Samuel Spade dejó el teléfono a un lado y miró su reloj. Todavía no eran las cuatro. Llamó:
—¡Yujú!
Effie Perine entró desde el antedespacho. Se estaba comiendo un trozo de tarta de chocolate.
—Di a Sid Wise que no podré acudir a la cita de esta tarde —dijo.
Ella se metió el último trozo de tarta en la boca y se lamió las yemas del índice y el pulgar.
—Es la tercera vez esta semana.
Cuando Spade sonreía, las uves trazadas por su barbilla, su boca y sus cejas se hacían mayores todavía.
—Ya lo sé, pero tengo que ir a salvar una vida. —Señaló el teléfono con una inclinación de cabeza—. Alguien está asustando a Max Bliss.
Ella se echó a reír.
—Puede que sea alguien llamado John D. Conciencia.
Él apartó la vista del cigarrillo que había empezado a liar para mirarla.
—¿Hay algo de él que me convenga saber?
—Nada que no sepa ya. Solo pensaba en la última vez que permitió que su hermano fuera a San Quintín.
Spade se encogió de hombros.
—No es lo peor que ha hecho. —Encendió el cigarrillo, se puso en pie y recogió su sombrero—. Pero ahora está bien. Todos los clientes de Samuel Spade son gente honesta y temerosa de Dios. Si no he vuelto a la hora de cerrar, no me esperes.
Fue a un alto edificio de apartamentos de la calle Nob y llamó a un timbre encajado en el marco de la puerta señalada como 10 K. Le abrió de inmediato un hombre fornido y bronceado, con ropa oscura y arrugada. Era casi calvo y llevaba un sombrero gris en una mano.
El tipo fornido dijo:
—Hola, Sam. —Sonrió, pero la astucia no desapareció de sus ojillos—. ¿Qué haces aquí?
—Hola, Tom —saludó Spade. Cara de póquer, voz inexpresiva—. ¿Está Bliss?
—¡Que si está! —Las comisuras de la boca de Tom tiraron de sus labios carnosos hacia abajo—. No hace falta que te preocupes por eso.
Spade juntó las cejas:
—¿Y eso?
Apareció un hombre en el recibidor, detrás de Tom. Era más bajo que ellos dos, pero de constitución compacta. Tenía una cara rubicunda y cuadrada y un bigote recortado y entrecano. Llevaba ropa limpia. Un bombín negro, echado hacia atrás, le coronaba la cabeza.
Spade se dirigió a él por encima del hombro de Tom:
—Hola, Dundy.
Dundy saludó con una breve inclinación de cabeza y se acercó a la puerta. En sus ojos azules había una mirada dura y penetrante.
—¿Qué pasa? —preguntó a Tom.
—M-a-x B-l-i-s-s —deletreó Spade con paciencia—. Quiero verlo. Él me quiere ver. ¿Lo pillas?
Tom se rio. Dundy no. Tom dijo:
—Solo uno de los dos cumplirá su deseo.
Luego miró de soslayo a Dundy y dejó de reír abruptamente. Parecía incómodo.
Spade puso mala cara.
—De acuerdo —dijo en tono irritado—. ¿Está muerto? ¿O ha matado a alguien?
Dundy alzó su cara cuadrada hacia Spade y habló con palabras que parecía empujar con el labio superior:
—¿Qué te hace pensar que se trata de una de las dos cosas?
—Ah, seguro —dijo Spade—. Vengo a ver al señor Bliss y me detienen en la puerta dos hombres del departamento de Homicidios y se supone que he de pensar que solo he interrumpido una partida de cartas.
—Bah, déjalo, Sam —gruñó Tom, sin mirar ni a Spade ni a Dundy—. Está muerto.
—¿Lo han matado?
Tom movió lentamente la cabeza, arriba y abajo. Luego miró a Spade.
—¿Qué tiene que ver contigo?
Spade respondió con voz deliberadamente monótona:
—Me ha llamado esta tarde, digamos que a las cuatro menos cinco, porque he mirado el reloj después de colgar y aún faltaba un minuto, y ha dicho que alguien le quería arrancar el cuero cabelludo. Me ha pedido que viniera a verlo. A él le parecía que la amenaza era real… Los tenía por el cuello. —Hizo un pequeño gesto con una mano—. Bueno, y aquí estoy.
—¿No ha dicho quién, ni cómo? —preguntó Dundy.
Spade negó con un movimiento de cabeza.
—No. Solo que alguien se había ofrecido a matarlo y que él se lo creía y que si podía venir a verlo de inmediato.
—¿No ha…? —empezó a preguntar Dundy enseguida.
—No ha dicho nada más —aclaró Spade—. ¿Y vosotros no me decís nada?
—Entra y échale un vistazo —dijo Dundy en tono seco.
—Es digno de verse —dijo Tom.
Cruzaron el recibidor y entraron por una puerta que daba a una sala verde y rosa.
Cerca de la puerta, un hombre dejó de rociar polvo blanco en un extremo de una mesita cubierta con un cristal y dijo:
—Hola, Sam.
Sam saludó con una inclinación de cabeza y dijo:
—¿Qué tal, Phels?
Luego extendió el saludo a los otros dos hombres que hablaban junto a una ventana.
El muerto estaba tumbado con la boca abierta. Le habían quitado algunas prendas de ropa. El cuello estaba hinchado y oscuro. La punta de la lengua, asomada por un lado de la boca, estaba inflada y amoratada. En el pecho descubierto, por encima del corazón, le habían dibujado con tinta negra una estrella de cinco puntas con una «T» en el centro.
Spade bajó la mirada hacia el muerto y se lo quedó estudiando un momento en silencio. Luego preguntó:
—¿Lo habéis encontrado así?
—Más o menos —respondió Tom—. Lo hemos movido un poco. —Señaló con el pulgar la camisa, la camiseta, el chaleco y la chaqueta que había en la mesa—. Estaban esparcidos por el suelo.
Spade se frotó la barbilla. Sus ojos, de un gris amarillento, parecían soñolientos.
—¿Cuándo?
—Nos han avisado a las cuatro y veinte. Ha llamado su hija —explicó Tom. Luego movió la cabeza para señalar hacia una puerta cerrada—. Ya la verás.
—¿Sabe algo?
—A saber —respondió Tom, agotado—. Hasta ahora, no ha sido fácil llevarse bien con ella. —Se volvió hacia Dundy—. ¿Quieres volverlo a intentar?
Dundy asintió y luego se dirigió a uno de los hombres de la ventana:
—Empezad a revisar sus papeles, Mack. Se supone que le habían amenazado.
Mack contestó:
—De acuerdo.
Se bajó el sombrero hasta los ojos y se encaminó a un secreter que había en el extremo más lejano de la sala.
Llegó un hombre por el pasillo, un tipo pesado, de cincuenta años, con una cara grisácea y muy arrugada, bajo un sombrero negro de ala ancha.
—Hola, Sam —saludó, y luego se dirigió a Dundy—. Ha tenido compañía hacia las dos y media, alguien que se ha quedado más o menos una hora. Un hombre grande y rubio, vestido de marrón, de unos cuarenta o cuarenta y cinco. No ha dicho su nombre. Me lo ha contado el filipino del ascensor, que lo ha llevado al subir y al bajar.
—¿Seguro que solo ha sido una hora? —preguntó Dundy.
El tipo de la cara gris negó con la cabeza.
—Pero sí está seguro de que no eran más de las tres y media cuando se ha ido. Dice que a esa hora han llegado los periódicos de la tarde y que el hombre ha bajado con él justo antes de que llegaran. —Se echó el sombrero hacia atrás para rascarse la cabeza y luego señaló el dibujo del pecho del muerto con un dedo grueso y preguntó en tono de queja—. ¿Qué demonios se supone que es eso?
Nadie contestó. Dundy preguntó:
—¿El ascensorista lo podría identificar?
—Dice que sí, pero luego no siempre es así. Dice que no lo había visto nunca. —Dejó de mirar al muerto—. La chica me está preparando una lista de sus llamadas telefónicas. ¿Qué tal, Sam?
Spade dijo que no le iba mal. Luego añadió lentamente:
—Su hermano es grande y rubio y puede que tenga cuarenta o cuarenta y cinco años.
La mirada de los ojos azules de Dundy era dura y brillante.
—¿Y qué? —preguntó.
—Seguro que recuerdas el timo del Graystone Loan. Participaron los dos, pero Max le cargó la culpa a Theodore y a este le cayeron catorce y un día en San Quintín.
Dundy iba asintiendo con lentos movimientos de cabeza.
—Ahora me acuerdo. ¿Dónde está?
Spade se encogió de hombros y empezó a liar un cigarrillo.
Dundy alertó a Tom con un codazo.
—Averígualo.
—Claro —dijo Tom—, pero si ha estado aquí hasta las tres y media y el tipo estaba vivo a las cuatro menos cinco…
—Y le ha roto una pierna, por eso no podía volver —dijo el de la cara gris, en tono jocoso.
