IV

Llegaron a las cuatro menos veinticinco. Eran solo dos. Me embadurné de crema de afeitar los lados de la barba a toda prisa y con voz seca les dije que entrasen. El botones hizo pasar a Armand y a un individuo atildado que, evidentemente, era un detective privado de Berthier’s. Armand venía todo solícito. Lo saludé con mis dos dedos secos, mientras sostenía la toalla en la otra mano, con la intención de que quedase claro que estaba en pleno afeitado.

»Les dije que solo me estaba recortando un poco la barba y quedaron bastante satisfechos. “¿Y el collar?”, pregunté, ansioso. Armand sacó la caja del interior del abrigo y la abrió ante mis ojos. Nos desplazamos todos hacia la ventana. Fui muy efusivo al admirar las gemas. Revoloteé como el viejo loco que probablemente soy y al fin les insté a tomar asiento.

»Entonces saqué la guantera, les enseñé el collar del príncipe y seguí alabando las dos piezas. Las comparamos. La comparación, por supuesto, hacía aún más grandioso el collar de la India. El detective devolvió el pequeño a la caja y yo pedí a Armand que pusiera el otro encima mientras iba a buscar un poco de algodón para protegerlo. Mi guantera era más pequeña y, por lo tanto, sería más fácil y más seguro transportarlos en ella. Mantuve la caja abierta mientras Armand depositaba el collar en su interior con mucho mimo. Me aseguré de no manchar la caja de jabón y luego la dejé suavemente en la mesa, al lado del sombrero, con el lateral encarado hacia el agujero. Daba la sensación de que tenía todo el tiempo del mundo.

»Incluso me entretuve en retirar una pompa de jabón que se había posado en la caja. La trampa estaba lista. No me podía creer que lo demás fuera tan fácil y tuve que esforzarme por disimular los nervios.

»Los dos hombres se sentaron juntos. Les dije que en cuanto me quitase el jabón de la cara sacaría el bolso del dinero y cerraríamos el trato. Cogí la caja azul de Berthier’s que aún tenía Armand y la tiré en la bandeja superior de la maleta. Parecían dos criaturas sin la menor suspicacia. Aceptaron los cigarrillos que les ofrecía, les di fuego y me fui directamente al baño, siempre con mi toalla. La solté dentro. Mi encendedor estaba en el lavabo. Entoné un ligero canturreo mientras abría el grifo del agua caliente de la bañera. Manó un chorro fuerte y humeante. Enseguida iluminé el agujero con el encendedor, localicé el brillo de la madreperla curvada y tiré de ella con mi gancho.

»El lateral de la guantera bajó sin hacer ruido hacia la servilleta que acolchaba el agujero. Los diamantes brillaban como una fogata. Mi mano se puso a temblar en cuanto emprendí el alocado intento de enganchar todo el montón con mi alambre y noté la indescriptible resistencia de los dos collares al desplazarse juntos. Había temido que me vería obligado a sacarlos de uno en uno, pero los enganché por el sitio adecuado y se desplazaron sin hacer prácticamente ningún ruido por encima de la servilleta, hasta llegar a la mano que los esperaba.

»Toqué la primera piedra. Era el collar grande, el pequeño había quedado debajo. El corazón me dio un vuelco cuando vi el gran colgante, a un lado del montón, no muy lejos de la esmeralda en cabochon. Solté el alambre y los saqué del todo con mano diestra; las piedra preciosas se fueron amontonando con toda su riqueza en mi mano izquierda, hasta que el reluciente montón quedó liberado. Los mismos dedos que las aferraban las soltaron luego en lo más hondo del bolsillo izquierdo de mi pantalón. El agua batía en mis oídos como el rumor de una cascada.

»Cerré el grifo, tiré deliberadamente el jabón a la bañera para que hiciera ruido, salí al dormitorio y cogí la corbata del toallero al pasar por ahí. Fue un momento glorioso. El cuarto estaba a oscuras. La puerta apenas ajustada. Los diamantes en mi bolsillo. El camino libre.

»Alcé el cuello de la camisa, coloqué la corbata y ajusté el nudo mientras me acercaba a la silla en que me esperaban el chaleco y la corbata. Me los puse a toda prisa, abotoné el chaleco con una mano y recogí con la otra la gorra de viaje y el abrigo largo. Un segundo después, salía sin hacer ruido por la puerta que daba al pasillo, con la gorra puesta y el abrigo echado al brazo. Tuve que reprimirme para no arrancar a correr por el pasillo. Alejarse de allí fue muy emocionante, cada segundo me separaba un poco más del enemigo, que seguía en el salón. Pensé que, incluso si en aquel momento habían empezado ya a investigar, podría escapar con facilidad.

