DOS CUCHILLOS BIEN AFILADOS

De vuelta a casa después de la partida de póquer habitual de los miércoles en casa de Ben Kamsley, me detuve en la estación de tren para ver llegar el de las 2.11 —eso que llamamos «recoger las calles de la ciudad»— y reconocí a aquel tipo en cuanto lo vi bajar del vagón de fumadores. Era imposible confundir aquella cara, los ojos claros con unos párpados inferiores tan rectos que parecían dibujados con regla, la nariz huesuda, que llamaba la atención por su punta roma, el profundo hoyuelo en la barbilla, las mejillas grisáceas, levemente huecas. Era alto y delgado y bajaba muy bien vestido con su traje oscuro, su abrigo largo y oscuro, sombrero derby y una bolsa Gladstone de color negro. Aparentaba unos pocos años más que los cuarenta que se le suponían. De camino hacia los escalones que llevaban a la calle, pasó por mi lado.

Cuando me volví para seguirlo vi que Wally Shane salía de la sala de espera. Capté su mirada y, con una inclinación de cabeza, le señalé al hombre de la bolsa negra. Wally lo examinó con atención mientras lo veía pasar. Yo no podía ver si el hombre se daba cuenta de que lo estaban examinando. Cuando llegué a la altura de Wally, el hombre bajaba ya los escalones que llevaban a la calle.

Wally se frotó los labios y me miró con un brillo duro en sus ojos azules.

—Mira —dijo, hablando de costado—, es clavado al tipo que…

—Es él —le corté.

Bajamos la escalera tras él.

Nuestro hombre avanzó hacia uno de los taxis que había aparcados en la acera, pero al ver las luces del hotel Deerwood, tan solo a dos manzanas, se despidió del conductor con un movimiento de cabeza y echó a andar calle arriba.

—¿Qué hacemos? —preguntó Wally—. ¿Has visto si…?

—No nos importa. Nos lo llevamos. Trae mi coche. Está en la esquina del callejón.

Di a Wally los pocos minutos que necesitaba para coger el coche y luego me acerqué.

—Hola, Furman —dije cuando ya andaba pegado al hombre alto.

Volvió la cara bruscamente hacia mí.

—¿Qué tal? —Se detuvo—. Creo que no nos…

Miró a ambos lados de la calle. Teníamos toda la manzana para nosotros.

—Usted es Lester Furman, ¿no? —pregunté.

—Sí —contestó rápidamente.

—¿De Filadelfia?

Me miró intensamente a la luz de la farola, que no era muy fuerte donde estábamos.

—Sí.

—Soy Scott Anderson —dije—. Jefe de la policía de aquí. Yo…

La bolsa cayó al pavimento con un ruido sordo.

—¿Qué le ha pasado a ella? —preguntó con voz ronca.

—¿Qué le ha pasado a quién?

De repente llegó Wally en mi coche, clavando los frenos para pegarse al bordillo. Con la cara tensa por el susto, Furman dio un salto hacia atrás para alejarse de mí. Fui tras él, lo agarré con mi mano buena y lo presioné contra la fachada del almacén de Henderson’s. Forcejeó conmigo hasta que Wally bajó del coche, Entonces vio el uniforme de Wally y de inmediato abandonó el forcejeo.

—Lo siento —dijo en tono débil—. Creía… Por un segundo he pensado que a lo mejor no era de la policía. Usted no lleva uniforme y… Qué tontería. Lo siento.

—No pasa nada —le dije—. Movámonos, antes de que nos empiece a rodear la gente.

Se habían parado dos coches un poquito más allá del mío y pude ver a un botones y un hombre con la cabeza descubierta que bajaban hacia nosotros desde el hotel.

Furman recogió su bolsa y entró por su propia voluntad en mi coche, antes que yo. Nos sentamos detrás. Conducía Wally.

Recorrimos una manzana en silencio. Entonces Furman preguntó:

—¿Me llevan a la comisaría?

—Sí.

—¿Porqué?

—Filadelfia.

—Eh… —Carraspeó—. Creo que no lo entiendo.

—Entiende que lo buscan en Filadelfia, ¿no? Por asesinato.

—¡Qué ridículo! —contestó, indignado—. ¡Asesinato! Es… —Apoyó una mano en mi brazo, acercó su cara a la mía y cuando volvió a hablar ya no había en su voz tanta indignación como una desesperada variante de la seriedad—: ¿Quién le ha dicho eso?

