CONCLUSIÓN
Según el reloj del salpicadero eran ya casi las nueve de la noche, y bien oscuro, cuando Luise Fischer y sus captores pasaron ante un edificio cuadrado en el que podía leerse, en un cartel iluminado, la leyenda: «Mile Valley Lumber Co». Tomaron lo que ya sin duda parecía una calle urbanizada, aunque no eran muchas las casas que, en un reparto irregular de espacios, se asomaban a la calzada. Diez minutos después el sedán se detuvo junto al bordillo, delante de un edificio de color gris. El conductor se bajó. El otro hombre le abrió la puerta a Luise. Entraron con ella en la planta baja del edificio gris.
Había tres hombres en el cuarto. Uno, de unos sesenta y algo, tenía la cara triste, cabello y bigote blancos y desastrados y permanecía sentado con la silla inclinada hacia atrás y los pies en un escritorio amarillento y maltrecho. Llevaba puesto un sombrero, aunque iba en mangas de camisa. Un joven rubio de cara macilenta, sentado en una silla de cara al respaldo, al otro lado de la sala, delante de un archivador, estaba diciendo:
—Entonces el viajante preguntó al granjero si le podía dar alojamiento aquella noche y…
Pero se interrumpió al entrar Luise Fischer y sus acompañantes.
El tercer hombre estaba de espaldas a la ventana. Era un tipo delgado, de estatura mediana, poco más de treinta años, labios finos, pálido, vestido de marrón y rojo, a la moda. Le apretaba el cuello de la camisa. Avanzó deprisa hacia Luise Fischer y al sonreír mostró una dentadura muy blanca:
—Soy Harry Klaus. Como no me dejaban verla ahí abajo, he subido a esperarla aquí. —Hablaba rápido y en tono tranquilizador—. No se preocupe. Está todo arreglado.
El que estaba contando aquella historia dudó y cambió de posición. Los dos que habían llevado a Luise Fischer desde la ciudad miraron al abogado con obvia desaprobación.
Klaus volvió a mostrar una sonrisa absolutamente tranquilizadora.
—Ya saben que no les va a decir nada de nada hasta que haya hablado conmigo, ¿no? Y entonces, ¿qué diablos esperan?
El del escritorio dijo:
—Vale, está bien. —Miró a los otros dos, que esperaban detrás de la mujer—. Dejadles el despacho de Tuft, si está vacío.
—Gracias.
Harry Klaus cogió un maletín marrón de una silla, tomó a Luise Fischer por un codo y la ayudó a darse media vuelta para seguir al rubicundo de pecho amplio.
El hombre los guio unos pasos hasta un despacho parecido al que acababan de abandonar. No quiso entrar con ellos.
—Vuelvan allá cuando hayan terminado —les dijo.
Cuando estuvieron dentro, el hombre cerró de un portazo.
Klaus inclinó la cabeza en dirección a la puerta.
—Vaya panda de burócratas —dijo, con buen ánimo—. Los vamos a volver locos. —Dejó caer el maletín en la mesa—. Siéntese.
—¿Brazil? —preguntó ella—. Le han…
Él alzó tanto los hombros que casi llegaron a la altura de las orejas.
—No sé nada. No consigo que esta gente me cuente nada.
—¿Y entonces?
—Entonces quiere decir que se escapó.
—¿De verdad lo cree?
El hombre volvió a encogerse de hombros.
—La esperanza es lo último que se pierde.
—Pero uno de esos polis me ha dicho que le dispararon y que…
—Eso solo quiere decir que tienen la esperanza de hacerle dado. —Le puso las manos en los hombros y la obligó a sentarse—. No sirve de nada preocuparse por Brazil mientras no sepamos si hay razón para hacerlo. —Arrastró una silla para sentarse a su lado—. Ahora, preocupémonos de usted. Quiero solo la letra, sin música ni baile. Qué pasó y cómo.
Ella juntó las cejas en un ceño fruncido.
—Pero me ha dicho que estaba todo…
—Le he dicho que todo estaba arreglado y lo está. —El hombre le dio una palmadita en la rodilla—. Tengo concertada la fianza para que pueda salir de aquí en cuanto acaben de interrogarla. Pero hemos de decidir qué clase de respuestas ha de darles. —La miró con dureza bajo el ala del sombrero—. Quiere ayudar a Brazil, ¿no?
