II

LA POLICÍA SE ACERCA

Luise se le acercó con las manos por delante.

—Pero la culpa no ha sido suya. No pueden…

—No lo entiende —dijo él con su voz monótona. Le dio la espalda para volverse hacia la puerta y caminó con pasos mecánicos—. Por eso me encerraron la otra vez. Fue una fiesta de barra libre en un motel de carretera, con botellas de todo, y murió un tipo. No pude decir que se equivocaran al adjudicármelo. —Abrió la puerta, cumplió con su representación automática de mirar fuera, cerró la puerta y regresó hacia ella.

»Aquella vez fue homicidio involuntario. Si ese tipo se muere, me acusarán de asesinato. ¿Lo entiende? Tengo antecedentes como asesino. —Se llevó una mano a la barbilla—. Está claro.

—No, no. —Ella permaneció a su lado y le tomó una mano—. Su cabeza ha golpeado la chimenea por accidente. Yo puedo decírselo. Les explicaré cómo ha empezado todo. No pueden…

Él soltó una risa amarga y citó a Grant:

—Las palabras de la meretriz confirman las del convicto.

Ella hizo una mueca de desagrado.

—Eso es lo que me van a hacer —dijo él, ya no tan monótono—. Si se muere, no tengo ni una oportunidad. Si no, me retendrán sin fianza hasta que se vea cómo acaba: asalto con intención de matar. ¿De qué me serviría su palabra? ¡La amante de Robson, que se escapa conmigo! Si les dice la verdad no hará más que empeorar las cosas. ¡Me tienen pillado! —Alzó la voz—. ¡Y no puedo volver a vivir en una celda! —Se le escapaba la mirada hacia la puerta. Al fin alzó la cabeza y emitió un sonido áspero con la garganta que bien podía ser una carcajada—. Larguémonos de aquí. Si paso la noche dentro haré alguna locura.

—Sí —respondió ella con afán, apoyándole una mano en un hombro y mirando su cara con ojos medio asustados, medio apenados—. Vayámonos.

—Necesitará un abrigo.

Ella encontró sus zapatitos, se puso el derecho y, cuando él volvió, le tendió el izquierdo:

—¿Puede romper el tacón?

Él le echó por encima de los hombros el áspero abrigo marrón que le llevaba, cogió el zapato y, con un solo giro de muñeca, arrancó el tacón. Cuando ella metió el pie dentro del zapato él estaba ya junto a la puerta.

La mujer recorrió la sala con una mirada rápida y lo siguió…

Abrió los ojos y vio que entraba la luz del día. La lluvia ya no azotaba las ventanillas del cupé y el limpiaparabrisas estaba quieto. Miró a Brazil sin moverse. Estaba sentado en posición relajada a su lado: una mano en el volante; la otra sostenía un cigarrillo junto a la rodilla. Su rostro macilento parecía plácido y no tenía rastros de cansancio. Mantenía los ojos fijos en la carretera.

—¿He dormido mucho? —preguntó ella.

Él sonrió.

—Justo hace una hora. ¿Se siente mejor?

Alzó la mano que sostenía el cigarrillo para apagar los faros.

—Sí. —Luise se incorporó en el asiento y bostezó—. ¿Falta mucho?

—Una hora, más o menos.

Él metió una mano en el bolsillo y le ofreció un cigarrillo. Ella lo cogió y agachó el cuerpo para usar el encendedor del salpicadero.

—¿Qué piensa hacer? —preguntó cuando ya estuvo encendido el cigarrillo.

—Esconderme hasta que vea qué pasa.

Ella miró de reojo hacia su rostro plácido y dijo:

—Usted también se encuentra mejor.

Él sonrió con una ligera timidez.

—La verdad es que antes se me ha ido un poco la cabeza.

Ella le dio una palmadita amable en la mano y él siguió conduciendo en silencio. Luego, la mujer preguntó:

—¿Estamos yendo con esos amigos que ha mencionado antes?

—Sí.

Un coupé oscuro en el que viajaban dos policías uniformados se cruzó con ellos y siguió circulando. La mujer miró bruscamente a Brazil. Él mantuvo un rostro inexpresivo. Ella le tocó la mano de nuevo, en un gesto de aprobación.

—Mientras esté fuera, estoy bien —explicó él—. Lo que me pone nervioso son las paredes.

Luise giró la cabeza para mirar hacia atrás. El coche de la policía ya estaba fuera de la vista.

Brazil dijo:

—Nada que ver con nosotros. —Bajó la ventanilla y tiró el cigarrillo. Entró un golpe de aire fresco y húmedo—. ¿Quiere parar a tomar un café?

—¿Sería oportuno?

