DE PASO

UN BREVE INTERLUDIO CINEMATOGRÁFICO INTERPRETADO BAJO LOS CIELOS DEL OESTE

Bajó el periódico y volvió hacia ella su cara fina y bronceada. Su sonrisa desveló unos dientes blancos y uniformes entre los labios duros.

—¿Ha salido?

Tenía una voz metálica, pero nada desagradable.

—Ha salido —contestó ella en tono triunfal mientras se quitaba el sombrero con una floritura y lo lanzaba hacia el sofá verde. Los ojos, agrandados, brillaban—. Doscientos cincuenta por semana los seis primeros meses, más variables.

—Fantástico. —Se encaró a ella con los brazos abiertos, sosteniendo el periódico por una esquina en una mano—. Ahora vas de subida, ¿eh?

Ella se sentó en su regazo, se apretujó con fuerza contra su cuerpo, alzó el rostro para encararlo al suyo. Tenía una cara feliz. La voz, después de un beso, sonó grave:

—Nos toca a los dos. Tú eres parte de esto en la misma medida que yo. Tú me diste algo que…

Los ojos del hombre no evitaron su mirada, aunque parecían a punto. Le dio una palmada en un hombro con la mano que no sostenía el periódico y dijo, incómodo:

—Tonterías. Siempre has tenido cosas. Lo que pasa es que te costaba un poquito saber qué hacer con ellas.

Ella se removió en su regazo y se echó un poquito atrás para poder mirarle mejor a los ojos. El gesto de juntar las cejas con un punto de perplejidad no aminoraba la felicidad visible en su rostro.

—¿Te estás intentando escaquear? —preguntó con fingida severidad.

Él sonrió y dijo:

—No, no es eso, pero… —Y carraspeó.

Ella se levantó lentamente y se apartó de los brazos que ya se alzaban para retenerla. El aire juguetón desapareció de su cara, y dejó en ella una expresión de solemnidad en torno a los ojos, oscuros y curiosos. Se plantó delante del hombre y lo miró desde arriba, provocando que un temblor de incomodidad flameara en la sonrisa de él.

—Kipper —dijo ella en tono suave.

Se tocó el labio inferior con la punta de la lengua y guardó silencio mientras lo recorría con la mirada, desde los ojos hasta los tobillos desnudos —alto, enjuto, con pijama marrón de seda bajo una bata de seda de rayas marrones— y volvía a subir.

Él, en parte avergonzado, soltó una risilla ahogada y volvió a cruzar las piernas. El movimiento del periódico en su mano llamó la atención de la mujer, que se fijó en que estaba doblado por la página en que constaban las salidas de barcos.

Lo miró a los ojos con calma y con calma preguntó:

—¿Te sientes encerrado?

Él contestó despacio:

—Bueno, ahora que ya tienes un pie en la escalera de subida, te las puedes arreglar y…

Ella lo interrumpió bruscamente:

—¿Cuánto dinero te queda?

Él sonrió, meneó la cabeza de un lado a otro para contestar la pregunta implícita tras aquella pregunta y dijo:

—Tengo un anticipo pendiente del taquillaje.

Ella había empezado a hablar antes incluso de que él terminara. Las palabras salían deprisa y el tono era indignado:

—Si es por dinero, me ofendes. Lo sabes, ¿verdad? Ya me has mantenido bastante. Podemos tirar adelante con doscientos cincuenta por semana hasta que te salga algo. Sabes muy bien que tanto la F-G-B como la Peerless están a punto de filmar películas de piratas y tú eres el candidato perfecto para el trabajo técnico de…

Él sonrió y volvió a negar con un movimiento de cabeza.

—Te juro por la señal de la cruz que no es el dinero, Gladys.

Se hizo la señal de la cruz con el dedo índice por encima del corazón.

Ella se lo quedó mirando, pensativa, unos segundos antes de preguntar con una vocecilla apagada:

—¿Te has cansado de mí, Kipper?

—No —respondió él bruscamente, al tiempo que le tendía una mano. Se quedó mirando el dobladillo de su falda azul. Luego alzó la mirada un poco avergonzado, movió los hombros, musitó:

—Ya sabes lo que me pasa.

Ella le tomó la mano de inmediato.

—Sé lo que te pasa —dijo, y se dejó atraer de nuevo hacia su regazo. Echó la cabeza atrás para apoyarla en su hombro y se quedó mirando la radio con el rostro soñoliento. Luego, como si hablara sola, dijo—: Hace un par de semanas que se prepara esto, ¿verdad?