—Averígualo —repitió Dundy.
—Claro, claro —dijo Tom, mientras se retiraba hacia el teléfono.
Dundy se dirigió al de la cara gris.
—Confirma lo de los periódicos, a ver a qué hora los han entregado exactamente esta tarde.
El de la cara gris asintió y abandonó la sala.
El hombre que registraba el secreter dijo:
—¡Ajá!
Y se volvió con un sobre en una mano y un papel en la otra.
Dundy tendió una mano hacia él.
—¿Hay algo?
—Ajá —repitió el hombre mientras entregaba el papel a Dundy.
Spade miró por encima del hombre de Dundy.
Era una hoja pequeña de papel común, con un mensaje escrito a lápiz en una letra clara e impersonal:
«Cuando recibas esto estaré tan cerca que esta vez no podrás escapar. Pondremos al día las cuentas… Para siempre».
La firma era una estrella de cinco puntas trazada en torno a una «T», el mismo dibujo que había aparecido en el lado izquierdo del pecho del muerto.
Dundy alargó de nuevo el brazo y recibió el sobre. El sello era francés. La dirección estaba mecanografiada:
CABALLERO MAX BLISS
APARTAMENTOS AMSTERDAM
SAN FRANCISCO, CALIF.
USA
—Matasellos de París —dijo—, el día dos. —Contó enseguida con los dedos—. Claro, ha llegado hoy mismo. —Dobló lentamente el mensaje, lo metió en el sobre y se lo guardó en el bolsillo del abrigo—. Sigue buscando —dijo al hombre que había encontrado el mensaje.
El hombre asintió y regresó al secreter.
Dundy miró a Spade.
—¿Qué te parece?
El cigarrillo marrón de Spade bailoteaba arriba y abajo mientras salían las palabras:
—No me gusta. No me gusta nada de todo esto.
Tom colgó el teléfono.
—Salió el día quince del mes pasado —dijo—. Están intentando localizarlo.
Spade se acercó al teléfono, marcó un número y pidió por el señor Darrell.
—Hola, Harry, soy Sam Spade… Bien. ¿Cómo está Lil? Sí… Oye, Harry, ¿qué significa una estrella con una T mayúscula en el centro? ¿Qué? ¿Cómo se escribe? Sí, ya… ¿Y si lo encontraras en un cadáver…? Yo tampoco… Sí, gracias. Ya te contaré cuando nos veamos… Sí, llámame. Gracias. Adiós.
Dundy y Tom lo miraban con atención cuando se volvió desde el teléfono y dijo:
—Es un tipo que a veces sabe cosas. Dice que es un pentagrama con una tau griega en el centro. T-a-u, una señal que solían usar los magos. A lo mejor todavía la usan los rosacruzanos.
—¿Qué es un rosacruzano? —preguntó Tom.
—También podría ser la inicial de Theodore —señaló Dundy.
Spade movió los hombros y, sin darle mucha importancia, dijo:
—Sí, pero si quería autografiar su trabajo le hubiera costado lo mismo firmar con su nombre completo. —Luego siguió hablando, en tono más pensativo—: Hay rosacruzanos tanto en San José como en Punta Loma. No me interesa mucho, pero a lo mejor deberíamos echarles un vistazo.
Dundy asintió.
Spade miró la ropa del muerto, plegada en la mesa.
—¿Algo en los bolsillos?
—Solo lo que cabía esperar —respondió Dundy—. Está todo en la mesa.
Spade se acercó y bajó la vista hacia el montoncillo formado junto a la ropa por el reloj y la cadena, las llaves, la cartera, una agenda, dinero, un lápiz de oro, un pañuelo y la funda de unas gafas. No los tocó y en cambio fue cogiendo, de uno en uno, la camisa del muerto, la camiseta, el chaleco y la chaqueta. Junto a ellos había una corbata azul. La miró, enojado.
—No se la había puesto —se quejó.
Dundy, Tom y el ayudante del forense, que durante ese rato había permanecido en silencio junto a la ventana —un hombre bajo, con cara flaca, oscura, inteligente— acudieron juntos para contemplar la corbata, en cuya seda azul no se veía ni una sola arruga.
Tom soltó un gruñido desgraciado. Dundy maldijo en voz baja. Spade alzó la corbata para mirar el dorso. La etiqueta era de un sastre de Londres.
—Fantástico —dijo Spade en tono animoso—. San Francisco, Punta Loma, San José, París, Londres.
Dundy lo fulminó con la mirada.
Entró el de la cara gris.
—Los periódicos han llegado a las tres y media, efectivamente —dijo. Se le abrieron un poco los ojos—. ¿Qué pasa? —Mientras cruzaba la sala para llegar hasta ellos, añadió—: No encuentro a nadie que haya visto al rubito regresar furtivamente.
Se quedó mirando la corbata con cara de no entender nada hasta que Tom gruñó:
—Está por estrenar.
Entonces soltó un silbidito.
Dundy se volvió a Spade.
—Al diablo con todo —dijo, en tono amargo—. Tiene un hermano cargado de razones para odiarlo. El hermano acaba de salir de la trena. Alguien que se parecía a su hermano ha estado aquí a las tres y media. Veinticinco minutos después te ha llamado para decir que lo habían amenazado. Menos de media hora después ha venido su hija y se lo ha encontrado muerto, estrangulado. —Dio un golpecito con el índice en el pecho del bajito de la cara gris—. ¿De acuerdo?
—Estrangulado —intervino el de la cara morena para precisar—, por un hombre. Las manos eran grandes.
—De acuerdo —Dundy se volvió de nuevo hacia Spade—. Encontramos una carta de amenaza. A lo mejor es eso lo que te ha contado, a lo mejor es algo que le ha dicho su hermano. No especulemos. Atengámonos a lo que sabemos. Sabemos que…
El hombre del secreter se dio media vuelta y dijo:
—He encontrado otra.
Tenía un semblante un poco engreído.
Los ojos con que lo miraron los cinco hombres desde la mesa eran fríos e indolentes por igual.
Sin dejarse afectar por su hostilidad, leyó en voz alta:
Querido Bliss:
Te escribo para decirte por última vez que quiero que me devuelvas el dinero y que lo quiero a principios de mes, todo. Si no me lo das tendré que hacer algo y ya podrás imaginar qué será. Y no creas que va en broma.
Sinceramente tuyo,
DANIEL TALBOT
Sonrió.
—Ahí tenéis otra «T». —Cogió un sobre—. Matasellos de San Diego, el veinticinco del mes pasado. —Volvió a sonreír—. Y ahí tenéis otra ciudad.
Spade meneó la cabeza.
—Punta Loma queda por ese lado —dijo.
Se acercó con Dundy a echar un vistazo a la carta. Estaba escrita con tinta azul en papel de carta blanco de buena calidad, igual que la dirección que figuraba en el sobre, con una letra apretujada, puntiaguda, que parecía no tener nada en común con la de la carta a lápiz.
Spade comentó en tono irónico:
—Por fin llegamos a algo.
Dundy hizo un gesto de impaciencia.
—Atengámonos a lo que sabemos —refunfuñó.
—Claro —convino Spade—. ¿Qué sabemos?
No obtuvo respuesta.
Spade sacó del bolsillo tabaco y papel de liar.
—¿No había dicho alguien algo de hablar con su hija? —preguntó.
—Hablemos con ella. —Dundy dio media vuelta y luego, de pronto, se quedó mirando al muerto del suelo con el ceño fruncido. Señaló con el pulgar al hombre bajo y bronceado—. ¿Has terminado?
—He terminado.
Dundy se dirigió en tono seco a Tom:
—Deshazte del cuerpo. —Luego, al de la cara gris—: Cuando acabe con la chica quiero ver a los ascensoristas.
Fue hasta la puerta cerrada que antes Tom había señalado a Spade y llamó con los nudillos.
Una voz femenina levemente severa contestó:
—¿Qué pasa?
—Soy el teniente Dundy. Quiero hablar con la señorita Bliss.
Hubo una pausa. Luego la voz dijo:
—Entre.
Dundy abrió la puerta y Spade entró tras él en una habitación negra, gris y plata en la que había una mujer fea de mediana edad, vestida de negro, con un delantal blanco, sentada junto a una cama en la que descansaba la chica.
La chica estaba tumbada boca abajo con un codo apoyado en la almohada, la mejilla apoyada en la mano, mirando a la mujer fea de gran osamenta. Aparentaba unos dieciocho años. Llevaba un traje gris. Tenía el pelo rubio y corto, una cara de rasgos firmes y llamativamente simétricos. No miró a los dos hombres que entraban en la habitación.
Dundy se dirigió a la mujer de los huesos grandes mientras Spade encendía su cigarrillo.