Un automóvil los adelantó, obligándoles a retirarse al límite de la cuneta, y desapareció a toda velocidad carretera adelante. Era un sedán negro que avanzaba a más de cien por hora. Iban cuatro hombres en su interior y uno de ellos miró hacia atrás para ver el coche de Brazil.

—Quizá sea más seguro escondernos lo antes posible —dijo él—. Pero si tiene hambre…

—No, yo también creo que deberíamos darnos prisa.

El sedán negro desapareció tras una curva.

—Si lo encontrase la policía, usted… —titubeó—. ¿Plantearía batalla?

—No lo sé —contestó él en tono lúgubre—. Ese es mi problema. Nunca sé lo que voy a hacer por adelantado. —Se sacudió un poco la tristeza—. No sirve de nada preocuparse. Todo irá bien.

Pasaron por un asentamiento formado por una docena de casas en torno a un cruce, arracimadas junto a las vías del tren, y tomaron una pista larga y estrecha, paralela a las vías. A mitad de la pista llana estaba el sedán que los había adelantado, aparcado a un lado de la carretera. Junto a él había un policía, situado entre el coche y su propia motocicleta, que escribía imperturbable en una hoja de un cuaderno pequeño mientras el del sedán hablaba y gesticulaba con gran excitación.

Luise Fischer resopló y dijo:

—Bueno, no eran policías.

Brazil sonrió.

Ninguno de los dos volvió a hablar hasta que se encontraron ya circulando por una calle residencial. Entonces, ella dijo:

—Y a ellos… a sus amigos, ¿no les molestará que aparezcamos así?

—No —respondió él en tono despreocupado—. Ellos también han tenido sus líos.

Las casas que flanqueaban la calle iban adquiriendo un aspecto cada vez más barato y sencillo y pronto se encontraron en una calle trasteada, con edificios mugrientos en cuyas ventanas se veían carteles que anunciaban «Pisos en venta», entre fábricas y almacenes igual de mugrientos. La calle por la que entró Brazil al poco rato era tan solo un poco menos cutre y también estaba llena de carteles.

Detuvo el coche delante de un edificio de cuatro pisos de obra vista, con unos escalones rotos de piedra rojiza.

—Es aquí —anunció mientras abría la puerta.

Ella se quedó sentada, mirando la desagradable fachada del edificio mientras él daba la vuelta y le abría su puerta. Tres niños sucios pararon de jugar con el esqueleto de un paraguas para mirarla fijamente mientras subía los escalones de acceso.

La puerta principal se abrió cuando él giró el pomo y se adentraron en un vestíbulo sofocante, en el que una luz tenue iluminaba el papel sucio de la pared, que antaño fue de vívido diseño, la moqueta ajada y una escalera con barandilla de bronce.

—El piso de arriba —anunció mientras emprendía el ascenso detrás de ella.

Remataba la escalera una puerta brillante, recién pintada con un marrón que no se parecía a ninguna madera conocida. Brazil se acercó a esa puerta y llamó cuatro veces al timbre: largo, corto, largo, corto. El timbre resonó con estridencia justo al otro lado de la puerta.

Al cabo de un rato de silencio llegó un vago sonido de pies arrastrados, seguido de una cauta voz masculina:

—¿Quién es?

Brazil acercó la cabeza a la puerta y habló sin levantar la voz:

—Brazil.

Resonaron los cierres de la puerta al abrirse y vieron a un hombre rubio y enjuto, vestido con un pijama verde de algodón arrugado. Iba descalzo. En su rostro de mejillas chupadas y rasgos afilados había una sonrisa cordial, como también resultó serlo su voz.

—Entra, muchacho —dijo—. Adelante.

Sus ojitos claros repasaron a Luise Fischer de arriba abajo mientras daba un paso atrás para dejarles entrar.

Brazil apoyó una mano en el brazo de la mujer y la instó a avanzar:

—Señora Fischer, este es el señor Link.

—Encantado de conocerla —dijo este, mientras cerraba la puerta tras ellos.

Luise Fischer saludó con una inclinación de cabeza.

Link dio una palmada a Brazil en un hombro.

—Me alegro de verte, muchacho. Nos estábamos preguntando qué se había hecho de ti. Entra.

Los llevó hasta un salón que requería ventilación. Había prendas de ropa tiradas por todas partes, hojas de periódico esparcidas, unos cuantos vasos y tazas de café no del todo vacíos y muchas colillas. Link retiró un chaleco de una silla, lo echó encima del respaldo de otra y dijo:

—Quítese el abrigo y siéntese, señora Fischer.