—No me lo he inventado. Bueno, ya hemos llegado. Venga, le mostraré.

Lo llevamos a mi despacho. George Propper, que estaba echando una cabezada en una silla del antedespacho, nos siguió. Busqué la circular de la Agencia de Detectives Trans-American y se lo pasé a Furman. Con el diseño habitual, ofrecía mil quinientos dólares por el arresto y la subsiguiente condena de Lester Furman, alias Lloyd Fields, alias J. D. Carpenter, por el asesinato de Paul Frank Dunlap en Filadelfia, el día veintiséis del mes anterior.

Furman sostuvo la circular con manos firmes y la leyó con atención. El rostro estaba empalidecido, pero no movió ni un músculo hasta que abrió la boca para hablar. Trató de hacerlo con calma:

—Es mentira.

No alzó la mirada de la circular.

—Usted es Lester Furman, ¿no?

Dio su asentimiento con un movimiento de cabeza, todavía sin alzar la mirada.

—Y esa es su descripción ¿no?

Asintió de nuevo.

—Y esa es su fotografía, ¿no?

Asintió y entonces, mientras miraba la foto de la circular, se echó a temblar: labios, manos, piernas.

Le acerqué una silla a rastras, le invité a sentarse y se dejó caer en ella y cerró los ojos, apretando bien los párpados. Recogí la circular de sus manos inertes.

George Propper, apoyado en el marco de la puerta, dirigió su amplia sonrisa a Wally y a mí y dijo:

—Así que se terminó el asunto, y vosotros dos, sujetos suertudos, os vais a repartir los mil quinientos de la recompensa. ¡Qué suerte tienes, Wally! Cuando no te caen unas vacaciones en Nueva York a costa del ayuntamiento, te toca el dinero de una recompensa.

Furman se puso en pie de un salto y gritó:

—¡Es mentira! ¡Es un montaje! No pueden demostrarlo. No hay nada que demostrar. Nunca he matado a nadie. No aceptaré un montaje. No aceptaré que…

Lo impulsé de nuevo hacia la silla.

—Quédese tranquilo —le dije—. Está perdiendo el tiempo con nosotros. Guárdeselo para la policía de Filadelfia. Nosotros solo lo retenemos para ellos. Si hay algún error, es allí, no aquí.

—Pero no es la policía. Es la agencia Trans-American…

—Nosotros le entregaremos a la policía.

Empezó a decir algo, lo dejó, suspiró, hizo un pequeño gesto de desesperanza y trató de sonreír.

—Entonces, ¿ahora no puedo hacer nada?

—Ninguno de nosotros puede hacer nada hasta mañana —respondí—. Tenemos que registrarlo y luego ya no lo molestaremos más hasta que lo vengan a buscar.

En la Gladstone negra encontramos un par de mudas limpias, algunos artículos de higiene y una automática del 38 cargada. En sus bolsillos, ciento sesenta y pico dólares, un talonario de un banco de Filadelfia, algunas tarjetas de presentación y unas pocas cartas de las que cabía interpretar que se dedicaba al negocio inmobiliario, aparte de las clásicas cosas sueltas que suelen encontrarse en los bolsillos de los hombres.

Mientras Wally metía todo eso en la caja fuerte, dije a George Propper que encerrase a Furman.

George hizo sonar las llaves en el bolsillo y dijo:

—Venga conmigo, querido. No hemos tenido a nadie en nuestra pequeña cárcel desde hace tres días. La tiene toda para usted, como una suite del Ritz.

—Buenas noches y gracias —dijo Furman para despedirse de mí antes de seguir a George.

A su vuelta, George volvió a apoyarse en el marco de la puerta y preguntó:

—¿Y qué tal si vosotros, con ese gran corazón vuestro, me pasarais una parte de la recompensa?

—Claro —respondió Wally—. Me olvidaré de los doscientos cincuenta que me debes desde hace tres meses.

—Que esté lo más cómodo que se pueda, George. Si quiere pedir algo de comida para llevar, no pasa nada.

—Es valioso, ¿eh? Si fuera un vagabundo por el que no pudierais sacar ni un céntimo… A lo mejor tengo que quitar una almohada de mi cama para dársela. —Mandó un salivazo hacia la escupidera, pero falló—. Para mí es como todos los demás.

Pensé: «Un día de estos me olvidaré de que tu tío es el jefe del condado y te mandaré de vuelta a las cloacas».