—Sí.
—Eso es. —Volvió a palmearle la rodilla y dejó la mano apoyada en ella—. Ahora, cuéntemelo todo desde el principio.
—Quiere decir… ¿Desde que conocí a Kane Robson?
Él asintió.
Al cruzar las rodillas ella rompió el contacto con la mano. Con la mirada clavada en la pared del fondo, como si no la viera, dijo en tono solemne:
—Ninguno de los dos ha hecho nada malo. No sería justo que sufriéramos.
—No se preocupe. —El tono del hombre era leve, confiado—. Les sacaré de esto.
Sacó sus cigarrillos en una pitillera brillante. Ella cogió uno, se inclinó hacia delante para acercarlo a la llama de su mechero y, todavía inclinada, preguntó:
—¿No tendré que pasar la noche aquí?
Él le acarició una mejilla.
—Creo que no. Debería bastarles con una hora para el interrogatorio. —Bajó la mano hasta la rodilla—. Y cuanto antes terminemos aquí, antes podrá empezar con ellos.
Luise respiró hondo y se recostó en la silla.
—No hay mucho que decir —empezó, pronunciando con cuidado para que sus palabras se entendieran a pesar de su acento—. Lo conocí en un pueblecito de Suiza. Yo no tenía nada de dinero, ni amigos. Le gusté, y él era rico. —Hizo un pequeño gesto con la mano que sostenía el cigarrillo—. O sea que le dije que sí.
Klaus asintió con gesto comprensivo y sus dedos se movieron sobre la rodilla.
—Me compró ropa y esas joyas en París. No eran de su madre, me las regaló él.
El abogado volvió a asentir y siguió moviendo los dedos en la rodilla.
—Luego me trajo aquí y… —Luise apoyó la brasa del cigarrillo en el dorso de la mano del abogado—. Me instalé en su…
Klaus retiró bruscamente la mano, se la llevó a la boca y lamió el dorso.
—¿Qué diablos le pasa? —preguntó, indignado, aunque la mano, al tapar la boca, ahogó las palabras. Bajó la mano y miró la quemadura—. Si algo no le gusta, puede decirlo, ¿no?
Ella no sonrió.
—Mi no habla inglis —dijo, exagerando el acento en tono burlón—. Me instalé en su casa durante dos semanas, ni siquiera llegó a dos semanas, hasta que…
—Si no llega a ser por Brazil, ya podía buscarse otro abogado para su problemas —dijo el abogado, mirándose la mano con un puchero en la boca.
—Hasta anoche —continuó ella—, cuando ya no pude aguantarlo más. Nos peleamos y me fui. Me fui tal como iba, con la ropa de noche, con…
Estaba terminando su historia cuando sonó el teléfono. El abogado se acercó al escritorio y contestó.
—¿Diga? Sí… Solo un par de minutos más. Eso es. Gracias. —Se volvió—. Se están poniendo nerviosos.
Ella se levantó de la silla y dijo:
—Ya he terminado. Luego vino la policía y él se escapó por la ventana y me detuvieron por lo de los anillos.
—¿Después de la detención les ha contado algo?
Ella negó con la cabeza.
—No me han dejado. Nadie quería escucharme. A nadie le importa nada.
Cuando salían de la comisaría, un joven vestido con ropa azul que pedía a gritos una plancha se acercó a Luise Fischer y a Klaus. Se quitó el sombrero, se lo encajó bajo el brazo y dijo:
—Ceñorita Ficer, zoy del Mile Valley Pozt. ¿Podría…?
Klaus sonrió y contestó:
—De momento no hay nada. Búscame en el hotel por la mañana y te daré un comunicado. —Entregó una tarjeta al reportero. Carraspeó—. Ahora hemos de comer algo. Quizá puedas decirnos dónde deberíamos ir… Y venir con nosotros.
El joven se sonrojó. Miró la tarjeta que llevaba en la mano y luego al abogado.
—Graciaz, ceñor Klauz. Encantado. The Tavern, juzto a la vuelta de la ezquina. Ez el único citio medio bueno que eztá abierto a eztaz horaz.
Se volvió para señalar hacia el sur.
—Me llamo George Dunne.
Klaus le estrechó la mano y dijo:
—Encantado de conocerte.
Luise Fischer lo saludó con una inclinación de cabeza y una sonrisa y echaron a andar calle abajo.