Desde la puerta, una mujer rellenita y muy rubia, cerca de los treinta años, exclamó:

—¡Por Dios! ¡Mira quién hay aquí!

Luego corrió hacia él con los brazos abiertos, le dio un abrazo violento y un beso en la boca. Llevaba una bata rosa por encima de un camisón del mismo color y zapatillas verdes decoradas con plumas amarillas.

—Hola, Fan —la saludó Brazil, al tiempo que la rodeaba con sus brazos. Luego se volvió hacia Luise Fischer, que se acababa de quitar el abrigo—. Fan, esta es la señora Fischer. La señora Link.

Fan se acercó a Luise Fischer y le tendió una mano:

—Encantada de conocerte —dijo, con un cálido encaje de manos—. Parecéis cansados los dos. Sentaos, que os pondré algo de desayuno y quizá Donny os prepare una copa cuando se haya vestido.

Luise Fischer contestó:

—Es usted muy amable. —Y se sentó.

—Claro, claro —dijo Lin. Y se marchó.

—¿Habéis pasado la noche despiertos? —preguntó Fan.

—Sí —contestó Brazil—. Casi todo el rato conduciendo.

Se sentó en el sofá.

Ella le clavó una mirada afilada.

—¿Ha pasado algo que quieras contarme?

Él asintió con una inclinación de cabeza.

—A eso hemos venido.

Link, ahora con ropa de baño y zapatillas, entró con una botella de whisky y unos vasos.

—Lo que ha pasado —dijo Brazil— es que anoche le di una bofetada a un tipo y no volvió a levantarse.

—¿Lesión grave?

Brazil hizo una mueca de disgusto:

—Tal vez se muera.

Link silbó y dijo:

—Los tumbas de una bofetada, muchacho, y se quedan tumbados.

—Se golpeó la cabeza en la chimenea —explicó Brazil.

Miró a Link con el ceño fruncido. Fan dijo:

—Bueno, ya no tiene sentido preocuparse por eso. Lo que tenéis que hacer es meteros algo en el estómago y luego descansar un poco. Venga, Donny, suelta esas copas. —Sonrió a Luise Fischer—. Tú quédate sentada, que tardo bien poco en traer el desayuno.

Salió a toda prisa de la habitación.

Mientras servía el whisky, Link preguntó:

—¿Lo vio alguien?

Brazil asintió.

—Mmm, quien no debía. —Suspiró con cansancio—. Quiero esconderme un tiempo, Donny, hasta ver cómo va la cosa.

—El cuchitril es tuyo —contestó Link.

Acercó los vasos de whisky a Luise Fischer y Brazil. Siempre que la mujer no lo estaba mirando, aprovechaba para mirarla él.

Brazil vació el vaso de un trago.

Luise Fischer bebió un sorbito y se puso a toser.

—¿Quieres añadirle agua? —propuso Link.

—No, gracias —contestó ella—. Está muy bien así. Me he resfriado un poco con la lluvia.

Sostuvo el vaso en la mano, pero no volvió a beber.

—He dejado el coche en la entrada —dijo Brazil—. Debería enterrarlo. —Yo me encargo, muchacho— prometió Link.

—Y quiero que alguien se encargue de averiguar qué pasa en Mile Valley. —El chivato perfecto para ti es Harry Klaus. Lo llamaré.

—Y los dos necesitamos ropa.

Luise Fischer intervino:

—Antes tengo que vender estos anillos.

Un brillo relució en los ojos claros de Link. Se mojó los labios y dijo:

—Yo conozco al…

—Eso puede esperar un día más —dijo Brazil—. No son robados, Donny. No hace falta venderlos a escondidas.

Donny parecía decepcionado.

La mujer dijo:

—Pero mientras tanto no tengo dinero para ropa…

—Para eso tenemos suficiente —la interrumpió Brazil.

Sin dejar de mirar a la mujer, Donny se dirigió a Brazil:

—Y tú ya sabes que para ti siempre puedo sacar algo, muchacho.

—Gracias. Ya veremos. —Brazil enseñó el vaso vacío y, cuando estuvo lleno de nuevo, añadió—: Esconde el coche, Donny.

—Claro.

El rubio fue hasta un teléfono que había en un dormitorio y marcó un número.

Brazil vació el vaso.

—¿Cansada? —preguntó.

Ella se levantó, se acercó a él, le quitó de la mano el vaso y lo dejó sobre la mesa, junto al suyo, que seguía casi lleno del todo.

Él soltó una risilla y le preguntó:

—¿Anoche te hartaste ya de problemas con el alcohol?

—Sí —contestó ella sin sonreír mientras volvía a su silla.

Sonó la voz de Donny, que hablaba por teléfono.