Dije:

—Habla todo lo que quieras, pero haz lo que te digo.

Cuando llegué a casa eran cerca de las cuatro —mi granja quedaba a las afueras de la ciudad— y quizá media hora más tarde cuando me fui a dormir. Me despertó el teléfono a las seis y cinco. La voz de Wally:

—Será mejor que vengas, Scott. El tal Furman se ha colgado.

—¿Qué?

—Con su cinturón. De un barrote de la ventana. Más muerto que muerto.

—De acuerdo. Voy para allá. Llama a Ben Kamsley y dile que lo recojo de camino.

—Ningún médico va a hacer nada por él, Scott.

—No vendrá mal que le eche un vistazo —insistí—. Será mejor que llames también a Douglassville.

Douglassville era la cabecera municipal.

—De acuerdo.

Wally me volvió a llamar cuando me estaba vistiendo para decirme que a Ben Kamsley lo habían llamado por una emergencia y estaba en la otra punta de la ciudad, pero que su esposa se pondría en contacto con él para decirle que de camino a casa pasara por la comisaría.

Cuando entraba en la ciudad, a unos ciento cincuenta o ciento ochenta metros del Red Top Diner, salió corriendo Heck Jones con un revólver en la mano y se puso a disparar a dos hombres en un descapotable negro que acababa de adelantarme.

Asomé la cabeza y, mientras maniobraba, le grité:

—¿Qué ha pasado?

—Un atraco —bramó, enojado—. Espéreme.

Soltó otro disparo que no acertó a mi rueda delantera por un par de centímetros y galopó hacia mí, con el delantal flameando en torno a sus gruesas piernas. Le abrí la puerta, encajó su corpachón a mi lado y salimos en pos del descapotable.

—Lo que me cabrea —dijo cuando consiguió parar de jadear— es que lo han hecho como si fuera una broma. Entran, dicen que solo quieren huevos con jamón y un café y luego se ponen a hacer bromitas entre ellos en voz baja y entonces me sacan las armas como si fuera un chiste.

—¿Cuánto se han llevado?

—Sesenta, o por ahí, pero no es eso lo que me cabrea tanto. Es que lo hagan como si tuviera alguna gracia.

—No te preocupes —dije—. Los pillaremos.

Pero casi no lo conseguimos. Nos obligaron a perseguirlos en serio. Les perdimos la pista un par de veces y al fin los recuperamos, más por suerte que otra cosa, unos tres kilómetros más allá de la frontera estatal.

Una vez llegamos a su altura, no tuvimos problema para detenerlos, pero ellos sabían que habían cambiado de estado e insistieron en que se aplicara una extradición formal o los soltáramos, así que tuvimos que llevarlos a Badington y meterlos allí en la cárcel hasta que se pudiera mandar todo el papeleo. Cuando conseguí llamar a mi oficina ya eran las diez.

Cogió el teléfono Hammill y me dijo que estaba allí Ted Carroll, nuestro fiscal de distrito, así que hablé con Ted… Aunque no tanto como él conmigo.

—Oye, Scott —me dijo, en tono excitado—. ¿Qué es todo esto?

—¿Todo qué?

—Este follón, este cachondeo.

—No sé a qué te refieres —le dije—. ¿No se había suicidado?

—Sí que se ha suicidado, pero he mandado un telegrama a la Trans-American y me acaban de llamar hace irnos minutos para decirme que ellos nunca enviaron ninguna circular sobre Furman y que no saben nada de que esté en busca y captura por un asesinato. Lo único que saben es que solía ser cliente suyo.

No se me ocurrió qué decir, aparte de que a mediodía estaría de vuelta en Deerwood. Y lo estuve.

Ted estaba en mi escritorio con el auricular del teléfono pegado a la oreja, diciendo que sí, que sí, que sí, cuando entré en la oficina. Colgó y preguntó:

—¿Qué te ha pasado?

—Un par de chicos han asaltado el Red Top Diner y he tenido que perseguirlos casi hasta Badington.

Me sonrió de medio lado.

—¿Se te está yendo de las manos la ciudad?

Ted y yo estábamos en lados opuestos de la valla política y en el condado de Candle nos tomábamos la política en serio.

Le devolví la sonrisa.

—Eso parece, con un solo delito en los últimos seis meses.

—Y esto.

Señaló con el pulgar hacia la parte trasera del edificio, donde se encontraban las celdas.

