VI

Eso fue el jueves. Ese día no pasó nada más.

El viernes por la mañana me despertó el ruido de la puerta de mi dormitorio, abierta de repente con violencia.

Martin, el mozo de cara flaca, entró a toda prisa en mi habitación y empezó a sacudirme por un hombro, pese a que cuando llegó junto a mi cama yo ya estaba sentado.

Su cara flaca tenía el color de los limones y estaba feo de puro miedo.

—Ha pasado —balbuceó—. ¡Ay, Dios mío, ha pasado!

—¿Qué ha pasado?

—Ha pasado, ha pasado.

Lo eché a un lado y me levanté de la cama. Se volvió de repente y fue corriendo a mi baño. Mientras me ponía las zapatillas lo oí vomitar.

El dormitorio de Kavalov quedaba tres puertas más allá de la mía, en el mismo lado de la casa.

Había mucho ruido, voces excitadas, puertas que se abrían y cerraban, pero no vi a nadie.

Corrí hasta la habitación de Kavalov. La puerta estaba abierta.

Kavalov estaba dentro, tumbado en una cama baja española. Las sábanas estaban caídas al pie de la cama.

Kavalov estaba boca arriba. Le habían cortado el cuello con una raja curva, paralela a la mandíbula entre dos puntos que arrancaban un par de centímetros por debajo de los lóbulos.

La parte de la sábana bajera y de la funda de la almohada, ambas azules, que se habían empapado de sangre tenían el color morado del mosto. Era una sangre densa y pegajosa y ya empezaba a coagularse.

Entró Ringgo, con una bata que parecía una capa.

—Ha pasado —anuncié, con las palabras del mozo.

Ringgo dedicó una mirada apagada y desgraciada a la cama y luego empezó a maldecir con voz ahogada, contenida.

La rubia de la cara rubicunda —Louella Qually, el ama de llaves— entró gritando, se abrió paso a empujones y corrió hasta la cama sin dejar de gritar. La agarré por un brazo cuando iba a coger las sábanas.

—No toque nada —dije.

—¡Tápenlo! ¡Tápenlo, pobre hombre! —exclamó.

La alejé de la cama. A esas alturas ya había cuatro o cinco criados en la habitación. Entregué al ama de llaves a un par de ellos y les pedí que se la llevaran y la tranquilizasen. Se fue entre la risa y el llanto.

Ringgo seguía mirando fijamente la cama.

—¿Dónde está su esposa? —pregunté.

No me oyó. Le di una palmadita en el brazo bueno y repetí la pregunta.

—Está en su habitación. Ella… No necesitaba verlo para saber lo que ha pasado.

—¿Y no será mejor que vaya a cuidarla?

Asintió, se volvió lentamente y se fue.

Entró el mozo, todavía amarillo como un limón.

—Quiero a todos los habitantes de la casa, criados, trabajadores de la granja, todos, en el salón principal de la planta baja —le dije—. Llévalos a todos ahora mismo y diles que se queden ahí hasta que venga el sheriff.

—Sí, señor —dijo, y se fue a la planta baja, seguido por los demás.

Cerré la puerta de Kavalov y pasé a la biblioteca, desde donde llamé a la oficina del sheriff, en la capital del condado. Hablé con un ayudante que respondía al nombre de Hilden. En cuanto le conté la historia me dijo que el sheriff se presentaría en la casa al cabo de media hora.

Fui a mi habitación y me vestí. Cuando había terminado ya, vino el mozo a decirme que estaban todos reunidos en el salón, salvo los Ringgo y su criada.

Cuando llegó el sheriff, yo estaba examinando la habitación de Kavalov. Era un hombre de cabello blanco y ojos de un suave azul, con una voz tranquila que brotaba confusa bajo el bigote blanquecino. Se había presentado con tres ayudantes, un médico y un forense.

—Ringgo y el mozo podrán contarle más detalles que yo —dije, después del intercambio de saludos—. Volveré en cuanto pueda. Me voy a casa de Sherry. Ringgo le dirá cuál es su papel en esta historia.

Escogí en el garaje un Chevrolet enfangado y conduje hasta el bungalow. Las puertas y ventanas estaban cerradas a cal y canto y por mucho que llamé no obtuve respuesta.

Volví al coche por el camino adoquinado y circulé de vuelta hacia Farewell. Allí me costó bien poco averiguar que Sherry y Marcus habían tomado el tren de las dos y diez hacia Los Ángeles la tarde anterior, con tres baúles y media docena de maletas que el maletero había facturado por ellos.

Tras mandar un telegrama a la sucursal de la agencia en Los Ángeles, me puse a buscar al hombre a quien Sherry había alquilado el bungalow.