—¿Oiga, Duke? Oye, soy Donny. Hay un buga delante de mi puerta. —Describió el coupé de Brazil—. ¿Me lo guardas un tiempito? Sí… Mejor cambiarle las matrículas también… Sí, ya mismo, ¿vale?

Colgó el teléfono, se volvió hacia los otros y dijo:

—¡Listo!

—¡Donny!

Fan lo llamaba desde algún otro lado del piso.

—¡Voy! —Salió.

Brazil se inclinó hacia Luise Fischer y se dirigió a ella en voz baja.

—No le des los anillos.

Ella lo miró sorprendida.

—Pero…, ¿por qué?

—Te la va a meter doblada.

—¿Quieres decir que me engañará?

Él asintió con una inclinación de cabeza y una sonrisa.

—Pero dices que es amigo tuyo. Y tú mismo te fías de él.

—Está bien para un trato como este —le aseguró—. Nunca entregaría a nadie. Pero con la pasta es otra cosa. Además, incluso si no te timara, la gente a quien él los podría vender daría por hecho que son robados y solo ofrecería la mitad de lo que valen.

—Entonces, es un… —Luise titubeó.

—Un estafador. Fuimos compañeros de celda durante un tiempo.

Ella frunció el ceño y dijo:

—No me gusta.

Fan llegó a la puerta con una sonrisa y dijo:

—El desayuno está listo.

En el pasillo, Brazil se volvió y dio un paso tentativo hacia la puerta de entrada, pero se contuvo al ver que Luise Fischer lo miraba y, con una sonrisa algo avergonzada, caminó tras ella y la rubia hacia el comedor.

Fan no se sentó con ellos.

—No puedo comer nada tan pronto —dijo a Luise Fischer—. Te prepararé un baño caliente y os haré la cama, porque ya sé que estáis agotados los dos y yo misma voy a caer en cuanto hayáis terminado.

Se fue sin prestar atención a las protestas educadas de Luise Fischer.

Donny clavó el tenedor en una salchicha pequeña y dijo:

—Bueno, eso de los anillos… Yo podría…

—Eso puede esperar —interrumpió Brazil—. De momento, tenemos suficiente para ir tirando.

—Puede ser. Pero tampoco pasa nada por tener un fondo listo por si lo necesitáis de repente. —Donny se llevó la salchicha a la boca—. Y nunca es demasiado. —Masticó vigorosamente—. Por ejemplo, cojamos el caso de Ben «Baraja» Devlin. ¿Te acuerdas de Ben? Estaba en la carpintería. ¿Te acuerdas? Aquel tipo grande con una pata de palo.

—Lo recuerdo —dijo Brazil sin gran entusiasmo.

Donny pinchó otra salchicha.

—Bueno, pues cuando lo conocimos Ben estaba en un sitio llamado Finehaven y…

—Cuando lo conocimos estaba en un sitio llamado trullo —lo interrumpió Brazil.

—Claro, eso es lo que te digo. Todo esto es porque Ben creía que…

Entró Fan.

—Cuando queráis, está todo listo —anunció a Luise Fischer.

Ella dejó la taza de café y se levantó.

—Un desayuno fantástico —dijo—, pero estoy tan cansada que no puedo comer mucho.

Mientras ella salía de la habitación, Donny insistió.

—Lo digo porque…

Fan la llevó a una habitación de la parte trasera del piso, en la que había una cama grande de madera con una suave colcha blanca, ya retirada en parte. En la cama había una camisón blanco y una bata roja. En el suelo, unas zapatillas. La rubia se detuvo junto a la puerta y gesticuló con su mano rosada.

—Si necesitas algo más, solo tienes que darme una voz. El baño está al otro lado del distribuidor y he dejado el grifo de la bañera abierto.

—Gracias —dijo Luise Fischer—. Es usted muy amable. Lamento estas molestias…

Fan le dio una palmada en un hombro.

—Una amiga de Brazil nunca puede suponer una molestia para mí, querida. Venga, date un buen baño y duerme bien. Y si quieres algo, grita.

Se fue y dejó la puerta cerrada.

Luise Fischer, de pie junto a la puerta, paseó su mirada lenta y atentamente por la habitación, decorada con muebles baratos, y luego se acercó a la cama y empezó a quitarse la ropa. Al terminar se echó por encima la bata roja, se puso las zapatillas y, con el camisón colgado del brazo, cruzó el distribuidor para entrar en el baño. El vapor calentaba el cuarto de baño. Echó agua fría en la bañera mientras se quitaba las vendas de la rodilla y del tobillo.

