MUJER EN LA OSCURIDAD

I

LA HUIDA

Se le dobló el tobillo derecho y se cayó. El viento que soplaba colina abajo desde el sur y azotaba los árboles que flanqueaban la carretera convirtió su exclamación en un suspiro y le arrancó la bufanda para llevársela hacia la oscuridad. Se sentó lentamente, impulsándose con las palmas en el suelo de grava, y tuvo que ladear el cuerpo para liberar la pierna que había quedado aprisionada por su peso.

El zapato derecho estaba en la carretera, cerca del pie. Al ponérselo descubrió que le faltaba el tacón. Miró alrededor y empezó a buscarlo a tientas, de rodillas, cuesta arriba y contra el viento, con una leve mueca de dolor cuando la rodilla derecha tocó el pavimento. Enseguida abandonó y quiso arrancar el tacón del zapato izquierdo, pero no pudo. Se lo volvió a poner y se levantó, de espaldas al viento, como si se apoyara en su soplido violento para enfrentarse a la empinada cuesta. El vestido se le pegaba a la espalda y flameaba por delante. El cabello le azotaba las mejillas. Apoyando solo la punta del pie derecho para compensar la ausencia del tacón, avanzó renqueando cuesta abajo.

Al pie de la colina había un puente de madera y, unos cien metros más allá, una señal ilegible en la oscuridad marcaba la bifurcación de la carretera. Se detuvo y no miró la señal sino su entorno, temblando ahora pese a que el viento soplaba allí con menos fuerza que en la colina. Al moverse, el follaje a su izquierda mostraba y escondía alternativamente una luz amarilla. Tomó la bifurcación de la izquierda.

Al poco rato llegó a un espacio abierto entre la maleza que crecía en el margen de la carretera, por donde se colaba la suficiente luz para alumbrar un camino que, desde la carretera, avanzaba por el hueco. La luz procedía de una ventana apenas oscurecida por finas cortinas, de una casa que se alzaba al fin del camino.

La mujer recorrió aquel sendero y al llegar llamó a la puerta. Como no obtuvo respuesta, volvió a llamar.

Una voz masculina, ronca y desprovista de toda emoción, dijo:

—Adelante.

La mujer apoyó una mano en el picaporte; dudaba. No le llegaba ningún sonido procedente del interior de la casa. Afuera sonaba el viento por todas partes. Volvió a llamar con suavidad.

La voz repitió exactamente lo mismo que antes:

—Adelante.

Abrió la puerta. El viento la empujó con fuerza y el picaporte tiró de ella de tal modo que hubo de agarrarse a la puerta con las dos manos para no caerse. El viento la dejó atrás y se coló en la sala para inflar las cortinas y diseminar las hojas de un periódico que había en la mesa. La mujer luchó para cerrar la puerta y, aún con la espalda apoyada en ella, dijo:

—Lo siento.

Se esforzaba mucho para pronunciar las palabras con claridad a pesar de su acento.

El hombre, que estaba limpiando su pipa junto a la chimenea, respondió: —No pasa nada—. Sus ojos cobrizos eran tan impersonales como la voz ronca. —Enseguida termino.

No se levantó de la silla. El filo de la navaja que sostenía en la mano raspaba el interior de la cazoleta de la pipa.

Ella se apartó de la puerta y avanzó cojeando mientras examinaba al hombre con una mirada perpleja, bajo un leve fruncimiento de cejas. Era una mujer alta y de pose altiva, pese a la cojera, el cabello arremolinado por el viento y los cortes y la suciedad que la grava le había dejado en las manos, en los brazos descubiertos y en el crepé rojo de su vestido.

Sin dejar de esforzarse con la pronunciación, la mujer dijo:

—He de ir a la estación. Me he torcido un tobillo en la carretera. ¿Eh?

Él apartó entonces la mirada de su tarea. Su rostro cetrino, de rasgos muy marcados bajo un cabello tosco, casi del mismo color que sus ojos, no parecía hostil, ni tampoco amistoso. Miró la cara de la mujer, su falda rajada. Llamó sin mover la cabeza:

—Eh, Evelyn.

Una chica —cuerpo delgado que empezaba a madurar con ropa marrón deportiva, rostro elegante tostado por el sol, con ojos oscuros y brillantes y cabello corto oscuro— entró en la habitación por una puerta que quedaba detrás de él.

El hombre no se volvió para mirarla. Señaló a la mujer de rojo con un movimiento de cabeza y dijo:

—Esta…

La mujer lo interrumpió:

—Me llamo Luise Fischer.

—Tiene una lesión en la pierna.

Los ojos oscuros y fisgones de Evelyn pasaron de la mujer al hombre —cuya cara no podía ver— y volvieron a posarse en la mujer.

—Iba a salir ahora mismo. La puedo dejar en Mile Valley de camino a casa.