—A usted también queremos hacerle un par de preguntas, señora Hooper. Usted es la sirvienta de Bliss, ¿verdad?
La mujer dijo que sí lo era. Su voz levemente severa, la mirada sostenida de sus ojos grises, algo hundidos, la quietud y el tamaño de sus manos, que descansaban en el regazo, todo contribuía a generar la impresión de una gran fuerza en reposo.
—¿Qué sabe de esto?
—No sé nada de esto. Esta mañana me ha dado permiso para ir a Oakland, al funeral de mi sobrino, y cuando he vuelto estaban ustedes y los otros caballeros aquí y… Y había pasado esto.
Dundy asintió y preguntó:
—¿Y a usted qué le parece?
—No sé qué pensar —se limitó a contestar ella.
—¿Sabía que él se lo estaba esperando?
De pronto la chica dejó de mirar a la señora Hooper. Se incorporó en la cama, clavó en Dundy sus ojos, muy abiertos y atentos, y preguntó:
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir lo que he dicho. Le habían amenazado. Llamó al señor Spade —señaló a Spade con una inclinación de cabeza— y se lo dijo unos minutos antes de que lo mataran.
—Pero ¿quién…? —empezó.
—Es lo que le estamos preguntando —dijo Dundy—. ¿Quién tenía tantas cosas contra él?
Ella lo miró asombrada.
—Nadie…
Esta vez fue Spade quien la interrumpió, con un tono suave que disimulaba la brutalidad de sus palabras:
—Alguien sí. —Y cuando ella clavó en él su mirada, Spade preguntó—: ¿No sabes nada de ninguna amenaza?
La hija sacudió la cabeza con énfasis de un lado a otro.
Spade miró a la señora Hooper.
—¿Y usted?
—No, señor —respondió.
Volvió a fijar su atención en la chica:
—¿Conoces a Daniel Talbot?
—Sí, claro —dijo ella—. Ayer vino a cenar.
—¿Quién es?
—No sé nada, salvo que vive en San Diego y que él y mi padre tenían algún negocio juntos. No lo había visto antes.
—¿Cómo era su relación?
Ella frunció un poco el ceño y respondió lentamente:
—Amistosa.
Intervino Dundy:
—¿A qué clase de negocios se dedicaba tu padre?
—Era un financiero.
—¿Quieres decir un promotor?
—Sí, supongo que lo puede llamar así.
—¿Dónde se aloja Talbot? ¿O se ha vuelto a San Diego?
—No lo sé.
—¿Qué pinta tiene?
Ella volvió a fruncir el ceño, con gesto pensativo:
—Es más bien grande, tiene la cara roja, el pelo blanco y lleva bigote.
—¿Mayor?
—Supongo que tendrá sesenta; al menos, cuarenta y cinco.
Dundy miró a Spade, que apagó su colilla en un cenicero del tocador y reemprendió el interrogatorio:
—¿Cuánto hace que no ves a tu tío?
Ella se sonrojó.
—¿Se refiere al tío Ted?
Spade asintió.
—Desde que… —empezó, pero se mordió el labio. Luego dijo—: Bueno, claro, ustedes ya lo saben. Desde que salió de la cárcel.
—¿Vino aquí?
—Sí.
—¿A ver a tu padre?
—Claro.
—¿Qué tal se llevaban?
Ella abrió mucho los ojos.
—Ninguno de los dos es muy expresivo —explicó—, pero son hermanos y mi padre le dio dinero para que pudiera ponerse de nuevo en marcha.
—¿O sea que se llevaban bien?
—Sí —contestó ella con el tono que se depara a las preguntas innecesarias.
—¿Dónde vive?
—En la calle Post —dijo, y añadió el número.
—¿Y no lo has vuelto a ver?
—No. Le daba un poco de corte lo de haber estado en la cárcel…
Terminó la frase con un movimiento de una mano en el aire.
Spade se dirigió a la señora Hooper:
—¿Usted lo ha vuelto a ver desde entonces?
—No, señor.
Apretó los labios y preguntó lentamente:
—¿Ninguna de las dos sabía que ha estado aquí esta tarde?
Contestaron que no a la vez.
—¿Dónde…?
Alguien llamó a la puerta.
—Adelante —dijo Dundy.
Tom abrió la puerta lo justo para asomar la cabeza.
—Ha venido su hermano —anunció.
La chica se inclinó hacia delante y lo llamó:
—¡Oh, tío Ted!
Un tipo grande y rubio, vestido de marrón, apareció por detrás de Tom. Estaba tan bronceado que sus dientes parecían más blancos y sus ojos más azules de lo que en realidad eran.
—¿Qué pasa, Miriam? —preguntó.
—Papá ha muerto —dijo ella, y se echó a llorar.
Dundy hizo un gesto de asentimiento hacia Tom y este se apartó para dejar entrar a Theodore Bliss en la habitación.
Tras él entró una mujer con pasos lentos y dubitativos. Era alta y se acercaba a la treintena, rubia, poco menos que rolliza. Tenía rasgos generosos, una cara agradable e inteligente. Llevaba un sombrero marrón pequeño y un abrigo de visón.
Bliss rodeó a su sobrina con un brazo, le dio un beso en la frente y se sentó en la cama, a su lado.
—Bueno, bueno —dijo, incómodo.
Ella vio a la rubia, la miró un momento entre lágrimas y luego la saludó:
—Ah, ¿qué tal, señorita Barrow?
La rubia dijo:
—Lamento mucho…
Bliss carraspeó y dijo:
—Ahora es la señora Bliss. Nos hemos casado esta tarde.
Dundy miró enfadado a Spade. Este, mientras liaba un cigarrillo, parecía a punto de echarse a reír.
Miriam Bliss, tras un momento de silencio por la sorpresa, dijo:
—Ah, le deseo toda la felicidad del mundo. —Se volvió hacia su tío mientras la mujer le daba las gracias en un murmullo, y añadió—: Y a ti también, tío Ted.
Él le dio una palmada en un hombro y la abrazó con fuerza. Lanzó una mirada inquisitiva a Spade y Dundy.
—Su hermano ha muerto esta tarde —explicó Dundy—. Lo han asesinado.
La señora Bliss contuvo el aliento. Él apretó el abrazo en torno a su sobrina con un tirón repentino, pero su rostro no mostró el menor cambio.
—¿Asesinado? —repitió, como si no lo entendiera.
—Sí. —Dundy se metió las manos en los bolsillos del abrigo—. Usted ha estado aquí esta tarde.
Theodore Bliss empalideció un poco, bajo el bronceado, pero dijo:
—Sí, he venido —con bastante firmeza.
—¿Cuánto rato?
—Más o menos una hora. He venido hacia las dos y media y… —Se volvió hacia su esposa—. Ya eran casi las tres y media cuando te he llamado, ¿verdad?
—Sí —contestó ella.
—Bueno, me he ido poco después.
—¿Habían quedado? —quiso saber Dundy.
—No. Lo he llamado a la oficina —señaló a su mujer con una inclinación de cabeza— y me han dicho que se había ido a casa, y por eso he venido. Quería verlo antes de irme con Elise, por supuesto, y quería que viniera a la boda, pero él no podía. Me ha dicho que esperaba a alguien. Nos hemos sentado y hemos hablado más rato del que esperaba, así que he tenido que llamar a Elise para que nos viéramos directamente en la oficina municipal.
Tras una pausa para pensar, Dundy preguntó:
—¿A qué hora?
—¿A qué hora nos hemos reunido allí?
Bliss interrogó con la mirada a su esposa y ella dijo:
—Eran las cuatro menos cuarto. —Se rio un poco—. Es que yo he llegado antes y no hacía más que mirar el reloj.
Bliss habló en tono decidido:
—Cuando nos hemos casado pasaban pocos minutos de las cuatro. Hemos tenido que esperar al juez Whitefield unos diez minutos para que terminara el caso que estaba juzgando, y todavía han pasado unos cuantos más antes de empezar. Lo pueden confirmar: Tribunal Superior, Parte Dos, creo.
Spade se volvió y señaló a Tom.
—Quizá lo mejor sea comprobarlo.
—De acuerdo —dijo Tom, y salió por la puerta.
—Si se confirma, todo estará bien, señor Bliss —dijo Dundy—, pero tengo que hacerle estas preguntas. Bueno, ¿su hermano le ha dicho a quién esperaba?
—No.
—¿Le ha dicho algo de que lo hubieran amenazado?
—No. Nunca hablaba mucho con nadie de sus asuntos, ni siquiera conmigo. ¿Lo habían amenazado?
Dundy apretó un poco los labios.
—¿Tenían una relación íntima?
—Si quiere decir amistosa, sí.
—¿Está seguro? —insistió Dundy—. ¿Está seguro de que ninguno de los dos tenía algún resentimiento?