»Mientras bajaba volando los seis tramos de escalera con toda la alegría, aliviado ya de los momentos más tensos que había experimentado en mi vida, me asaltó de pronto una idea horrible. ¿Y si los de Berthier’s habían apostado un detective en la puerta del hotel? Vi cómo se desplomaban mis planes de la manera más ignominiosa. Me detuve a pensar. El hotel tenía dos entradas. Por lo tanto, la tercera persona, si la había, tenía que estar en el vestíbulo y, en consecuencia, no muy lejos de la escalera y del ascensor.

»Pensé deprisa y estuvo bien que así fuera. En ese momento estaba en la segunda planta. Llamé al botones de la planta y me di media vuelta enseguida para hacer ver que subía en vez de bajar. «¿Puedes ir al vestíbulo y preguntar si hay alguien de Berthier’s esperando? Y si lo hay, ¿puedes decirle que suba a la 615 de inmediato?».

»Enfaticé la última palabra y, tras depositar una propina en la mano del chico, eché a andar hacia la tercera planta. En cuanto él desapareció volví a bajar a la segunda y caminé deprisa hasta el fondo, donde sabía que estaba ubicada la escalera de servicio. Al pasar por esa puerta vi que el muchacho y un robusto individuo subían corriendo por la escalera hacia la tercera planta. Bajé corriendo por la mía, dispuesto a correr el riesgo de despertar sospechas entre los empleados. Fui a parar a una especie de despensa donde di una gran sorpresa a un camarero joven y empecé a soltar una diatriba contra el servicio del hotel que debió de prender fuego a sus oídos. Fingí una rabiosa indignación: “¿Dónde está el inútil del maletero?”, pregunté. “Salgo hacia Génova a las cinco y mi maleta sigue en su sitio”. Mientras tanto, lo fulminé con la mirada, como si estuviera decidiendo entre matarlo y perdonarle la vida. “Los maleteros están por ahí”, dijo el camarero, señalando una puerta. La traspuse a toda prisa y grité: “¿Dónde diablos está el conserje de este hotel?”. Un maletero nervioso dejó su trabajo. Repetí con furor las instrucciones sobre mi maleta y luego pregunté cómo podía salir de aquel maldito lugar. Descubrí un ascensor y una escalera pequeña y, sin pronunciar más palabra, subí los pocos escalones que llevaban hasta una calle secundaria que se cruzaba con la rue de Rivoli.

»Me detuve a pensar que a esas alturas ya todo el hotel sería un enjambre de gente nerviosa y me metí de un salto en un taxi que pasaba por ahí. “Trocadero”, ordené al taxista. Con un bote feliz me desplomé contra el respaldo cuando el taxista aceleró por los terraplenes del Sena hacia una zona de calles tranquilas y reposadas.

»Inspiré el aire fresco. Me di cuenta de lo estúpido que era; luego experimenté una sensación de victoria al notar el bulto de las gemas en mi bolsillo. Abandoné el taxi y caminé lentamente hacia mi apartamento, me metí en el baño, me arreglé la barba con una perilla de punta afilada y las mejillas rasuradas. Me puse un sombrero de copa alta, un abrigo largo con forro de oveja, cogí un bastón y salí a pasear, otra vez yo, el señor West, diplomático retirado a quien jamás se le ocurriría siquiera verse involucrado en una trifulca tan desagradable como la que en aquel mismo momento debía de producirse entre el hotel y la respetada y venerable institución conocida por el nombre de Berthier’s.

West se encogió de hombros.

—Eso es todo. Berthier tenía razón. No era tan fácil robar a un joyero de la rue de la Paix, sobre todo si se trataba de diamantes valorados en cuatro millones de francos. Acababa de volver a mi apartamento y apenas había empezado a cenar cuando sonó el teléfono. «Soy Berthier», dijo con voz muy nerviosa. Me habló de aquel horrible Hazim. Me preguntó si nos podíamos ver.

»Esa noche, Berthier se sentó en mi biblioteca y expuso una docena de teorías. “Es una banda, una banda inteligente, pero los pillaremos”, decía. “Uno de ellos engañó al hombre que habíamos apostado en el vestíbulo del hotel haciéndolo subir”. “Pero si atrapan a ese hombre, ¿recuperará los cuatro millones?”, pregunté mientras toqueteaba los diamantes dentro del bolsillo con un dedo. “No”, gimió. “Es muy fácil deshacerse de un collar, piedra a piedra. Es probable que ya se lo hayan repartido entre la panda de criminales”.

»La verdad es que me halagó, pero no tanto como leer los periódicos al día siguiente. Era divertido. Los tengo todos en mi álbum de recortes.

—¿Cómo lo confesaste? —pregunté a West.

