MUERTE & COMPAÑÍA

El Viejo —jefe de la Agencia de Detectives Continental— me presentó al otro hombre que había en su despacho —se llamaba Chappell— y dijo:

—Siéntate.

Chappell tendría unos cuarenta y cinco, era de constitución sólida y complexión oscura, pero estaba tembloroso y corroído por una preocupación, una pena o un dolor. Me fijé en el color rojo que rodeaba sus ojos, en la hinchazón de los párpados y del labio inferior. Al saludarme me tendió una mano flácida y húmeda.

El Viejo cogió una hoja de papel de su escritorio y me la pasó. La cogí. Era una carta escrita con caligrafía burda, todo en mayúsculas:

MARTIN CHAPPELL.

APRECIADO SEÑOR:

SI QUIERE VOLVER A VER VIVA A SU ESPOSA HAGA EXACTAMENTE LO QUE LE DIGAMOS O SEA IR HOY AL DESCAMPADO DE LAS CALLES GEORGE Y LARKIN EXACTAMENTE A LAS 12 DE LA NOCHE Y DEJAR 5000$ EN BILLETES DE 100$ DEBAJO DEL MONTÓN DE LADRILLOS DETRÁS DE LOS ANUNCIOS. SI NO LO HACE O SI VA A LA POLICÍA O SI INTENTA HACER CUALQUIER TRAMPA RECIBIRÁ UNA CARTA MAÑANA PARA DECIRLE DONDE ENCONTRAR SU CADÁVER. VAMOS EN SERIO.

MUERTE & COMPAÑÍA

Dejé la carta en el escritorio del Viejo. Él dijo:

—La señora Chappell fue a una primera sesión ayer por la tarde. No volvió a casa. El señor Chappell ha recibido este correo por la mañana.

—¿Fue sola? —pregunté.

—No lo sé —dijo Chappell. Tenía voz de cansado—. Me dijo que iría cuando salí por la mañana hacia la oficina, pero no concretó qué iba a ver, ni si la acompañaría alguien.

—¿Con quién solía ir?

Meneó la cabeza, desesperanzado.

—Le puedo dar los nombres y las direcciones de sus amigos más cercanos, pero me temo que no servirá de nada. Anoche, al ver que no venía, llamé a todos los que se me ocurrieron.

—¿Alguna idea de quién puede haberlo hecho?

Volvió a menear la cabeza.

—He intentado pensar en toda la gente que conozco, o que he tratado en algún momento, que pudiera ser capaz de algo así, pero no se me ocurre nadie.

—¿A qué se dedica usted?

Pareció desconcertado ante mi pregunta, pero contestó:

—Tengo una agencia de fabricantes.

—¿Algún empleado despedido?

—No, solo he despedido a uno que ahora tiene un trabajo mejor en la competencia y con quien me llevo perfectamente bien.

Carraspeé y me dirigí a Chappell:

—Mire, tengo que hacerle algunas preguntas que tal vez usted considere… Bueno, brutales. Pero son necesarias.

Hizo una mueca de dolor y respiró hondo.

—Nunca he tenido ninguna razón para creer que fuera a algún sitio sin decírmelo, o que tuviera amistades de las que no me hablaba. ¿Es eso…? —Había una súplica en aquella voz—. ¿Es eso lo que quería saber?

—Sí, gracias.

Me volví hacia el Viejo. La única manera de sacarle algo era preguntárselo. Por eso dije:

—¿Y entonces?

Sonrió con cortesía, como un muro blanco bien satisfecho, y murmuró:

—¿Qué aconsejas?

—Pagar, por supuesto, lo primero —contesté. Luego pregunté a Chappell—: Puede reunir el dinero, ¿no?

—Sí.

Me dirigí al Viejo:

—¿Qué hacemos con la policía?

—¡No! ¡La policía no! ¿Y si se…? —empezó a protestar Chappell.

Lo interrumpí:

—Hay que decírselo por si algo sale mal y para que estén listos para actuar en cuanto la señora Chappell esté de nuevo en casa. Podemos convencerlos para que se mantengan al margen hasta entonces.

El Viejo mostró su conformidad con un movimiento de cabeza y alargó un brazo hacia el teléfono.