Theodore Bliss retiró el brazo que rodeaba a su sobrina. Al aumentar la palidez, su bronceado se iba volviendo amarillento. Dijo:
—Aquí todo el mundo sabe que he estado en San Quintín. Puede hablar claro, si se refiere a eso.
—Así es —dijo Dundy. Luego, tras una pausa—: ¿Y?
Bliss se puso en pie.
—¿Y qué? —preguntó con impaciencia—. ¿Se la tenía guardada por eso? No. ¿Por qué habría de hacerlo? Nos metimos los dos; él pudo escapar y yo no. A mí me condenaban seguro, tanto si estaba él como si no. Que lo encerraran conmigo no hubiera mejorado para nada mi encierro. Lo hablamos y decidimos que yo fuera solo y él quedara fuera para encargarse de todo. Y lo hizo. Si miran su cuenta bancaria verán que a los dos días de salir de San Quintín me entregó un cheque de veinticinco mil dólares, y en el registro de la corporación nacional del hierro confirmarán que desde entonces, mil acciones que estaban a su nombre se transfirieron al mío.
Se disculpó con una sonrisa y volvió a sentarse en la cama.
—Lo siento. Ya sé que han de preguntar.
Dundy hizo caso omiso de la disculpa.
—¿Conoce a Daniel Talbot? —preguntó.
—No —respondió Theodore.
Intervino su esposa:
—Yo sí. O sea, lo he visto alguna vez. Vino ayer al despacho.
Dundy alzó la mirada hacia ella y la volvió a bajar antes de preguntar:
—¿A qué despacho?
—Yo soy… Yo era la secretaria del señor Bliss y…
—¿De Max Bliss?
—Sí, y Daniel Talbot vino ayer por la tarde a verlo, suponiendo que sea la misma persona.
—¿Qué pasó?
Miró a su marido, que le dijo:
—Si sabes algo, díselo, por el amor de Dios.
—Bueno, en realidad no pasó nada —explicó ella—. Al principio me pareció que estaban enfadados, pero cuando se fueron juntos iban riendo y hablando y antes de irse el señor Bliss me llamó y me dijo que encargara al señor Trapper, el contable, un cheque a nombre del señor Talbot.
—¿Y lo hizo?
—Claro, se lo llevé yo. Era de siete mil quinientos y pico dólares.
—¿Para qué?
La mujer meneó la cabeza.
—No lo sé.
—Si usted era la secretaria de Bliss —insistió Dundy—, ha de tener alguna idea de qué negocios tenía con Talbot.
—Pues no la tengo —dijo ella—. Ni siquiera había oído hablar de él.
Dundy miró a Spade. Spade puso cara de palo. Dundy lo fulminó con la mirada y luego planteó una pregunta al hombre sentado en la cama.
—¿Qué tipo de corbata llevaba su hermano la última vez que lo vio?
Bliss pestañeó y luego perdió la mirada en la distancia, más allá de Dundy, y al fin cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir dijo:
—Era verde con… Si la viera, la reconocería. ¿Por qué?
La señora Bliss terció:
—Rayas estrechas en diagonal, de distintos tonos de verde. Así es la que llevaba esta mañana en la oficina.
—¿Dónde guarda las corbatas? —preguntó Dundy a la sirvienta.
Ella se puso en pie y dijo:
—En un armario de su cuarto. Se lo enseñaré.
Dundy y los recién casados la siguieron.
Spade dejó su sombrero en el tocador y preguntó a Miriam Bliss:
—¿A qué hora has salido tú?
Se sentó al pie de la cama.
—¿Hoy? Hacia la una. Tenía una cita para comer a la una y he llegado un poco tarde, y luego he ido de compras y luego… —Se interrumpió con un estremecimiento.
—Y luego… ¿a qué hora has venido a casa?
La voz de Spade era amistosa y cordial.
—Poco después de las cuatro, creo.
—¿Y qué ha pasado?
—Me he encontrado a mi padre ahí tumbado y he llamado… No sé si he llamado a la portera, o a la policía, y luego no sé qué he hecho. Me habré desmayado, o he tenido un ataque de histeria, o algo así, y lo primero que recuerdo es que al recuperar la conciencia estaban por aquí esos hombres y la señora Hooper.
Ahora lo miraba a la cara.
—¿No has llamado a un médico?
Ella volvió a bajar la mirada.
—No, creo que no.
—Claro, como ya sabías que estaba muerto —dijo él, como quien no quiere la cosa.
Ella guardó silencio.
—¿Sabías que estaba muerto? —preguntó Spade.
Ella alzó los ojos y lo miró con cara inexpresiva.
—Es que lo estaba —dijo.
Spade sonrió.
—Claro. Lo que quiero decir es… ¿Lo has comprobado antes de llamar?
Ella se llevó una mano al cuello.
—No recuerdo lo que he hecho —dijo en tono serio—. Creo que simplemente he dado por hecho que estaba muerto.
Él asintió, comprensivo.
—Y si has llamado a la policía es porque sabías que lo habían asesinado.
Ella se retorció las manos, se las miró y dijo:
—Supongo que sí. Ha sido horrible. No sé qué pensaba, ni qué hacía.
Spade se inclinó hacia delante y puso una voz grave y persuasiva:
—No soy de la policía. Me contrató tu padre… Unos minutos demasiado tarde para salvarlo. En cierto modo, ahora trabajo para ti, así que si hay algo que pueda hacer… Algo que a lo mejor la policía no deba saber… —Se interrumpió porque Dundy, seguido por los Bliss y la sirvienta, volvía a la habitación—. ¿Ha habido suerte?
—La corbata verde no está ahí —dijo Dundy. Su mirada suspicaz iba de Spade a la chica—. La señora Hooper dice que la corbata azul que hemos encontrado forma parte de la media docena que acababa de comprar de Inglaterra.
—¿Por qué es tan importante la corbata? —preguntó Bliss.
Dundy lo miró enojado.
—Cuando lo hemos encontrado estaba semidesnudo. Con su ropa había una corbata que estaba por estrenar.
—¿Puede ser que estuviera cambiándose cuando ha entrado el asesino y que lo hayan matado cuando no había terminado de vestirse?
La mala cara de Dundy se agravó.
—Sí, pero… ¿Qué ha hecho con la corbata verde? ¿Comérsela?
—No se estaba cambiando —intervino Spade—. Si se fija en el cuello de la camisa, verá que lo llevaba puesto cuando lo han asfixiado.
Llegó Tom a la puerta.
—Todo comprobado —dijo a Dundy—. El juez y un alguacil llamado Kittredge dicen que han estado allí entre las cuatro menos cuarto y las cuatro y cinco, o y diez. He pedido a Kittredge que pase por aquí a echarles un vistazo luego para confirmar que son los mismos.
Dundy dijo que le parecía bien sin volver la cabeza y sacó del bolsillo la carta de amenaza firmada con una «T» dentro de una estrella. La plegó de tal manera que solo se veía la firma. Luego preguntó:
—¿Alguien sabe qué es esto?
Miriam Bliss se apartó de la cama para mirarlo con los demás. Luego se miraron todos con caras inexpresivas.
—¿Nadie sabe nada de esto? —preguntó Dundy.
La señora Hooper dijo:
—Es lo mismo que había en el pecho del pobre señor Bliss, pero…
Los demás dijeron que no.
—¿Alguien había visto algo parecido antes?
Contestaron que no. Dundy dijo:
—De acuerdo. Quédense aquí. Puede que dentro de un rato tenga alguna pregunta más.
—Un momento —intervino Spade—. Señor Bliss, ¿cuánto hace que conoce a la señora Bliss?
El hombre miró a Spade con curiosidad.
—Desde que salí de la cárcel —contestó con cierta cautela—. ¿Por qué?
—Solo hace un mes —dijo Spade, como si hablara solo—. ¿La conoció por medio de su hermano?
—Claro, en su despacho. ¿Por qué?
—Y esta tarde, en la oficina municipal, ¿han estado juntos todo el rato?
—Sí, seguro —dijo Bliss en tono cortante—. ¿Qué pretende?
Spade le dirigió una sonrisa amistosa.
—Tengo que hacer preguntas —se excusó.
Bliss también sonrió.
—No pasa nada. —Amplió más aún la sonrisa—. De hecho, estoy mintiendo. La verdad es que no hemos estado juntos todo el rato. Yo he salido al pasillo a fumar un cigarro, pero le aseguro que cada vez que miraba por el cristal de la puerta la veía sentada en la sala del juzgado, donde la había dejado.
La sonrisa de Spade era tan leve como la de Bliss. Aun así, preguntó:
—Y mientras miraba por el cristal, ¿usted también veía la puerta? ¿Ella no podía abandonar la sala del juzgado sin que usted la viera?
La sonrisa de Bliss se desvaneció.
—Claro que no podía —dijo—. Y no he pasado más de cinco minutos fuera.
—Gracias —dijo Spade.
Luego siguió a Dundy hacia la sala, cerrando la puerta a su espalda.