La mujer parecía a punto de sonreír. Ante su mirada de curiosidad, Evelyn se sonrojó de repente y su rostro, pese a la rojez, adoptó una expresión desafiante. La chica era guapa. Ante ella, la mujer se había vuelto hermosa: sus ojos, de largas y densas pestañas, estaban bien separados bajo la frente, lisa y amplia; la boca no era pequeña, sino llena de sensibilidad y movimiento, y a la luz del fuego, las distintas superficies del rostro quedaban definidas con la claridad de los planos de una escultura.

El hombre sopló sin soltar la pipa y levantó una nubecilla de polvo negro.

—No hace falta correr —dijo—. No sale ningún tren hasta las seis. —Alzó la mirada hacia el reloj que había sobre la chimenea. Eran las 10.33—• ¿Por qué no la ayudas con lo de la pierna?

—No, no hace falta. Yo… —dijo la mujer.

Apoyó el peso en la pierna lastimada, dio un respingo y tuvo que apoyar la mano en el respaldo de una silla para mantener el equilibrio.

La chica corrió a su lado y tartamudeó con pesar:

—No… No se me había ocurrido. Perdón.

Rodeó a la mujer con un brazo y la ayudó a sentarse en una silla.

El hombre se levantó para dejar su pipa en la repisa de la chimenea, junto al reloj. Era de estatura mediana, pero su cuerpo fornido le hacía parecer más bajo. El cuello, asomado entre el pico de un jersey gris, era corto y de potente musculatura. Por abajo llevaba pantalones grises de hechura amplia y unos gruesos zapatos marrones. Cerró la navaja con un clic y se la guardó en el bolsillo antes de volverse para mirar a Luise Fischer.

Evelyn estaba de rodillas delante de la mujer, quitándole la media derecha, con un compasivo cloqueo de la lengua y un parloteo nervioso.

—También se ha hecho un corte en la rodilla. Tch-tch-tch. Y mira cómo se está hinchando el tobillo. No tendría que haber intentado caminar tanto con esos zapatitos. —Su cuerpo impedía al hombre la visión de la pierna desnuda—. Bueno, quédese sentada y se lo curaré enseguida.

Tiró de la falda roja y rasgada para tapar la pierna desnuda.

La mujer sonreía con educación. Con mucho cuidado, dijo:

—Eres muy amable.

La chica salió corriendo del salón.

El hombre sostenía en la mano un paquete blando de cigarrillos. Lo agitó hasta que tres de ellos asomaron las boquillas y los acercó hacia ella para ofrecerle:

—¿Fuma?

—Gracias.

La mujer cogió un cigarrillo, se lo llevó a la boca y, mientras él le acercaba una cerilla, se quedó mirando la mano. Tenía huesos grandes y era musculosa, pero no parecía la mano de un trabajador. Entre sus largas pestañas, la mujer miró al hombre a la cara mientras él le daba fuego. Era más joven de lo que le había parecido a primera vista —quizá no tuviera más de treinta y dos o treinta y tres años— y a la luz de la cerilla sus rasgos transmitían más disciplina que imperturbabilidad.

—¿Es una lesión seria?

Como quien no quiere la cosa.

—Espero que no.

La mujer subió un poco la falda para mirar primero el tobillo y luego la rodilla. El tobillo estaba perceptiblemente hinchado, aunque no demasiado; la rodilla tenía un corte profundo y otros dos no tan serios. Tocó el borde de las heridas suavemente con el índice.

—No me gusta el dolor —dijo, muy en serio.

Evelyn entró con un cuenco lleno de agua humeante, ropa, un rollo de vendas y un ungüento. Sus ojos oscuros se abrieron mucho al ver juntos al hombre y la mujer, pero cuando ellos volvieron sus rostros hacia ella estaban ya protegidos por los párpados.

—Ahora lo curaré. Estará todo curado en un minuto.

Se arrodilló de nuevo delante de la mujer, derramó un poco de agua en el suelo con mano nerviosa e interpuso otra vez su cuerpo entre la pierna de Luise Fischer y el hombre.

Él fue hasta la puerta, la abrió más o menos un palmo, reteniéndola contra el viento con un pie, y miró afuera.

Mientras la chica le lavaba el tobillo, la mujer preguntó:

—¿No sale ningún tren hasta mañana?

Ella apretó los labios con gesto pensativo:

—No.

El hombre cerró la puerta y anunció:

—Va a llover dentro de una hora.

Echó más leña al fuego y luego —con las piernas separadas, las manos en los bolsillos, el cigarrillo colgado de una comisura— se quedó mirando cómo cuidaba Evelyn la pierna de la mujer. Tenía un rostro plácido.

La chica secó el tobillo y empezó a envolverlo con una venda, trabajando cada vez con más velocidad y respirando más rápido. Una vez más, la mujer parecía a punto de sonreír a la chica, pero se limitó a decir:

—Eres muy amable.

—No cuesta nada —murmuró la chica.

Sonaron tres golpes bruscos en la puerta.