—¿Cómo está Conroy? —preguntó Klaus.
—Todavía no ze ha recuperado —explicó el joven—. Aún no zaben ci ez muy grave.
—¿Dónde está?
—Cigue en caza de Robzon. Lez da miedo moverlo.
Doblaron la esquina. Klaus preguntó:
—¿Alguna noticia de Brazil?
El reportero forzó el cuello para mirar al abogado, más allá de Luise Fischer.
—Creía que ya lo zabría.
—¿Que sabría qué?
—Que… Lo que zea que hay que saber. Ezo ez.
Los llevó a un restaurante embaldosado de blanco. Para cuando estuvieron sentados a una mesa, la docena de clientes, o más, que ocupaban las mesas y la barra se pusieron a mirar a Luise Fischer y a murmurar entre ellos.
Luise Fischer, sentada en una silla que le había provisto Dunne, cogió un menú de la pila que había en la mesa y, sin molestarse por un interés ajeno del que ni siquiera parecía ser consciente, dijo:
—Tengo mucha hambre.
Un calvo rollizo con perilla, sentado tres mesas más allá, captó la mirada de Dunne cuando este daba la vuelta a la mesa para sentarse y lo llamó con una inclinación de cabeza.
—Perdón —dijo el joven—. Ez mi jefe. —Y se acercó a la mesa del de la perilla.
—Es un buen chico —opinó Klaus.
Luise Fischer dijo:
—Hemos de llamar a los Link. Seguro que saben algo de Brazil.
Las comisuras de Klaus iniciaron un descenso antes de que el abogado dijera:
—No te puedes fiar de las líneas de los locutorios.
—Pero…
—Hay que esperar a mañana. Además, ya es tarde. —Miró el reloj y bostezó—. Prueba con el chiquillo. A lo mejor sabe algo.
Dunne volvió con ellos. Estaba sonrojado y parecía avergonzado.
—¿Alguna novedad? —preguntó Klaus.
El hombre meneó la cabeza con violencia.
—¡Oh, no! —respondió con gran énfasis.
Llegó el camarero a su mesa. Luise Fischer pidió sopa, un filete, patatas, espárragos, ensalada, queso, café. Klaus pidió huevos revueltos y café. Dunne, pastel y leche.
Cuando se apartó el camarero, a Dunne se le pusieron los ojos como platos. Se quedó mirando más allá de Klaus. Luise Fisher volvió la cabeza para seguir la mirada del reportero. Kane Robson estaba entrando en el restaurante. Había dos hombres con él. Uno de ellos —algo más joven, gordo, pálido— sonrió y se quitó el sombrero.
Luise Fischer se dirigió a Klaus en voz baja:
—Es Robson.
El abogado no volvió la cabeza. Dijo:
—No pasa nada.
Y le ofreció la pitillera.
Cuando Robson llegó a la mesa, ella ya había encendido el cigarrillo.
—Hola, querida —dijo, y se sentó en la silla que quedaba vacía, al otro lado de la mesa. Miró de lado hacia el reportero un instante para saludarlo sin prestar demasiada atención—. Hola, Dunne.
—Este es el señor Klaus. El señor Robson.
Robson no miró al abogado. Se dirigió a la mujer:
—Te ha conseguido la fianza, ¿eh?
—Como puedes ver.
Robson sonrió con ironía.
—Tenía la intención de avisarles de que estaba dispuesto a pagarla si no tenías a quién sacarle el dinero, pero me he olvidado.
Hubo un momento de silencio. Luego Luise dijo:
—Mañana por la mañana enviaré a alguien a recoger mi ropa. ¿Puedes pedir a Ito que la meta en una maleta?
—¿Tu ropa? —Robson se echó a reír—. Cuando te recogí, aparte de lo que llevabas puesto no tenías ni un trapo más. Que te compre ropa tu nuevo hombre.
El joven Dunne se sonrojó y se quedó mirando el mantel, muerto de vergüenza. La cara de Klaus permaneció inexpresiva, salvo por un brillo en los ojos.
Luise Fischer dijo con voz suave:
—Si tardas mucho, tus amigos te van a echar de menos.
—Me da igual. Quiero hablar contigo, Luise. —Robson se dirigió a Dunne con impaciencia—. ¿Por qué no os vais los dos a jugar un ratito a otro sitio?