Dundy miró de soslayo a Spade.
—¿Hay algo?
Spade se encogió de hombros.
Se habían llevado el cuerpo de Max Bliss. Además del hombre del secreter y del de la cara gris, en la sala había dos muchachos filipinos, con uniformes de color ciruela. Estaban juntos, sentados en el sofá.
Dundy dijo:
—Mack, quiero que busques una corbata verde. Quiero que pongáis toda la casa patas arriba, el edificio entero y todo el barrio hasta que deis con ella. Pide los hombres que necesites.
El hombre del secreter se levantó y dijo:
—Vale.
Se encasquetó el sombrero y salió.
Dundy miró a los filipinos con el ceño fruncido:
—¿Cuál de los dos ha visto al hombre de marrón?
El más bajito se puso en pie.
—Yo, señor.
Dundy abrió la puerta del dormitorio y llamó:
—Bliss.
Bliss salió a la puerta.
La cara del filipino se iluminó:
—Sí, era él.
Dundy le cerró la puerta en las narices a Bliss.
—Siéntate.
El chico se sentó a toda prisa.
Dundy miró con cara triste a los dos chicos hasta que empezaron a removerse en sus asientos. Luego:
—¿A quién más habéis subido a este apartamento esta tarde?
Los dos menearon la cabeza de lado a lado, al unísono.
—A nadie más, señor —dijo el bajito.
Una sonrisa desesperadamente servil le abría toda la boca en plena cara. Dundy dio un paso amenazante hacia ellos.
—¡De eso nada! —rugió—. Habéis subido a la señorita Bliss.
El más alto sacudió la cabeza, arriba y abajo.
—Sí, señor. Sí, señor. Los he subido yo. Creía que decía otra gente. También intentó sonreír.
Dundy lo miraba lleno de ira.
—No importa lo que creas que digo. Contéstame a lo que te pregunto. Entonces, ¿a quién te refieres cuando dices que los has subido tú?
La sonrisa del chico desapareció, como fulminada. Se quedó mirando el suelo, entre sus pies, y dijo:
—A la señora Bliss y ese caballero.
—¿Qué caballero? ¿El de ahí dentro?
Dundy cabeceó hacia la puerta que acababa de cerrar delante de Bliss.
—No, señor. Otro caballero, uno que no es americano. —Había vuelto a levantar la cabeza y ahora su cara recuperó el brillo—. Creo que es armenio. —¿Por qué?
—Porque no es como nosotros, los americanos. No habla como nosotros. Spade se rio y preguntó:
—¿Alguna vez has visto un armenio?
—No, señor. Por eso creo… —Cerró la boca con un chasquido al oír el gruñido que ya se formaba en la garganta de Dundy.
—¿Qué aspecto tenía? —preguntó el policía.
El chico alzó los hombros y separó las manos.
—Era alto, como ese caballero. —Señaló a Spade—. Tenía pelo oscuro, bigote oscuro. Ropa… —Frunció el ceño, muy serio—. Ropa muy bonita. Señor muy guapo. Bastón, guantes, incluso polainas, y…
—¿Joven? —preguntó Dundy.
La cabeza empezó a subir y bajar de nuevo.
—Joven, sí, señor.
—¿Cuándo se ha ido?
—Cinco minutos —contestó el chico.
Dundy movió la mandíbula, como si masticara algo, y luego preguntó:
—¿A qué hora han entrado?
El chico volvió a separar las manos y alzar los hombros.
—A las cuatro… A lo mejor, diez minutos más tarde.
—¿Habéis subido a alguien más antes de que llegáramos nosotros?
Los filipinos volvieron a negar al unísono con la cabeza.
Dundy se dirigió a Spade por una comisura de la boca:
—Tráela.
Spade abrió la puerta del dormitorio, hizo una leve reverencia y dijo:
—¿Puede salir un momento, señorita Bliss?
—¿Qué pasa? —preguntó ella con voz cansada.
—Solo un momento —dijo Spade, manteniendo la puerta abierta. Luego, de pronto, añadió—: Y será mejor que venga usted también, señor Bliss.
Miriam Bliss salió lentamente al salón, seguida por su tío, y Spade cerró la puerta tras ellos. A la señorita Bliss le tembló un poco el labio inferior al ver a los ascensoristas. Miró a Dundy con aprehensión. Él preguntó:
—¿Qué es esa tontería de que ha subido con un hombre?
El labio inferior volvió a temblar.
—¿Qué?
Se esforzó por poner cara de desconcierto. Theodore Bliss cruzó a toda prisa el salón, se plantó un momento delante de ella como si quisiera decirle algo y luego, tras cambiar aparentemente de idea, se situó detrás de su sobrina, con los brazos cruzados, apoyados en el respaldo de una silla.
—Ese hombre que ha venido con usted —dijo Dundy en tono brusco y rápido—. ¿Quién es? ¿Dónde está? ¿Por qué se ha ido? ¿Por qué no nos ha dicho nada de él?
La chica se llevó las manos a la cara y empezó a llorar.
—Él no ha tenido nada que ver —balbuceó entre las manos—. No ha sido él, y no le hubiera supuesto más que un problema.
—Buen chico —dijo Dundy—. Entonces, para que su nombre no salga en los periódicos, huye y la deja sola con su padre asesinado.
Ella apartó las manos de la cara.
—Ah, pero es que tenía que hacerlo —exclamó—. Su mujer es tan celosa… Y si se llega a enterar de que estaba otra vez conmigo se hubiera divorciado de él, seguro, y como él no tiene ni un centavo…
Dundy miró a Spade. Spade miró a los filipinos, que tenían los ojos como platos, y les señaló la puerta de salida con un pulgar.
—Largo —les dijo.
Salieron deprisa.
—¿Y quién es esa joya? —preguntó Dundy a la chica.
—Bueno, él no ha tenido nada que…
—¿Quién es?
La chica dejó caer un poco los hombros y bajó la mirada.
—Se llama Bob Smekalov —dijo con la voz quebrada.
—Deletréelo.
Lo deletreó.
—¿Dónde vive?
—En el hotel St. Mark.
—¿Se gana la vida de alguna manera, aparte del braguetazo?
Cuando la chica alzó la cara se asomó en ella la rabia, pero enseguida se desvaneció.
—No hace nada —contestó.
Dundy dio media vuelta para encararse al hombre de gris.
—Buscadlo.
El de gris soltó un gruñido y se fue.
Dundy se encaró de nuevo a la chica.
—¿Usted y el tal Smekalov están enamorados?
Ella puso una cara desdeñosa. Lo miró con el desdén en los ojos y no dijo nada.
Él siguió:
—Ahora que su padre ha muerto, ¿tendrá dinero suficiente para que él se quiera casar con usted si su esposa se divorcia?
Ella se tapó la cara con las manos.
Él dijo:
—Ahora que su padre ha muerto, ¿tendrá…?
Spade se inclinó para cogerla en plena caída. La levantó con facilidad y la llevó al dormitorio. Cuando volvió a salir, cerró la puerta y reclinó la espalda en ella.
—No sé lo demás —dijo—, pero el desmayo era falso.
—Todo es falso —refunfuñó Dundy.
Spade exhibió una sonrisa burlona.
—Tendría que haber una ley que obligara a los criminales a entregarse.
El señor Bliss sonrió y se sentó al escritorio de su hermano, junto a la ventana.
La voz de Dundy sonó desagradable:
—Tú no tienes de qué preocuparte —dijo a Spade—. Tu cliente está muerto y no se puede quejar. En cambio yo, si no lo arreglo tengo que aguantar la bronca del capitán, el jefe, los periódicos y vete a saber quién más.
—Sigue así —lo animó Spade— y antes o después pillarás a un asesino. —La seriedad se asomó a su cara, salvo por el gris amarillento de los ojos—. No es que quiera complicar este caso más de lo necesario, pero ¿no te parece que deberíamos confirmar ese funeral al que ha dicho que ha ido la sirvienta? Esa mujer tiene algo raro.
Después de mirar con suspicacia a Spade un momento, Dundy asintió y dijo:
—Que lo haga Tom.
Spade se dio media vuelta, agitó un dedo en el aire en dirección a Tom y le dijo:
—Apuesto diez contra uno a que no hay tal funeral. Compruébalo… No se me escapa ni una.
Luego abrió la puerta de la habitación y llamó a la señora Hooper.
—El sargento Polhaus quiere algo de información —le dijo.
Mientras Tom escribía los nombres y direcciones que le daba la mujer, Spade se sentó en el sofá, se lio un cigarrillo y lo encendió. Dundy, mientras tanto, iba caminando lentamente arriba y abajo, mirando la alfombra con el ceño fruncido. Con la aprobación de Spade, Theodore Bliss se levantó y regresó al dormitorio, junto a su esposa.
