Estaba en el umbral de una sala oval, de techo bajo, amueblada y decorada en gris, blanco y plata. Había dos hombres y una mujer.
El hombre mayor —rondaría los cincuenta— se levantó de su hondo sillón gris y me saludó con una reverencia ceremonial. Era un hombre rollizo de estatura media, calvo por completo, de piel oscura y ojos claros. Llevaba un bigote gris con las puntas enceradas y barba rala de estilo imperial.
—¿El señor Kavalov? —pregunté.
—Sí, señor.
Era el de la voz quejosa.
Me presenté. Me dio la mano y luego me presentó a los demás.
La mujer era su hija. Tendría unos treinta años. Tenía la boca pequeña y carnosa como su padre, pero los ojos eran oscuros, la nariz corta y recta y la piel casi incolora. Llevaba Asia en toda la cara. Era hermosa, pasiva, no muy inteligente.
El hombre de la voz de barítono era su marido. Se llamaba Ringgo. Tenía seis o siete años más que su esposa, no era alto ni grande, pero sí bien plantado. Llevaba el brazo izquierdo entablillado y en cabestrillo. Los nudillos de la mano derecha estaban llenos de rasguños oscuros. Tenía una cara escuálida, huesuda, de rápido ingenio, ojos oscuros luminosos rodeados de arrugas y una boca dura pero de expresión amable.
Me tendió su mano rasguñada, agitó el brazo vendado y dijo:
—Lamento que se perdiera esto, pero las heridas que hayan de producirse a partir de ahora ya serán cosa suya.
—¿Cómo se lo ha hecho? —pregunté.
Kavalov levantó una mano regordeta.
—Ya habrá tiempo de entrar en eso cuando hayamos comido —dijo—. Cenemos antes.
Fuimos a un comedor pequeño, verde y marrón, en el que habían preparado una mesa cuadrada. Me senté de cara a Ringgo, con una cesta plateada de orquídeas en el centro de la mesa, entre unos altos candelabros de plata. Su mujer quedaba a mi derecha, Kavalov a mi izquierda. Cuando se sentó Kavalov, vi la forma de una pistola automática en el bolsillo de la cadera.
Nos atendieron dos criados. Hubo mucha comida y toda estuvo a pedir de boca. Comimos caviar, una especie de consomé, lenguados areneros, patatas con gelatina de pepino, cordero asado, maíz con judía verde, espárragos, pato silvestre y pastel de maíz molido, ensalada de alcachofas y tomates, y helado de naranja. Bebimos vino blanco, clarete, tinto, café y créme de menthe.
Kavalov comió y bebió a lo grande. Ninguno de nosotros escatimó esfuerzos.
Kavalov fue el primero en incumplir su propia orden de no hablar sobre sus problemas hasta que hubiésemos terminado de comer. Al terminar la sopa, dejó la cuchara y dijo:
—No soy un niño. No me voy a asustar.
Sus ojos claros pestañearon mientras me desafiaba con su mirada de preocupación, apretando los labios entre el bigote y la perilla imperial.
Ringgo le sonrió con amabilidad. La cara de la señora Ringgo seguía serena y distraída, como si no se hubiera dicho nada.
——¿De qué habría de asustarse? —pregunté.
—De nada —respondió Kavalov—. Nada, salvo un montón de truquitos y falsedades idiotas y sin sentido.
—Puede llamarlo como quiera —refunfuñó una voz por encima de mi hombro—, pero yo he visto lo que he visto.
La voz pertenecía a uno de los hombres que servían la mesa, un tipo más bien joven, cetrino, con una cara estrecha de labios flácidos. Hablaba con una especie de terquedad retenida y sin apartar la mirada del plato que me estaba poniendo delante.
Como nadie más prestaba atención al comentario del criado, claramente audible, volví la cara de nuevo hacia Kavalov. Estaba recortando el borde de un lenguado arenero con el lado del tenedor.
—¿Qué clase de truquitos y falsedades? —pregunté.
Kavalov soltó el tenedor y apoyó las muñecas en el borde de la mesa. Apretó los labios y se inclinó hacia mí por encima de su plato.