—¿Qué pasa con esto? Hablémoslo.

—Todo está mal —dijo—. Acabo de hablar con la policía de Fili. Que ellos sepan, allí nadie ha matado a ningún Paul Frank Dunlap; hace veintiséis meses que no tienen ningún asesinato sin resolver. —Me miró como si fuera por mi culpa—. ¿Qué información obtuviste de Furman antes de permitir que se colgara?

—Que era inocente.

—¿No lo interrogaste? ¿No averiguaste qué hacía en la ciudad? ¿No…?

—¿Para qué? —pregunté—. Admitió que se llamaba Furman, que la descripción coincidía con él, que la foto era suya y se suponía que lo de la Trans-American era cierto. Filadelfia lo reclamaba; yo no. Claro, si hubiera sabido que se iba a colgar… Ha dicho que había sido cliente de la Trans-American. ¿Te han explicado de qué iba el caso?

—Su esposa lo dejó hace un par de años y él los tuvo cinco o seis meses buscándola, pero no la encontraron. Hoy enviarán un hombre suyo para ver qué ha pasado. —Se levantó—. Me voy a comer algo. —Al llegar a la puerta volvió la cara hacia atrás para decir—: Es probable que tengamos problemas por esto.

Yo ya lo sabía: suele haberlos cuando alguien muere en una celda.

George Propper llegó con una sonrisa de felicidad:

—Bueno, ¿qué se ha hecho de esos mil quinientos?

—¿Qué pasó anoche? —le pregunté.

—Nada. Se colgó.

—¿Lo encontraste tú?

Movió la cabeza para decir que no.

—Wally fue a echarle un vistazo para ver cómo iba todo antes de acabar su turno y se lo encontró.

—Tú ya dormías, supongo.

—Bueno, supongo que estaba echando una cabezada —murmuró—, pero todo el mundo lo hace de vez en cuando. Hasta Wally dobla un poquito el cuello entre una ronda y la siguiente. Y siempre me despierto si suena el teléfono, o si pasa algo. Y aunque hubiera estado despierto, ¿se puede oír que un tipo se está colgando?

—¿Kamsley dijo cuánto llevaba muerto?

—Dijo que le parecía que lo había hecho en torno a las cinco. ¿Quieres ver los restos? Están en la funeraria de Fritz.

—Ahora no —contesté—. Será mejor que te vayas a casa y duermas un poco más para que el insomnio no te mantenga despierto esta noche.

—Me da casi tanta pena como a ti y a Wally que hayáis perdido ese dinero —dijo.

Y se fue; se fue riendo.

Ted Carroll volvió de comer con la idea de que a lo mejor había alguna conexión entre Furman y los dos hombres que habían robado a Heck Jones. No parecía que tuviera mucho sentido, pero le prometí que lo miraría. Naturalmente, nunca encontramos esa conexión.

Aquella tarde llegó un tipo llamado Rising, ayudante de la dirección de la sucursal de Filadelfia de la Agencia de Detectives Trans-American. Venía con el abogado del muerto, un tipo esquelético y asmático llamado Wheelock. Cuando hubieron identificado el cuerpo fuimos a charlar a mi despacho.

No me llevó mucho tiempo contarles todo lo que sabía, con el único dato adicional que había averiguado por la tarde, que era el hecho de que la policía de la mayor parte de ciudades de aquel rincón del estado también habían recibido la circular de la recompensa.

Rising examinó la circular y dijo que era una falsificación excelente: el papel, el estilo y la tipografía eran casi exactamente como los que solía usar la agencia.

Me dijeron que el muerto era un ciudadano conocido, respetable y próspero de Filadelfia. En 1928 se había casado con una chica de veintidós años llamada Ethel Brian, hija de una familia respetable, aunque no próspera, de Filadelfia. Tuvieron un hijo en 1930, pero solo vivió unos meses. En 1931 la mujer de Furman había desaparecido y ni su familia ni él habían vuelto a saber jamás de ella. Rising me mostró una fotografía de la mujer, una rubia hermosa de rasgos pequeños, con una boca flojita y unos ojos grandes que parecían mirar fijamente.

—Me gustaría sacar una copia —le dije.

—Quédese con esta. Es una de las que hicimos entonces. Lleva su descripción detrás.

—Gracias. ¿Y él no le dio el divorcio?

Rising negó enfáticamente con un movimiento de cabeza.