No pudo decirme nada sobre sus inquilinos, más allá de que le decepcionaba que ni siquiera se hubiesen quedado dos semanas enteras. Sherry le había devuelto las llaves con una breve nota en la que le decía que lo habían convocado con una llamada inesperada.

Guardé la nota en el bolsillo. Siempre viene bien tener una muestra de la caligrafía. Luego pedí las llaves del bungalow y regresé a él.

No encontré nada valioso, salvo un montón de huellas dactilares que quizá tuviesen alguna utilidad más adelante. No había ninguna pista del posible destino de mis hombres.

Volví a casa de Kavalov.

El sheriff había terminado ya de interrogar al personal.

—No consigo sonsacarles nada —dijo—. Nadie ha oído nada y nadie ha visto nada desde anoche a la hora de acostarse, hasta que el mozo ha abierto la puerta esta mañana para despertarlo y se lo ha encontrado muerto. ¿Usted sabe algo más?

—No. ¿Le han contado la historia de Sherry?

—Ah, sí. Ese es el tipo, supongo, ¿no?

—Ajá. Se supone que se fue ayer por la tarde, con su negro, camino de Los Ángeles. Deberíamos encontrar la manera de verificarlo. ¿Qué dice el doctor?

—Dice que lo han matado entre las tres y las cuatro de la madrugada con un cuchillo más bien grueso, un tajo limpio de izquierda a derecha, como lo haría un zurdo.

—Tal vez el corte sea limpio —convine—, pero no es exactamente un tajo. Es algo más lento. Un tajo, cuando es curvo, tiende a subir por su parte central y bajar por los extremos, justo al contrario que en este caso.

—Ah, de acuerdo. ¿El tal Sherry es zocato?

—No lo sé. —Me pregunté si Marcus lo era—. ¿Han encontrado el cuchillo?

—Nada que ver. Y aún peor, no hemos encontrado nada más, ni dentro ni fuera de la casa. Es curioso que un tipo tan asustado como Kavalov, por lo que cuentan, no viviera más encerrado. Las ventanas estaban abiertas. Cualquiera podía haber subido con una escalera de mano. La puerta no estaba cerrada con llave.

—Podría haber una docena de explicaciones para eso. Él…

Uno de los ayudantes, un rubio de espalda amplia, llegó hasta la puerta y dijo:

—Hemos encontrado el cuchillo.

El sheriff y yo seguimos al ayudante hasta el exterior de la casa, por el lado al que daba la ventana de Kavalov. La hoja del cuchillo estaba hundida en el suelo, entre algunos matorrales que bordeaban el camino de bajada hacia la residencia de los trabajadores de la granja.

El mango de madera del cuchillo —pintado de rojo— quedaba un poco inclinado hacia la casa. Había un poco de sangre en la hoja, pero la tierra blanda la había limpiado casi por completo. En el mango no había sangre ni nada parecido a una huella dactilar.

Tampoco había pisadas en el suelo, en torno al cuchillo. Daba la sensación de que alguien lo había tirado entre la maleza.

—Supongo que esto es todo lo que tenemos —dijo el sheriff—. No hay gran cosa que demuestre si alguien de la casa ha tenido o no algo que ver. Iremos en busca de ese capitán Sherry.

Bajé al pueblo con él. En la oficina de correos averiguamos que Sherry había dejado una dirección para reenvíos: ventanilla general de San Luis, Misuri. El jefe de correos nos dijo que Sherry no había recibido ninguna carta durante su estancia en Farewell.

Fuimos a la oficina de telégrafos y nos dijeron que Sherry no había recibido ni enviado ningún telegrama. Yo mandé uno a la oficina de la agencia en San Luis.

Dedicamos el resto del tiempo a curiosear por el pueblo sin ningún resultado, más allá de confirmar que la mayor parte de los transeúntes ociosos de Farewell habían visto a Sherry y a Marcus subirse al tren del sur de las dos y diez.

Antes de regresar a casa de Kavalov me llegó un telegrama de la sucursal de Los Ángeles:

Baúles y maletas de Sherry aquí en sala de equipaje sin recoger mantenemos bajo vigilancia.

Al volver a la casa me encontré a Ringgo en el recibidor y le pregunté:

—¿Sherry es zurdo?

Se lo quedó pensando y luego meneó la cabeza.

—No consigo recordarlo —dijo—. Podría ser. Se lo preguntaré a Miriam. Quizá lo sepa. Las mujeres se acuerdan de ese tipo de cosas.

Cuando volvió a bajar iba moviendo la cabeza en señal de asentimiento.

—Es casi ambidiestro, pero usa la izquierda más que la derecha. ¿Por qué? —El médico dice que lo hicieron con la mano izquierda. ¿Cómo está tu esposa?

—Creo que la impresión más fuerte ya ha pasado, gracias.