fuego, o algo parecido.
Ella me dio un tirón de la solapa.
—¿Lo está?
—Supongo que sí. Supongo que lo está, la verdad.
—¿No te consta?
—Claro, me consta, pero es que Loney nunca habla conmigo de esas cosas. De verdad que no.
Ella se mordió el labio y me dio la espalda. Yo estaba sudando. Pasé tanto tiempo como pude en la cocina, preparando el whisky y las cosas. Cuando volví al comedor ella se había sentado y se estaba poniendo pintalabios. Dejé el whisky en la mesita, a su lado.
Ella sonrió y me dijo:
—Eres un buen chico, Eddie. Espero que ganes un millón de peleas. ¿Cuándo vuelves a pelear?
Me tuve que reír. Supongo que había ido por ahí creyendo que todo el mundo sabía que el sábado iba a pelear con Sailor Perelman solo porque era la primera vez que tenía cartel propio. Supongo que así es como se le infla la cabeza a la gente.
—Este sábado —dije.
—Qué bien —contestó ella, mirando su propio reloj.
—Ay, ¿por qué no viene? Tengo que ir a casa antes de que venga Jake. —Dio un salto—. Bueno, no puedo esperar más. No tendría que haberme quedado tanto rato. ¿Le dirás algo a Loney de mi parte?
—Claro.
—¿Y a nadie más?
—Claro.
Dio la vuelta a la mesa y me volvió a coger por la solapa.
—Bueno, escucha. Dile que alguien le ha hablado a Jake de… De nosotros. Dile que hemos de tener cuidado, Jake nos mataría. Dile que creo que Jake aún no lo sabe a ciencia cierta, pero que hemos de tener cuidado. Dile a Loney que no me llame por teléfono y que espere aquí hasta que lo llame yo mañana por la tarde. ¿Se lo vas a decir?
—Claro.
—Y no le dejes hacer ninguna locura.
—No le dejaré —respondí.
Hubiera dicho cualquier cosa con tal de dar por terminada esa conversación.
—Eres un buen chico, Eddie —dijo ella, y me dio un beso en la boca y se fue de la casa.
No la acompañé hasta la puerta. Me quedé mirando el whisky que había dejado en la mesa y pensé que a lo mejor debía tomarme la primera copa de mi vida, pero en vez de eso me senté a pensar en Loney. A lo mejor di una cabezadita, pero estaba despierto cuando llegó a casa y serían más o menos las dos.
Estaba bastante tenso.
—¿Qué carajo haces despierto? —preguntó.
Le conté lo de la señora Schiff y lo que me había pedido que le dijera.
Se quedó allí con el abrigo y el sombrero puestos hasta que terminé de contárselo y luego dijo:
—Esa rata traidora latina —casi sin aliento, y se le empezó a poner esa cara que se le ponía cuando se cabreaba.
—Y ha dicho que no hagas ninguna locura.
—¿Locura? —Me miró y medio se puso a reír—. No, no haré ninguna locura. ¿Qué tal si te largas a la cama?
—De acuerdo —dije. Y subí las escaleras.
A la mañana siguiente Loney seguía en la cama cuando me fui al gimnasio y cuando volví a casa ya no estaba. Le esperé para cenar hasta que ya eran casi las siete, y entonces cené solo. Susan se estaba enojando porque se le iba a hacer demasiado tarde. A lo mejor Loney pasó toda la noche fuera, pero cuando entró en el gimnasio de Tubby al día siguiente, por la tarde, para verme entrenar, contaba chistes y bromeaba con los colegas como si no tuviera ninguna preocupación.
Esperó a que me cambiara y volvimos juntos andando a casa. Lo único un poco extraño fue que me preguntó:
—¿Cómo te encuentras, Kid?
Fue un poco extraño porque él sabía que yo siempre me encontraba bien. Creo que no he tenido un catarro en toda la vida.
—Bien —contesté.
—Estás entrenando bien —dijo—. Mañana, tómatelo con calma. Te conviene estar descansado para ese chico de Providence. Como dijo la rata traidora latina, es muy duro y bien espabilado.
—Supongo que sí ——contesté—. Loney, ¿crees que de verdad Pete se chivó al gran Jake?
—Olvídalo —contestó—. Que se vayan al diablo. —Me dio un golpecito en un brazo—. Tú solo te has de preocupar de cómo vas a estar el sábado por la noche.
—Estaré bien.
—No estés tan seguro —dijo—. A lo mejor tienes suerte y sacas un nulo.
