V

A la mañana siguiente, bajo la clara luz del sol el campo lucía fresco y brillante. Una brisa cálida secaba la tierra y perseguía por el cielo a las nubes de algodón crudo.

A las diez de la mañana salí en busca del capitán Sherry. No me supuso ningún problema encontrar su casa, un bungalow de estuco rosado con tejado de terracota, a la que se accedía por un camino adoquinado.

En la veranda embaldosada que se extendía en paralelo a la fachada principal del bungalow había una mesa puesta con dos servicios sobre mantel blanco.

Sin darme tiempo a llamar, abrió la puerta un negro delgado, poco más que un muchacho, con chaqueta blanca. Tenía los rasgos más finos que la mayor parte de los negros americanos, aguileños, agradablemente inteligentes.

—Si te sigues tumbando en las carreteras mojadas, te vas a acatarrar —le dije—. Eso si no te atropellan.

Estiró las comisuras hasta las orejas en una sonrisa que mostraba muchos dientes fuertes y amarillos.

—Sí, señor —contestó con una reverencia. Las eses zumbaban y la erre parecía líquida—. El capitaine le estaba esperando para desayunar. Siéntese señor. Lo voy a llamar.

—¿No habrá carne de perro?

Las comisuras volvieron a estirarse hacia arriba mientras negaba vigorosamente con la cabeza.

—No, señor. —Alzó sus manos negras y usó los dedos para contar—. Hay naranjas y arenque ahumado y riñones a la plancha y huevos y mermelada y tostadas y té o café. No hay carne de perro.

—Bien —dije.

Me senté en uno de los sillones de mimbre de la veranda. Tuve tiempo de encender un cigarrillo antes de que llegara el capitán Sherry.

Era un hombre esquelético de cuarenta años. Cabello trigueño con raya en el centro, pegado a la cabeza pequeña a golpe de cepillo, por encima de una cara quemada por el sol. Tenía los ojos grises, con los párpados inferiores rectos como si estuvieran trazados con regla. La boca era otra línea recta y dura bajo un bigote trigueño recortado. Unos surcos como cuchilladas iban desde las fosas nasales hasta más abajo de las comisuras. Otros igualmente profundos recorrían las mejillas hacia el promontorio agudo de la mandíbula. Llevaba una bata de franela de rayas vistosas encima de un pijama de color terroso.

—Buenos días —dijo en tono amable, con medio saludo militar. No me tendió la mano—. No se levante. Marcus tardará unos minutos en tener el desayuno preparado. He dormido hasta tarde. He tenido un sueño abominable. —La voz era deliberadamente arrastrada hasta la languidez—. He soñado que a Theodore Kavalov le habían cortado el cuello de aquí hasta aquí. —Colocó sus dedos huesudos bajo las orejas—. Era algo atrozmente cruento. Sangraba y chillaba de una manera horrible, el muy cerdo.

Le sonreí y pregunté:

—¿Y no le ha gustado?

—Ah, lo de cortarle el cuello estaba muy bien, pero sangraba y chillaba de una manera tan horrible… —Alzó la nariz al aire y olisqueó—. Hay madreselva por ahí, ¿verdad?

—A eso huele. ¿Eso de cortarle el cuello es lo que tenía en mente cuando lo amenazó?

—Cuando lo amenacé —dijo, en su tono arrastrado—. Mi querido colega, yo nunca he hecho eso. Estaba en Udja, un apestoso pueblo marroquí cercano a la frontera con Algeria y una mañana una voz me habló desde un naranjo. Me dijo: «Ve a Farewell, en California, en Estados Unidos, y allí verás morir a Theodore Kavalov». Me pareció una idea genial. Di las gracias a la voz, dije a Marcus que preparase las maletas y me vine para aquí. Nada más llegar se lo conté a Kavalov, pensando que a lo mejor se moría ahí mismo y no me dejaba aquí colgado esperando. Pero no fue así y ya era demasiado tarde para lamentar no haberle pedido a la voz una fecha más concreta. Odiaría tener que malgastar aquí los meses.

—¿Por eso ha intentado acelerarlo? —pregunté.

—¿Perdón?

Schrecklichkeit —le dije—, cráneos en las piedras, barbacoas con perros, cadáveres que desaparecen.

—He pasado quince años en África —dijo—. Tengo demasiada fe en las voces que vienen de los naranjos cuando no hay nadie dispuesto a tender una mano para ayudar. No hace falta que se invente que yo he tenido nada que ver con lo que haya pasado.

—¿Marcus?

