VII

El equipaje de Sherry permaneció en la sala de la estación de Los Ángeles todo el sábado sin que nadie fuera a recogerlo. Esa misma tarde el sheriff hizo público que Sherry y Marcus estaban en busca y captura por asesinato y por la noche él y yo tomamos un tren al sur.

El domingo por la mañana, con un par de hombres del departamento de policía de Los Ángeles, abrimos las maletas. No encontramos más que ropa normal y corriente y enseres personales que no nos decían nada.

Aquel viaje no rindió beneficios.

Volví a San Francisco y mandé imprimir y distribuir montones de circulares.

Pasaron dos semanas en las que las circulares no provocaron más que las falsas alarmas clásicas.

Y entonces la policía de Spokane detuvo a Sherry y Marcus en una pensión de la calle Stevens.

Algún desconocido había llamado a la policía para advertir de que un tal Fred Williams que vivía allí tenía un misterioso visitante negro casi todos los días, cuyas actividad parecía muy sospechosa. La policía de Spokane tenía copias de nuestra circular. Prácticamente ni les hizo falta ver las letras H. S. grabadas en los gemelos y en los pañuelos del tal Fred Williams para convencerse de que era nuestro hombre.

Tras un par de horas de interrogatorio, Sherry reconoció su verdadera identidad, pero negó haber matado a Kavalov.

Dos ayudantes del sheriff se desplazaron al norte y trajeron al prisionero a la capital del condado.

Sherry se había afeitado el bigote. Ni su cara ni su voz mostraban el menor rasgo de preocupación.

—Después de mi sueño yo ya sabía que no había que esperar nada más —dijo, con su hablar arrastrado—, por eso me fui. Luego, cuando me enteré de que el sueño se había cumplido supe que saldrían corriendo detrás de mí, como si yo pudiera evitar mis sueños, y entonces, eh… Me procuré un retiro.

Repitió con toda solemnidad la historia de la voz del naranjo al sheriff y al fiscal del distrito. A los periódicos les encantó.

Se negó a trazarnos el mapa de la ruta que había seguido, a contarnos qué había hecho durante aquel tiempo.

—No, no —dijo—. Lo siento, pero no debo hacerlo. Cabe la posibilidad de que alguna vez lo tenga que repetir y no me conviene desvelar mis métodos.

Se negó a contarnos dónde había pasado la noche del asesinato. Estábamos bastante seguros de que se había bajado del tren antes de llegar a Los Ángeles, aunque el personal ferroviario no había podido decirnos nada.

—Lo siento —dijo—. Pero si ustedes no saben dónde estaba… ¿Cómo pueden saber que estaba donde se cometió el asesinato?

Con Marcus tuvimos menos suerte todavía. Su fórmula fue:

—No entender muy bien inglés. Preguntar al capitaine. Yo no saber.

El fiscal del distrito pasó mucho tiempo caminando arriba y abajo por su despacho, mordisqueándose las uñas y diciéndonos con mucho énfasis que el caso se iba a desmontar si no éramos capaces de demostrar que Sherry o Marcus habían estado cerca de la casa de Kavalov en el momento del asesinato, o poco antes o después.

El único que no tenía la sensación de que Sherry llevaba las mangas cargadas de ases era el sheriff. Él ya lo veía ahorcado.

Sherry se consiguió un abogado, un tipo con pinta de listo, piel clara, gafas de cuerno y boca de labios delgados y nerviosos. Se llamaba Schaeffer. Iba por ahí sonriendo a los demás y a sí mismo.

Cuando al fiscal del distrito solo le quedaban las uñas de los pulgares y ya se disponía a atacarlas, pedí a Ringgo un coche prestado y me puse a seguir las vías del tren hacia el sur, con la intención de descubrir dónde se había bajado Sherry del ferrocarril. Habíamos sacado retratos de los dos, claro, así que me llevé algunas copias.

Mostré las malditas fotos en todas las estaciones del tren entre Farewell y Los Ángeles, en todos los pueblos que quedaran a menos de treinta kilómetros de las vías y en casi todas las casas por el camino. Y no sirvió para nada.

No había pruebas de que Sherry y Marcus no hubieran llegado a Los Ángeles.

El tren los habría dejado allí a las diez y media de la noche. No había ninguno que saliera de Los Ángeles y pudiera devolverlos a Farewell a tiempo de matar a Kavalov. Había dos posibilidades: un avión los podía haber llevado de vuelta con tiempo de sobra; también se podía hacer en coche, aunque no parecía razonable.

Primero probé la hipótesis del avión y no encontré ninguna compañía que tuviera un pasajero esa noche. Con la ayuda de la policía de Los Ángeles y de algunos operarios de la sucursal de la agencia, hice entrevistar a cualquiera que poseyera un avión, público o privado. Todos respondieron que no.

Probamos la hipótesis del automóvil, menos prometedora. Las grandes compañías de taxi y de coches de alquiler dijeron que no. Aquella noche se habían presentado cuatro denuncias por robo de automóvil entre las diez y las doce. Dos habían aparecido a la mañana siguiente en la ciudad: era imposible que hubieran ido hasta Farewell y hubiesen vuelto. Uno de los otros dos lo habían encontrado al día siguiente en San Diego. Solo quedaba uno. Un sedán Packard que seguía sin aparecer. Encargamos a un impresor unas cuantas tarjetas con la descripción del vehículo.

Acceder a todos los propietarios de taxis y coches de alquiler a pequeña escala era todo un trabajo, y luego quedaban los dueños de algún coche privado que hubieran podido alquilarlo para una noche suelta. Para cubrir todo ese campo acudimos a los periódicos.

No conseguimos ninguna información sobre vehículos, pero esa nueva línea de investigación —que pretendía encontrar rastros de aquellos hombres en el lugar pocas horas antes del asesinato— arrojó otros resultados.

En San Pedro (puerto marino de Los Ángeles, a unos veinticinco minutos) habían arrestado a un negro la madrugada del asesinato, a la una. El negro hablaba poco inglés, pero tenía papeles para demostrar que era Pierre Tisano, un marino francés. Lo habían arrestado por ir borracho y alterar el orden público.

La policía dijo que la fotografía y la descripción del hombre al que conocíamos por Marcus encajaban exactamente con el marino borracho.

Eso no fue todo lo que dijo la policía de San Pedro.

A Tisano lo habían arrestado a la una. Poco después de las dos, un hombre blanco que se había identificado como Henry Somerton, se había presentado con la intención de llevarse al negro bajo fianza. El agente que atendía la oficina por la noche había dicho a Somerton que no se podía hacer nada hasta la mañana siguiente y que, en cualquier caso, era mejor dejar que Tisano durmiese la mona antes de llevárselo. Somerton se había mostrado de acuerdo, se había quedado hablando con el agente más de media hora y se había ido hacia las tres. A las diez de la mañana había vuelto a aparecer para pagar la multa del negro. Y se habían ido juntos.

La policía de San Pedro dijo que tanto la descripción como la foto de Sherry, sin bigote, encajaban con Henry Somerton.

La firma de Henry Somerton en el registro del hotel al que había ido entre sus dos visitas a la policía encajaba con la letra manuscrita de la nota de Sherry al dueño del bungalow.

Quedaba bastante claro que Sherry y Marcus estaban en San Pedro —a nueve horas de Farewell en tren— cuando mataron a Kavalov.

En un caso de asesinato, bastante claro no significa claro del todo: llevé al sargento de San Pedro conmigo para que echara un vistazo a los dos hombres.

—Sí, son ellos —dijo.