Luise Fischer dio un respingo, dejó caer el cigarrillo y paseó una rápida mirada por todo el salón con ojos de miedo. La chica, concentrada en su faena, no alzó la cabeza. El hombre, sin que nada en su expresión o en su comportamiento demostrara que había percibido el miedo de la mujer, se volvió hacia la puerta y, con su voz ronca y despreocupada, dijo:

—Vale. Adelante.

Se abrió la puerta y entró un gran danés moteado, seguido por dos hombres altos con ropa elegante. El perro fue directo hacia Luise Fischer y le acarició la mano con el hocico. Ella miraba a los dos hombres que acababan de entrar. No era una mirada tímida, pero tampoco tenía ninguna calidez.

Uno de los hombres se quitó la gorra —gris, de lana, a juego con el abrigo— y se acercó a ella con una sonrisa.

—¿O sea que has acabado aquí? —La sonrisa desapareció en cuanto el hombre vio la pierna y los vendajes—. ¿Qué ha pasado?

Tal vez tuviera unos cuarenta años, iba bien acicalado, se movía con elegancia, tenía el cabello liso y oscuro, unos inteligentes ojos oscuros —y, en ese momento, solícitos— y un bigote del mismo tono, bien recortado. Apartó al perro y tomó la mano de la mujer.

—Creo que no es serio. —Ella había dejado de sonreír. Su voz sonaba fría—. He tropezado en la carretera y me he torcido el tobillo. Esta gente ha sido muy…

El hombre se volvió hacia el del jersey gris, le ofreció una mano y, en tono brusco, le dijo:

—Muchísimas gracias por ocuparse de Fraülein Fischer. Usted es Brazil, ¿verdad?

El hombre del jersey gris asintió con un movimiento de cabeza.

—Y usted debe de ser Kane Robson.

—Exacto. —Robson inclinó la cabeza hacia el otro hombre, que seguía junto a la puerta—. El señor Conroy.

Brazil asintió. Conroy dijo:

—Hola, qué tal.

Luego avanzó hacia Luise Fischer. Era casi cinco centímetros más alto que Robson —que mediría algo más de metro ochenta— y unos diez años más joven, rubio, de espaldas amplias y esbelto, con una cabeza pequeña y de forma hermosa y unos rasgos extraordinariamente simétricos. Llevaba un abrigo negro colgado del brazo y sostenía un sombrero negro en la mano. Sonrió a la mujer, que lo miraba desde abajo, y dijo:

—Menuda idea tienes tú de lo que es una broma.

Ella se dirigió a Robson:

—¿Por qué habéis venido?

Él le dedicó una sonrisa amistosa y alzó un poco los hombros:

—Has dicho que no te encontrabas muy bien y que te ibas a tumbar un poco. Cuando Helen ha entrado en tu habitación a ver cómo te iba, no estabas. Nos ha dado miedo que te hubieras ido y te hubiera ocurrido algo. —Miró la pierna y volvió a mover los hombros—. Bueno, teníamos razón.

Ningún rasgo de la cara de la mujer ofreció respuesta a la sonrisa.

—Me voy a la ciudad —le dijo—. Ahora ya lo sabes.

—De acuerdo, si es lo que quieres… —Estaba de buen humor—. Pero no te puedes ir así. —Movió la cabeza para señalar el vestido de noche, todo desgarrado—. Te llevaremos de vuelta a casa para que puedas cambiarte y hacer la maleta y… —Se volvió hacia Brazil—. ¿Cuándo sale el próximo tren?

Brazil respondió:

—A las seis.

El perro le estaba olisqueando las piernas.

—Ya ves —dijo Robson en tono soso, dirigiéndose de nuevo a la mujer—. Sobra tiempo.

Ella se miró la ropa y pareció que la encontraba satisfactoria.

—Me iré así —respondió.

—Mira, Luise —empezó de nuevo Robson, en tono bastante razonable—. Tienes cuatro horas antes de que salga el tren. Sobra tiempo para descansar, dormir un poco y luego…

Ella se limitó a decir:

—Ya me he ido.

Robson hizo una mueca de impaciencia, medio en broma, y abrió las manos, palmas arriba, en un gesto de desesperación.

—Pero… ¿qué vas a hacer? —preguntó en un tono coherente con el gesto—. No pretenderás que Brazil te cuide hasta que llegue la hora del tren y luego te lleve a la estación, ¿no?

Ella dedicó una mirada tranquila a Brazil y le preguntó con calma:

—¿Es demasiado pedir?

Brazil sacudió la cabeza con despreocupación:

—Sin problemas.

Robson y Conroy se volvieron a la vez para mirar a Brazil. Sus ojos mostraban un considerable interés, pero nada de hostilidad. Él soportó la inspección plácidamente.

Luise Fischer dijo con frialdad y un tono de punto final:

—Vale.

Conroy interrogó a Robson con una mirada y este suspiró con aire cansado y preguntó:

—¿Estás decidida del todo, Luise?

