—Mira —empezó West, con esa clásica coletilla suya—, yo siempre había sido buen cliente de Berthier’s. Le había comprado gemelos tanto en París como en Nueva York desde que era un crío. Y en todas mis idas y venidas por distintos destinos como diplomático, siempre le enviaba clientes ricos. Le conseguí trabajo en dos encargos muy importantes de joyas para coronas; le mandé príncipes y magnates; y él, por supuesto, siempre quería hacerme algún regalo, pues sabía que ni se planteaba la posibilidad de pagarme una comisión.
»Un día, no hace mucho, estaba en Berthier’s con un amigo que compraba unos zafiros, platino y un montón de atroz joyería moderna para su nueva esposa. Berthier me ofreció este diamante amarillo como regalo, porque yo siempre lo había admirado, pero nunca me sentí del todo capacitado; además, sabía que aunque me empeñara en pagárselo él rebajaría tanto el precio que terminaría avergonzándome.
»En cualquier caso, llegamos al acuerdo de cenar aquella misma noche en Ciro’s. Allí, me señaló las diversas personalidades de aquella clientela internacional que llevaban piedras preciosas auténticas. “No puedo entender”, dijo Berthier tras observar detenidamente a la clientela, “que estas mujeres no sean víctimas de robos aún más frecuentes. Ni siquiera nosotros, los joyeros, con nuestros sistemas de protección, estamos a salvo de los ladrones”.
»Luego, Berthier pasó a hablarme de algún desgraciado que apenas un día antes había destrozado un escaparate para robar unos cuantos pedruscos. “Un trabajo cutre”, dijo, y me informó de que la policía había detenido bien pronto a aquel ladrón de escaparates.
»Continuó con una petulancia engreída: “Es muy difícil que un ladrón callejero se lleve nada en estos tiempos. Lo que no podemos es luchar contra la otra clase, la más previsible, la del cliente que se hace pasar por rico, la del desconocido listo e ingenioso”.
Cuando West mencionó al «desconocido listo e ingenioso» proyecté en mi mente su imagen en el momento de adjudicarse ese papel para robar en Berthier’s. Pero no hice ningún comentario y le dejé seguir con su historia.
—Mira, yo siempre había defendido lo mismo. Siempre había opinado que los joyeros y los banqueros, a la hora de disponer sus estrategias de protección, tienen poco más que una inteligencia primitiva y siempre piensan en el hipotético ladrón callejero, el que sube a las oficinas del segundo piso, el pistolero que huye corriendo, y en cambio, pasan años sin protegerse contra ese caballero que, a la larga, será su peor ladrón. Porque esos se llevan millones, mientras que el ladrón común apenas roba por valor de miles.
»Tal vez me indigné demasiado por la arrogancia de Berthier —continuó West para explicarlo mejor—, pero, mira, yo soy accionista de un banco que en su día fue limpiamente asaltado, así que a Berthier le cayó toda la bronca. “Es que os merecéis que os roben”, le dije. “Caéis en todas esas viejas tretas”.
»Berthier protestó. Le pregunté por el trabajillo de la sucursal parisiense de Kerstner Frères. Se encogió de hombros. Parece que un amable caballero que afirmaba ser suizo —explicó West—— quería una esmeralda igual que la que llevaba en un colgante para hacer con ella unos pendientes a juego. A los de Kerstner’s les costó mucho encontrar la esmeralda que el amable caballero suizo les había encargado comprar a cualquier precio.
»Tras una buena búsqueda, Kerstner’s encontró la piedra y pagó por ella un precio exorbitante. Lo único que habían hecho era comprar la misma esmeralda. Por supuesto el caballero sacó unos cuantos cientos de miles de dólares con aquel truco que se ha practicado una y otra vez, en sus distintas variantes.
»Cuando conté esa historia, Berthier respondió con el mismo tono burlón para decir que ninguna joyería sensata caería en un truco tan viejo como aquel. Entonces le pregunté por aquel robo tan absurdo que se había producido apenas un año antes en Latour’s, que resulta ser una joyería muy “razonable” y, por casualidad, la principal competidora de Berthier.
West me preguntó si había oído hablar de aquel robo. Le aseguré que así era, pues todo París se había reído de aquella broma que tenía por víctima al prefecto de la policía. El mismo día en que este se estrenaba en su cargo, un ladrón ingenioso había conseguido que le mandaran bajo estrecha vigilancia una bandeja llena de diamantes engarzados para que escogiera uno como regalo para su novia, con quien acababa de hacer público el compromiso.
El ladrón se hizo pasar por funcionario en la mismísima sala de espera del prefecto, entró en su despacho rodeado de policías, se excusó por haberse equivocado de sala, escondió la bandeja debajo del abrigo, volvió a salir a la sala de espera, donde aseguró a los representantes de la joyería que ya no tendrían que esperar mucho, y desapareció. Por suerte, lo detuvieron al día siguiente en Lyon.
Nos reímos de buena gana mientras contaba los detalles únicos de aquel robo y serví un poco más de coñac.
—Bueno, mi gentil ladrón —proseguí— pero eso no explica que tú también te convirtieras en delincuente y robaras cuatro millones.
