Llega Lefty y suelta su maleta y cierra la puerta de una patada y dice:
—¿Qué tal, niño?
Me levanto para darle la mano y le digo:
—¿Qué tal, Lefty?
Y veo que lleva un cardenal o un moratón en el ojo que probablemente tiene ya una semana, así como un poco de piel nueva que le está creciendo en la mandíbula. Soy demasiado educado para quedarme mirando eso fijamente. Le pregunto:
—Bueno, ¿cómo encontraste el pueblo?
—Me limité a mirar al otro lado de la estación y ahí estaba —contesta en broma—. ¿Hay algo en el cajón de abajo?
En el cajón de abajo hay una botella de whisky. Lefty dice que no es un whisky bueno porque no quiere que nadie crea que se le puede engañar con licor destilado en este país, pero su manera de bebérselo no ofendería a quien lo haya destilado, sea en el país que sea.
Se desabrocha el chaleco y dice:
—Niño, he venido a contarte que la visita ha sido fantástica. Esta gran ciudad está muy bien, pero cuando vuelves a donde naciste y ves a los chicos con los que jugabas y a tu familia y… Oye, niño, tengo un hermanito que aún no ha cumplido los dieciocho y tendrías que verlo. Es como yo de grande, aunque pesa menos y le faltan unos pocos centímetros, pero suelta muy bien las manos. Cuando nos poníamos los guantes en el sótano, por las mañanas… ¡Qué niño, niño! Incluso cuando estaba en forma me hubiera costado aguantarlo. Tendrías que verlo, niño.
Como creo que ahora ya es buen momento para mencionar esas marcas que lleva Lefty en la cara, le digo:
—Me encantaría. ¿Por qué no te lo traes? Un chico capaz de darte así en la cara tendría que…
Lefty se lleva una mano al ojo que no está tan bien como el otro y dice:
—Esto no es suyo. Esto… —Se echa a reír, aparta la mano de los ojos y saca del bolsillo del abrigo un joyero y me lo pasa—. Échale un vistazo a esto.
En el joyero hay un reloj que parece de platino con una cadena que parece de platino. Creo que lo son.
Lefty dice:
—Mira lo que pone.
En la parte de atrás del reloj pone: «A Albert Pastor (que es como escribe Lefty su nombre cuando tiene que hacerlo) con la gratitud de los miembros de la Asociación Protectora de los Tenderos».
—Asociación Protectora de los Tenderos —digo lentamente—. Esto suena a…
—¡A mafia! —termina la frase por mí y golpea la mesa con una mano—. Llámame mentiroso si quieres, pero ahí en mi ciudad, ese pueblecillo que no tiene ni un cuarto de millón de habitantes, pero, entiéndeme, un pueblo fantástico igualmente… ¡tienen mañosos!
Yo no llamaría mentiroso a Lefty ni aunque lo fuera, porque hubiera sido campeón mundial de los pesos pesados antes de abandonar el boxeo para dedicarse a los negocios conmigo si no hubiera reglas a las que se supone que debes atenerte en el ring y si no fuera porque él tenía ese temperamento que le llevaba a olvidar siempre que hay unas reglas y que hay que atenerse a ellas. Así que le digo:
—¿De verdad?
Lefty dice que de verdad. Añade:
—Estuve al ladito del fiscal del distrito. ¡Había un montón de personajes importantes de la ciudad! ¿No te parece alucinante? Y a mi viejo lo saludaban con todos los demás.
Alarga un brazo para coger esa botella de whisky que dice que no es bueno.
—¿Tu viejo es tendero? —pregunto.
—Ajá y siempre ha querido que siguiera sus pasos —explica Lefty— y esa es la verdadera razón por la que nunca le ha interesado mi carrera como púgil. Pero ahora está todo bien, ahora que me he retirado de la arena. Es un buen viejo cuando te haces mayor y lo entiendes, y nos hemos llevado bien. Le regalé un sedán y tendrías que ver cómo lo lleva. Dirías que es un Duesenberg.
—¿Lo era?
Lefty dice:
—No, pero por su manera de comportarse dirías que es un Rolls. Bueno, cuando yo llevaba dos días ahí él empezó a quejarse de unos tipejos que estaban apareciendo por todas las verdulerías de la ciudad, diciéndoles que tenían que sumarse a la asociación protectora porque si no… Y no eran muchos los que se acogían al «si no». Parece que el negocio de la verdulería ya no da para mucho por sí mismo, y pagarle la pensión a esos jetas no ayudaba demasiado. El viejo estaba un poco preocupado.
»No le digo nada, pero me quedo solo y me pongo a pensar y digo qué pasaría si voy a ver a esos chiquillos y les pregunto si quieren atender a razones o prefieren que me ponga a trabajar con ellos. No le veo nada malo a esa idea. ¿Tú sí?
—No, Lefty —le digo—. Yo tampoco.
—Bueno, pues tampoco yo —insiste Lefty—, así que lo hice y ellos pensaron que no querían atender a razones. Había un par de ellos en la oficina de la sociedad protectora cuando llegué, tal como esperaba. Conocían las palabras, pero no se sabían bien los movimientos. Al cabo de un rato llegó un tercero, pero a esas alturas yo ya había roto a sudar y se habían roto algunas piezas útiles de los muebles, así que salí bien parado y el viejo y los otros se juntaron para comprarme ese plato sopero con parte de la pasta que tenían para pagar el mes siguiente si hubiese quedado algo de la sociedad protectora.
Volvió a meter el reloj y la cadena en la caja y la guardó con cuidado en el bolsillo.
—¿Y qué tal el caballo de tu padre? —pregunta.
Saco del bolsillo el sobre con el dinero y se lo doy.
—Ahí va tu parte —le digo—. Solo falta lo de Caresse. Ya sabes, el gordito pequeñajo de la Tercera Avenida.
—Sé quién es —dice Lefty—. ¿Qué le pasa?
—Dice que ha pagado tanto por la protección que ahora ya no tiene nada que proteger —le explico—. Y que no piensa aceptar el aumento.
Lefty contesta:
—¿Y? Siempre pasa igual, en cuanto me voy de la ciudad estos críos creen que pueden ahorrarse algo. —Se levanta, se abrocha el chaleco—. Bueno —añade—, supongo que tengo que ir a ver al chiquillo y preguntarle si piensa atender a razones, o si prefiere que me ponga a trabajar con él.