Él cambió levemente de postura para que ella estuviera cómoda, pero no respondió a su pregunta. Durante un rato, en la habitación solo se oyeron los ruidos que llegaban desde el aparcamiento que había diez pisos más abajo. Entonces, Kipper dijo:

—Morrie da una fiesta esta noche. ¿Quieres que vayamos?

—Si tú quieres.

—Si no nos gusta, no hace falta que nos quedemos. —Bostezó en silencio, por encima de la cabeza de ella—. Bajemos al Grove a cenar y bailar un poquito primero. No he salido de este antro en todo el día.

—De acuerdo.

Él se levantó y la alzó en volandas.

En el Cocoanut Grove iban detrás de un camarero hacia el borde de la pista de baile, pero dejaron de seguirlo cuando un hombre colorado, de pecho amplio, vestido de gala, se levantó de su silla y los llamó:

—¡Eh, gente!

Volvieron la cara al mismo tiempo hacia el tipo de pecho amplio, pero Gladys echó una mirada de reojo al perfil de Kipper antes de sonreír. Él saludó con una inclinación de cabeza y dijo:

—Hola, Tom.

Tom se acercó a ellos, pasando entre dos mesas. Había una profecía de inestabilidad en sus andares.

—Bueno, bueno, pero si está aquí el ángel en persona —dijo, al tiempo que dirigía una sonrisa enorme a Gladys y le tomaba una mano entre las suyas. El cambio en su mirada apenas fue perceptible cuando se volvió para sonreír al hombre alto—. ¿Qué tal, Kipper? ¿Estáis solos? Venid a cenar con nosotros. Estoy con Paula.

Gladys interrogó a Kipper con la mirada y este dijo:

—Claro. Pero la celebración es nuestra. Gladys ha conseguido un contrato con Fischer hoy.

—¡Genial! —exclamó Tom, apretujando de nuevo la mano de la chica—. ¿Te va a sacar en Mientras dure la racha? —Al ver que ella asentía, repitió—: ¡Genial!

Empezó a tirar de ella hacia su mesa. Kipper los siguió.

Paula era una chica pálida que extendió sus lindos brazos flacos hacia Gladys y Kipper y preguntó:

—¿Qué tal, queridos?

Ellos la saludaron al mismo tiempo:

—Hola, querida.

Les llevaron sillas, recolocaron la mesa y se sentaron. Tom terminaba de servir whisky de una petaca negra y dorada cuando empezó a sonar la orquesta. Se levantó y se dirigió a Gladys:

—A bailar.

Kipper se puso en pie para despedirlos con una inclinación de cabeza desde la mesa, se volvió a sentar, se echó agua mineral al whisky y preguntó:

—¿Mucho trabajo?

Paula miraba sombría a Gladys y Tom, todavía a la vista porque aún no se habían interpuesto otros bailarines.

—Si no vigilas a ese pájaro, vas a perder a tu chica —dijo sin ninguna emoción.

Kipper sonrió.

—A todo el mundo le gusta Gladys —explicó. Removió su bebida muy suavemente con una cucharilla larga.

Paula lo miró con tristeza.

—¿Quieres decir que a él también?

—¿Por qué no? —Kipper probó su bebida, la dejó en la mesa y, tras una pausa reflexiva, añadió—: No creo que le guste Tom.

Unos bailarines se soltaron las manos para saludarles desde la pista. Paula devolvió el saludo. Kipper movió la cabeza y sonrió.

Paula dijo con voz cansina:

—Ella es como todas las demás. Intenta abrirse camino en el mundo del cine.

Él movió un poco los hombros.

—Tom no es todo Hollywood —dijo con indiferencia. Luego—: Hoy ha firmado un contrato temporal con Fischer.

—Me alegro —contestó Paula. Y después, con más énfasis—: Me alegro de verdad, Kipper. Se lo ha ganado. —Se disculpó con una mano en su antebrazo y aflojó un tanto la voz—: No me hagas mucho caso esta noche. Estoy agotada. Ayer trabajamos hasta medianoche y a las nueve ya estábamos otra vez repitiendo tomas.

Le dio unas palmaditas en la mano y permanecieron sentados en silencio hasta que Gladys y Tom volvieron de la pista y llegó el momento de pedir la cena.

A las once y media Gladys preguntó a Kipper qué hora era. Él se lo dijo y luego propuso:

—¿Nos vamos?

—Creo que será mejor —respondió ella.

—¿Adónde vais? —preguntó Tom, acercándole la cara, ahora sudada y algo más sonrojada.

—Bajamos a donde Morrie —respondió ella lentamente, mientras Kipper alzaba un dedo para llamar a un camarero.