El reportero se levantó de un salto y contestó entre tartamudeos:
—Cla-claro que zí, ce-ceñor Robzon.
Klaus interrogó a Luise con la mirada. Ella asintió de manera casi imperceptible. El abogado se levantó y abandonó la mesa con Dunne.
Robson dijo:
—Vuelve conmigo y cortaré toda esta tontería de los anillos.
Ella lo miró con curiosidad.
—¿Quieres que vuelva aunque sabes que te desprecio?
Él asintió con una sonrisa en la cara.
—Incluso así soy capaz de divertirme.
Ella achinó los ojos mientras estudiaba su rostro.
—¿Cómo está Dick?
Tanto el rostro como la voz de Robson se tiñeron de una alegría malvada.
—Se va muriendo a la velocidad conveniente.
Ella pareció sorprendida.
—¿Lo odias?
—No lo odio. Tampoco lo amo. Tú y él os queríais demasiado. No puedo permitir que mi parásito masculino se mezcle con el femenino de esa manera.
Ella le dedicó una sonrisa despectiva.
—Vale. Bueno, supongamos que vuelvo contigo. ¿Qué pasa entonces?
—Explico a toda esa gente que lo de los anillos ha sido un error, que en verdad tú creías que te los había regalado. Eso es todo. —La miraba con mucha atención—. Nada que negociar sobre tu amiguito Brazil. Tendrá que aceptar lo que le caiga.
El rostro de Luise no daba pistas acerca de lo que estaba pensando. Se inclinó sobre la mesa para acercarse un poco a él y habló con mucho cuidado:
—Si fueras tan peligroso como crees, me daría mucho miedo volver contigo. Preferiría la cárcel. Pero no me das miedo. A estas alturas ya deberías saber que no puedes hacerme mucho daño, que sé cuidar de mí misma bastante bien.
—A lo mejor tienes algo que aprender —dijo él enseguida; luego, recuperó la consciencia el tono despreocupado y añadió—: Bueno, ¿qué respondes?
—No soy tonta —dijo ella—. No tengo dinero, ni amigos que puedan ayudarme. Tú tienes las dos cosas y no me das miedo. Intento hacer lo que más me conviene. Primero intentaré salir de este problema sin tu ayuda. Si no puedo, volveré a ti.
—Suponiendo que todavía te acepte.
Ella se encogió de hombros.
—Claro. Eso, seguro.
Luise Fischer y Harry Klaus llegaron al piso de los Link a última hora de la siguiente mañana. Fan les abrió la puerta. Dio un abrazo a Luise.
—¿Lo ves? Te dije que Harry te sacaría. —Volvió el rostro rápidamente hacia el abogado y preguntó—: ¿No les habrás dejado retenerla toda la noche?
—No —contestó él—. Pero no llegamos al último tren y hemos tenido que pasar la noche en un hotel.
Entraron en el salón.
Evelyn Grant se levantó del sofá. Se acercó a Luise Fischer diciendo:
—¡Por mi culpa! ¡Todo por mi culpa! —Tenía los ojos enrojecidos e inflados. Se echó a llorar de nuevo—. Él me había hablado de Donny, del señor Link, y he pensado que igual le dio por venir aquí y he intentado llamar y papá me ha pillado y se lo ha dicho a la policía. Yo solo quería ayudarle y…
Donny gruñó desde la puerta:
—Cállate. Basta ya. Baja la voz. —Luego se dirigió a Klaus en tono petulante—. Lleva una hora así. Me está volviendo loco.
Fan dijo:
—Deja a la cría en paz. Se siente mal.
—No me extraña. —Sonrió a Luise Fischer—. Hola, nena. ¿Todo bien?
—Creo que sí —respondió ella—. ¿Qué tal por aquí?
Él le miró las manos.
—¿Y los anillos?
—Hemos tenido que dejarlos ahí arriba.
—¡Te lo dije! —Exclamó con amargura en la voz—. ¡Te dije que me dejaras venderlos! —Se encaró a Klaus—. ¿Te das cuenta?
El abogado no contestó.
Fan se había llevado a Evelyn al sofá y la estaba calmando.
Luise Fischer preguntó:
—¿Sabéis algo de…?