Después de bañarse encontró vendas limpias en el armarito que había encima del lavabo y volvió a vendarse la rodilla, pero no el tobillo. Luego se puso el camisón, la bata y las zapatillas y regresó al dormitorio. Allí estaba Brazil, de pie, de espaldas a ella, mirando por la ventana.

No se volvió. Desde su cabeza se alzaban hacia atrás volutas de humo del cigarrillo.

Luise cerró la puerta despacio, se apoyó en ella y permitió que una muy leve sonrisa de desprecio curvara el movimiento de sus labios.

Él no se movió.

Ella se acercó lentamente a la cama y se sentó en el lado opuesto al de Brazil. En vez de mirarlo, posó los ojos en un cuadro de un caballo que adornaba la pared. Mantenía un rostro altivo y frío. Dijo:

—Soy lo que soy, pero pago mis deudas. —Esta vez, la calma deliberada de su voz era pura insolencia—. Yo traje este problema a su vida. Bueno, ahora, si le sirvo de algo… —Se encogió de hombros.

Él se volvió desde la ventana, sin prisas. Sus ojos cobrizos, su rostro inexpresivo.

—De acuerdo —dijo.

Chafó el cigarrillo en un cenicero de la mesita de noche para apagarlo y rodeó la cama para llegar hasta ella.

Ella lo esperó de pie, bien tiesa.

Él se plantó a su lado y la miró con unos ojos que parecían calcular su belleza de un modo tan impersonal como habrían hecho con un ser inanimado. Luego tiró bruscamente de su cabeza y la besó.

Ella no hizo ruido ni movimiento alguno y se sometió por completo a su caricia y cuando él la soltó y dio un paso atrás, le mostró un rostro tan intacto como el suyo, tan igualmente parecido a una máscara.

Él negó lentamente con la cabeza.

—No, no sirves para tu trabajo.

De pronto, un ardor iluminó sus ojos y la agarró entre sus brazos y ella se aferró a él y una suave risa resonó en su garganta mientras él la besaba en la boca, en las mejillas, en los ojos y en la frente.

Donny abrió la puerta y entró. Les dedicó una mirada de cómplice lascivia mientras se separaban y luego dijo:

—Acabo de llamar a Klaus. Pasará por aquí en cuanto haya desayunado.

—De acuerdo —dijo Brazil.

Todavía con la misma mirada, Donny se retiró y cerró la puerta.

—¿Quién es ese Klaus? —preguntó Luise Fischer.

—Un abogado —contestó Brazil, con voz ausente. Miraba el suelo con el ceño fruncido y expresión pensativa—. Supongo que es el que más nos conviene, aunque he oído algunas cosas de él que… —Se interrumpió, impaciente—. Cuando estás en un lío tienes que correr riesgos. —Su semblante se agravó—. Y apenas puedes esperar lo peor.

Ella le tomó una mano y habló con solemnidad:

—Vayámonos de aquí. Esta gente no me gusta. No me fío de ellos.

Él alegró un poco la cara y volvió a rodearla con un brazo, pero centró abruptamente su atención en la puerta al oír que al otro lado sonaba un timbre.

Hubo una pausa; luego sonó la voz contenida de Donny al preguntar:

—¿Quién es?

No llegaron a oír la respuesta.

—¿Quién? —repitió Donny, alzando un poco más la voz.

A continuación, durante un breve momento no sonó nada. El crujido de un listón del suelo al otro lado de la puerta del dormitorio rompió el silencio. Donny abrió la puerta.

—Polis —susurró—. Por la ventana.

Estaba inflado de lo importante que se sentía.

Brazil volvió la cara bruscamente hacia Luise Fischer.

—¡Vete! —exclamó ella, empujándolo hacia la ventana—. A mí no me pasará nada.

—Claro —dijo Donny—. Fan y yo nos ocuparemos de ella. Dale, muchacho, y dinos algo en cuanto puedas. ¿Tienes pasta suficiente?

—Mmm… —Brazil estaba besando a Luise Fischer.

—¡Vete, vete! —jadeó ella.

El rostro macilento del hombre permanecía inexpresivo. Era lacónico.

—Nos vemos —dijo mientras abría la ventana.

Cuando consiguió subir del todo la hoja móvil de la ventana ya tenía un pie fuera. El otro lo siguió de inmediato y, girando el torso, se agachó un poco y dedicó una sonrisa alegre a Luise Fischer durante un instante, antes de desaparecer de su vista de un salto.

Ella corrió a la ventana y miró hacia abajo. Brazil se ponía en pie entre unos hierbajos, en un patio trasero mal cuidado. Movió la cabeza rápidamente a ambos lados. Desplazándose con una velocidad que transmitía una total ausencia de dudas, avanzó hasta la verja de la izquierda, la escaló y desapareció junto a la casa contigua.

