Volví a Berthier’s al día siguiente y compré el collar para Meyeroff. A la hora de pagar saqué el dinero de un bolso, ochocientos mil francos, y pedí un recibo a nombre del señor Hazim, de El Cairo y de la rue de Rivoli. De nuevo miré con cara de antojo el collar indio. Mencioné de pasada cuánto le hubiera gustado a mi hija, que se había comprometido con un príncipe egipcio.
»Expliqué al hombre de Berthier’s que debía comprarle algo. Probó conmigo todas sus artes. Cuatro millones no era mucho para una princesa, y menos en Egipto, donde se llevan piedras de verdad. Enfatizó mucho esa última frase. Yo titubeé, pero me fui con el collar pequeño, diciendo que me lo pensaría.
»Había alquilado un automóvil de enormes proporciones para que me esperase en la puerta y debió de impresionar al menos al portero de Berthier’s, que me había visto pasar por delante muchas veces, pero que no me reconoció gracias al cambio de aspecto. Mira, los egipcios no entienden muy bien el clima del norte y suelen llevar extrañas vestimentas.
»Luego me fui al hotel, a hacer planes para robar aquel collar de cuatro millones de francos. Allí me tenían por un excéntrico y nadie me molestaba. Tenía dos habitaciones y un baño. Arrimé una mesita cuadrada a la pared que daba al baño. Tengo una guantera Luis XVI con unas tallas preciosas, que, curiosamente, se abre por la tapa, pero también por los lados. Los lados están unidos a la base por bisagras, con un seguro que queda escondido en el forro acolchado. Sirve admirablemente de joyero, sobre todo para collares; además, era justo lo que necesitaba para el robo. La coloqué en la mesita arrimada a la pared.
»Parecía sencillo. Si hacía un agujero en la pared, a la altura del lateral de la guantera, me las podía arreglar con facilidad para bajar el cierre y pasar el contenido al baño a través de la pared. Como se trataba de un edificio de construcción moderna, no requeriría demasiado esfuerzo hacer un agujero en el yeso y la arcilla con un berbiquí. Decidí usar ese plan, porque el robo debía llevarse a cabo precisamente a las tres de la tarde siguiente, en mi propia habitación.
»Esa tarde decidí comprar el collar indio. Pasé por Berthier’s y me dejé tentar por Armand, el vendedor. “Yo no puedo pagar tanto por un regalo de boda, pero el príncipe es muy rico”. Dije a Armand que, naturalmente, sentía un cierto orgullo por el regalo que debía hacer a mi hija en circunstancias tan especiales. Él sostuvo en alto el precioso collar para que la luz jugueteara con el gran colgante cuadrado. «En cualquier caso, señor, la princesa siempre tendrá garantizado el valor de los diamantes. Como con cualquier diamante comprado en Berthier’s».
»Con esa idea, cedí. Pedí un teléfono y dije que tenía que llamar a mi banco para arreglar la transferencia de fondos. Eso también fue sencillo. Había arreglado con Judd, mi mayordomo, que estaría en un hotel cercano a los grandes bulevares y se haría pasar por banquero si lo llamaba y le pedía que transfiriese dinero de mis diversas propiedades.
West interrumpió su narración para tragar el coñac que le quedaba. Las arrugas que rodeaban sus ojos se estrecharon en un ataque de felicidad.
—Fue verdaderamente bonito —continuó—. Desde el teléfono del despacho del propio Berthier, di a la operadora de los Elíseos el número de aquel hotel. Como nadie se sabe de memoria los teléfonos de todos los bancos de París, cuando contestó Judd su tono deferencial bien podía ser el de cualquier banquero acreditado. «Cuatro millones, mañana», le dije. «Dejo la transferencia a su juicio. Quiero el dinero en un bolso, en billetes de mil. Iré con Judd, así que no necesito que se ocupen de que me acompañe ningún mensajero. Solo tendré que ir hasta Berthier’s. Es un regalo de boda para mi hija».
»Judd debió de creer que me había vuelto loco, aunque para sorprenderlo a él hacía falta algo muy fuerte.
»Armand oyó esa conversación. Otros dos vendedores la oyeron también y luego me saludaron con reverencias al salir a la calle, donde me esperaba el enorme coche de alquiler. Mi siguiente tarea consistía en conseguir una reserva en el Latunia, que partía de Génova a Alejandría al día siguiente. En la oficina de la compañía naviera me hice llamar príncipe Hazim. Era por si a los de Berthier’s les daba por comprobar mi reserva. Luego me puse a trabajar.
»Fui al hotel e hice un agujero cuadrado en la pared, ajustado a la forma del lateral de la guantera. Aquella noche dormí en el hotel. Por la mañana me levanté a las nueve, pagué la estancia y dije al recepcionista que aquella misma noche partía hacia Génova.
»Pasé por Berthier’s, de nuevo vestido con el abrigo de oso y el sombrero bajo, y confirmé que el collar estaba en buenas condiciones. Armand me lo mostró en una caja marroquí de color azul y me puse un poco maniático. Él fue profundamente cortés.
»Puse objeciones a la caja azul, pero añadí que cumpliría su función más adelante, porque yo tenía una caja antigua para transportar los dos collares que me iba a llevar. Le conté mi cambio repentino de plan. Asuntos urgentes en Egipto, le dije.
»Armand se solidarizó conmigo. Prometí que regresaría a las tres con el dinero. Fui al hotel, me hice subir el almuerzo y me encerré con llave. Había despedido a Judd después de hacerle traer algunas herramientas. Me costó apenas quince minutos recortar el agujero en la pared. De todos modos, gasté casi una docena de brocas para agujerear aquella arcilla tan pétrea.
»A la una, cuando trajeron el almuerzo, el agujero ya llegaba limpiamente al baño. Lo tapé con una toalla por ese lado, mientras que en el salón empujé una silla contra la pared y le eché por encima una bata vieja.
»Me deshice enseguida del camarero, cerré con llave la puerta y volví a colocar la mesa junto a la pared. Saqué el collar que había comprado para el príncipe Meyeroff y lo puse dentro de la guantera, doblado. Era como encerrar un arcoiris encima de aquel forro acolchado de color rosa. El lateral de la caja que se podía abrir quedó pegado a la pared.
»Me había conseguido una pieza de alambre rígido, parecida a un abotonador alargado. Una incrustación de madreperla combada prestaba el agarre perfecto para tirar hacia abajo del lateral de la caja. Probé el invento desde el baño. Había pasado algo por alto: me había olvidado de que, cuando la caja tapaba el agujero, quedaba a oscuras. Tendría que usar el mechero para ver lo suficiente para accionar las bisagras y sacar las joyas. Lo probé. El gancho tiró del lateral sin hacer el menor ruido. Los brillantes destacaban a la luz temblorosa del mechero. Me puse a pescar con el gancho y el collar, con su esmeralda redondeada, salió como por arte de magia.
»Se me ocurrió que a lo mejor en la otra habitación sí se oía algún ruido y acolché un poco el hueco con una servilleta. Pensé que mientras lo estuviera sacando me pondría a toser, a cantar o a silbar. Luego pensé en el agua de la bañera. Abrí el grifo del todo: salía un chorro con furia. Entré en el salón columpiando el collar del príncipe en un dedo. El agua causaba un estruendo fantástico. Satisfecho con esa estrategia, fui a cerrar el grifo.
»Lo que me seguía preocupando era cómo disimular los contornos del agujero, con la caja tan pegada a la pared. Se me estaba acabando el tiempo. Tenía que hacer una llamada importante a Berthier’s. Tenía que probar la puerta de fuera, la que separaba el dormitorio del recibidor. Tenía que dejar preparados al pie de la cama mi gorro y mi abrigo largo de viaje. Tenía que devolver el dobladillo del pantalón a la altura habitual. Tenía que preparar la brocha de afeitar.
»Faltaban cinco minutos para las tres. Me estaban esperando en Berthier’s con cuatro millones de francos. Probablemente en aquel mismo momento Armand se estaba frotando las manos mientras contemplaba en el espejo con satisfacción aquella cara suya, tan afable.
»Pero todavía quedaba aquel contorno del agujero que no terminaba de quedar tapado por la caja. Descubrí que el collar del príncipe pendía aún de mi dedo. Fue toda una sorpresa. Entendí que aquel asunto, aquello de robar al negocio más antiguo de la rue de la Paix, era muy delicado. Dejé el collar en la caja y cerré el lateral. El agujero era horrible, aunque sí me había acordado de recoger del suelo los trocitos de pintura y yeso.
»Tuve un ataque de genialidad. ¡Mi sombrero de copa baja! Lo podía poner boca arriba delante del agujero, con un pañuelo grande de seda tirado por encima para tapar cualquier visión del hueco. Lo probé, con la caja justo al lado del sombrero. Parecían objetos amontonados con descuido, como cualquier otro. Mi maleta vieja quedaba al otro lado de la mesa, destinada al sacrificio con sus viejas prendas de ropa, como si fueran disfraces para una obra de teatro.
»Entonces puse a prueba la estratagema. Cogí la caja, caminé hasta el centro de la habitación. El sombrero y el pañuelo tapaban el hueco. Luego anduve hasta la mesa y dejé en ella la caja, esta vez en paralelo al sombrero, y arrimé con destreza el lateral al hueco. El sombrero se movió apenas unos centímetros y el pañuelo, colgando del ala, siguió escondiendo a la perfección los bordes del agujero sin tapar al mismo tiempo la mayor parte de la caja. Todo parecía perfectamente natural. Entonces aparté un poco la caja, volví a poner el sombrero junto a la pared y dejé la trampa lista.
»Me faltaba poner a prueba mi experimento sobre la credulidad humana. Llamé a Berthier’s. Armand se puso de inmediato. “Hazim”, me presenté. “Quisiera pedirle un favor”. Armand me reconoció la voz y preguntó si todo iba bien. “Mi querido amigo”, empecé a explicarle en inglés, “he descubierto que el tren de Génova sale a las cinco y tengo muchísima prisa y todavía he de hacer las maletas. Tengo el dinero aquí, en el hotel. ¿Podría plantearse la posibilidad de que me traigan el collar y cobren el dinero aquí? Supondría una enorme ayuda para mí”.
»También sugerí que Armand acudiera con alguien más por una cuestión de seguridad, pues cuatro millones en billetes de banco, que habían tenido que reunirse de dos sucursales distintas, no debían tratarse a la ligera. Alguien podía haberse enterado. Yo sabía que Berthier’s se aseguraría de que al menos un par de ayudantes acompañaran a Armand.
»Se le notó una gran inquietud en la voz y me pidió que esperase. Pareció que pasaba una hora hasta que llegó su respuesta. “Sí, señor Hazim, nos encantará entregar el collar y recoger los fondos. Acudiré con un hombre de nuestro servicio regular y llevaré los papeles para que los pueda firmar”.
»Le insté a darse prisa y le dije que estaría encantado de entregarle el dinero, pues la presencia de aquella cantidad de billetes en la habitación me ponía nervioso.
»Eso fue exactamente a las tres y cuarto. Dispuse enseguida las sillas de tal manera que dos o tres quedaran bien alejadas de la mesa. Eché mi abrigo de oso por encima de la silla más cercana. Dejé abierta la maleta, como si la estuviera preparando. Llamé a recepción para asegurarme de que los visitantes entraran por la puerta de la suite que daba directamente al salón.
»El gorro y el abrigo largo estaban listos en el dormitorio. La puerta que daba al pasillo desde allí estaba ajustada, sin cerrarla del todo para que no me hiciera falta girar el pomo. Me quité enseguida la chaqueta y el chaleco y los dejé en una silla del dormitorio, listos para ponérmelos. Me puse una camisa de cuello blando. Me quité la corbata sin desatarla, la dejé colgada de un toallero y volví el cuello de la camisa hacia dentro sin mucha delicadeza, como si fuera a afeitarme.
»Preparé en un cuenco un poco de espuma de afeitar y cuando lo tuve todo listo me consideré a punto para largarme con el collar del príncipe, y también con el otro, si es que al fin llegaba.
»Admito que estaba nervioso. Me dio por considerar que todo el plan era una empresa absurda y no era capaz de pensar en nada que no fuese la atención con que los dos o más empleados de la joyería mirarían y escucharían cuanto tuviera que ver con aquella guantera.