Vinieron Fielding y un ayudante del fiscal llamado McPhee. Al principio todos votaban por convertir el montón de ladrillos de la esquina de George y Larkin en destino de la mitad del cuerpo policial a medianoche, pero al final los convencimos para que atendieran a razones. Tuvimos que echarles a la cara la historia de los secuestros desde Charlie Ross hasta nuestros días y demostrarles que la estadística estaba de nuestra parte: se habían obtenido mejores resultados y menos dolor pagando lo que se pedía y dando caza a los secuestradores después que intentando atraparlos antes de que soltaran al secuestrado. Esa noche a las once y media Chappell salió de su casa solo, con cinco mil dólares envueltos en una hoja de papel marrón en su bolsillo. Regresó a las doce y veinte. Tenía la cara amarillenta y empapada de sudor y estaba temblando.

—Lo he dejado allí —dijo, con dificultad.

Serví un vaso de whisky y se lo pasé.

Se pasó la mayor parte de la noche caminando arriba y abajo. Yo dormitaba en el sofá. Al menos lo oí media docena de veces abrir la puerta de la calle y asomarse a echar un vistazo. Los sargentos Muir y Callahan se fueron a la cama. Tanto ellos como yo estábamos allí plantados para obtener información de la señora Chappell lo antes posible.

A las nueve de la mañana llamaron a Callahan por teléfono. Después de colgar se acercó a nosotros con cara seria.

—Nadie ha recogido la pasta todavía —nos dijo.

El horror se asomó al rostro demacrado de Chappell, boquiabierto y con los ojos como platos.

—¿Estaban vigilando el lugar?

—Claro —contestó Callahan—. Pero de la manera correcta. Solo tenemos un par de hombres encerrados en un apartamento, en un extremo de la manzana, mirando por la ventana con binoculares. Nadie se daría cuenta.

Chappell se volvió hacia mí, con un horror cada vez más profundo en la cara.

—¿Qué…?

Sonó el timbre.

Chappell fue a la puerta y regresó enseguida, presa de los nervios, rasgando un sobre entregado en mano. Dentro había otra burda nota:

MARTIN CHAPPELL

APRECIADO SEÑOR:

VALE. TENEMOS EL DINERO PERO NECESITAMOS MÁS ESTA NOCHE LA MISMA CANTIDAD A LA MISMA HORA Y TODO LO DEMÁS IGUAL. ESTA VEZ DE VERDAD MANDAREMOS A SU ESPOSA VIVA A CASA SI HACE LO QUE LE DECIMOS. SI NO LO HACE O SE LO DICE A LA POLICÍA, YA SABE LO QUE LE ESPERA Y PUEDE ESTAR SEGURO DE QUE ASÍ SERÁ.

MUERTE & COMPAÑÍA

—¿Qué carajo…? —dijo Callahan.

Muir gruñó:

—Los de la ventana deben de estar ciegos.

—Bueno, ¿qué va a hacer? —pregunté a Chappell. Tragó saliva y dijo:

—Les daré hasta el último centavo que tengo si con eso puedo traer a Louise sana y salva a casa.

Esa noche a las once y media Chappell salió de su casa con cinco mil dólares. Lo primero que dijo al volver fue:

—Es verdad que el dinero que dejé ayer ya no está.

Esa noche fue muy parecida a la anterior. Nadie lo dijo, pero todos esperábamos otra nota por la mañana con la petición de cinco mil dólares más.

Y el cartero sí entregó en mano otra nota, pero decía:

MARTIN CHAPPELL

APRECIADO SEÑOR:

LE ADVERTIMOS QUE NO MEZCLASE A LA POLICÍA CON ESTO Y DESOBEDECIÓ. LLÉVESE A SUS POLICÍAS AL APARTAMENTO 313 DEL NÚMERO 895 DE LA CALLE PARK Y ENCONTRARÁ EL CADÁVER QUE LE PROMETIMOS SI DESOBEDECÍA.

MUERTE & COMPAÑÍA

Callahan maldijo y se levantó de un salto para coger el teléfono que había en una mesa cercana.

Pasé un brazo por la espalda de Chappell, que ya empezaba a tambalearse, pero se recuperó de golpe y se dirigió a mí en un tono feroz:

—¡La han matado ustedes! —exclamó.

—Guárdese eso para luego —ladró Muir—. Pongámonos en marcha.

La dirección de la calle Park estaba tan solo a diez minutos de la casa de Chappell, circulando tal como lo hicimos nosotros. Nos costó un par de minutos más encontrar al conserje del bloque de apartamentos y conseguir que nos diera las llaves.