Al rato, Tom se guardó el cuaderno en el bolsillo, dio las gracias a la sirvienta, se despidió de Spade y Dundy diciendo que ya se verían y salió del apartamento.
La sirvienta se quedó donde la había dejado, fea, fuerte, serena, paciente.
Spade se fue dando la vuelta en el sofá hasta que se encontró mirándola a los ojos, hundidos y firmes.
—No se preocupe por eso —dijo, agitando una mano hacia la puerta por la que acababa de salir Tom—. Pura rutina. —Apretó los labios y preguntó—: Sinceramente, ¿qué piensa de todo esto, señora Hooper?
Ella contestó con calma, en su voz fuerte y hasta cierto punto brusca:
—Creo que es el juicio de Dios.
Dundy dejó de caminar arriba y abajo. Spade dijo:
—¿Qué?
En la voz de aquella mujer había mucha certeza y ningún nerviosismo.
—El precio del pecado es la muerte.
Dundy empezó a avanzar hacia la señora Hooper como quien acecha a una presa de caza. Spade le hizo retroceder con un ademán que la mujer no pudo ver porque se interponía el sofá. Su cara y su voz mostraban interés, pero estaban tan compuestas como las de la mujer.
—¿Pecado? —preguntó.
—«Si alguien ofende a una de estas criaturas que creen en mí, más le valdría atarse una piedra al cuello y tirarse al mar».
No hablaba como quien recuerda una cita, sino como quien manifiesta una creencia.
Dundy le ladró una pregunta:
—¿Qué criaturas?
Ella volvió hacia él sus graves ojos grises y luego miró más allá, hacia la puerta del dormitorio.
—Ella —respondió—. Miriam.
Dundy frunció el ceño:
—¿Su hija?
La mujer dijo:
—Sí, su propia hija adoptiva.
La sangre enrabiada moteó el rostro cuadrado de Dundy.
—¿Qué carajo es esto? —exigió saber. Sacudió la cabeza como si quisiera librarse de algo que colgara de ella—. ¿No es su hija de verdad?
Su rabia no alteró la serenidad de la mujer.
—No. Su esposa estuvo inválida buena parte de su vida. No tuvieron hijos.
Dundy movió la mandíbula como si mascara algo y cuando volvió a hablar lo hizo con la voz algo más fría.
—¿Qué le hacía?
—No lo sé —contestó ella—. Pero desde luego creo que cuando se sepa la verdad descubrirán que el dinero que le dejó su padre, quiero decir, su padre verdadero, se ha…
Spade la interrumpió y se esforzó por hablar muy claro, trazando pequeños círculos con una mano para acompañar sus palabras.
—¿Quiere decir que en realidad no sabe si la estaba timando? ¿Solo lo sospecha?
Ella se llevó una mano al corazón.
—Lo sé desde aquí —respondió con calma.
Dundy miró a Spade, Spade a Dundy, y en los ojos de Spade había una alegría no del todo agradable. Dundy carraspeó y se dirigió de nuevo a la mujer:
—Y entonces le parece que esto… —Movió una mano hacia el lugar del suelo en el que había yacido el muerto—. Que ha sido el juicio de Dios, ¿eh?
—Así es.
El hombre eliminó de su mirada hasta el último trazo de astucia.
—Entonces, ¿quienquiera que lo haya hecho solo ejecutaba la voluntad de Dios?
—No soy quién para decirlo —respondió.
El rojo empezó a motear de nuevo la cara de Dundy.
—Ya está bien por ahora —dijo con voz ahogada. Sin embargo, cuando la mujer ya llegaba a la puerta del dormitorio, volvió la alerta a sus ojos y la llamó—: Espere un momento. —Y cuando estaban de nuevo encarados—: Oiga, ¿no será usted rosacruzana?
—No deseo ser más que una buena cristiana.
Él refunfuñó:
—De acuerdo, de acuerdo. —Y le dio la espalda.
La mujer entró en el dormitorio y cerró la puerta. Dundy se secó el sudor de la frente con la palma de la mano derecha y se quejó con voz de cansancio:
—Por Dios, qué familia.
Spade se encogió de hombros.
—Pruebe a investigar la suya alguna vez.
Dundy se puso blanco. Los labios, casi incoloros, se apretaron contra los dientes. Cerró los puños y se lanzó hacia Spade.
—¿Qué se ha…?
La cara de divertida sorpresa que lucía Spade lo detuvo. Desvió la mirada, se humedeció los labios con la punta de la lengua, miró de nuevo a Spade, la perdió en la lejanía, ensayó una sonrisa avergonzada y murmuró:
—Quiere decir cualquier familia. Ajá, supongo que sí.
Se volvió a toda prisa hacia el pasillo porque acababa de sonar el timbre.
Una voz amable y cansina llegó a través de la puerta del pasillo:
—Soy Jim Kittredge, del Tribunal Superior. Me han dicho que pasara por aquí.
Y la voz de Dundy:
—Sí, entre.
Kittredge era un hombre rubicundo y regordete, con ropa demasiado estrecha y lustrosa de años de uso. Saludó a Spade con un movimiento de cabeza y le dijo:
—Me acuerdo de usted, señor Spade, del juicio Burke-Harris.
—Claro —contestó Spade mientras se levantaba para estrecharle la mano.
Dundy se había acercado a la puerta del dormitorio para llamar a Theodore Bliss y su esposa. Kittredge los miró, les sonrió con amabilidad, les preguntó qué tal estaban y luego se volvió hacia Dundy.
—Son ellos, efectivamente. —Miró alrededor como si buscara un lugar donde escupir, no lo encontró y siguió hablando—: Eran las cuatro menos diez cuando ese caballero ha entrado en el juzgado y me ha preguntado cuánto iba a tardar su señoría y yo le he dicho que unos diez minutos y se han quedado allí esperando y justo cuando el juicio se ha aplazado, a las cuatro, los hemos casado.
Dundy le dio las gracias y lo despidió. Mandó a los Bliss al dormitorio, miró con agria cara de insatisfacción a Spade y dijo:
—¿Y entonces?
Spade respondió mientras volvía a sentarse:
—Entonces no se puede llegar de aquí a la oficina municipal en menos de quince minutos ni apostando por ello, ni él puede haber regresado a escondidas mientras esperaban al juez, y después de la boda tampoco les ha dado tiempo a venir antes de que llegara Miriam.
La insatisfacción aumentó en la cara de Dundy. Abrió la boca, pero la volvió a cerrar en silencio cuando entró el de la cara gris con un joven alto, delgado y pálido que encajaba con la descripción que había dado el filipino del acompañante de Miriam Bliss.
El hombre de la cara gris dijo:
—Teniente Dundy, señor Spade, el señor Boris… eh, Smekalov.
Dundy saludó con un seco vaivén de cabeza.
Smekalov se puso a hablar de inmediato. Su acento no era tan fuerte como para molestar demasiado a quien lo oyera, pese a que cuando pronunciaba una «R» sonaba más como una «U».
—Teniente, debo pedirle que considere esto como algo confidencial. Si saliera algo, me arruinaría, teniente, me arruinaría por completo y de la manera más injusta. Soy inocente, señor, se lo aseguro, de cabeza, corazón, espíritu y obra, no solo soy inocente, sino que ni siquiera tengo conexión alguna con este horrible asunto. No hay ningún…
—Espere un momento —Dundy golpeteó el pecho de Smekalov con un dedo desafiante—. Nadie ha dicho nada de que usted estuviera mezclado en nada, pero la cosa tendría mejor pinta si no se hubiera largado.
El joven abrió los brazos con las palmas de las manos por delante, en un gesto expansivo.
—Pero ¿qué podía hacer? Tengo una esposa que… —Sacudió la cabeza violentamente—. Es imposible. No lo puedo hacer.
El de la cara gris se dirigió a Spade en voz convenientemente baja:
—Qué bobos, estos rusos.
Dundy clavó los ojos en Smekalov y habló con voz crítica:
—Es probable —dijo— que se haya metido en una situación bastante complicada.
Smekalov parecía a punto de llorar.
—Pero póngase en mi lugar —suplicó— y verá…
—No quisiera. —A su manera insensible, Dundy parecía apenado por aquel joven—. En este país nadie se toma en broma un asesinato.
—¡Asesinato! Pero ya le digo, teniente, que yo solo he aparecido en esta situación por la más pura casualidad. Yo no estoy…
—¿Quiere decir que ha venido aquí con la señorita Bliss por error?
El joven miró como si deseara decir que sí. Dijo que no, lentamente, y luego siguió con velocidad creciente:
—Pero no ha sido nada, señor, nada de nada. Habíamos ido a comer. Yo la he acompañado a casa y ella me ha dicho: «¿No quieres subir a tomar un cóctel?». Y le he dicho que sí. Eso es todo, le doy mi palabra. —Alzó las manos, con las palmas a la vista—. ¿Acaso no le podría haber pasado a usted? —Movió las manos hacia Spade—. ¿A usted?