—Sí.

Robson volvió a encogerse de hombros y dijo:

—Siempre sabes lo que quieres. —El rostro y la voz eran graves. Empezó a volverse hacia la puerta, pero luego se detuvo para preguntar—: ¿Tienes suficiente dinero?

Llevó una mano hacia el bolsillo interno del pecho de su americana.

—No quiero nada —le dijo ella.

—De acuerdo. Si luego quieres algo, ya me lo harás saber. Vamos, Dick.

Se acercó a la puerta, la abrió, volvió la cabeza para dirigirse a Brazil con un:

—Gracias, buenas noches.

Y luego se fue.

Conroy tocó levemente el antebrazo de Luise Fischer con tres dedos, le deseó buena suerte, se despidió de Evelyn y Brazil con una reverencia y salió en pos de Robson.

El perro alzó la cabeza para ver salir a los dos hombres. Evelyn se quedó mirando la puerta con mirada desalentada y se frotó las manos. Luise Fischer se dirigió a Brazil.

—Sería inteligente cerrar con llave.

Él la miró fijamente un largo instante, mientras cavilaba, y aunque no hubo ningún cambio aparente en su expresión, todos sus músculos faciales se tensaron:

—No —dijo al fin—. No la voy a cerrar.

La mujer enarcó un poco las cejas, pero no dijo nada. La chica se dirigió a Brazil por primera vez desde la llegada de Luise Fischer. Había una empatía peculiar en su voz.

—Estaban borrachos.

—Habían bebido —concedió él. La miró pensativo y dio la impresión de que solo entonces se daba cuenta de lo inquieta que estaba—. Parece que a ti también te vendría bien una copa.

Ella se quedó confusa. Esquivó su mirada.

—¿Quieres una tú?

—Creo que sí.

El hombre interrogó con la mirada a Luise. Ella asintió con una inclinación de cabeza y dijo:

—Gracias.

La chica salió de la habitación. La mujer echó el cuerpo un poco hacia delante para mirar intensamente a Brazil. Su voz sonó bastante tranquila, pero la lentitud deliberada que empleaba al hablar hacía que sus palabras sonaran más impresionantes:

—No cometa el error de creer que el señor Robson no es peligroso.

Él pareció sopesar la afirmación con espíritu casi soñoliento; luego, tras mirarla con cierta curiosidad, preguntó:

—¿Me he ganado un enemigo?

El golpe de cabeza con que la mujer asintió no dejaba lugar a dudas.

El hombre lo aceptó con una leve sonrisa, le ofreció de nuevo un cigarrillo y preguntó:

—¿Y usted también?

Ella lo atravesó con la mirada, como si estudiara algo lejano, y luego respondió lentamente:

—Sí, pero he perdido un amigo aún peor.

Llegó Evelyn con una bandeja con vasos, agua mineral y una botella de whisky. Sus ojos oscuros, al pasar del hombre a la mujer, eran inquisitivos, furtivos en parte. Llegó hasta la mesa y se puso a preparar las bebidas.

Brazil terminó de encender el cigarrillo y preguntó:

—¿Lo deja de verdad?

Durante un momento, por la mirada altiva con que lo repasaba, pareció que la mujer no tuviera intención de responderle; sin embargo, de pronto su cara se retorció en una expresión de odio profundo y escupió un:

¡Ja!

Él dejó el vaso en la repisa de la chimenea y fue hasta la puerta. Siguió la rutina propia de quien se dispone a echar un vistazo al avance de la noche; sin embargo, apenas abrió la puerta unos centímetros y la cerró de inmediato; su comportamiento denotaba tan poco nerviosismo que parecía que lo preocupara otra cosa.

Volvió junto a la repisa, cogió su vaso y bebió. Luego se disponía a hablar, con una mirada contemplativa concentrada en el vaso, cuando sonó el teléfono detrás de una puerta que daba a la chimenea. Abrió la puerta y en cuanto desapareció tras ella se pudo oír su voz ronca y distante:

—¿Diga? Sí… Sí, Nora… Un momento. —Volvió a entrar en la sala y se dirigió a la chica—: Nora quiere hablar contigo.

Ella entró en la habitación contigua y él cerró la puerta.

—Si no conocía a Kane Robson antes de hoy es que no hace mucho que vive aquí.

—Un mes, más o menos. Pero, claro, él estaba en Europa hasta la semana pasada, cuando volvió… Con usted. —Cogió su vaso—. De hecho, es mi casero.

—Entonces… —Ella se interrumpió al ver que se abría la puerta del dormitorio. Evelyn se quedó junto al umbral, con las manos a la altura del pecho, y protestó:

—Viene mi padre. Alguien le ha dicho que estoy aquí.

Cruzó la sala deprisa para coger su sombrero y su abrigo, que seguían en una silla.