—¿Brazil? —se adelantó Donny sin darle tiempo a terminar la pregunta. Luego asintió—. Sí. Está bien. —Miró por encima del hombro hacia la chica del sofá y añadió deprisa en voz baja—. Está en el sanatorio de Hilltop, en las afueras de la ciudad. Se supone que sufre una crisis de delirium tremens. Aunque ya sabes que le dieron un tiro en un costado. Pero está bien. El doctor Barry lo mantendrá escondido y lo dejará como nuevo. Él…
Luise Fischer tenía los ojos cada vez más abiertos. Se llevó una mano al cuello.
—Pero él… ¿El doctor Ralph Barry? —preguntó.
Donny dio un par de cabezazos para asentir.
—Sí. Es un buen tipo. Se…
—¡Pero si es amigo de Kane Robson! —exclamó ella—. Yo lo he visto en casa de Robson. —Se volvió hacia Klaus—. Estaba anoche con él en el restaurante. El gordo.
Los hombres se la quedaron mirando.
Agarró a Klaus de un brazo y le dio una sacudida.
—Por eso estaba allí anoche. Para hablar con Kane. Para preguntarle qué debía hacer.
Fan y Evelyn se habían levantado del sofá y estaban escuchando.
Donny empezó a decir:
—Bah, supongo que todo irá bien. El doctor es buen tipo. No creo que…
—¡Basta! —gruñó Klaus—. Es un asunto serio. ¡Pero que muy serio! —Se concentró en sus pensamientos, mirando a Luise Fischer con el ceño fruncido—. ¿Hay alguna posibilidad de que te estés equivocando?
—No.
Evelyn se colocó a empujones entre los dos hombres para encararse con Luise Fischer. Volvía a llorar, pero ahora estaba enfadada.
—¿Por qué tuviste que meterlo en esto? ¿Por qué tuviste que acudir a él con tus problemas? Por tu culpa lo meterán en la cárcel y se volverá loco. Si no fuera por ti nada de todo esto habría pasado. Tú…
Donny tocó a Evelyn en un hombro.
—Creo que te voy a dar.
Ella se apartó de él con un respingo.
Klaus dijo:
—¡Por Dios! Acabemos con la cháchara y decidamos qué conviene hacer. —Volvió a mirar fijamente a Luise Fischer—. ¿Robson no te dijo nada de eso anoche?
Ella negó con la cabeza.
—Bueno, oye —intervino Donny—. Tenemos que sacarlo de allí. No…
—Eso es fácil —contestó Klaus con mucho sarcasmo—. Si ha de tener algún problema allí… —Se encogió de hombros—. Ya lo habrá tenido. Tenemos que averiguarlo. ¿Puedes colarte para verlo?
Donny asintió:
—Claro que sí.
—Pues ve. Avísale. Descubre qué están tramando.
Donny y Luise Fischer salieron de la casa por la puerta trasera, cruzaron el patio hasta el callejón de atrás y recorrieron un par de manzanas. No vieron nadie que los siguiera.
—Supongo que estamos a salvo —dijo Donny, al tiempo que la guiaba hacia el cruce.
En la esquina siguiente había un garaje y un taller mecánico. Había un negro bajito toqueteando un motor.
—Hola, Tony —saludó Donny—. ¿Me prestas un buga?
El negro miró con curiosidad a Luise Fischer mientras contestaba:
—No te quepa ni la menor duda. Coge el de la esquina.
Se metieron en un sedán negro y arrancaron.
—No es lejos —dijo Donny. Luego añadió—: Me gustaría sacarlo de allí.
Luise Fischer guardó silencio.
Al cabo de media hora Donny se metió por una calle en cuyo extremo contrario destacaba un edificio blanco.
—Ahí está —dijo.
Dejaron el sedán delante del edificio y pasaron por debajo de un cartel de negro y oro que anunciaba el sanatorio de Hilltop para entrar en la oficina de recepción.
—Queremos ver al señor Lee —dijo Donny a la enfermera del mostrador—. Nos está esperando.
La mujer se humedeció los labios en un gesto nervioso y contestó:
—Es la doscientos tres, justo al lado de la escalera.
Subieron por una escalera oscura hasta el segundo piso.
—Es aquí —dijo Donny deteniéndose.
Abrió la puerta sin llamar y, por señas, la instó a entrar.
Junto a Brazil, cuya palidez resultaba más pronunciada de lo habitual, había otros dos hombres. Uno de ellos era el grandullón con cara de cansado que había detenido a Luise.
—No debería permitiros verlo —dijo.