—Pues bajaremos todos a donde Morrie —decidió Tom con estridencia, al tiempo que la rodeaba con un brazo—. No me cae bien, ni me ha caído bien jamás, pero bajemos todos.

Paula intervino:

—Yo estoy muerta de cansancio Tom. Yo…

Tom soltó a Gladys y se inclinó hacia Paula para rodear su espalda con el otro brazo.

—Bah, venga, nena. Te sentará bien el paseo. No nos quedaremos mucho rato. Puedes… —Vio que el camarero dejaba la cuenta delante de Kipper, se echó adelante por encima de la mesa, apartó de un empujón la mano de Kipper y atrapó la cuenta—. ¿Qué te hace pensar que te voy a dejar pagar? —preguntó, listo para una buena discusión.

Kipper no dijo nada. Devolvió la cartera al bolsillo.

Fueron hasta Santa Mónica en el coche de Tom, un faetón de color crema que conducía con mano experta. Kipper iba detrás con Gladys. Se quedaron sentados juntos sin hablar demasiado. Ella preguntó una vez:

—¿Cuándo te vas?

—No tengo prisa, cariño —contestó él—. La semana que viene, la siguiente, cuando sea. —Le había pasado un brazo por la espalda. La acercó—. Entiéndeme bien, yo no…

—Ya sé —le dijo ella en tono amable—. Te conozco, Kipper. Al menos, eso creo. —Al cabo de un rato, volvió a hablar—. Te has portado muy bien esta noche. Lo digo por él.

Kipper soltó una risilla desdeñosa.

—No es tan malo.

Dejaron el faetón en la cuneta, junto a una valla blanca de tablones, pasaron por una pequeña cancela de madera y avanzaron entre la oscuridad por un paseo entarimado que circulaba entre otra valla y algunos edificios hasta llegar a una puerta mosquitera por la que se filtraba la luz y el ruido.

Tom abrió la puerta mosquitera. Había una habitación muy iluminada, con veinte o treinta personas en su interior. Un tipo larguirucho de cabello oscuro, con gafas de montura negra, paró de rascarle la cabeza a un dachshund y se acercó a ellos con gestos y palabras de bienvenida. Lo llamaron por su nombre, Morrie, y entraron.

Kipper se movió por la habitación, hablando con todo el mundo, o al menos saludando con una inclinación de cabeza. Solo tuvieron que presentarle a una rubia bajita, llamada Vale. Le dijo que acababa de llegar de Inglaterra. Habló con ella unos minutos y luego se fue a la barra, en el piso de abajo. La barra ocupaba un lado de una sala pequeña en la que además había una mesa, unos cuantos taburetes y sillas y un piano. Había media docena de personas. Kipper estrechó la mano a todos y luego se recostó en la barra junto a un tipo rechoncho de cara grisácea, llamado Hank, y pidió un whisky-sour.

—Un desastre de bebida —opinó Hank, con la voz engolada.

Kipper preguntó:

—¿Qué tal va la película?

—Un desastre de película —opinó Hank, con la voz engolada.

Kipper sonrió y preguntó:

—¿Dónde está Fischer esta noche?

Hank opinó con la voz engolada:

—Es un desastre trabajar con ese tipo.

Pidió más whisky al hombre que había al otro lado de la barra.

Kipper y Hank se quedaron sentados a la barra y bebieron sin parar, pero sin prisas, durante casi una hora. Entraba y salía la gente. Llegó Paula con un joven rubio de grandes espaldas que llevó sus bebidas hasta el extremo opuesto de la mesa y se sentó con ella para hablar sin cesar en voz baja, confidencial. Ella se sentó con un codo apoyado en la mesa, la barbilla en la mano, y se quedó mirando la mesa con fijeza.

Llegó Gladys, con Tom a su estela. Había una insinuación de timidez en sus ojos, pero se desvaneció en cuando Kipper le dedicó una sonrisa. Se acercó a él, lo agarró de la cintura con un brazo y preguntó:

—¿Es una copa de trabajo, o puede meterse cualquiera?

Hank la saludó:

—Eh, querida. Me han dicho que estás montada en la ola.

Ella le tendió la mano libre y dijo:

—Sí, muchas gracias, Hank.

Él hizo una mueca antes de contestar:

—No he tenido mucho que ver. —Dejó su bebida en la barra y sus ojos inyectados en sangre se iluminaron—. Oye —le dijo—, tengo una nueva.

Gladys dio un apretón en la cintura a Kipper, le sonrió, retiró el brazo y siguió a Hank hasta el piano.

Kipper, vuelto de nuevo hacia la barra, se encontró hombro con hombro con Tom.

—Este whisky de centeno de Morrie no vale para nada hoy —dijo.