Me quedé plantado en la calle. Menuda sorpresa. Loney nunca había hablado así de mis combates. Siempre me decía: «No te preocupes por la pinta que tiene ese tío, tú entras y lo tumbas a golpes», o cosas por el estilo.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté.
Me tomo de un brazo y echamos a andar de nuevo.
—A lo mejor esta vez te he puesto una pelea demasiado difícil, Kid. Ese marinero es bastante bueno. Sabe boxear y pega bastante más fuerte que cualquiera de los contrincantes que has tenido hasta ahora.
—Bah, todo irá bien —contesté.
—Quizá —contestó con la mirada perdida y el ceño fruncido—. Oye, ¿qué te parece eso que dijo Pete de que necesitas aprender a boxear mejor?
—No sé. Nunca presto mucha atención a lo que dicen los demás.
—Bueno, ¿y ahora qué te parece? —preguntó.
—Claro, supongo que me gustaría aprender a boxear mejor.
Me sonrió sin mover mucho los labios.
—Te va a tocar aprender unas cuantas lecciones de ese marinero, quieras o no. Pero, bromas aparte, supongamos que en vez de decirte que le metas una paliza te aconsejo que boxees bien contra él. ¿Lo harías? Lo digo por la experiencia, aunque a lo mejor no saques un buen combate ese día.
—¿Verdad que siempre peleo como tú me dices? —pregunté.
—Claro que sí. Pero supongamos que esta vez significa perder, a cambio de aprender algo.
—Yo quiero ganar, claro —le dije—, pero haré lo que tú me digas. ¿Quieres que pelee de esa manera?
—No sé —contestó—. Ya veremos.
El viernes y el sábado me dediqué a holgazanear. El viernes intenté encontrar alguien para salir a cazar pichones, pero solo encontré a Bob Kirby y estaba harto de oírle contar los mismos chistes una y otra vez, así que cambié de opinión y me quedé en casa.
Loney vino a cenar y le pregunté cómo iban las apuestas de nuestra pelea.
—Al cincuenta. Tienes muchos amigos.
—¿Nosotros hemos apostado? —pregunté.
—Todavía no. A lo mejor esperamos a que aumente el premio. No sé.
Yo hubiera preferido que no tuviese tanto miedo de que perdiera, pero me pareció que sería un poco engreído decírselo, así que seguí comiendo.
El sábado por la noche el público estuvo fantástico. El pabellón estaba a tope y sonó una buena ovación cuando subimos al ring. Yo me sentía bien y creo que Dick Cohen, que iba a estar en mi rincón con Loney, también se sentía bien, porque daba la sensación de que se tenía que esforzar para no sonreír. Solo Loney parecía un poco preocupado, aunque no demasiado, porque para darte cuenta tenías que conocerlo tan bien como yo, pero yo sí que me di cuenta.
—Estoy bien —le dije.
Muchos boxeadores dicen que no se sienten bien cuando están esperando que empiece la pelea, pero yo siempre me siento bien.
—Claro que sí —me dijo Loney, con una palmada en la espalda—. Oye, Kid —dijo, con un carraspeo. Pegó la boca a mi oído para que no lo oyera nadie más—. Oye, Kid. Quizá… Quizá sea mejor que boxees como te dije el otro día, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —contesté.
—Y no dejes que los bobos de la primera fila te digan lo que has de hacer. Aquí el que pelea eres tú.
—De acuerdo —dije.
El primer par de asaltos fueron más o menos divertidos, hasta cierto punto, porque todo era nuevo para mí, eso de moverme dando vueltas de puntillas y entrar y salir con la guardia alta. Claro que había hecho cosas así con los colegas del gimnasio, pero nunca lo había probado en un ring, y menos con alguien tan bueno como él. Era bastante bueno y me dio por todas partes en esos asaltos, pero nadie hizo daño de verdad a nadie.
Pero nada más empezar el tercer asalto me dio en la mandíbula con un pedazo de derecha cruzada y luego me pegó dos izquierdas rápidas en el cuerpo. Pete y Loney no bromeaban cuando decían que tenía buena pegada. Renuncié a boxear bien y empecé a bombear con las dos manos, obligándolo a cruzar todo el ring hasta que me abrazó para agarrarme. Todo el mundo se puso a gritar, o sea que supongo que debió de quedar muy bien, pero en realidad solo le di una vez; paró todos los demás golpes con los brazos. Nunca me había enfrentado a un boxeador tan listo.