Brazil le dijo:

—Espera. Si te vas ahora te lo encontrarás por la carretera. Tienes que esperar hasta que llegue y luego te escapas por detrás y llegas a casa antes que él, mientras él me da la paliza a mí. Dejaré tu coche al pie del camino trasero.

Vació el vaso y echó a andar hacia el dormitorio.

—Pero… ¿no vas a…? —Le temblaba un labio—. ¿No vas a pelearte con él? Prométemelo.

—No me pelearé. —El hombre entró en el dormitorio y regresó casi de inmediato con un sombrero blando marrón en la cabeza y un brazo metido ya en la manga del abrigo—. Solo me llevará cinco minutos.

Salió por la puerta principal.

Luise Fischer preguntó:

—¿Tu padre no lo aprueba?

La chica negó penosamente con un movimiento de cabeza. Luego se volvió de pronto hacia la mujer, le tendió ambas manos en un gesto de clara súplica y pronunció unas palabras con un temblor en los labios, casi descoloridos:

—Usted estará aquí. No deje que se peleen. Tiene que impedirlo.

La mujer le tomó las manos, las juntó entre las suyas y le dijo:

—Haré lo que pueda, te lo prometo.

—Que no se vuelva a meter en un lío —gimió la chica—. ¡Que no lo haga!

Se abrió la puerta y entró Brazil.

—Ya está —anunció, alegre, mientras se quitaba el abrigo, lo soltaba en una silla y le dejaba el sombrero húmedo encima—. Lo he dejado al final de la valla. —Cogió el vaso de la mujer y el suyo y se acercó a la mesa—. Será mejor que te metas en la cocina por si aparece de repente.

Empezó a servir whisky en ambos vasos.

La chica se humedeció los labios con la punta de la lengua.

—Sí, supongo que sí —dijo en tono vago. Luego sonrió con timidez y un punto de súplica a Luise Fischer, dudó y le tocó una manga al hombre con los dedos—. Te… ¿Te vas a portar bien?

—Claro.

Sin dejar de preparar las bebidas.

—Te llamaré mañana.

Sonrió a Luise Fischer y avanzó reticente hacia la puerta.

Brazil entregó su vaso a la mujer, dio media vuelta a una silla para quedar de cara a ella y se sentó.

—Su amiguita —dijo la mujer— lo quiere mucho.

Él parecía dudar.

—Ah, es una chiquilla —contestó.

—Pero su padre —sugirió— no es un tipo agradable, ¿eh?

—Está pirado —contestó en tono descuidado. Luego, se puso a pensar—. ¿Será que lo ha llamado Robson?

—¿Él lo sabía?

El hombre sonrió un poco.

—En un sitio así todo el mundo lo sabe todo de todo el mundo.

—Entonces, sobre mí —empezó ella—, usted…

La interrumpió un golpetazo que hizo temblar la puerta y retronó en toda la sala. El perro se levantó con las patas agarrotadas.

Brazil dirigió una breve sonrisa triste a la mujer y contestó con su voz ronca y desprovista de emociones:

—De acuerdo. Adelante.

Un hombre de mediana estatura, con un abrigo brillante de caucho que le llegaba hasta los tobillos, abrió la puerta con violencia. Sus ojos negros, demasiado juntos, ardían bajo el ala baja de un sombrero gris. Una nariz pálida y huesuda sobresalía por encima de la barba y el bigote, entrecanos ambos y recortados. Sostenía con fuerza en una mano un pesado bastón de madera de manzano.

—¿Dónde está mi hija? —exigió saber el hombre.

Tenía una voz profunda, potente y resonante.

La cara de Brazil era una máscara flemática.

—Hola, Grant —saludó.

El de la puerta dio otro paso adelante.

—¿Dónde está mi hija?

El perro gruñó y enseñó los dientes. Luise Fischer dijo:

—¡Franz!

El perro la miró y movió la cola de un lado a otro, unos pocos centímetros. Brazil dijo:

—Evelyn no está aquí.

Grant lo fulminó con la mirada.

—¿Dónde está?

Brazil estaba plácido.

—No lo sé.

—¡Es mentira! —Los ojos de Grant pasearon su mirada ardiente por toda la sala. Los nudillos de la mano que sostenía el bastón estaban blancos—. ¡Evelyn! —llamó.

Luise Fischer, sonriendo como si la rabia del barbudo la divirtiese, dijo:

—Es verdad, señor Grant. Aquí no hay nadie más.

Él la miró brevemente con un punto de odio en sus ojos enloquecidos.

—¡Bah! Las palabras de la meretriz confirman las del convicto.

Avanzó a grandes zancadas hasta la puerta del dormitorio y se metió en él. Brazil sonrió:

—¿Lo ve? Está pirado. Siempre habla así, como un tipo de uno de esos folletones deplorables.

Ella le sonrió y dijo:

—Tenga paciencia.

—La tengo —contestó él con sequedad.

Grant salió del dormitorio, cruzó la sala corriendo hacia la puerta trasera, la abrió y desapareció por ella.