—No, señor. Estaba muy enamorado de ella y tendía a pensar que la muerte del hijo la había perjudicado un poquito y no sabía lo que estaba haciendo. —Miró al abogado—. ¿Es así?

Wheelock emitió un par de sonidos asmáticos y luego dijo:

—Eso creo.

—Ha dicho que tenía dinero. Quisiera saber cuánto, más o menos, y quién se lo queda.

El abogado esquelético respiró con dificultad otra vez y dijo:

—Yo diría que su herencia alcanzará tal vez el medio millón de dólares, que irán a parar enteramente a su esposa.

Eso me dio algo que pensar, pero el pensamiento no me llevó a nada en aquel momento.

No me supieron decir por qué había venido a Deerwood. Daba la sensación de que no había contado a nadie adónde iba, se había limitado a decir a sus sirvientes y empleados que estaría uno o dos días fuera de la ciudad. Ni a Rising ni a Wheelock les constaba que tuviera enemigos. Eso era el resumen de lo que sabíamos.

Y lo seguía siendo cuando nos reunimos al día siguiente para la sesión informativa con el juez. Todo invitaba a pensar que alguien había armado un montaje para que Furman acabara en nuestra cárcel y ese montaje lo había empujado al suicidio. No teníamos nada más. Y tenía que haber mucho, mucho más.

Algo empezó a aparecer inmediatamente después de la sesión. Ben Kamsley me estaba esperando cuando salí del tanatorio donde se había llevado a cabo la sesión.

—Apartémonos de la gente —me dijo—. Quiero decirte algo.

—Ven a mi despacho.

Allá nos fuimos. Él cerró la puerta, que solía permanecer abierta, y se sentó en una esquina de mi escritorio. Habló en voz baja:

—Han aparecido esos dos moratones.

—¿Qué moratones?

Me miró un segundo con cara de curiosidad y luego se llevó una mano a la coronilla.

—Furman, arriba, debajo del pelo. Tenía dos moratones.

Me esforcé por no gritar.

—¿Y por qué no me lo has dicho?

—Te lo estoy diciendo. Esta madrugada no estabas aquí. Es la primera vez que te veo desde entonces.

Maldije a los dos rufianes que me habían apartado de allí con su atraco al Red Top Diner y pregunté:

—Entonces, ¿por qué no lo has dicho cuando te han interrogado en la sesión?

Frunció el ceño.

—Soy tu amigo. ¿Crees que te voy a poner en una situación que permita a la gente decir que ese tipo se suicidó porque te pasaste con el tercer grado?

—Estás loco —le dije—. ¿Lo de la cabeza era grave?

—No es lo que lo mató, si te refieres a eso. Al cráneo no le pasa nada. Solo son dos morados que nadie notaría porque hay que apartar el cabello.

—Igualmente, lo mató —refunfuñé—. Tu y esa amistad…

Sonó el teléfono. Era Fritz.

—Oye, Scott —dijo—, hay un par de damas aquí que quieren echarle un ojo a ese tipo. ¿Pasa algo?

—¿Quiénes son?

—No sé… Son desconocidas.

—¿Y para qué lo quieren ver?

—No sé. Espera un momento.

Le llegó una voz de mujer por el teléfono:

—¿Puedo verlo, por favor?

Era una voz muy seria y agradable.

—¿Por qué lo quiere ver? —pregunté.

—Bueno, yo… —Una larga pausa—. Yo soy… —Una pausa más corta, a cuyo fin la voz sonó como poco más que un susurro—. Su esposa.

—Ah, claro. Ahora mismo voy para allá.

Salí a toda prisa.

Cuando abandonaba el edificio me tropecé con Wally Shane. Iba de paisano, porque no estaba de turno.

—¡Eh, Scott! —Me agarró de un brazo y tiró de mí de vuelta hacia el vestíbulo para que nadie me viera desde la calle—. Han entrado un par de damas a la funeraria justo cuando me iba. Una de ellas es Hotcha Randall y tiene un historial más largo que tu brazo. Es la de esa banda de Nueva York con la que me hiciste trabajar el verano pasado.

—¿Te reconoce?

Sonrió.

—Claro. Pero no sabe mi verdadero nombre y cree que soy un traficante de ron de Detroit.

—Quiero decir si te ha reconocido ahora mismo.

—Creo que no me ha visto. En cualquier caso, no miraba hacia mi lado.

—¿No conoces a la otra?