Había una mujer alta y esbelta, de rizos pelirrojos, tumbada en el salón del 313. Llevaba muerta el tiempo suficiente para haberse empezado a descolorar. Estaba boca arriba. La bata marrón de franela que llevaba puesta —de hombre, a primera vista— estaba abierta y mostraba la lencería rosa. Llevaba medias y una zapatilla. La otra estaba cerca de su cuerpo.

Su cara y su cuello, así como las partes visibles de su cuerpo, estaban cubiertos de magulladuras. Los ojos bien abiertos y saltones, la lengua fuera; había recibido una paliza primero, luego la habían asfixiado.

Se nos unieron más policías de paisano y luego algunos uniformados. Pusimos en marcha nuestras prácticas habituales.

El intendente de la casa nos dijo que el apartamento estaba alquilado a nombre de un tal Harrison M. Rockfield. Lo describió: unos treinta y cinco años, metro ochenta, rubio, ojos grises o azules, flaco, quizás unos setenta kilos, personalidad muy agradable, bien vestido. Dijo que Rockfield llevaba tres meses viviendo allí solo. No sabía nada de sus amigos y ni siquiera había visto a la señora Chappell hasta entonces. Llevaba dos o tres días sin ver a Rockfield, pero no le había dado más importancia porque a menudo pasaba más o menos una semana sin ver a algún inquilino.

Los expertos de la policía encontraron muchas huellas dactilares de hombre y todos esperábamos que fueran de Rockfield.

No encontramos a nadie en los apartamentos contiguos que hubiera oído el jaleo que sin duda habría armado el asesino.

Decidimos que probablemente habían matado a la señora Chappell nada más llevarla al apartamento, la misma noche de su desaparición, en cualquier caso.

Llegó un agente con el paquete de billetes de cien dólares que Chappell había dejado la noche anterior bajo la pila de ladrillos.

Bajé a la comisaría con Callahan para preguntar a los hombres que habían vigilado el descampado desde la ventana del apartamento cercano. Juraron una y otra vez que nadie —«ni una triste rata»— se podía haber acercado a la pila de ladrillos sin ser visto por ellos.

Me llamaron al teléfono. Era Chappell. Tenía la voz áspera.

—Cuando he llegado a casa estaba sonando el teléfono —dijo—. Era él.

—¿Quién?

—Muerte y compañía —dijo—. Así se ha presentado, y luego me ha dicho que ahora me toca a mí. No ha dicho nada más. Llamo de Muerte y Compañía y ahora le toca a usted.

—Voy ahora mismo para allá —dije—. Espéreme.

Chappell se hallaba en mal estado cuando llegué a su casa. Temblaba como si tuviera fiebre y sus ojos, de tanto miedo, parecían los de un idiota.

—Es… No es solo que… que tengo miedo —intentó explicar—. Lo tengo, pero es… No tengo miedo, pero… Pero con Louise… y… Y es la impresión y todo eso. Yo…

—Ya sé —lo calmé—. Ya sé. Y lleva un par de días sin dormir. ¿Qué médico tiene? Lo voy a llamar.

Protestó débilmente, pero al fin me dio el nombre de su médico. Cuando me acerqué al teléfono, se puso a sonar. Era Callahan, para mí.

—Hemos contrastado las huellas —dijo, con voz triunfal—. Son de Dick Moley. ¿Sabes quién es?

—Claro —respondí—. Tan bien como tú.

Moley era un jugador, pistolero y maleante en general, con una ficha policial más larga que su brazo.

Callahan dijo en tono animoso:

—Cuando lo encontremos será una pelea brutal. Y cuanto más duro sea, más se va a reír.

—Ya lo sé —contesté.

Conté a Chappell lo que me había dicho Callahan. Su cara y su voz se llenaron de rabia cuando oyó el nombre del hombre acusado de matar a su esposa.

—¿Le suena de algo? —pregunté.

Meneó la cabeza para decir que no y siguió maldiciendo a Moley.

—Yo sé dónde encontrarlo —apunté.

Se le abrieron mucho los ojos.

—¿Dónde? —preguntó en un jadeo.

—¿Quiere ir conmigo?

—¿Que si quiero?

El cansancio y el malestar habían desaparecido.

Hizo muchas preguntas mientras salíamos y montábamos en su coche. Contesté casi todas con un:

—Espere, ya verá.

—No puedo —masculló—. Tengo que… Ayúdeme a volver a casa… El médico.

Lo tumbé en el sofá, le llevé agua y marqué el número del médico. El médico no estaba.

Cuando le pregunté si quería que llamase a cualquier otro médico, contestó con voz débil:

—No, estoy bien. Vaya a buscar a… A ese hombre.

—De acuerdo —concedí.

Salí, paré un taxi y me quedé esperando en él.

Veinte minutos después un hombre subió los escalones de acceso a la casa de Chappell y llamó al timbre. El hombre era Dick Moley, alias Harrison M. Rockfield.

Me pilló por sorpresa. Yo esperaba que saliera Chappell, no que entrase alguien. Para cuando llegué, ya había desaparecido dentro de la casa y la puerta estaba cerrada.

Llamé al timbre como un loco.

Un disparo de arma pesada rugió en el interior, dos veces.

Partí el cristal de la puerta con mi arma y metí la mano para tantear en busca del cerrojo.

Volvió a sonar la pistola y una bala arrancó unos añicos de cristal que se me clavaron en la mejilla, pero encontré el cerrojo.

Abrí la puerta de una patada y disparé hacia delante a discreción. Entonces se movió algo en el pasillo oscuro y sin esperar a ver quién era volví a disparar hasta que se oyó caer algo, y luego disparé hacia lo que había caído. Se oyó una voz:

—Déjelo. Ya basta. He perdido el arma.

No era la voz de Chappell. Me llevé un chasco.

Encendí la luz con un interruptor que encontré al pie de la escalera. Dick Moley estaba sentado en el suelo en el otro extremo del pasillo, agarrándose una pierna.

Recogí su arma.

—¿Te he dado en algún otro sitio, aparte de la pierna? —le pregunté.

—No. Iba bien, si no fuera porque se me ha caído el arma al fallarme la pierna.

—Muchos «si no fuera» tienes tú —le dije—. Te voy a dar otro. Solo tendrías que preocuparte de ese agujero de bala, si no fuera porque has matado a Chappell.

Se echó a reír.

—Si no estuviera muerto se sentiría un poco raro con esas dos del 44 en la cabeza.

—Qué tonto has sido —gruñí.

No me creyó. Dijo:

—Es el mejor trabajo que he hecho en mi vida.

—Ah, ¿sí? Bueno, ¿y si te digo que yo solo estaba esperando que diera un paso más para detenerlo?

Abrió mucho los ojos.

——Sí —dije—. Y has tenido que venir tú a estropearlo todo. Espero que te cuelguen por eso. —Me arrodillé y empecé a rajar la pernera del pantalón con mi navaja de bolsillo—. ¿Qué hiciste? ¿Te escondiste al encontrarla muerta en tu casa porque sabías que un tipo con tu historial lo tenía claro? ¿Y luego perdiste la cabeza cuando viste en la prensa el lío en que te había metido?

—Sí —contestó lentamente—, aunque no estoy seguro de que perdiera la cabeza. Tengo la corazonada de que casi le he dado a esa rata lo que se merecía.

—Menuda corazonada —contesté—. Estábamos a punto de agarrarlo. Todo parecía falso desde el principio. Nadie había ido a recoger el dinero la primera noche, y sin embargo al día siguiente ya no estaba allí, o eso decía él. Bueno, para saber que lo había dejado y que al volver ya no estaba solo teníamos su palabra. A la noche siguiente, como ya le habíamos dicho que la policía vigilaba el lugar, dejó el dinero y luego escribió la nota en la que decía que Muerte y Compañía sabía que había acudido a la policía. Y eso tampoco era de dominio público. Y luego ella había muerto antes de que nadie supiera que la habían secuestrado. Y encima te lo cargó a ti cuando vio que el plan era demasiado tonto. Bueno, el tonto eres tú. Si no, no habrías montado este lío. —Le estaba atando la corbata en torno a la pierna, por encima del agujero de bala—. ¿Desde cuándo tonteabas con ella?

—Un par de meses —respondió—. Solo que no tonteaba. Iba en serio.

—¿Y cómo es que la pilló sola en tu casa?

Meneó la cabeza.

—Debió de seguirla esa tarde, cuando se suponía que ella iba al teatro. A lo mejor se quedó esperando fuera hasta que me vio salir. No estuve fuera ni una hora. Cuando volví ya estaba fiambre. ¿Cree que lo tenía planeado así desde el principio?

No lo creía. Me parecía que había matado a su esposa en un ataque de celos y luego se le había ocurrido la treta de Muerte & Compañía.