—Supongamos… —Arrugó tanto la frente que el cuero cabelludo, pelado, se estiró hacia delante—, que hubiera causado un perjuicio a un hombre hace diez años. —Volteó las manos rápidamente para apoyarlas en el mantel blanco, con las palmas a la vista—. Un perjuicio de los que suelen darse en los negocios, ¿entiende? Para obtener un beneficio. No hay nada personal. Apenas se conoce a la persona. Y ahora supongamos que se le acercara al cabo de esos diez años y le dijera: «He venido a verte morir». —Volteó las manos, ahora boca abajo—. Bueno, ¿qué pensaría?
—Desde luego —respondí—, no pensaría que tengo que darme prisa en morir por él.
La solemnidad desapareció de su rostro, que quedó vacío. Pestañeó un momento mientras me miraba y luego empezó a comerse el pescado. Cuando ya había masticado y tragado el último bocado de lenguado arenero, alzó de nuevo la mirada hacia mí. Meneó lentamente la cabeza, al tiempo que estiraba las comisuras hacia abajo.
—No ha sido una buena respuesta —dijo. Se encogió de hombros y abrió las manos—. En cualquier caso, será usted quien se enfrente al juego del gato y el ratón del capitán. Para eso lo he contratado.
Asentí.
Ringgo sonrió, se dio una palmadita en el brazo vendado y dijo:
—Ojalá tenga más suerte que yo con él.
La señora Ringgo alargó un brazo y tocó la muñeca de su marido un momento con la punta de los dedos.
—Y ese perjuicio que supuestamente ha causado, ¿era muy serio?
Apretó los labios, movió los dedos de la mano derecha como si creara pequeñas oleadas y dijo:
—Oh… Ah, una ruina.
—Entonces, ¿podemos dar por hecho que ese capitán trama algo de verdad?
—¡Por Dios! —dijo Ringgo, soltando el tenedor—. Preferiría no pensar que me rompió el brazo por pura diversión.
A mi espalda, el criado cetrino se dirigió a su compañero.
—Quiere saber si nos parece que el capitán trama algo de verdad.
—Ya lo he oído —contestó el otro en tono lúgubre——. Pues sí que nos va a ayudar.
Kavalov golpeteó el plato con un tenedor y miró a los criados con cara de enojo.
—¡Callad! —dijo—. ¿Dónde está el asado? —Señaló con el tenedor a la esposa de Ringgo—. Tiene el vaso vacío. —Se quedó mirando el tenedor—. Mire cómo cuidan la plata —se quejó mientras me lo mostraba—. Hace un mes que no la limpian decentemente.
Dejó el tenedor en la mesa. Apartó el plato para tener espacio donde posar los antebrazos. Apoyó el peso en ellos, con los hombros tensos. Suspiró. Frunció el ceño. Me miró con sus ojos claros y suplicantes.
—Oiga —gimoteó—. ¿Soy tonto, o qué? ¿Le parece que haría venir a un detective desde San Francisco si no lo necesitara? ¿Cree que le pagaría lo que me cobra, pudiendo conseguir un montón de buenos detectives por la mitad, si no necesitara al mejor detective que se pueda encontrar? ¿Cree que me haría falta uno tan caro si no me constara que ese capitán es un tipo absolutamente peligroso?
No dije nada. Me quedé sentado y lo miré con atención.
—Oiga —siguió protestando—. No es el día de los Inocentes. Ese capitán me quiere matar. Ha venido a matarme. Y desde luego que lo hará si nadie se lo impide.
—¿Qué ha hecho hasta ahora? —pregunté.
—No se trata de eso. —Kavalov meneó la cabeza con impaciencia—. No le pido que deshaga nada que haya hecho hasta ahora. Le pido que le impida matarme. ¿Qué ha hecho hasta ahora? Bueno, aterrorizar por completo a mi gente. Romperle el brazo a Dolph. Eso es lo que ha hecho hasta ahora, ya que lo pregunta.
—¿Y cuánto tiempo lleva? ¿Desde cuándo está aquí?
—Una semana y dos días.
—¿Le ha contado su chófer lo del negro que hemos visto en la carretera?
Kavalov apretó los labios y negó con un lento movimiento de cabeza.
—Cuando he vuelto, ya no estaba —expliqué.