—No. Es una rubia tirando a guapa.

—De acuerdo —contesté—. Quédate un rato, pero fuera de la vista. A lo mejor me las traigo conmigo de vuelta.

Crucé la calle para entrar en la morgue.

Ethel Furman era más guapa de lo que parecía por su fotografía. La mujer que iba con ella tenía cinco o seis años más y era algo más grande, con una belleza grandota y más bien ruda. Las dos iban vestidas con ropa atractiva de un estilo que todavía no había llegado a Deerwood.

La grandullona se presentó como señora Crowder.

—Creía que se llamaba Randall —dije.

Se rio.

—¿Qué le importa, jefe? No he hecho nada malo en su ciudad.

—No me llame jefe. Para los de la gran ciudad yo solo soy un pueblerino afilalápices. Vamos a volver por aquí.

Ethel Furman no armó ningún escándalo cuando vio a su marido. Se limitó a mirar gravemente su cara durante unos tres minutos, luego se volvió y me dijo:

—Gracias.

—Tendré que hacerle algunas preguntas —dije—, así que si cruza la calle conmigo…

—Y yo también le haré algunas. —Miró a su acompañante—. Si la señora Crowder quiere…

—Llámela Hotcha —dije—. Estamos entre amigos. Claro, que venga también.

La Randall dijo:

—¡Mira que gracioso!

Y me tomó de un brazo.

En mi oficina les proporcioné sillas y dije:

—Antes de preguntar quiero decirles algo. Furman no se suicidó. Murió asesinado.

Ethel Furman abrió mucho los ojos.

—¿Asesinado?

Como si hubiera tenido las palabras en la punta de la lengua, listas para salir, Hotcha Randall dijo:

—Tenemos coartada. Estábamos en Nueva York. Lo podemos demostrar.

—Es probable que tengan ocasión de hacerlo —le dije—. ¿Cómo se explica la casualidad de que pasaran por aquí?

Ethel Furman repitió, aturdida:

—¿Asesinado?

La Randall preguntó:

—¿Acaso alguien tiene más derecho que nosotras a pasar por aquí? Ella era su esposa todavía, ¿no? Le corresponde parte de la herencia, ¿no? Tiene derecho a velar por sus intereses, ¿no?

Eso me recordó algo. Cogí el teléfono y dije a Hammill que alguien encontrase a Wheelock, el abogado —que por supuesto se había quedado para la sesión investigatoria—, antes de que se fuera de la ciudad, y le dijera que quería verlo.

—¿Y está Wally por ahí?

—No. Me ha dicho que le has pedido que se mantuviera fuera de la vista. Pero lo busco, si hace falta.

—Sí. Dile que quiero que vaya a Nueva York esta noche. Manda a Masón a casa; que duerma un poco, tendrá que ocuparse del turno de noche de Wally.

—De acuerdo —dijo Hammill.

Yo volví a mis invitadas.

Ethel Furman se había sacudido el aturdimiento. Se echó hacia delante y preguntó:

—Señor Anderson, ¿cree que yo…? ¿Que yo tuve…, que tuve algo que ver con lo de Lester? ¿Con su muerte?

—No lo sé. Solo sé que lo mataron. Sé que le ha dejado algo así como medio millón.

La Randall soltó un silbido suave. Se acercó a mí y apoyó su mano en mi hombro, con un anillo de diamantes.

—¿De dólares?

Al ver que asentía, la seriedad sustituyó al deleite en su semblante.

—De acuerdo, jefe —dijo—, no haga el payaso. La nena no tuvo nada que ver con lo que a usted le parece que pasó. Leímos que se había suicidado en el periódico de ayer por la mañana y que había algo raro en todo esto y la convencí de que teníamos que pasar por aquí…

Ethel Furman interrumpió a su amiga.

—Señor Anderson, yo no hubiera hecho nada que pudiera lastimar a Lester. Lo dejé porque quería dejarlo, pero nunca le hubiera hecho nada, ni por dinero ni por ninguna otra razón. Caramba, si hubiese querido su dinero no habría tenido más que pedírselo. Hombre, si ponía anuncios en los periódicos para decirme que si necesitaba algo solo tenía que pedírselo, cosa que nunca hice. Puede… Su abogado, o cualquiera que sepa algo de todo esto, se lo confirmará.