Donny tomó a Luise por un brazo y la alejó de la ventana.

—Apártese de ahí. Si no, le delatará. No le pasará nada. Aunque… pobre del poli que se tope con él, si es que están cerca.

Donny dirigió una sonrisa despectiva hacia la puerta del piso.

—Supongo que será mejor que les deje entrar. Si no, harán palillos de mi puerta.

Parecía disfrutar de la situación.

Ella posó en Donny una mirada vacía.

Él la miró, miró al suelo, luego a ella de nuevo, y al fin dijo en tono defensivo:

—Mire, yo adoro a ese hombre. Lo adoro.

El retumbar de la puerta se volvió más estridente.

—Supongo que debo hacerlo.

Por la ventana abierta llegó el sonido de un disparo. Ella corrió hasta la ventana, apoyó las manos en el alféizar y se asomó.

Unos quince metros a la izquierda, subido a una larga verja que separaba la larga hilera de patios traseros del callejón que circulaba tras ellos, Brazil permanecía quieto, encogido. Mientras Luise miraba sonó otro disparo y Brazil cayó por el otro lado, hacia el callejón, y se perdió de vista. Ella contuvo el aliento en un suspiro.

Los golpes en la puerta de entrada se detuvieron de pronto. Ella metió la cabeza dentro de la habitación. Sus manos abandonaron el alféizar. Tenía el rostro de un autómata. Cerró la ventana sin parecer consciente de lo que hacía y se quedó plantada en el centro de la habitación, mirándose con cara crítica las uñas cuando apareció en la puerta un hombre enorme, con cara de cansancio y ropa arrugada.

—¿Dónde está? —preguntó.

Ella apartó la mirada de las uñas para posarla en él, como si en realidad siguiera mirándolas.

—¿Quién?

Él suspiró con ademán de cansancio. Se acercó a la puerta del armario y lo abrió.

—¿Tú eres la Fischer?

Cerró la puerta y se desplazó hacia la ventana mientras miraba por toda la habitación, y no a ella, aunque demostraba bien poco interés.

—Soy Luise Fischer —dijo ella, hablándole a su espalda.

El hombre abrió la ventana y se asomó.

—¿Cómo va, Tom? —preguntó a alguien de abajo.

Cualquiera que fuese la respuesta, no se oyó desde dentro de la habitación.

Luise borró de su rostro cualquier muestra de atención al ver que el hombre se volvía hacia ella.

—Aún no he desayunado —dijo él.

Por la puerta, desde algún otro lugar del piso, les llegó la voz de Donny:

—Le digo que no sé adónde ha ido. Ha dejado a la dama esa y ha pisado el acelerador. No me ha dicho nada. No…

Le contestó una voz metálica:

—¡Ya, seguro! —en tono desagradable.

Luego se oyó un golpe.

La voz de Donny:

—¡Y si lo supiera no se lo diría, desgraciado! Y ahora, ¡vuélvame a dar!

La voz metálica:

—Si es lo que quiere…

Sonó otro golpe.

La voz de Fan, aguda de pura rabia, sonó en un grito:

—¡Déjelo ya, pedazo de…!

Pero se cortó de pronto.

El hombre enorme se asomó por la puerta de la habitación y habló para los del otro lado del piso:

—No importa, Ray. —Luego se dirigió a Luise Fischer—. Ponte algo de ropa.

—¿Por qué? —preguntó ella con frialdad.

—Quieren que vuelvas a Mile Valley.

—¿Para qué?

Luise no parecía creer que fuera cierto.

—No lo sé —masculló él, impaciente—. No es asunto mío. Nosotros solo hemos venido a recogerte. Tiene algo que ver con unos anillos de la madre de no sé quién que desaparecieron de la casa al mismo tiempo que tú.

Ella alzó las manos y se quedó mirando sus anillos.

—Pero eso no es cierto. Me los compró él en París y…

El hombre la miró con cara seria y expresión de cansancio.

—Bueno, no lo discutas conmigo. No es asunto mío. ¿Adónde pensaba ir ese tal Brazil cuando se ha largado?

—No lo sé. —Luise dio un paso adelante, avanzando una mano en un gesto atractivo—. ¿Acaso…?

—Nunca lo sabe nadie —se quejó el hombre, haciendo caso omiso de la pregunta que ella empezaba a hacerle—. Vístete. —Luego, le tendió una mano—. Será mejor que yo me encargue de la chatarra.

Ella dudó, pero luego se quitó los anillos y los dejó caer en su mano.

—Espabila —dijo él—. Todavía no he desayunado.

Salió y dejó la puerta cerrada.