Spade contestó:
—A mí me pasan muchas cosas. ¿Sabía Bliss que usted tonteaba con su hija?
—Sabía que éramos amigos, sí.
—¿Sabía que usted tenía esposa?
Smekalov contestó con cautela:
—Creo que no.
Dundy lo contradijo:
—Le consta que no.
Smekalov se humedeció los labios y no llevó la contraria al teniente.
Dundy preguntó:
—¿Cómo cree que hubiera reaccionado al enterarse?
—No lo sé, señor.
Dundy se acercó un paso más al joven y habló entre dientes, con voz seca y decidida:
—¿Cómo reaccionó al enterarse?
El joven dio un paso atrás, con el rostro blanco y asustado.
La puerta del dormitorio se abrió y Miriam Bliss entró en el salón.
—¿Por qué no lo dejan en paz? —preguntó, indignada—. Les he dicho que no tenía nada que ver. Les he dicho que no sabe nada. —Estaba ya al lado de Smekalov y tenía una mano del joven entre las suyas—. Solo le están creando problemas sin beneficio ninguno. Lo siento mucho, Boris, he intentado que no te molestaran.
El joven balbuceó algo ininteligible.
—Sí, lo ha intentado —convino Dundy. Luego se dirigió a Spade—: ¿Puede haber sido así, Sam? Bliss se ha enterado de lo de la esposa, sabía que habían quedado para comer, ha venido pronto a casa para recibirlos cuando llegaran, le ha amenazado con contárselo a la esposa y lo han estrangulado para impedirlo. —Miró de reojo a la chica—. Y ahora, si quiere desmayarse otra vez, sírvase usted misma.
El joven lanzó un grito y se lanzó contra Dundy, arañándolo con las dos manos. Dundy soltó un gruñido y le dio un puñetazo fuerte en la cara. Él joven se fue tambaleando hacia atrás por la sala hasta que chocó con una silla. Él y la silla cayeron juntos al suelo. Dundy dijo al de la cara gris:
—Llévatelo a comisaría. Testigo material.
El de la cara gris dijo que muy bien, recogió el sombrero de Smekalov y se acercó para ayudarle a levantarse.
Theodore Bliss, su esposa y la sirvienta habían salido hasta la puerta que Miriam Bliss había dejado abierta. Esta lloraba, pataleaba y amenazaba a Dundy.
—Le denunciaré, cobarde. No tenía derecho de…
Y etcétera. Nadie le prestaba demasiada atención; todos miraban cómo el de la cara gris ayudaba a Smekalov a levantarse y se lo llevaba. La nariz y la boca de Smekalov eran dos manchas rojas.
Entonces Dundy se dirigió en tono despreocupado a Miriam Bliss para pedirle silencio y luego sacó un papel del bolsillo.
—Tengo una lista de las llamadas que se han hecho hoy desde aquí. Avisen si las reconocen.
Leyó un número de teléfono.
La señora Hooper dijo:
—Es el carnicero. Lo he llamado esta mañana, antes de irme.
Dijo que el número siguiente era del verdulero.
Leyó otro.
—Ese es el St. Mark —dijo Miriam Bliss—. He llamado a Boris.
Luego identificó otros dos números como propios de amigos a los que había llamado.
El sexto número, dijo Bliss, era de la oficina de su hermano.
—Es probable que sea mi llamada a Elise para decirle que se reuniera conmigo.
Cuando leyó el séptimo, Spade dijo que era el suyo y Dundy terminó:
—El último es el de emergencia de la policía.
Se guardó el papel en el bolsillo.
—Qué útil ha resultado —dijo Spade, en tono animoso.
Sonó el timbre.
Dundy fue a la puerta. Se oyó que hablaba con otro hombre en voz tan baja que desde el salón nadie pudo reconocer sus palabras.
Sonó el teléfono. Contestó Spade.
—Diga… No, soy Spade. Espera un mo… —Escuchó—. De acuerdo, se lo digo… No lo sé. Le diré que te llame… De acuerdo.
Cuando colgó el teléfono Dundy estaba plantado en la puerta del recibidor, con las manos detrás de la espalda. Spade le dijo:
—Dice O’Gar que tu ruso se ha vuelto loco por completo de camino a la comisaría. Le han tenido que poner una camisa de fuerza.
—La tendría que haber llevado hace tiempo —gruñó Dundy—. Ven.
Spade siguió a Dundy al recibidor. En la puerta de fuera había un policía uniformado.
Dundy mostró las manos. En una había una corbata de rayas estrechas en diagonal, en distintos tonos de verde, y en la otra un alfiler de pañuelo, de platino, con forma de cuarto de luna y unos diamantes pequeños.
Spade se agachó para mirar las tres manchas pequeñas e irregulares que tenía la corbata.
—¿Sangre?
—O tierra —dijo Dundy—. Lo ha encontrado envuelto en un periódico, en la papelera de la esquina.
—Sí, señor —dijo el uniformado, lleno de orgullo—. Ahí estaba, todo envuelto en…
Se calló porque nadie le estaba prestando atención.
—Mejor que sea sangre —decía Spade—. Sería una razón para llevarse la corbata. Entremos a hablar con esa gente.
Dundy se metió la corbata en un bolsillo y hundió en el otro la mano que sostenía el alfiler.
—Cierto. Diremos que es sangre.
Entraron en el salón. Dundy pasó la mirada de Bliss a la esposa de Bliss, a la sobrina de Bliss, a la sirvienta, como si ninguno de ellos le gustara nada. Sacó el puño del bolsillo, extendió el brazo ante sí y abrió la mano para mostrar en la palma el prendedor en forma de luna.
—¿Qué es esto? —preguntó.
La primera en hablar fue Miriam Bliss.
—Vaya, es el prendedor de mi padre —dijo.
—Ah, ¿sí? —preguntó Dundy en tono desagradable—. ¿Y lo llevaba puesto hoy?
—Siempre lo llevaba.
La chica se volvió a los demás en busca de confirmación.
La señora Bliss dijo que sí y los demás movieron la cabeza en señal de conformidad.
—¿Dónde lo ha encontrado? —preguntó la chica.
Dundy los estaba repasando otra vez de uno en uno, como si le cayeran menos que nunca. Tenía la cara roja.
—Siempre lo llevaba —dijo, enojado—. Pero ninguno de ustedes ha podido decir: «Papá siempre llevaba un prendedor. ¿Dónde estará?». No, hemos de esperar hasta que aparece para poderles arrancar una sola palabra.
—Sea justo —dijo Bliss—. ¿Cómo íbamos a saber…?
—No importa lo que iban a saber —dijo Dundy—. Ya estamos llegando al punto en que me pondré yo a hablar sobre lo que sé. —Sacó la corbata verde del bolsillo—. ¿Esto es una corbata?
La señora Hooper contestó:
—Sí, señor.
Dundy dijo:
—Bueno, pues tiene sangre y por lo que hemos visto no viene de ningún corte que tuviera. —Los miró de uno en uno con los ojos entrecerrados—. Ahora, supongamos que intentaran estrangular a un hombre que llevara un alfiler de pañuelo y él se resistiera y…
Se interrumpió y miró a Spade.
Spade había avanzado hasta donde estaba la señora Hooper. Ella tenía las manos entrelazadas delante del cuerpo. Le tomó la mano derecha, la giró, le quitó el pañuelo apretujado que sostenía en la palma y vio un rasguño reciente de cinco centímetros en la carne.
Ella le había dejado examinar la mano con actitud pasiva. La tranquilidad no desapareció de su rostro. No dijo nada.
—¿Y? —preguntó él.
—Me lo he hecho con el prendedor de la señorita Miriam cuando la he instalado en la cama, después de desmayarse —dijo la sirvienta, con calma.
La risa de Dundy fue breve y amarga.
—La voy a colgar igual —contestó.
El rostro de la mujer no cambió.
—Hágase la voluntad del Señor —contestó.
Spade hizo un ruido peculiar con el cuello al soltarle la mano.
—Bueno, veamos dónde estamos. —Sonrió a Dundy—. ¿No le gusta la estrella de la «T», verdad?
—Ni de lejos —respondió Dundy.
—A mí tampoco —contestó Spade—. La amenaza de Talbot probablemente iba en serio, pero parece que esa deuda ya quedó saldada. Ahora… Espere un momento. —Fue al teléfono y llamó a la oficina—. Lo de la corbata también me ha parecido bastante extraño durante un buen rato —dijo mientras esperaba—, pero supongo que se explica por la sangre.
Habló por teléfono:
—Hola, Effie. Oye: más o menos media hora antes de llamar Bliss, ¿has recibido alguna llamada que no fuera en serio? Cualquier cosa que solo sirviera para perder el tiempo… Sí, antes… Piénsalo.
Tapó el auricular con una mano y dijo a Dundy:
—Hay mucha maldad en este mundo.