La Randall retomó la historia:

—Es la verdad, jefe. Llevo años diciéndole que es boba por no aprovecharse, pero ella se negaba. Bastante me costó convencerla de venir a buscar la parte que le corresponde ahora que ha muerto y no tiene nadie más a quien dejársela.

Ethel Furman insistió:

—Yo nunca le hubiera hecho daño.

—¿Por qué lo dejó?

Ella movió los hombros.

—No sé cómo decirlo. No vivíamos como yo quería vivir. Yo quería… No sé qué. En cualquier caso, cuando murió el bebé ya no lo pude aguantar más y me largué, pero no quería nada de él y nunca le hubiera hecho daño. Siempre fue bueno conmigo. La… La mala era yo.

Sonó el teléfono. La voz de Hammill:

—Los he encontrado a los dos. Wally está en casa. Se lo he dicho. El viejo Wheelock viene para aquí.

Saqué la circular falsa de la recompensa y se la mostré a Ethel Furman.

—Esto es lo que lo trajo a la cárcel. ¿Había visto esta foto alguna vez?

Empezó a decir que no, pero luego se asomó a su cara una reacción de miedo.

—Vaya, esto… No puede ser. Es… Es un retrato que tenía, que tengo yo. Es una ampliación.

—¿Quién más lo tiene?

El miedo creció aún más en su cara, pero contestó:

—Que yo sepa, nadie. No creo que la pueda tener nadie más.

—¿Usted conserva la suya?

—Sí, no recuerdo haberla visto últimamente, porque la tengo con papeles y cosas viejas, pero seguro que la conservo.

—Bueno, señora Furman —expliqué—, ese es el tipo de cosas que hay que comprobar, y ni usted ni yo lo podremos evitar. Entonces, lo podemos hacer de dos maneras. La puedo retener aquí bajo sospecha hasta que me dé tiempo a comprobarlo todo, o puedo enviar a uno de mis hombres con usted, de vuelta a Nueva York para que se encargue de las comprobaciones. Estoy dispuesto a hacerlo si usted me promete que no le van a hacer trampas.

—Se lo prometo —dijo—. Estoy tan ansiosa como usted por…

—De acuerdo. ¿Cómo han venido?

—La he traído yo por carretera —dijo la Randall—. Mi coche es ese verde grande que hay en la acera opuesta.

—Bien. Entonces él irá con ustedes en el coche. Pero, recuerden: nada de tonterías.

Volvió a sonar el teléfono mientras me aseguraban que no habría tonterías. Hammill:

—Ha llegado Wheelock.

—Que pase.

El abogado estuvo a punto de asfixiarse de asma cuando vio a Ethel Furman. Sin darle tiempo a recuperarse del todo, le pregunté:

—¿Esta es la verdadera señora Furman?

El hombre sacudió la cabeza arriba y abajo sin dejar de jadear.

—Bien —dije—. Espéreme. Volveré dentro de un ratito.

Acompañé a las dos mujeres a la calle y cruzamos a la otra acera, hasta el coche verde.

—Recto hasta el final de la calle, y luego dos manzanas a la izquierda —dije a la Randall, que se había sentado al volante.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—A ver a Shane, el hombre que irá a Nueva York con ustedes.

La señora Dover, casera de Wally, nos abrió la puerta.

—¿Está Wally? —le pregunté.

—Sí, claro, señor Anderson, suba directamente.

Mientras hablaba conmigo, la mujer miraba con los ojos como platos, de pura curiosidad, a mis acompañantes.

Subimos un tramo de escaleras y llamé a su puerta.

—¿Quién es? —preguntó.

—Scott.

—Adelante.

Empujé la puerta y me eché a un lado para dejar entrar a las dos mujeres.

Ethel Furman reprimió un grito:

—¡Harry!

Dio un paso atrás y tropezó con mi pie.

Wally echó una mano a la espalda, pero yo ya tenía el arma en la mano.

—Supongo que has ganado —aceptó.

Le contesté que yo también lo suponía y volvimos todos a la comisaría.

—Soy un bobo —se quejó cuando estuvimos a solas en mi despacho—. He sabido que se había acabado en cuanto he visto a esas dos damiselas entrando en lo de Fritz. Luego, cuando me estaba escondiendo y me he encontrado contigo, me ha dado miedo que me llevaras a verlas, así que he tenido que decirte que una de las dos me conocía porque he dado por hecho que así querrías que siguiera escondido al menos un poco más, lo justo para poderme largar de la ciudad. Y luego no he tenido el sentido común suficiente para irme.