Ella se vistió a toda prisa con la ropa que se había quitado poco antes, aunque ya no volvió a ponerse la media suelta que llevaba al salir de casa de Brazil. Al acabar se acercó lentamente a la ventana, con una última mirada hacia atrás, a la puerta, y empezó a levantar la hoja despacio, con mucho cuidado.

El tipo enorme con cara de cansado abrió la puerta.

—Suerte que estaba mirando por la cerradura —dijo con paciencia—. Ahora, vamos…

Fan llegó a la habitación por detrás del hombre. Tenía la cara muy sonrosada y la voz muy aguda.

—¿Para qué os la lleváis? —quiso saber—. No ha hecho nada. ¿Por qué no…?

—Déjalo, déjalo —suplicó el hombre grande. Al parecer, su cansancio se había vuelto ya insoportable—. Yo solo soy un poli con el encargo de llevármela, acusada de hurto. No tengo nada que ver con esto, ni sé nada más.

—No pasa nada, señora Link —dijo Luise Fischer con dignidad—. Todo irá bien.

—Pero no puedes irte así —protestó Fan, y se volvió hacia el gigante—: Tiene que dejarle ponerse algo de ropa decente.

El tipo suspiró y asintió.

—Lo que sea, con tal de que se den prisa y dejen de discutir conmigo.

Fan se alejó a toda prisa.

Luise Fischer se dirigió al gigante.

—¿A él también lo acusan de hurto?

El tipo suspiró.

—De eso, o de otra cosa —dijo, sin ánimo.

—No ha hecho nada —dijo ella.

—Bueno, yo tampoco —se quejó él.

Entró Fan con algo de ropa, un vestido azul y un sombrero, zapatos oscuros, medias y una blusa blanca.

—Pero deja la puerta abierta —advirtió el hombre grande.

Salió de la habitación y se quedó apoyado en una pared, al otro lado, desde la que veía las ventanas de la habitación.

Luise Fischer se cambió de ropa con ayuda de Fan, en una esquina de la habitación en la que quedaban resguardadas de la vista del gigante.

—¿Lo han pillado? —murmuró Fan.

—No lo sé.

—Yo creo que no.

—Eso espero.

Fan estaba de rodillas ante Luise Fischer, ayudándole a ponerse las medias.

—No dejes que te obliguen a hablar hasta que hayas visto a Harry Klaus —susurró deprisa—. Les dices que es tu abogado y que tienes que verlo primero. Lo mandaremos para allá y él se encargará de sacarte. —Alzó la vista abruptamente—. No los habrás afanado, ¿no?

—¿Que si he robado los anillos? —preguntó Luise, sorprendida.

—Ya me parecía que no —dijo la rubia—. Entonces, no tendrás que…

Les llegó la voz cansada del gigante.

—Venga, cortad el rollo y tirad adelante.

—Ve a echarte un vistazo —dijo Fan.

Luise Fischer se acercó al espejo con el sombrero prestado y se lo puso. Luego, mientras alisaba el vestido, miró su imagen reflejada. La ropa no le quedaba tan mal como era de esperar.

—Estás fantástica —opinó Fan.

El tipo de fuera intervino.

—Venga.

Luise Fischer se volvió hacia Fan.

—Adiós y…

La rubia le dio un abrazo.

—No hace falta que digas nada y, además, estarás otra vez aquí dentro de un par de horas. Harry enseñará a esos mamones que no te pueden colgar una cosa así.

—Venga —dijo el tipo.

Luise Fischer se llegó a su lado y luego salieron juntos hacia la puerta de entrada.

Cuando pasaron por el salón, Donny se levantó y se dirigió a ella en tono animoso:

—No te dejes preocupar por ellos, nena. Nosotros…

Un tipo alto vestido de marrón le puso una mano en la cara y lo empujó para que cayera sentado de nuevo en el sofá.

Luise Fischer y el grandullón salieron del piso. Un coche de la policía los esperaba delante de la casa, donde había dejado Brazil el cupé. Entre adultos y niños habría una docena de personas alrededor, o más, todos mirando con solemnidad hacia la puerta por la que iba a salir Luise.

Un policía de uniforme apartó a algunos a empujones para dejar un pasillo para ella y su acompañante, y luego se metió en el coche tras ellos.

—Arranca, Tom —dijo al conductor. Y se fueron.

El grandullón cerró los ojos y gruñó suavemente.

—Por Dios, estoy hecho polvo.

Recorrieron siete manzanas y se detuvieron en una esquina, delante de un edificio cuadrado de obra vista. El grandullón la ayudó a salir del automóvil y la hizo pasar entre dos esferas grandes del pavimento, congeladas, para llegar al edificio y entrar hasta una sala en la que un hombre uniformado, calvo y gordo, permanecía sentado ante un escritorio elevado.