Brazil vació el vaso y lo dejó en el suelo, junto a su silla.

—Cuando vuelva, habrá más fuegos artificiales.

Al regresar a la sala, el hombre de la barba caminó en silencio hasta la puerta delantera, la abrió de golpe, sujetó el pestillo con una mano y con la otra se puso a golpear la contera de su bastón contra el suelo mientras rugía a Brazil:

—Por última vez, le prohíbo que tenga tratos con mi hija. ¡No se lo volveré a decir!

Se fue con un portazo.

Brazil exhaló con brusquedad y sacudió la cabeza:

—Pirado —suspiró—. Absolutamente pirado.

Luise Fischer dijo:

—Me ha llamado meretriz. ¿Acaso aquí la gente…?

El hombre no la escuchaba. Había abandonado la silla y estaba recogiendo el sombrero y el abrigo.

—Quiero salir a ver si ella lo ha logrado. Si llega a casa antes que él, todo irá bien. Nora, o sea, la madrastra, la cuidará. Pero si no… No tardaré.

Salió por detrás.

Luise Fischer se quitó de una patada el zapato que le quedaba, se levantó y puso a prueba la respuesta de su pie herido al peso. Tres pasos tentativos le demostraron que la pierna estaba rígida, pero servía. Entonces vio que todavía tenía las manos y los brazos sucios de la carretera y, tras una breve exploración, encontró en el dormitorio una puerta que daba a un baño. Tarareó una melodía mientras se lavaba y siguió haciéndolo en la habitación mientras se peinaba y le pasaba un cepillo a la ropa, pero la interrumpió con impaciencia al no encontrar maquillaje, ni pintalabios. Estaba estudiando su reflejo en un espejo de cuerpo entero cuando oyó que se abría la puerta principal.

Se le iluminó la cara.

—Estoy aquí —avisó mientras salía a la sala.

Robson y Conroy estaban junto a la puerta.

—Ya veo que estás ahí, querida —dijo Robson, sonriendo al ver que ella daba un respingo por la sorpresa.

Estaba más pálido que antes y sus ojos parecían más cristalinos, pero por lo demás no parecía cambiado. Conroy, en cambio, estaba desaliñado; tenía la cara sonrojada y era obvio que estaba bastante borracho.

La mujer había recobrado ya la compostura.

—¿Qué quieres? —preguntó en tono brusco.

Robson miró alrededor.

—¿Dónde está Brazil?

—¿Qué quieres? —repitió ella.

Él miró más allá de ella, hacia la puerta abierta del dormitorio, sonrió y se acercó hasta allí. Cuando regresó de la habitación vacía, ella le dedicó una sonrisa desdeñosa. Conroy había caminado hasta la chimenea, junto a la que permanecía tumbado el gran danés, y se quedó mirándolos, de espaldas al fuego.

Robson dijo:

—Bueno, así son las cosas, Luise; te vuelves a casa conmigo.

—No —respondió ella.

Él sacudió la cabeza de arriba abajo con una sonrisa.

—Aún no he conseguido todo el dinero que puedo sacar de ti.

Dio un paso hacia ella.

Ella se retiró hacia la mesa y cogió la botella de whisky por el cuello.

—¡No me toques!

Su voz, como su cara, sonaba gélida de pura furia.

El perro se levantó con un gruñido.

Los ojos oscuros de Robson se desviaron para concentrarse en el perro, luego en Conroy —un párpado se cerró entonces— y de nuevo en la mujer.

Conroy —sin ningún movimiento tenso o furtivo para no alarmar a la mujer ni al perro— se llevó la mano derecha al bolsillo del abrigo, sacó una pistola negra, apoyó la boca del cañón detrás de una oreja del perro y le atravesó la cabeza de un disparo. El perro quiso saltar, cayó de lado y agitó débilmente las piernas. Con una sonrisa estúpida, Conroy volvió a guardar la pistola en el bolsillo.

Luise Fischer se dio media vuelta al oír el disparo. Soltó un grito a Conroy y alzó la botella para lanzársela. Sin embargo, Robson le agarró la muñeca con una mano y con la otra le arrancó la botella. Mientras tanto sonreía y decía:

—No, no, dulce mía —con voz burlona.

Dejó la botella sobre la mesa, pero mantuvo la muñeca aferrada.

Las patas del perro dejaron de moverse.

Ella no intentó liberar la muñeca. Se puso bien recta y habló con voz muy seria:

—Amigo, si crees que voy a volver contigo es que no me conoces.

Robson soltó una risilla.

—Tú sí que no me conoces a mí si crees que no vas a volver —le dijo.

Se abrió la puerta principal y entró Brazil. Su cara macilenta mantuvo la expresión flemática, aunque a sus ojos se asomó una sombra de enojo. Cerró la puerta con cuidado y luego se dirigió a sus visitantes con la voz propia de quien se queja sin rabia.