—Es muy simple —respondió West—. Berthier estuvo casi impertinente en su certeza de que nadie podía robarle. «Ni el caballero de más elegante atavío, ni el más creíble príncipe podrían engañar a Berthier’s», afirmó con mucho vigor. Luego, como si fuera un gran secreto, aseguró: «Berthier nunca entrega las joyas hasta que el banco confirma los fondos».
»Yo le contesté que siempre quedaba algún resquicio, pero Berthier argumentó que era imposible. Esa actitud tan presuntuosa me molestó.
»Lo miré directamente a los ojos. “Te apuesto algo a que, si yo fuera un ladrón, te podría vaciar el negocio”. Berthier se rio de esa manera suya, tan espasmódica y nerviosa. “Te pagaría por robarme”, me dijo. “No hace ninguna falta”, le contesté, “pero lo haré igualmente”.
»Berthier se lo pensó un poco. «Te apuesto ese diamante amarillo a que no podrías robar ni una pulserita de bebé en Berthier’s». «Pues yo apuesto a que puedo robar por valor de un millón», le contesté.
»Berthier me estrechó la mano y dijo que era trato hecho. “Si consigues robar algo y quedártelo, el diamante amarillo es tuyo”. “Quizá tres o cuatro millones”, le dije. “Tenemos una apuesta”, contestó él. “Roba todo lo que quieras”. “Os voy a dar una lección a todos los joyeros de la rue de la Paix, por listillos”, le informé.
»A continuación, mientras tomábamos el café acordamos los términos de la apuesta y supongo que Berthier se olvidó enseguida de todo.
West bebió un trago de coñac con ademán pensativo antes de dejar la copa en la repisa de la chimenea para seguir hablando:
—El robo fue muy fácil de planificar, aunque reconozco que tenía muchas complicaciones. Yo siempre había dicho que el resquicio tenía que ver con alguien con verdadera pinta de caballero, así que busqué a mi viejo amigo, el príncipe Meyeroff, que siempre está comprando, vendiendo e intercambiando joyas. Para él es como una obsesión. Yo había intercambiado algunas piedras preciosas sueltas en Constantinopla y él me tenía por buen conocedor.
»Lo encontré en París, me puse a hablar con él y pronto lo convencí para que comprase un collar. De hecho, acababa de vender unas cuantas piezas antiguas de la familia y en realidad se estaba planteando comprar un regalo caro para su sobrina favorita.
»Expliqué al príncipe que tenía un pequeño trato en marcha y le pedí que me dejara actuar como comprador en su nombre. Tenía mis razones. Además, él había sido uno de mis mejores amigos en la época de San Petersburgo. Meyeroff dijo que me concedería crédito de hasta ochocientos mil francos para comprarle algo muy adecuado a aquella joven que iba a ingresar en la aristocracia francesa por casamiento.
»Le dije al príncipe que fuese a Berthier’s y escogiera un collar cuyo precio rondara esa cantidad, pero que hiciera una oferta algo inferior. Luego entraría yo para comprarlo al precio establecido.
»Pensé que así me ganaría la confianza que iba a necesitar para llevar a término el asunto mayor en el que estaba pensando.
»Mientras tanto, pensé en un buen disfraz. Me dejé crecer un poco la barba por los lados y en cambio recorté la punta. Me puse un sombrero de ala ancha y copa baja y un abrigo corto de piel de oso. Luego, subí los bajos de los pantalones casi hasta la altura de los tobillos. Unos días después, en realidad hace apenas una semana de esto, acudí a Berthier’s después de confirmar que el dueño estaba en Londres. Les informé de que quería regalar un par de diamantes y tardé apenas unos minutos en hacer saber a los vendedores que el dinero no era un problema para mí.
»Me sacaron el más fascinante surtido de collares, tiaras, gargantillas, pulseras y anillos. Ante mis ojos se exhibía la fortuna de un rey. Por supuesto, me enamoré de un hermoso collar plano de diamantes de la India con un enorme colgante cuadrado. Lo toqueteé, lo alcé, casi me puse a llorar, pero al fin decidí que, por desgracia, no lo podía comprar. Cuatro millones de francos, había dicho Armand, el vendedor. Dije que no con un triste vaivén de cabeza. Demasiado caro para mí. Pero ¡cómo me gustaba!
»Al final decidí que estaría bien uno más pequeño. Uno con un precioso colgante de esmeralda, en cabochon, que el príncipe Meyeroff me había descrito. Pregunté el precio. Armand se hizo el recatado: “Ha escogido el mismo por el que un gran conocedor manifestó su admiración. El príncipe Meyeroff lo quería, pero no se lo quedó por una cuestión de dinero”. “¿Cuánto?”, le pregunté. “Ochocientos mil francos”. Por supuesto, yo compraba en nombre del príncipe, así que con grandes ademanes de opulencia compré el collar pequeño, aunque no dejé de flirtear con aquella preciosa cadena india. Adopté el nombre de Hazim, dije que residía en El Cairo y que mi dirección en París era un prominente hotel de la rue de Rivoli.
»Encargué que cambiaran el broche del collar y pasé por mi banco, donde anuncié que esperaba un ingreso de Egipto. Luego me fui a casa y mandé al hotel una vieja maleta llena de ropa desechable a la que antes había despojado con cuidado de todas las etiquetas. Mi barba se estaba comportando con mucha disciplina y me redondeaba correctamente la cara. Imagínate el sombrero bajo, el grueso abrigo de oso, los pantalones subidos hasta los tobillos.