»He pasado por casa para recoger un par de cosas antes de largarme y entonces me ha pillado esa llamada de Hammill y me lo he tragado del todo. He imaginado que se me presentaba una oportunidad. He imaginado que me volvías a enviar a Nueva York en el papel del traficante de ron de Detroit para ver qué información podía sacarle a esa gente y que eso me dejaba en buena situación. Bueno, hermano, me has engañado. O no. Oye, Scott, no se te habrá ocurrido por pura casualidad, ¿no?

—No. A Furman lo tenía que haber matado un policía. Solo un policía podía conocer suficientemente bien las circulares de recompensa para falsificar una bien. ¿Quién te las imprimió?

—Sigue con tu historia —dijo—. No voy a arrastrar a nadie conmigo. Solo era un impresor desgraciado que necesitaba pasta.

—De acuerdo. Solo un poli podía conocer la rutina con la suficiente certeza como para saber cómo se manejaría el asunto. Solo un poli, uno de mis polis, podía entrar en esa celda, golpearle en la cabeza y colgarlo de… Le han visto los moratones, ¿lo sabías?

—Ah, ¿sí? Envolví la porra en una toalla porque creía que así le podría pegar sin dejar una marca en el cuero cabelludo que pudiera ver todo el mundo. Se ve que me he equivocado mucho.

—Así que solo podía ser uno de mis policías —seguí—. Y… bueno, tú me dijiste que conocías a la Randall y entonces lo entendí, aunque creí que trabajabas con ellas. ¿Quién te metió en esto?

Hizo una mueca de amargura.

—¿Qué mete a la mayoría de los bobos en un lío? El anhelo de pasta fácil. Mira, estoy en Nueva York, trabajando en el caso Dutton para ti, haciéndome amiguito de traficantes y timadores, haciéndome pasar por uno de ellos; y me da por imaginar que en mi trabajo hay que pensar tanto como en el suyo, y es igual de duro y peligroso que el suyo, pero ellos se llevan el dinero en serio y yo trabajo a cambio del café y los donuts. Ese tipo de cosas te afectan; por lo menos a mí me afectó.

»Entonces conocí a esa Ethel y ella se puso como las puertas del infierno por mí. A mí también me gustaba, así que todo perfecto; pero una noche me habla de su marido y de la pasta que tiene y de lo loco que está por ella y de cómo sigue intentando encontrarla y yo me pongo a pensar. Creo que está tan loca que es capaz de casarse conmigo. Todavía creo que se casaría conmigo si no supiera que yo maté a su marido. Divorciarse no le sirve de nada porque lo más probable sería que no le correspondiera nada de dinero, o como mucho tan solo una parte. Así que me dio por pensar qué pasaría si él se muriera y le dejara toda la pasta.

»Eso ya me gustaba más. Fui enseguida a Fili un par de tardes y lo espié y me pareció que tenía buena pinta. Ni siquiera tenía a nadie tan cercano como para dejarle una parte importante del dinero. Así que lo hice. No de inmediato. Trabajé todos los detalles sin ninguna prisa, al tiempo que me escribía con ella por medio de un tipo de Detroit.

»Y entonces lo hice. Mandé esas circulares a un montón de sitios porque no quería señalar demasiado hacia aquí. Y cuando estuve listo lo llamé por teléfono y le dije que si venía al hotel Deerwood esa misma noche, o en cualquier momento entre entonces y la noche siguiente, sabría algo de Ethel. Y, tal como pensaba, Furman estaba listo para caer en cualquier trampa que usara a Ethel como cebo. Fue una suerte que tú lo pillaras al bajar del tren. Si no, tendría que haber descubierto que estaba registrado en el hotel esa noche. En cualquier caso, lo hubiera matado y bien pronto me habría dado por beber, o algo así, y me hubieras despedido y yo me habría largado a casarme con Ethel y con su medio millón, bajo el nombre falso de mi protector de Detroit. —Volvió a hacer la misma mueca de amargura—. Solo que pienso que a lo mejor no soy tan listo como creía.

—A lo mejor sí lo eres —dije—, pero eso no siempre ayuda. El viejo Kamsley, padre de Ben, tenía un dicho: «A todo cuchillo bien afilado le llega un filete duro». Lamento que lo hayas hecho, Wally. Siempre me has caído bien.

Sonrió con cansancio.

—Ya lo sabía —contestó—. Contaba con ello.