Abrió los labios con un ligero resoplido y exclamó, con voz nerviosa:
—Qué me importa su negro y su carretera. A mí lo que me importa es que no me maten.
—¿Le ha dicho algo al sheriff? —pregunté, en un esfuerzo por fingir que no me estaba enojando.
—Eso sí. Pero… ¿para qué? ¿Me ha amenazado? Bueno, me ha dicho que venía para verme morir. Viniendo de él, y dicho de esa manera, es un amenaza. Pero para el sheriff no lo es. Ha aterrorizado a mi gente. ¿Tengo pruebas de eso? El sheriff considera que no las tengo. ¿Qué absurdo? ¿Acaso necesito pruebas? ¿No me basta con saberlo? ¿Ha de llevar el terror sus huellas dactilares? Entonces, todo se reduce a esto: el sheriff le echará un ojo. Dijo «un ojo», en serio. Tengo aquí veinte personas, entre criados y trabajadores de la granja, con cuarenta ojos. Y él entra y sale como le da la gana. ¡Un ojo!
—¿Y el brazo de Ringgo? —pregunté.
Kavalov sacudió la cabeza con impaciencia y empezó a cortar el cordero.
Ringgo dijo:
—No podemos hacer nada al respecto. Yo le golpeé primero. —Se miró los nudillos magullados—. No pensé que sería tan duro. A lo mejor ya no soy tan bueno como antes. En cualquier caso, una docena de personas me vieron darle un puñetazo en la mandíbula antes de que me tocara. Dimos un espectáculo en pleno mediodía delante de la oficina de correos.
—¿Quién es ese capitán?
—No es él —dijo el criado cetrino—. Es ese demonio negro.
Ringgo respondió:
—Se llama Sherry, Hugh Sherry. Era capitán del ejército británico cuando lo conocimos: departamento de Intendencia de El Cairo. Eso fue en 1917, hace doce años. El comodoro —señaló a su suegro con una inclinación de cabeza— especulaba con provisiones militares. Sherry tenía que ser el oficial de línea. No tenía buena cabeza para el trabajo de despacho. No era lo bastante tímido. Alguien decidió que el comodoro no habría ganado tanto dinero si Sherry no hubiera sido tan descuidado. Se enteraron de que Sherry no había ganado nada. Despidieron a Sherry al mismo tiempo que pedían por favor al comodoro que se fuera.
Kavalov alzó la mirada del plato para explicar:
—Así son los negocios en tiempos de guerra. Si hubiera hecho algo por lo que pudieran retenerme, no me hubiesen despedido.
—Y ahora, doce años después de que usted lo hiciera despedir del ejército, caído en desgracia —dije—, viene y le amenaza, o eso cree usted, y se dedica a sembrar el pánico entre su gente. ¿Es eso?
—No es eso —protestó Kavalov—. No tiene nada que ver con eso. Yo no lo hice despedir de ningún ejército. Soy un hombre de negocios. Obtengo beneficio allí donde lo encuentro. Si alguien me permite obtener un beneficio que indigna a sus jefes, ¿qué voy a hacer yo con esa indignación? Y en segundo lugar, no es que yo crea que pretende matarme. Es que lo sé.
—Solo intento entenderlo bien.
—No hay nada que entender. Un hombre me va a matar. Yo le pido que se lo impida. ¿No es suficientemente simple?
—Lo es —convine, y renuncié a intentar hablar con él.
Kavalov y Ringgo se estaban fumando un puro y la señora Ringgo y yo un cigarrillo con la créme de menthe cuando entró la rubia de cara sonrojada, vestida de lana gris.
Entró con prisas. Tenía los ojos oscuros y muy abiertos. Anunció:
—Dice Anthony que hay un fuego en el campo de arriba.
Kavalov chafó el puro entre los dientes y me miró enfáticamente.
Me levanté y pregunté:
—¿Cómo puedo llegar hasta allí?
—Yo le muestro el camino —dijo Ringgo, abandonando la silla.
—Dolph —protestó su mujer—, tu brazo.
Él le dedicó una sonrisa amarga y dijo:
—No voy a interferir. Solo subo con él para ver cómo maneja estas cosas un experto.