Brazil se incorporó a medias y alargó una mano hacia Luise.
Ella rodeó al grandullón para llegar a la cama y tomó la mano de Brazil.
—Ay, lo siento, lo siento —murmuró.
Él sonrió sin placer.
—Mala suerte, qué le vamos a hacer. Y cuando pienso en esos barrotes me muero de miedo.
Ella se echó hacia delante y le dio un beso.
El grandullón dijo:
—Venga, vamos. Tenéis que salir. Me puedo ganar una bronca por esto.
Donny dio un paso hacia la cama.
—Oye, Brazil. ¿Hay…?
El grandullón alzó una mano y, con gesto cansino, empujó a Donny para apartarlo.
—Largo. No tenéis nada que hacer aquí. —Apoyó una mano en un hombro de Luise Fischer—. Por favor, ¿queréis iros de aquí? Dile adiós y tal vez puedas verlo más adelante.
Ella se despidió de Brazil con un beso y se levantó.
Brazil dijo:
—Cuídala, Donny, ¿vale?
—Claro —prometió Donny—. Y no te preocupes por ellos. Te mandaré a Harry y…
El grandullón gruñó:
—¿Vais a estar así todo el día?
Tomó a Luise Fischer del brazo y la echó de la habitación con Donny.
Bajaron en silencio hasta el sedán y ninguno de los dos dijo nada hasta que volvieron a estar en la ciudad. Entonces, Luise Fischer dijo:
—¿Tendrás la amabilidad de prestarme diez dólares?
—Claro.
Donny apartó una mano del volante, tanteó en los bolsillos del pantalón y le dio dos billetes de cinco. Entonces, ella dijo:
—Quiero ir a la estación.
—¿Para qué? —preguntó él con el ceño fruncido.
—Quiero ir a la estación —repitió Luise.
Al llegar a la estación se bajó del sedán.
—Muchas gracias —dijo—. No me esperes. Volveré más tarde.
Luise Fischer entró en la estación y se acercó al quiosco, donde compró un paquete de cigarrillos. Luego se metió en una cabina telefónica, pidió una conferencia y dio un número de Mile Valley.
—Hola, ¿Ito? ¿Está el señor Robson? Soy Fraulein Fischer… Sí. —Hubo una pausa—. Hola, Kane. Bueno, tú ganas. Sí me hubieras dicho anoche lo que sabías, te habrías ahorrado el retraso… Sí. Sí, lo estoy.
Colgó el auricular y se lo quedó mirando un largo instante. Luego salió de la cabina, se acercó a la ventanilla de venta de billetes y dijo:
—Un billete a Mile Valley. Solo ida, por favor.
Era una sala grande y de techo alto. Los muebles eran de estilo jacobino. Kane Robson estaba cómodamente repantigado en un sillón. A la altura de su codo había una mesita auxiliar, y en ella un servicio de café y un decantador medio lleno, ambos de plata y cristal, unos vasos, cigarrillos y un cenicero. La luz de la hoguera de la chimenea relucía en sus ojos.
Luise Fischer estaba sentada unos tres metros más allá, de cara a él, con la espalda bien recta, en una silla más pequeña. Llevaba un négligé de un color claro y zapatillas a juego.
En algún lugar de la casa sonaron las doce de la noche en un reloj. Robson escuchó las campanadas con atención antes de seguir hablando:
—Pues cometes un error, querida mía, al estar tan confiada.
Ella bostezó.
—Anoche dormí muy poco —dijo—. Tengo demasiado sueño para estar asustada.
Él se levantó con una sonrisa en la cara.
—Yo tampoco he dormido. ¿Vamos a echar un vistazo al inválido antes de acostarnos?
Una enfermera, una mujer escuálida de mediana edad, vestida de blanco, entró jadeando en la sala.
—Creo que el señor Conroy está recuperando la conciencia —anunció.
Robson apretó los labios y se esforzó, tras un temblor momentáneo, por mantener los ojos fijos.
—Llame al doctor Blake —ordenó—. Querrá enterarse enseguida. —Se volvió hacia Luise Fischer—. Subo corriendo para estar con él mientras ella llama.
Luise Fischer se levantó.
—Voy contigo.
Él apretó los labios.
—No sé. Quizá la excitación de ver demasiada gente, la sorpresa de verte aquí otra vez… A lo mejor no le conviene.