Luego habló de nuevo por teléfono:
—¿Sí?… Si… ¿Kruger?… Sí. ¿Hombre, o mujer?… Gracias. No, terminaré dentro de media hora. Espérame y te invito a cenar. Adiós.
Se apartó del teléfono.
—Una media hora antes de que me llamara Bliss, llamó un hombre a mi oficina y preguntó por el señor Kruger.
Dundy frunció el ceño:
—¿Y qué?
—Kruger no estaba.
El ceño de Dundy se frunció más todavía:
—¿Quién es Kruger?
—No lo sé —contestó Spade, en tono insípido—. Nunca he oído hablar de él. —Sacó tabaco y papel de liar de los bolsillos—. De acuerdo, Bliss, ¿dónde está su rascada?
Theodore Bliss dijo:
—¿Qué?
Los demás se quedaron mirando a Spade con caras inexpresivas.
—Su rascada —repitió Spade, en un tono conscientemente paciente. Tenía la atención centrada en el cigarrillo que estaba liando—. El sitio en que se le ha clavado el prendedor de su hermano cuando lo estaba estrangulando.
—¿Está loco? —preguntó Bliss—. Yo estaba…
—Ajá, se estaba casando cuando lo han matado. No es verdad.
Spade humedeció el borde del papel de liar y lo alisó con los índices.
Entonces habló la señora Bliss, un poco a trompicones:
—Pero él… Pero Max Bliss ha llamado…
—¿Quién dice que me ha llamado Max Bliss? —preguntó Spade—. A mí no me consta. No reconocería su voz. Solo sé que me llamó un hombre y dijo ser Max Bliss. Cualquiera pudo decirlo.
—Pero el registro telefónico demuestra que la llamada se hizo desde aquí —protestó.
Él meneó la cabeza y sonrió.
—Demuestra que desde aquí se hizo una llamada, y así fue, pero no era esa. Ya le he dicho que alguien me llamó más o menos media hora antes que la supuesta llamada de Max Bliss y preguntó por el señor Kruger. —Movió la cabeza afirmativamente hacia Theodore Bliss—. Ha tenido la inteligencia suficiente para hacer que constara una llamada desde este apartamento a mi oficina antes de ir a reunirse con usted.
Ella desvió la mirada de Spade a su marido, con los ojos pasmados.
El marido dijo:
—Es una tontería, mi amor. Ya sabes…
Spade no le dejó terminar esa frase.
—Ya sabe que salió a fumar un cigarrillo al pasillo mientras esperaban al juez, y usted sabía que allí había cabinas telefónicas. Con un minuto le bastaba.
Encendió un cigarrillo y volvió a guardar el mechero en el bolsillo.
—¡Tonterías! —dijo Bliss, más brusco ahora—. ¿Por qué iba yo a querer matar a Max? —Dedicó una sonrisa tranquilizadora a los ojos horrorizados de su esposa—. No dejes que esto te inquiete, querida. A veces, los métodos de la policía…
—De acuerdo —dijo Spade—, vamos a buscar esos rasguños.
Bliss se movió para encararse más directamente a él.
—¡De eso nada!
Y se echó una mano a la espalda.
Spade, con cara de póquer y ojos de sueño, dio un paso adelante.
Spade y Effie Perine estaban sentados a una mesa pequeña en Julius’s Castle, en Telegraph Hill. Por la ventana que tenían al lado se veían barcos que llevaban sus luces hacia las de la ciudad, al otro lado de la bahía.
—… no había ido para matarlo, parece ser —estaba explicando Spade—, solo para sacarle algo de dinero, pero en cuanto empezó la pelea, una vez que le echó las manos al cuello, supongo, su resentimiento resultó tan caliente que ya no pudo soltarlo hasta que Max estuvo muerto. Entiéndeme, solo estoy juntando lo que dicen las pruebas y lo que le hemos sonsacado a la mujer, más lo poco que hemos podido sacarle a él.
Effie asintió.
—Ella es una esposa buena y leal.
Spade bebió café y se encogió de hombros.
—¿Para qué? Ahora sabe que él se había acercado a ella solo porque era la secretaria de Max. Sabe que cuando pidió la licencia de matrimonio, hace un par de semanas, solo era para liarla para que le consiguiera fotocopias del material de archivo que relacionaba a Max con el timo de Graystone Loan. Ella sabe… Bueno, sabe que no se estaba limitando a ayudar a un inocente herido a limpiar su nombre.
Bebió otro sorbo de café.
—Así que esta tarde ha ido a ver a su hermano para volverle a echar San Quintín a la cara a cambio de algo de dinero y se han peleado y lo ha matado y se ha rasguñado la muñeca con el alfiler mientras lo estrangulaba. Sangre en la corbata, un rasguño en la muñeca… No va bien. Le quita la corbata al muerto y busca otra porque la falta de corbata daría qué pensar en estas circunstancias. Ahí comete un error. Las corbatas nuevas de Max están en la parte delantera del corbatero y él coge la primera que se encuentra. De acuerdo. Ahora tiene que pasársela al muerto por el cuello… O, espera. Tiene una idea mejor. Quitarle alguna prenda más y desconcertar a la policía. Si le quita también la camisa, la corbata pasará tan inadvertida puesta como quitada. Mientras lo desviste, se le ocurre otra idea. Como quiere dar alguna preocupación añadida a la policía, dibuja en el pecho del muerto una señal mística que ha visto en algún lado.
Spade vació la taza, la dejó en la mesa y siguió hablando:
—A estas alturas, se está convirtiendo ya en la mente controladora en el juego de desconcertar a la policía. Una carta de amenaza firmada con el mismo dibujo que el del pecho de Max. El correo de la tarde está en el escritorio. Da lo mismo un sobre que otro, siempre y cuando estén escritos a máquina y no tengan dirección del remitente, pero uno de Francia añade un toque exótico, así que saca la carta original y mete la de amenaza. Ahora se está pasando un poco, ¿verdad? Nos está dando tantas pistas equivocadas que no podemos evitar sospechar de cosas que parecen ciertas: la llamada telefónica, por ejemplo.
»Bueno, pues ya está listo para llamar por teléfono… Para su coartada. Descubre mi nombre entre los detectives privados de la agenda y hace el truco de pedir por el señor Kruger, pero solo después de llamar a la rubia Elise y decirle que no solo han desaparecido los obstáculos para su matrimonio, sino que le han hecho una oferta para irse a trabajar a Nueva York y tiene que salir ya mismo, y que si quiere reunirse con él al cabo de quince minutos para casarse. Eso es mucho más que una coartada. Quiere asegurarse de que ella esté absolutamente convencida de que él no ha matado a Max, porque sabe que no le caía bien, y no quiere que piense que solo estaba con ella para obtener información sobre Max, porque ella podría ser capaz de sumar dos y dos y conseguir algo parecido a la respuesta correcta.
»Después de ocuparse de eso ya está listo para salir. Se va sin esconderse demasiado y con una única preocupación: la corbata y el alfiler que lleva en el bolsillo. Se lleva el alfiler porque no está seguro de si la policía encontrará rastros de sangre en el engarce de los diamantes por mucho que lo limpie. Al salir coge un periódico, se lo compra al muchacho que los vende junto a la puerta de la calle. Usa una parte para envolver la corbata y el alfiler y la tira en la papelera de la esquina. Parece que eso ha salido bien. No hay ninguna razón para que la policía busque la corbata. Ninguna razón para que el basurero que vacíe la papelera se detenga a investigar un trozo de periódico arrugado. Y si algo sale mal, qué diablos, el asesino lo ha tirado allí, pero él, Theodore, no puede ser el asesino porque tendrá coartada.
»Luego monta en su coche y va a la oficina municipal. Sabe que allí hay un montón de teléfonos y siempre podrá decir que necesitaba lavarse las manos, pero resulta que no hace falta. Mientras esperan a que el juez termine una vista, sale a fumar un cigarrillo y todo listo: “Señor Spade, soy Max Bliss y me han amenazado”.
Effie Perine asintió y luego preguntó:
—¿Por qué supones que escogió un detective privado, en vez de la policía?
—Por ir sobre seguro. Si aparecía el cuerpo, mientras tanto, la policía podía enterarse y seguirle el rastro a su llamada. Lo más probable era que un detective privado no se enterase hasta que lo leyera en los periódicos.
Ella se rio y le dijo:
—Pues esa es la suerte que has tenido.
—¿Suerte? No sé. —Se miró con tristeza el dorso de la mano izquierda—. Me he hecho daño en un nudillo al detenerlo y el caso solo ha durado una tarde. Lo más probable es que quien maneje la herencia la arme bien gorda si le mando un recibo por cualquier cantidad decente de dinero.
Alzó una mano para llamar la atención del camarero.
—De acuerdo, bueno, mejor suerte para la próxima. ¿Quieres ir al cine, o tienes otros planes?