—¿Qué diablos es esto? —preguntó—. ¿El día del visitante? ¿Acaso se supone que tengo un hostal de carretera?

—Ya nos vamos —dijo Robson—. Fraulein Fischer viene con nosotros.

Brazil estaba mirando el perro muerto y el enojo se ahondaba en sus ojos cobrizos.

—Me parece bien, si es lo que quiere —dijo con indiferencia.

—No me voy —dijo la mujer.

Brazil seguía mirando el perro.

—Pues también me parece bien —murmuró. Y luego, con más interés—: ¿Quién ha hecho esto? —Caminó hasta el perro y le tocó la cabeza con un pie—. Todo el suelo lleno de sangre —gruñó.

Luego, sin alzar la cabeza, sin desplazar apenas el peso del cuerpo de una pierna a otra, sin tensar siquiera el cuerpo, encajó el puño derecho en la hermosa cara de borracho de Conroy.

Conroy encajó el puñetazo con rigidez, sin doblar las rodillas y girando un poco el cuerpo mientras caía. La cabeza y un hombro golpearon la chimenea y luego cayó todo él hacia delante, rodó por completo y quedó tieso en el suelo, boca arriba.

Brazil dio media vuelta para encararse a Robson.

Robson acababa de soltar la muñeca de la mujer y estaba intentando sacar una pistola del bolsillo de su abrigo. Pero ella se había echado encima de su brazo y descargaba en él todo su peso para mantenérselo pegado al cuerpo de tal modo que él no conseguía liberarlo pese a que con la otra mano le estaba tirando del pelo.

Brazil dio una vuelta para acercarse a Robson por detrás, le golpeó la barbilla con el puño para poder pasar luego el antebrazo por debajo y rodear con él el cuello de su oponente, más alto que él. Después de apretar el antebrazo con firmeza y agarrar la muñeca de Robson con la otra mano, dijo:

—Vale. Lo tengo.

Luise Fischer soltó el brazo y cayó sentada al suelo. Salvo por una expresión triunfal, su rostro permanecía tan concentrado como el de Brazil.

Brazil tiró del brazo de Robson con fuerza por detrás de la espalda. La pistola también subió y, cuando quedó en posición horizontal, Robson apretó el gatillo. La bala pasó entre su espalda y el pecho de Brazil y terminó sacando astillas de una esquina de una estantería en el otro extremo de la sala.

Brazil dijo:

—Vuélvelo a intentar, muchacho, y te partiré el brazo. ¡Suéltala!

Robson dudó, pero dejó caer la pistola al suelo con gran ruido. Luise Fischer avanzó de rodillas para recogerla. Se quedó sentada en una esquina de la mesa, sosteniendo la pistola en la mano.

Brazil apartó a Robson de un empujón y cruzó la sala para arrodillarse junto al hombre que seguía tumbado en el suelo, tomarle el pulso, recorrer su cuerpo con una mano y levantarse luego con su pistola en la mano, que acabó encajando en un bolsillo del pantalón.

Conroy movió una pierna, parpadeó entre sueños y soltó un gruñido.

Brazil lo señaló con el pulgar y se dirigió bruscamente a Robson:

—Llévatelo de aquí.

Robson se acercó a Conroy, se agachó para levantarle un poco la cabeza y los hombros, lo zarandeó y le habló en tono irritado:

—Venga, Dick, despiértate. Nos vamos.

—… toy bien —balbuceó Conroy. Quiso tumbarse de nuevo.

—Arriba, arriba —gruñó Robson, y se puso a abofetearlo.

Conroy sacudió la cabeza y murmuró:

—No quiero.

Robson siguió abofeteando la cara del rubio:

—Venga, levántate, canalla.

Conroy gimió y murmuró algo ininteligible.

Brazil intervino en tono impaciente.

—Llévatelo de todos modos. Ya lo despertará la lluvia.

Robson empezó a hablar, cambió de idea, recogió del suelo su sombrero, se lo puso y volvió a agacharse junto al rubio. Tiró de él hasta dejarlo más o menos sentado, se echó al hombro su brazo rígido al tiempo que le rodeaba la espalda para encajarle una mano en la axila y se levantó, alzando lentamente al otro consigo hasta que quedó de pie, inestable, a su lado.

Brazil mantuvo abierta la puerta principal. Cargando en parte a Conroy, pero también arrastrándolo, Robson salió.

Brazil cerró la puerta, apoyó en ella la espalda y sacudió la cabeza en un remedo burlón de la resignación.

Luise Fischer dejó la pistola de Robson en la mesa y se levantó.

—Lo lamento —dijo en tono grave—. No tenía ninguna intención de provocar toda esta…

Él la interrumpió en tono despreocupado.

—No pasa nada. —Había algo de amargura en su sonrisa, aunque no cambió de tono—. Me paso la vida así. ¡Dios! Necesito una copa.

Ella se volvió con rapidez hacia la mesa y empezó a llenar los vasos.