Cuando Pop Agnew nos separó me acordé de que en teoría tenía que boxear bien y volví a intentarlo, pero Perelman era más rápido que yo y me pasé el resto del asalto intentando evitar que su zurda me diese en la cara.
—¿Te ha hecho daño? —preguntó Loney cuando acudí al rincón.
—De momento, no —contesté—. Pero pega bien.
En el cuarto detuve otro cruzado de derecha con un ojo y un montón de izquierdas con otras partes del cuerpo y el quinto fue aún más duro. Para empezar, el ojo casi se me había cerrado del todo y encima supongo que a esas alturas el tipo ya me conocía los puntos débiles. Daba vueltas y vueltas en torno a mí, sin dejarme recuperar.
—¿Cómo lo llevas? —preguntó Loney, después de ese asalto, mientras me daba un repaso con Dick. Su voz sonaba rara, como si tuviera un catarro.
—Bien —dije.
Me costaba hablar porque tenía los labios hinchados.
—Mantén la guardia alta —dijo Loney.
Sacudí la cabeza para decir que sí.
—Y no hagas caso a los bobos de la primera fila.
Sailor Perelman me había tenido demasiado ocupado para prestar atención a nadie más, pero cuando salimos para el sexto asalto oí que la gente gritaba cosas como: «Métete ahí y pelea, Kid». O también: «Vamos, Kid, tienes que darle a este tipo. ¿A qué esperas, Kid?». Así que supuse que llevaban todo el rato gritando eso. A lo mejor eso tuvo algo que ver, o a lo mejor solo fue que quería demostrarle a Loney que todavía estaba bien para que no se preocupara por mí. El caso es que, hacia el final del asalto, cuando Perelman me soltó otra de esas derechas cruzadas que tantos problemas me daban, lo finté por debajo y me fui por él. Me dio un poco, pero no tanto como para mantenerme alejado, y aunque mis golpes no le afectaban demasiado conseguí colar unos cuantos y me di cuenta de que le dolían. Y cuando me frenó con un abrazo supe que lo podía hacer porque era más listo que yo, pero no porque fuera más fuerte.
—¿Qué te pasa? —me gruñó al oído—. ¿Te has vuelto loco?
Como nunca me ha gustado hablar en el ring, me limité a sonreír sin decir nada y a tratar de liberar una mano.
Loney me miró con el ceño fruncido cuando me senté al terminar ese asalto.
—¿Qué te pasa? —preguntó—. ¿No te he dicho que boxees?
Estaba muy pálido y tenía la voz ronca.
—De acuerdo —concedí—. Te haré caso.
Dick Cohen empezó a maldecir por el lado en que yo no tenía visión. No parecía que maldijera contra nada, ni nadie, solo maldecía en voz baja hasta que Loney le dijo que se callara. Yo quería preguntarle a Loney qué podía hacer con aquella derecha cruzada, pero tal como tenía la boca me costaba mucho hablar y además tenía la nariz tapada y tenía que usar la boca para respirar, así que me callé. Loney y Dick siguieron masajeándome con más fuerza que en todos los asaltos anteriores. Al salir a gatas del ring, justo antes de que sonara el gong, Loney me dio una palmada en el hombro y, en un tono muy seco, me dijo:
—Y ahora, a boxear.
Salí a boxear. En ese asalto, Perelman debió de darme unas treinta veces en toda la cara. O al menos yo lo sentí así, pero seguí esforzándome por boxear. Se me hizo largo el asalto.
Al volver a mi rincón no estaba exactamente mareado, pero parecía a punto, y era un poco raro porque no recordaba que me hubiera dado ningún golpe de importancia en el estómago. Perelman me había trabajado sobre todo la cabeza. Loney parecía mucho más mareado que yo. Parecía tan mareado que intenté no mirarlo y me avergoncé de hacerle quedar como un idiota al dejar que el tal Perelman abusara de mí de aquella manera.
—¿Puedes aguantar hasta el final? —preguntó Loney.
Al intentar contestarle me di cuenta de que no podía mover el labio inferior porque se me había enganchado por dentro en un diente roto. Quise empujarlo con el pulgar y Loney me apartó el guante y tiró del labio para soltarlo. Entonces le dije:
—Claro. Creo que pronto aprenderé cómo va esto.
Loney hizo una especie de gárgara extraña en la garganta y de repente pegó su cara a la mía de tal manera que tuve que dejar de mirar al suelo para mirarlo a él. Tenía los ojos como se le ponen a los drogadictos.