Tom contestó con voz baja y gutural:

—No eres más que escoria, Kipper.

Las comisuras de la boca de Kipper temblaron.

—Tú no eres más que un director, Tom —dijo.

Luego volvió la cara con displicencia para contemplar el rostro rubicundo que tenía a su lado.

Tom miraba fijamente el vaso de whisky que sujetaba en la barra con dos manos.

Habló por un lado de la boca:

—Prácticamente soy el director.

Kipper se echó a reír y dijo:

—Eso cuéntaselo a Variety.

Cogió su vaso, dio la espalda a la barra y se fue hacia la puerta de la calle. Morrie, que entraba en ese momento, lo detuvo y, como si de verdad le interesara, le preguntó:

—¿Qué le pasa a ese tipo?

Con un movimiento de cabeza indicó la espalda de Tom.

Kipper se encogió de hombros.

—Tal vez no sea mucho peor que todos nosotros.

Morrie lo miró con dureza y gruñó:

—Sí que lo es. —Y se fue hacia el piano.

Hank estaba tocando el piano. Gladys estaba sentada a su lado, en la banqueta. Otra gente los rodeaba. Paula y el joven habían desaparecido.

Kipper cambió de rumbo y arrancó hacia el grupo que rodeaba el piano. Tom se le acercó y le dijo, exactamente igual que antes:

—No eres más que escoria, Kipper.

—Te recuerdo —respondió Kipper—. Eres el tipo que me ha dicho ese mismo hace unos minutos. —La luz de la sorna desapareció de su mirada, aunque no levantó la voz—. ¿Qué quieres, Tom?

Tom habló entre dientes:

—No me caes bien.

—Ya lo suponía —dijo Kipper—, pero no te preocupes demasiado por mí, hombrecito; dentro de unos días me voy de la ciudad.

Una vena bifurcada empezó a sobresalir en la frente de Tom.

—¿Crees que me importa un pito si te vas o te quedas? —preguntó—. ¿Crees que me podrías frenar?

—En cualquier caso, he pensado que te gustaría saber que me voy —insistió Kipper, con indiferencia.

Tom tensó los labios y dijo:

—Una buena oportunidad para largarte, ahora que tu chica tiene trabajo fijo. Todos los demás presentes en la habitación, salvo el negro de la barra, se habían agrupado en torno al piano, en el otro extremo. El negro estaba lavando vasos. Kipper miró hacia el grupo que tapaba el piano, al negro, y luego bajó la mirada de nuevo hacia el rostro enojado que tenía delante. Su boca se torció en una sonrisa irónica. Un desprecio cansino resonó en su voz:

—¿Es una de esas en las que gana el que habla más alto?

Tom respondió tan rápido que se le escapaban escupitajos:

—Te puedo dar una de esas en las que gana el que pega más fuerte. Kipper apretó los labios, asintió con un lento movimiento de cabeza y dijo: —Bonita playa.

Salieron juntos, recorrieron una docena de pasos por un camino pavimentado hasta llegar a una cancela baja que los llevó a la entrada y luego bajaron seis escalones de hormigón para llegar a la pegajosa y blanda superficie de la playa. Había estrellas, pero no luna. El Pacífico susurraba indolente.

Kipper, que caminaba junto a Tom, se volvió de pronto hacia él y en el mismo movimiento lanzó un puñetazo desde su cadera hacia la cara de Tom. El golpe lo lanzó un par de metros más allá, contra la arena, donde quedó tendido cuan largo era y quieto. Kipper se agachó encima de él un momento, miró, escuchó y luego se puso de nuevo en pie, se dio media vuelta y regresó sin prisas a casa de Morrie.

Hank había terminado de tocar el piano y estaba de nuevo en la barra con Gladys. Kipper se tomó una copa con ellos y luego preguntó a Gladys:

—¿Quieres que nos vayamos?

Ella lo miró con curiosidad, asintió y le dijo:

—En cuanto estés listo.

—¿Te quedas un rato, Hank?

—Hasta que este tipo cierre la barra. ¿O acaso conoces un sitio mejor?

—¿Nos prestas el coche para volver a casa? Te lo mandamos de vuelta enseguida.

Hank agitó una mano en el aire.

—Como gustéis.

—Gracias —dijo Kipper—. Nos vemos.

Arriba se encontró con Morrie, se lo llevó aparte y le dijo:

—He dejado a Tom en la playa. Le he sacudido un poco.

La perplejidad cedió paso a la comprensión y luego al deleite en la cara del larguirucho, con sus gafas. Buscó la mano de Kipper y la sacudió arriba y abajo violentamente como si accionara una bomba de agua.