El grandullón dijo:

—Esta es la tal Luise Fischer de Mile Valley. —Sacó una mano del bolsillo y dejó caer los anillos sobre la mesa—. Y esto es el material, creo.

El calvo contestó:

—Buena cosecha. ¿Habéis pillado al tipo?

—Creo que está en el hospital.

Luise Fischer se volvió hacia él.

—¿Está… malherido?

El grandullón gruñó:

—No tengo ni idea. He dicho que creía.

El calvo llamó:

—¡Luke!

Entró un policía flaco de bigote blanco.

El gordo dijo:

—Métela en la suite real.

Luise Fischer dijo:

—Quiero ver a mi abogado. —Los tres hombres la miraron sin pestañear—. Se llama Harry Klaus —dijo—. Quiero verlo.

Luke instó:

—Ven por aquí.

Ella lo siguió por un pasillo vacío hasta el otro extremo, donde el hombre abrió una puerta y se hizo a un lado para dejarla pasar. La puerta daba a una habitación pequeña, amueblada con un catre, una mesa, dos sillas y algunas revistas. La ventana era grande y tenía una gruesa reja. Desde el centro de la habitación, Luise se volvió para decir de nuevo:

—Quiero ver a mi abogado.

El hombre del bigote blanco cerró la puerta y Luise oyó que le echaba la llave.

Dos horas después regresó con un cuenco de sopa, un poco de carne fría y una rebanada de pan en un plato, además de una taza de café.

Ella había pasado aquel rato tumbada en el catre, mirando al techo. Se levantó y se encaró con él con tono imperioso:

—Quiero ver…

—No vuelvas a empezar con eso —dijo él, irritado—. Nosotros no tenemos nada que ver. Díselo a los tipos de Mile Valley cuando te vengan a buscar.

Dejó la comida en la mesa y salió de la habitación. Ella se comió todo lo que le había llevado.

A última hora de la tarde volvió a abrirse la puerta.

—Aquí los tienes —dijo el hombre del bigote blanco, al tiempo que se apartaba para dejar entrar a sus acompañantes.

Eran dos hombres de mediana estatura, vestidos con ropa anodina, uno muy amplio de tórax y rubicundo, el otro más viejo y menos grueso.

El relleno y rubicundo repasó a Luise Fischer de arriba abajo con la mirada y le dedicó una sonrisa admirativa. El otro dijo:

—Queremos que vuelva con nosotros al valle, señorita Fischer.

Ella se levantó de la silla y empezó a ponerse el abrigo y el sombrero.

—Eso es —dijo el mayor de los dos en tono aprobatorio—. No nos des ningún problema y tampoco te lo daremos nosotros a ti.

Ella lo miró con curiosidad.

Salieron a la calle y entraron en un sedán azul polvoriento. Condujo el hombre grueso. Luise Fischer iba sentada detrás, junto al tipo mayor. Iban por la misma carretera que había recorrido aquella mañana con Brazil, solo que en dirección contraria.

En un momento, antes de abandonar la ciudad, les dijo:

—Quiero ver a mi abogado. Se llama Harry Klaus.

El hombre sentado a su lado iba mascando chicle. Hizo una serie de ruidos con los labios y luego, con bastante educación, le dijo:

—Ahora no podemos parar.

El que conducía intervino sin darle tiempo a contestar. Y sin volver la cabeza:

—¿Cómo es que Brazil le pegó?

Luise contestó enseguida:

—No fue culpa suya. Estaba…

El hombre mayor la interrumpió para dirigirse al que conducía:

—Déjalo, Pete. Dejemos que el fiscal haga su trabajo.

—Vale —contestó Pete.

La mujer se volvió hacia el hombre que iba a su lado:

—¿Y Brazil está… está herido?

Él estudió su cara un largo instante y luego asintió con un ligero vaivén de cabeza.

—Dicen que le dio una bala.

Ella abrió mucho los ojos.

—¿Le han disparado?

El hombre volvió a asentir.

Ella se llevó las dos manos a la frente:

—¿Está grave?

Él sacudió la cabeza de un lado a otro.

—No lo sé.

Luise le clavó los dedos en un brazo.

—¿Lo han detenido?

—No puedo decírselo, señorita. A lo mejor al fiscal del distrito no le gustaría.

Apretó los labios sin dejar de mascar chicle.

—Pero, por favor… —insistió ella—. Necesito saberlo.

El hombre volvió a negar.

—Nosotros no la estamos molestando con un montón de preguntas. No nos moleste usted.