—Oye, Kid —dijo, con una voz que sonó dura y cruel, casi como si me odiara—. A la mierda con esta historia. Sal ahí y dale con todo a ese idiota. ¿Para qué diablos estás boxeando? Tú eres un pegador. Sal ahí y pega.
Empecé a decirle algo, pero me callé y me vino a la cabeza la extraña idea de que tenía ganas de darle un beso, pero él ya se estaba escabullendo entre las cuerdas y sonó el gong.
Hice lo que me había dicho Loney y creo que ese asalto lo gané con diferencia. Fue fantástico volver a pelear a mi manera, entrar ahí tirando golpes con las dos manos, sin bailotear ni todas esas tonterías, limitándome a soltar golpes cortos y duros, balanceándome un poco para sacar fuerza desde los tobillos. Él también me dio, claro, pero pensé que no me iba a dar más fuerte que en los otros asaltos y como eso ya lo había aguantado decidí no preocuparme más. Justo antes de que sonara el gong le rompí un abrazo de un empujón y cuando sonó lo tenía cubriéndose en un rincón.
Al volver a mi rincón todo fue fantástico. Todo el mundo gritaba menos Loney y Dick y ninguno de los dos me dijo ni una palabra. Prácticamente ni me miraron, porque tenían la vista clavada en las partes de mi cuerpo que estaban masajeando y lo hacían con más fuerza que nunca. Parecía que fuera una máquina y me estuvieran poniendo a punto. Loney ya no parecía mareado. Noté que estaba nervioso porque tenía la cara dura y firme. Me gusta recordarlo así, qué guapo era. Dick silbaba entre dientes y muy bajito mientras me acariciaba la cabeza con una esponja.
Pillé a Perelman antes de lo que creía, en el noveno. La primera parte del asalto se la llevó él porque salió muy rápido, metiéndome la izquierda sin parar y haciéndome quedar como un tonto, supongo, pero no pudo mantenerlo y al final conseguí fintar por debajo de su izquierda y le alcancé la barbilla con un gancho de zurda, el primer golpe que conseguía darle de verdad en la cabeza, tal como quería. Supe que era un buen golpe antes incluso de que su cabeza rebotara hacia atrás y entonces le solté seis golpes secos tan rápido como pude, izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha. Consiguió esquivar cuatro, pero le volví a acertar en la barbilla con un derechazo y luego con otro justo por encima del pantalón y cuando le flaquearon un poco las rodillas y quiso abrazarse a mí lo aparté de un empujón y le metí con todo en el pómulo.
Y entonces Dick Cohen me echó el albornoz por encima de los hombros y se puso a abrazarme y a dar sorbetones y a maldecir y reírse, todo a la vez, y al otro lado del ring ayudaron a Perelman a sentarse en su taburete.
—¿Dónde está Loney? —pregunté.
Dick miró alrededor.
—No lo sé. Estaba aquí. Muchacho, qué paliza.
Loney se reunió con nosotros cuando ya entrábamos en el vestuario.
—Tenía que ver a un colega —dijo. Le brillaban los ojos como si se riera de algo, pero estaba blanco como un fantasma y mantenía los labios apretados contra los dientes incluso cuando me sonrió de medio lado y me dijo—: Pasará mucho tiempo antes de que alguien te gane, Kid.
Yo dije que eso esperaba. Ahora que todo se había acabado, estaba muerto de cansado. Normalmente me entra un hambre bestial después de una pelea, pero esta vez solo estaba muerto de cansancio.
Loney cruzó el vestuario hasta donde había dejado colgada su chaqueta y se la puso por encima del suéter; al ponérsela se le enganchó el faldón y vi que llevaba un arma en el bolsillo. Era raro, porque yo nunca le había visto ir armado y si ya la llevaba en el ring seguro que la había visto todo el mundo cada vez que se agachaba en el rincón. No le podía preguntar nada porque había mucha gente ahí dentro, todos hablando y discutiendo.
Al poco vino Perelman con su mánager y otros dos hombres desconocidos para mí, así que supuse que habían venido de Providence con él. Él tenía la mirada perdida, pero los otros miraron mal a Loney y a mí y se fueron a la otra punta del vestuario sin decir nada. Nos cambiábamos todos en un vestuario grande.
Dick me estaba ayudando y Loney le dijo:
—No tengas prisa. No quiero que Kid salga hasta que se haya enfriado.
Perelman se vistió bastante rápido y se fue, aún con la mirada perdida. Su mánager y los dos que iban con él se pararon delante de nosotros. El mánager era un tipo grande, con ojos de pez y una especie de cara oscura y plana. Tenía algo de acento, no sé si sería polaco o qué.