—Oye, es maravilloso —exclamó—. Es… Es…

Como no se le ocurrían las palabras, volvió a bombear la mano.

Kipper se dio cuenta y le dijo:

—Buenas noches, una fiesta fantástica.

Y se reunió con Gladys en la puerta.

En el coche de Hank ninguno de los dos dijo nada hasta que habían recorrido la mitad de la explanada que llevaba al bulevar. Entonces, ella dijo:

—Te echaré de menos, Kipper.

Iba sentada muy erecta, mirando al frente, y la oscuridad le enturbiaba el perfil. —Y yo a ti— contestó él. —Ha sido fantástico—. Carraspeó. —Espero que para ti lo haya sido tanto como para mí.

—Ha sido fantástico.

Ella apoyó su mano en la de Kipper sin mirarlo.

—He tenido que pegar a Tom —dijo él.

—Ya me parecía que había pasado algo.

Su voz sonaba tan despreocupada como la de él.

Al poco rato, él tomó la palabra de nuevo:

—No todo ha sido por su culpa. Me refiero a perder la pelea. Le he dado desde atrás.

Ella volvió la cara hacia Kipper y preguntó con voz paciente:

—¿Es que nunca peleas con nobleza?

—Ya no soy un crío que pelea por diversión —dijo él con tranquilidad—. Si he de pelear, quiero ganar y quiero que se acabe rápido.

Gladys suspiró.

—Era por ti, supongo. Te desea —dijo él.

Ella no dijo nada.

Llevarían tal vez un kilómetro y medio cuando él habló como si pensara en voz alta:

—Pese a todo lo demás, está claro que este año será uno de los directores que más gane.

Ella se inclinó hacia él, se deslizó a su lado en el asiento, le apoyó la cabeza en el hombro y movió un poco la espalda para que él pudiera pasarle un brazo por detrás. No dijo nada hasta cuando entraban ya en Hollywood y entonces apenas se la oyó:

—¿Quieres hacer una cosa antes de irte, Kipper? ¿Lo harás por mí?

—Claro.

Ella se movió un poco y dijo:

—No. No quiero que lo prometas ahora. Has bebido y no quiero que lo hagamos así. Mañana, cuando estés sobrio del todo.

—De acuerdo. ¿Qué es?

—Quiero que… ¿Quieres…? ¿Te quieres casar conmigo antes de irte?

Él soltó un resoplido.

Ella se sentó bien rígida, giró el torso y le tocó las solapas del abrigo.

—No contestes ahora —suplicó, acercando la cara a la de él—. No digas nada hasta mañana. Y escúchame bien, Kipper, no lo hago para retenerte. Ya sé que eso no te retendría, ni te haría volver. Es… Es más probable que sirviera para alejarte, pero… Pero…

Apartó las manos del abrigo y se frotó el dorso de una de ellas con la boca.

—Pero… ¿qué? —preguntó él con brusquedad.

Ella soltó una risita y dijo:

—Y no es que esté esperando una criatura. —El júbilo desapareció de su cara y de su voz. Le apoyó las dos manos en una pierna y volvió a acercarle la cara—. No sé por qué es, Kipper. Solo que me gustaría. Nunca te lo he pedido. No te lo pediría si te quedaras, de verdad. Pero te vas a ir y a lo mejor no te importa. O a lo mejor sí. Solo se me ha ocurrido preguntártelo. Lo que tú digas. No te lo volveré a pedir y ya sé que es una tontería, así que no te culparé ni un poquito si dices que no. Pero me gustaría. —Tragó saliva, le dio una palma— dita en la pierna y siguió hablando. —En cualquier caso, no espero que me contestes hasta mañana y si prefieres olvidarlo te dejaré y no diré ni palabra.

Y volvió a correrse hacia su parte del asiento.

La cara flaca de Kipper parecía de piedra.

Recorrieron cinco manzanas.

—Hecho —dijo él.

—No, no —empezó ella—. No tienes que…

Él le pasó el brazo por la espalda y la atrajo contra su pecho.

—Mañana será lo mismo. —Carraspeó bruscamente—. Haré lo que tú digas. —Respiró hondo—. Si tú lo dices, me quedaré.

Ella se echó a temblar y se le saltaron las lágrimas. Susurró desesperada:

—Quiero que hagas lo que quieras hacer.

A Kipper le tembló el labio inferior. Lo pellizcó entre los dientes y se quedó mirando las farolas por la ventanilla.

—Me quiero ir.

Ella le apoyó una mano en el pecho y la mantuvo allí:

—Ya lo sé, cariño, ya lo sé.