—Fue sencillo, desde luego, pero lo hice con gran reticencia. Descubrí que la policía andaba completamente equivocada. A las seis de la tarde siguiente fui a Berthier’s, bastante convencido de que me reconocerían. Pasé junto al portero al entrar en la tienda, donde Armand apenas se fijó en mí. Estaba ocupado con unos agentes. Le oí decir: «Más que alto era de constitución fuerte, de cuerpo grueso, pies grandes y cabeza cuadrada, con unos bigotes poblados y sin forma. Era de origen balcánico y distaba mucho de ser un caballero».

»Pedí ver a Berthier, que seguía alterado e irritable. “Hola, West”, me dijo. “Justo lo que necesitaba. Por favor, baje a hablar con esos agentes. Tiene que ayudarme”. “Nada que ver”, contesté. “Su Armand acaba de ser muy ofensivo”. Berthier me miró asombrado. “Armand”, repitió. “Armand ha sido ofensivo”. “Me ha llamado balcánico, ha dicho que tengo los pies grandes y la cabeza cuadrada y que disto mucho de ser un caballero”. Berthier tenía los ojos como platos. “Es imposible. Estaría describiendo a ese delincuente que buscamos”. Me di cuenta de que Berthier se tomaba el robo muy en serio. “Creía que nunca caíais en esas viejas tretas”, le dije. “¿Viejas tretas?”, respondió, alzando la voz. “No ha sido exactamente una vieja treta”. “Más vieja que andar de pie”, le aseguré. “Era la base de lo que en los escenarios llamamos magia”. Hice una pausa. “¿Y qué le vas a hacer a esa gente tan amable cuando los pilles?”. “Al menos diez años de cárcel”, gruñó.

»Miré mi reloj. Habían pasado las veinticuatro horas. A Berthier ya no le quedaban adjetivos que aplicar a la banda de ladrones. Solo podía sentarse, apretar los puños y mordisquearse los labios. “Cuatro millones”, murmuró. “Se podía haber evitado. Ese Armand”. Tomé la palabra: “Ese Berthier”, dije en tono brusco y acusatorio, “tendría que llevar mejor su negocio. Además, mi apuesta era contigo, no con Armand”.

»Berthier alzó bruscamente la mirada mientras su cerebro luchaba con alguna clave oscura. Me llevé una mano al bolsillo en un gesto mecánico y fui sacando muy lentamente una larga cola iridiscente de carbón cristalizado, rematada por un gran colgante cuadrado. Berthier se quedó boquiabierto. Se inclinó hacia delante. Alzó la mano y la dejó caer lentamente a un lado. “Tú”, murmuró. “Tú, West”.

»Pensé que se iba a desmayar. Dejé el collar en su escritorio y le apoyé una mano en un hombro. Encontró las palabras: “¿Eres tú quien ha recuperado los collares?”. “No, yo soy el que robó el collar y el que ganó la apuesta. Por favor, acércame ese diamante amarillo”.

»Creo que le costó unos diez minutos recuperar la compostura. No sabía si insultarme o darme un abrazo. Le conté toda la historia, empezando por nuestra cena en Ciro’s. La prueba era el collar que había en el escritorio. Estoy seguro de que Armand cree que estoy loco. Estaba presente cuando Berthier me dio este anillo, este hermoso diamante amarillo.

West se recostó en la silla y sostuvo la copa en la misma mano que lucía el anillo.

—No está mal, ¿eh? —preguntó.

Admití que era un poco complicado. Me despertaba curiosidad un punto concreto, el del maquillaje. Me lo explicó:

—Mira, el sombrero de ala ancha y copa baja reduce un par de centímetros mi estatura; el bigote largo, en vez de la barba en punta, otros dos; el abrigo grueso, dos más; y aún dos por llevar los pantalones tan altos. Son diez centímetros menos de estatura, con un aumento de cintura equivalente a una sexta parte de mi altura; una estampa totalmente distinta. Una visita a la farmacia bastó para cambiar mi complexión, de nórdico a semítico.

—¿Y el hotel? —pregunté.

—Muy sencillo. Pedí a Berthier que pasara por ahí y pagara los daños correspondientes por hacer el agujero. Ahora está dispuesto a hacer cualquier cosa que le pida.

Contemplé a West a la menguante luz de la chimenea.

Tenía una alegría suprema.

—¿No te dio mucha rabia tener que devolver esas gemas indias, con todo lo que te había costado conseguirlas?

West sonrió.

—Eso fue lo más duro. Era como entregar algo mío, mío por derecho de conquista. Y te digo otra cosa: si no llega a ser porque pertenecían a un amigo, me las hubiera quedado.

Y, conociendo a West como lo conozco, estoy seguro de que decía la verdad.