—Chicos listos, ¿eh?
Loney estaba de pie, con una mano detrás de la espalda. Dick Cohen apoyó las manos en el respaldo de una silla y se inclinó un poco sobre ella.
—El listo soy yo. Kid pelea como yo le digo.
El mánager me miró, miró a Dick, volvió a mirar a Loney y dijo:
—Mmm, o sea que así son las cosas. —Se quedó un momento pensando y luego añadió—: Está bien saberlo.
Luego tiró del sombrero para abajo, se dio media vuelta y se fue, seguido por los otros dos.
—¿Qué pasa? —pregunté a Loney.
Se rio, pero no porque le pareciera gracioso.
—No saben perder.
—¿Por eso llevas pistola?
Me atajó:
—No, un tipo me ha pedido que se la guarde. Tengo que ir a devolvérsela ahora. Dick y tú iros a casa y dentro de poco nos veremos allí. Pero no tengáis prisa, porque quiero que te enfríes antes de salir. Coged el coche vosotros, ya sabéis dónde hemos aparcado. Ven aquí, Dick.
Se llevó a Dick a un rincón y estuvo cuchicheando con él. Dick iba asintiendo con golpes de cabeza y parecía cada vez más asustado, por mucho que intentara disimularlo cuando se volvió hacia mí.
—Nos vemos —dijo Loney. Y se fue.
—¿Qué pasa? —pregunté a Dick.
Meneó la cabeza y contestó:
—No te preocupes por nada.
Y no conseguí sacarle otra palabra.
Cinco minutos después entró corriendo Pudge, el hermano de Bob Kirby, y dijo:
—¡Joder! ¡Le han pegado un tiro a Loney!
Yo le pegué un tiro a Loney. Se mire como se mire, si yo no fuera tan tonto él seguiría vivo. Durante mucho tiempo le eché la culpa a la señora Schiff, pero supongo que solo era para no tener que admitir que había sido culpa mía. O sea, nunca pensé que fuera ella quien le disparó, como dice esa gente que cree que cuando él no cogió el tren en el que se suponía que se iban a fugar juntos ella volvió y lo esperó fuera del pabellón y él al salir le dijo que había cambiado de idea y ella le disparó. Quiero decir que yo la acusaba de haberle mentido, porque se supo que nadie le había dicho nada al gran Jake sobre ellos dos. Loney le había dado la idea al contarle lo que había dicho Pete y ella se había inventado esa mentira para que Loney se fugara con ella. Pero si yo no fuera tan tonto Loney habría cogido ese tren.
Luego mucha gente dijo que el gran Jake había matado a Loney. Decían que por eso la policía no llegó muy lejos, porque el gran Jake tenía enchufe en el ayuntamiento. Se comprobó que él había llegado a casa antes de lo que esperaba la señora Schiff y que ella le había dejado una nota en la que le decía que se fugaba con Loney, pero a él le había dado tiempo a bajar a la calle donde dispararon a Loney; si Loney hubiera estado ya en el tren él habría llegado tarde y si yo no fuera tan tonto Loney habría cogido ese tren.
Y lo mismo pasa si quien lo hizo fue la gente de Sailor Perelman, que es lo que cree mucha gente, incluida la policía, aunque tuvieron que soltarlos porque no consiguieron pruebas contra ellos. Si yo no fuera tan tonto, Loney me podría haber dicho: «Mira, Kid, me tengo que fugar y me tengo que llevar todo el dinero que pueda, así que lo mejor será llegar a un acuerdo con Perelman para que te tumbe y luego apostar todo lo que tengo contra ti». Caramba, yo habría amañado un millón de peleas por Loney, pero… ¿cómo iba él a saber que podía contar conmigo, con lo tonto que soy?
O yo también podía haber adivinado lo que quería y me podría haber tirado cuando Perelman me mandó el gancho en el quinto asalto. Hubiera sido bien fácil. O si no fuera tan tonto hubiera aprendido a boxear mejor y, aun perdiendo con Perelman, podría haber impedido que me destrozara de aquella manera y Loney no pudiera aguantar más y se viera obligado a renunciar a todo y decirme que dejara de boxear y empezara a pegar.
O incluso, tal como salió todo, él se podría haber escapado en el último instante si no fuera porque, como soy tan tonto, se tuvo que quedar para protegerme diciendo a esos tipos de Providence que yo no había tenido nada que ver con el engaño.
Ojalá el muerto fuera yo, en vez de Loney.