Él la repasó con la mirada, de arriba abajo, dio un sorbo y preguntó:

—¿Ha salido así?

Ella se miró la ropa y dijo que sí con un movimiento de cabeza.

A él parecía hacerle gracia.

—¿Y qué va a hacer?

—¿Cuando vaya a la ciudad? Venderé todo esto… —Movió las manos para mostrar sus anillos—. Y luego… No sé.

—¿Quiere decir que no tiene nada de dinero? —quiso saber él.

—Eso es —respondió ella con frialdad.

—¿Ni para pagar el pasaje?

Ella dijo que no con un movimiento de cabeza, alzó un poco las cejas y conservó una calma que ya casi parecía insolencia.

—Estoy segura de que usted se podrá permitir prestarme esa mínima cantidad.

—Claro. Pero usted es única.

Ella no parecía entenderle.

El hombre volvió a beber y luego se echó hacia delante.

—Mire, en ese tren tendrá una pinta muy extraña. —Estiró dos dedos para señalar su vestido—. ¿Qué tal si la llevo en coche? Además, tengo amigos que la alojarán hasta que pueda conseguir algo de ropa para salir.

Ella estudió atentamente su cara antes de responder:

—Si no es demasiado problema…

—Entonces, está hecho —concluyó él—. ¿Quiere dar una cabezada antes?

Vació el vaso y caminó hasta la puerta principal, donde fingió estudiar la noche.

Al volverse pilló la expresión en el rostro de la mujer, aunque ella quiso relajar la frente a toda prisa. La sonrisa del hombre, así como su voz, cargó de sorna la disculpa siguiente:

—No lo puedo evitar. Me tuvieron un tiempo encerrado. Quiero decir, en la cárcel. Y me ha quedado eso. Tengo que asegurarme a todas horas de que no estoy encerrado. —La sonrisa se volvió más retorcida—. Tiene un nombre: claustrofobia. Pero no mejora por eso.

—Lo siento —respondió ella—. ¿Hace mucho tiempo?

—Hace mucho que entré —explicó él con sequedad—, pero apenas unas semanas que salí. Por eso me vine aquí. Para intentar aclararme, ver qué tal estoy y decidir qué quiero hacer.

—¿Y?

—¿Y qué? ¿Si sé cómo estoy? ¿Si sé qué quiero hacer? No lo sé. —Estaba de pie frente a la mujer, con las manos en los bolsillos, inclinándose hacia ella—. Supongo que estaba esperando que pasara algo, algo que pudiera interpretar como una señal del camino a tomar. Y lo que ha aparecido ha sido usted. No está mal. Así que la voy a acompañar.

Se sacó las manos de los bolsillos, se agachó, tiró de ella para ponerla en pie y le dio un beso salvaje.

Ella se quedó inmóvil un momento. Luego se escabulló de sus brazos y le dio una bofetada sin abrir del todo la mano. Estaba blanca de ira.

Él le agarró la mano, se la bajó sin darle más importancia y gruñó:

—Basta. Si no quiere jugar, no juegue. Eso es todo.

—Exacto, eso es todo.

—Bien.

Ningún cambio en el rostro del hombre, ni en su voz.

Acto seguido, ella dijo:

—Ese hombre, el padre de su amiga, me ha llamado meretriz. ¿Tanto habla de mí la gente por aquí?

Él torció la boca en un gesto despectivo.

—Ya sabe cómo son las cosas. Los Robson han sido los grandes terratenientes, los señores del lugar, desde hace generaciones, y cualquier cosa que hagan es una gran noticia. Todo el mundo sabe lo que hacen y por…

—¿Y qué dicen de mí?

Él sonrió.

—Lo peor, por supuesto. ¿Qué espera? Todos conocen a Robson.

—¿Y usted qué piensa?

—¿De usted?

Ella asintió con un movimiento de cabeza. Él la miraba fijamente.

—Precisamente yo no soy nadie para ir por ahí criticando a la gente —dijo—. Pero sí me preguntaba por qué se juntó con él. Seguro que se dio cuenta de que era una rata.

—La verdad es que no —se limitó a contestar ella—. Y encima estaba encerrada en un pueblo suizo.

—¿Actriz?

—Cantante.

Sonó el teléfono.

El hombre acudió al dormitorio sin darse prisa. Su voz fría llegó al salón:

—¿Diga?… Sí, Evelyn. Sí. —Una larga pausa—. Sí, de acuerdo. Y gracias.

Regresó a la sala con la misma parsimonia, pero al verlo Luise Fischer empezó a levantarse. El hombre llegaba pálido, amarillento, con el brillo del sudor en la frente y en las sienes, el cigarrillo que sostenía en la mano derecha roto y chafado.

—Era Evelyn. Su padre es el juez de paz. Conroy se ha fracturado el cráneo, se está muriendo. Robson acaba de llamar para decir que irá a declarar como testigo. Esa maldita chimenea. ¡No volveré a vivir en una celda!