Sherry se tocó las mejillas, recién afeitadas, y luego respondió:

—Puede ser. Tiene una inclinación incorregible por las variantes más rudas de la payasada africana. No tendré ningún reparo en azotarle por cualquier travesura de la que pueda usted aportar pruebas irrefutables.

—Como lo pille con las manos en la masa —dije—, lo azotaré yo mismo.

Sherry se inclinó hacia delante y habló en voz baja y cautelosa:

—Asegúrese de que no sospeche nada hasta que lo tenga bien atrapado. La eficacia con que maneja cualquiera de sus cuchillos es digna de destacar.

—Intentaré no olvidarlo. ¿La voz no le dijo nada acerca de Ringgo?

—No hizo falta. Cuando muere el cuerpo, muere la mano.

El negro Marcus llegó con la comida. Nos trasladamos a la mesa y empecé mi segundo desayuno.

Sherry se preguntaba si la voz que le había hablado desde el naranjo se habría dirigido también a Kavalov. Dijo que se lo había preguntado al propio Kavalov, pero que no había recibido ninguna respuesta satisfactoria. Él creía que las voces que anunciaban la muerte del enemigo también advertían al que iba a morir.

—Esa —aclaró— es la manera convencional de hacerlo, creo.

—No lo sé —contesté—. Intentaré averiguarlo. A lo mejor debería preguntarle también qué ha soñado esta noche.

—¿Esta mañana daba la impresión de haber tenido una pesadilla?

—No lo sé. Me he ido antes de que se levantara.

Los ojos de Sherry se convirtieron en dos puntos grises y calientes.

—¿O sea —preguntó— que no tiene ni idea de cómo se encuentra esta mañana, de si está vivo o no, de si mi sueño era o dejaba de ser cierto?

—Ajá.

La dura línea de su boca se relajó para dibujar una lenta sonrisa feliz.

—Caramba —dijo—. ¡Es genial! Creía… Me daba usted la sensación de que sabía a ciencia cierta que no había nada real en mi sueño, que solo era un sueño insignificante.

Dio una brusca palmada.

El negro Marcus se apareció en la puerta.

—Maletas —ordenó Sherry—. El calvo se acabó. Nos vamos.

Marcus hizo una reverencia y se volvió a meter en la casa con una sonrisa.

—¿No debería esperar a estar seguro? —pregunté.

—Es que estoy seguro —dijo con su hablar arrastrado—. Tanto como cuando la voz me habló desde el naranjo. Ya no hay nada que esperar: le he visto morir.

—En un sueño.

—¿Era un sueño? —preguntó como quien no quiere la cosa.

Cuando me fui, diez o quince minutos más tarde, por los ruidos que hacía Marcus dentro de la casa parecía que estaba verdaderamente preparando las maletas. Sherry me estrechó la mano y dijo:

—Encantado de haber desayunado con usted. Tal vez volvamos a vernos, si alguna vez su trabajo lo lleva al norte de África. Recuerdos de mi parte a Miriam y a Dolph. No puedo darles un pésame sincero.

Cuando ya no podían verme desde el bungalow, abandoné la carretera para meterme por un sendero que recorría la ladera de la colina y exploré el territorio, en busca de un punto elevado desde el que se pudiera espiar la casa de Sherry. Encontré un lugar, una casa abandonada y destartalada en un saliente hacia el noreste. Desde el soportal de la casa abandonada se veía toda la fachada delantera del bungalow, parte de un lado y un buen trecho del camino adoquinado, hasta el cruce con la carretera. Quedaba bastante lejos para verlo a pelo, pero con la ayuda de unos binoculares sería perfecto; hasta tenía unos matorrales delante para esconderse.

Cuando volví a casa de Kavalov me encontré a Ringgo instalado con unos llamativos cojines en una silla roja, bajo un árbol, con un libro en la mano.

—¿Qué opinión le merece? —me preguntó—. ¿Está pirado?

—No mucho. Me ha dado recuerdos de su parte para usted y para su mujer. ¿Qué tal va el brazo esta mañana?

—Fatal. Supongo que ayer se me humedeció demasiado. He pasado una noche infernal.

—¿Ha visto al capitán del gato y el ratón? —sonó a mis espaldas la voz de Kavalov—. ¿Y ha resultado satisfactorio?

Me volví. Venía por el camino de acceso a la casa. Esa mañana tenía la cara más gris que marrón, pero la parte visible del cuello, por encima de la «v» del cuello de la camisa, estaba bastante entera.

—Cuando me he ido estaba haciendo las maletas —dije—. Se vuelve a África.