APOSTARSE UN DIAMANTE

I

Siempre he sabido que West era un excéntrico.

Desde nuestra época de juventud en diversas universidades —pues parecíamos destinados a perseguirnos por todo el globo—, siempre supe que Alexander West tenía una personalidad de lo más estrafalaria, aunque no por ello menos atractiva. En Heidelberg, donde renunció a beber agua; en Pisa, donde pasó meses con las mismas prendas de ropa; en la Sorbona, donde se relacionaba con la gente de peor reputación, alardeando de conocer a Le Gran Raoul, un inefable rufián de La Villette.

Y más adelante en la vida, cuando coincidimos en Constantinopla, donde West tenía algún cargo representativo, descubrí que su idiosincrasia era tema frecuente de conversación en el cuerpo diplomático. En la que entonces era la capital de Turquía cené naturalmente con West en el consulado y, salvo porque su barba apuntada y su bigote prusiano parecían un poco más grises, me encontré con el mismo tipo alto de siempre, su figura cortesana, sus ojos de un marrón vivaz y unas manos heredadas de generaciones: un aristócrata.

Sin embargo, en esa época sus excentricidades procedían de una fantasía más refinada. Ya no consistían en bañarse en la nieve, o en celebrar orgías cerveceras, ya no tenía negros libios para abrir la puerta, se habían terminado las dietas extrañas. En el consulado, West se había especializado en alfombras y piedras preciosas. Tenía un museo de alfombras. Incluso había abandonado la vieja costumbre de hacer que el mayordomo lo llamara a las ocho de la mañana cada día con un disco puesto en el gramófono.

Salí del consulado pensando que West se había reformado. «Alfombras y piedras preciosas», pensé. «Qué combinación tan banal para West». Aunque sí recordaba que me había contado alguna cosa extraña de un barco en el Bósforo; pero no caí en pedirle más detalles. