VIII

El fiscal del distrito se comió las uñas que le quedaban.

El sheriff tenía la cara de asombro de un niño que hubiera sostenido un globo en la mano y luego hubiera oído una explosión y no entendiera dónde estaba su globo.

Fingí estar completamente satisfecho.

—Volvemos al punto de partida —dijo el fiscal con un quejido desagradable, como si todo el mundo tuviera la culpa menos él—, y encima hemos perdido todas estas semanas.

El sheriff no miró al fiscal y no dijo nada.

Yo sí:

—Ah, yo no diría lo mismo. Hemos hecho algún progreso.

—¿Qué?

—Sabemos que Sherry y su criado tienen coartada.

Daba la sensación de que el fiscal del distrito creía que me estaba burlando de él. Hice caso omiso de las caras que me ponía y pregunté:

—¿Qué piensa hacer con ellos?

—¿Qué otra cosa puedo hacer, sino soltarlos? Esto ha mandado nuestra teoría al infierno.

—Al condado no le cuesta mucho dinero alimentarlos —sugerí—. ¿Por qué no se los queda mientras pueda, así lo repensamos todo? Quizás aparezca algo, y en caso contrario siempre podremos retirar la acusación. No creerá que son inocentes, ¿no?

Me clavó una mirada dura y amarga, apenado por mi estupidez.

—Son culpables como el diablo, pero… ¿de qué me sirve eso a mí si no puedo hacer que los condenen? ¿Y de qué sirve decir que me los quedo? Maldita sea, hombre, sabe tan bien como yo que ahora basta con que pidan la liberación para que cualquier juez se la conceda.

—Ajá —convine—, le apuesto el mejor sombrero de San Francisco a que no la piden.

—¿Qué quiere decir?

—Quieren ir a juicio —dije—. Si no, nos habrían contado su coartada sin esperar a que la descubriéramos. Tengo la sensación de que ellos mismos pasaron el chivatazo a la policía de Spokane. Y me apuesto ese sombrero a que Schaeffer no va a pedir un hábeas Corpus.

El fiscal del distrito me miró a los ojos con suspicacia.

—¿Usted sabe algo y se lo está guardando? —quiso saber.

—No, pero ya verá como tengo razón.

La tenía. Schaeffer siguió sonriéndose y no hizo el menor intento de sacar a sus clientes de la prisión del condado.

Tres días después apareció algo nuevo.

Un hombre llamado Archibald Weeks, que tenía una pequeña granja de pollos a unos quince kilómetros de la casa de Kavalov, fue a ver al fiscal del distrito. Weeks le dijo que había visto a Sherry en su casa —en la de Sherry— la madrugada del crimen.

Weeks se iba a Iowa aquella mañana a ver a sus padres. Se había levantado pronto para asegurarse de que todo estuviera en orden antes de conducir treinta kilómetros para tomar un tren matinal.

En algún momento entre las cinco y media y las seis había ido al cobertizo donde guardaba el coche para ver si tenía suficiente gasolina para el viaje.

Un hombre había salido corriendo del cobertizo, había saltado la valla y había desaparecido a toda velocidad, carretera abajo. Weeks lo había seguido un tramo corto, pero el otro era demasiado rápido para él. El hombre iba demasiado bien vestido para ser un vagabundo. Weeks supuso que le había intentado robar el coche.

Como el viaje al este de Weeks era necesario, y en su ausencia la mujer se iba a quedar sola con sus dos hijos —uno de diecisiete años, el otro de quince— le había parecido más inteligente no decirle nada de aquel hombre al que había sorprendido en el cobertizo. Había vuelto de Iowa un día antes de presentarse en la oficina del fiscal y al enterarse de los detalles del asesinato de Kavalov y ver la foto de Sherry en los periódicos lo había reconocido como el hombre al que había perseguido aquella madrugada.

Le mostramos a Sherry en persona. Dijo que era él. Sherry no dijo nada.

Con el testimonio de Weeks para refutar el de la policía de San Pedro, el fiscal del distrito dejó que el caso llegara a juicio. Marcus quedó como testigo material, pero como no se podía discutir su coartada de San Pedro no se le acusó.

Weeks contó su historia simple y sencilla en el banco de los testigos y luego, al ser interrogado, se hundió con un estallido. Se quedó hecho añicos.

No estaba, admitió en respuesta a las preguntas de Schaeffer, tan seguro de que Sherry fuera el mismo hombre al que había visto la otra vez. Efectivamente, lo poco que había podido ver de aquel hombre le recordaba a Sherry, pero quizá se había apresurado al decir que era él. Ahora que había tenido tiempo para pensárselo, ya no estaba tan seguro de haber visto con claridad la cara de aquel hombre en la penumbra de la madrugada. Al fin, lo único que Weeks podía afirmar bajo juramento era que había visto a un hombre que se parecía un poquito a Sherry.

Una gracia del copón.

Al fiscal del distrito ya no le quedaban uñas, pero se mordisqueaba las falanges.

El jurado dictaminó: Inocente.

Soltaron a Sherry, liberado para siempre en lo que concernía al asesinato de Kavalov por mucho que pudiera haber nuevos hallazgos en el futuro.

Soltaron a Marcus.

El fiscal del distrito se negó a despedirse de mí cuando me fui a San Francisco.