La enfermera había salido ya del salón.
Robson hizo caso omiso de la risa de Luise Fischer e insistió:
—No, creo que es mejor que te quedes aquí, querida.
—No me quedo —dijo ella.
Él se encogió de hombros.
—Muy bien. Pero…
Subió las escaleras sin terminar la frase.
Luise Fischer subió tras él, pero no tan rápido. Sin embargo, llegó al umbral de la puerta de la habitación del enfermo a tiempo para captar la mirada de terror absoluto en los ojos de Conroy justo antes de cerrarse, cuando su cabeza, envuelta en vendas, cayó sobre la almohada.
Robson, al otro lado de la puerta, dijo con voz suave:
—Ah, se ha vuelto a desmayar.
Había confianza en sus ojos.
En los de ella, curiosidad.
Se quedaron allí y se miraron fijamente hasta que llegó el mayordomo japonés hasta la puerta y dijo:
—Un tal señor Brazil pregunta por Fraulein Fischer.
La cara de Robson fue adoptando poco a poco la expresión propia de quien se plantea hacer una broma. Al fin dijo:
—Haz pasar al señor Brazil a la sala. Fraulein Fischer bajará de inmediato. Llama al ayudante del sheriff. —Luego sonrió a la mujer—. ¿Y bien?
Ella no dijo nada.
—¿Qué escoges?
Entró la enfermera.
—El doctor Blake no está. Pero le he dejado un recado.
Luise Fischer intervino:
—Creo que el señor Conroy no debería quedarse solo, señorita George.
Brazil estaba en el centro del salón, bien equilibrado sobre ambas piernas, muy separadas. Mantenía el brazo izquierdo apretado junto al costado y tieso. Llevaba puesto un abrigo, abrochado hasta el cuello. La cara era una máscara amarilla fantasmagórica, en la que ardía la rojez de los ojos. Habló entre dientes:
—Me dijeron que habías vuelto. Tenía que verlo. —Escupió en el suelo—. ¡Meretriz!
Ella dio un pisotón al suelo.
—No seas estúpido. Yo… —Se calló al ver que la enfermera entraba por la puerta. Luego habló con brusquedad—: Señorita George, ¿se puede saber qué hace?
La enfermera contestó:
—El señor Robson ha dicho que a lo mejor podría contactar con el doctor Blake desde el teléfono de la habitación de la señora Webber.
Luise Fischer se volvió, se detuvo a quitarse las zapatillas y subió corriendo las escaleras en calcetines. La puerta de la habitación de Conroy estaba cerrada. La abrió de golpe.
Robson estaba inclinado sobre el enfermo. Tenía las manos en su cabeza y la apretaba, casi boca abajo, contra la almohada.
Los pulgares presionaban el cogote. Parecía que todo el peso de su cuerpo empujara aquellos pulgares. Tenía cara de loco. Tenía los labios mojados.
Luise Fischer gritó:
—¡Brazil!
Se lanzó contra Robson y se agarró a sus piernas.
Brazil entró en la habitación a trompicones y con el brazo izquierdo todavía pegado al costado. Lanzó con la derecha un puñetazo que se quedó a un palmo de la cabeza de Robson, recibió de este dos golpes en la cara que encajó como si no se hubiera dado ni cuenta y luego le hundió el puño en el vientre. Como la mujer seguía aferrándole las piernas, Robson no pudo recuperar el equilibrio. Cayó con todo su peso.
La enfermera se encargó del paciente, que intentaba incorporarse en la cama. Le corrían las lágrimas por la cara. Conroy sollozaba:
—Tropezó con un leño cuando me ayudaba a llegar al coche y luego me dio con él en la cabeza.
Luise Fischer hizo sentar a Brazil en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, y le limpió la cara con un pañuelo.
Él abrió un ojo y murmuró:
—Qué zumbado estaba, ¿no?
Ella le dio un abrazo y se rio con un arrullo en la garganta.
—Todos los hombres lo están.
Robson seguía sin moverse.
Hubo una conmoción y entraron tres hombres.
El más alto miró a Robson, luego a Brazil, y soltó una risilla.
—Ahí está el tipo que no soporta los hospitales —dijo—. Suerte que no huía de un gimnasio. Si no, hubiera podido herir a alguien.
Luise Fischer se quitó los anillos y los dejó en el suelo, al lado del pie izquierdo de Robson.