Fui el único que bajó del tren en Farewell. Bajó la lluvia se acercó un hombre desde la caseta de espera. Era un hombre bajo, de rostro oscuro y plano. Llevaba una gorra impermeable gris y un abrigo del mismo color, de corte militar.
No me miró. Miró la maleta y la bolsa de piel de cerdo que llevaba en las manos. Se acercó deprisa, caminando con pasos cortos y trompicados.
No me dijo nada al cogerme las maletas. Yo pregunté:
—¿Kavalov?
Ya me había dado la espalda y llevaba las maletas hacia un Stutz marrón que había en la calzada, junto a la plataforma de gravilla de la estación. Respondió a mi pregunta con dos inclinaciones de cabeza hacia el Stutz, sin alzar la mirada ni corregir su medio trote errático.
Lo seguí hasta el vehículo.
Tres minutos después de arrancar cruzábamos el pueblo. Cogimos una carretera que ascendía las colinas hacia el oeste. El asfalto parecía el lomo de una foca bajo la lluvia.
El hombre de la cara plana tenía prisa. Avanzamos zumbando por la carretera a una velocidad que pronto nos llevó más allá de la última de las casitas que salpicaban la ladera.
Poco después abandonamos la negra y brillante calzada por una más clara que se curvaba hacia el sur para recorrer la cresta boscosa de una colina. De vez en cuando, durante treinta metros seguidos o más, los ramas de los altos árboles, al entrecruzar su denso follaje, convertían la carretera en un túnel.
La gruesas gotas de lluvia se acumulaban en las ramas y caían luego con un golpe sordo en el techo del Stutz. La tarde de lluvia penumbrosa casi se convertía en negra noche al entrar en esos túneles.
El hombre de la cara plana encendió los faros y aumentó la velocidad.
Iba rígidamente erguido al volante. Yo iba sentado detrás de él. Por encima del cuello del abrigo militar, entre los pelillos recortados del cogote, unos glóbulos de humedad emitían minúsculos destellos. La humedad podía ser lluvia. Podía ser sudor.
Estábamos en medio de uno de esos túneles.
El hombre de la cara plana dio un bote hacia la izquierda y gritó: «¡Aaaaaa!».
Me eché hacia delante de un salto para ver qué le pasaba.
El coche derrapó y dio un acelerón, lanzándome de nuevo contra el respaldo.
Por una ventanilla lateral alcancé a atisbar con el rabillo de un ojo algo oscuro que había en la carretera.
Me volví para probar por el parabrisas trasero, no tan emborronado por la lluvia.
Vi a un negro tumbado boca arriba en la carretera, cerca del arcén izquierdo. Tenía el cuerpo arqueado, como si apoyara el peso en los talones y en el cogote. El mango de un cuchillo que no podía medir menos de quince centímetros se alzaba hacia el aire desde su costado izquierdo, a la altura del pecho.
Cuando conseguí ver todo eso, habíamos trazado una curva y ya estábamos fuera del túnel.
—Pare —pedí al hombre de la cara plana.
Hizo ver que no me oía. El Stutz era un destello marrón. Apoyé una mano en el hombro del conductor. El hombro se escabulló bajo mi mano y el conductor volvió a gritar «¡Aaaaaaa!», como si acabara de agarrarlo el negro muerto.
Le pasé un brazo por delante para apagar el motor.
Apartó las manos del volante y quiso darme un zarpazo. Su boca emitía ruidos, pero no conformaban ninguna palabra que yo conociera.
Puse una mano en el volante. Le pasé el antebrazo de la otra por debajo de la barbilla. Me incliné por encima de su respaldo para que el peso de mi tronco descansara en su cabeza, aplastándola contra el volante.
Entre eso y la ayuda de Dios, el Stutz acabó de pararse sin salirse de la carretera.
Me aparté de la cabeza del hombre de la cara plana y pregunté:
—¿Qué carajo le ocurre?
Me miró con los ojos en blanco, se echó a temblar y no dijo nada.
—Dé media vuelta —dije—. Vamos a volver.
Meneó la cabeza de lado a lado, desesperado, y volvió a emitir aquellos sonidos bucales que, de haber resultado comprensibles, podrían haber sido palabras.
—¿Sabe quién era ese? —pregunté.
Negó con la cabeza.
—Claro que lo sabe —gruñí.
Negó con la cabeza.
A esas alturas yo ya empezaba a sospechar que, más allá de que le dijera una cosa o la contraria, de aquel hombre solo obtendría cabezazos.
—Entonces, apártese del volante —le dije—. Voy a conducir yo hasta allí.
Abrió la puerta y salió a la carrera.
—¡Vuelva! —lo llamé.
Se alejó de espaldas sin dejar de menear la cabeza.
Lo maldije, me instalé al volante y propuse:
—De acuerdo, espéreme aquí.
Y cerré de un portazo.
Él se fue retirando lentamente, caminando hacia atrás, mirándome con ojos blanquecinos de miedo mientras yo maniobraba para dar media vuelta al coche.
Tuve que retroceder más de lo que creía por la carretera, algo más de un kilómetro y medio.
No encontré al negro.
El túnel estaba vacío.
Si hubiera sabido exactamente en qué punto lo había visto tumbado, habría podido buscar alguna pista de cómo se lo habían llevado de allí. Pero no había tenido tiempo de buscar un punto de referencia y ahora había cuatro o cinco lugares distintos que se me antojaban parecidos a aquel lugar.
Con la ayuda de los faros del coche repasé el lado izquierdo de la carretera de un extremo del túnel al otro.
No encontré sangre. No encontré huellas de pisadas. No encontré ningún rastro de que alguien se hubiera tumbado en aquella carretera. No encontré nada.
Ya era demasiado oscuro para empezar a buscar en el bosque.
Regresé al lugar en que había dejado al hombre de la cara plana.
Se había largado.
Daba la sensación, pensé, de que tal vez el señor Kavalov tuviera razón al creer que necesitaba un detective.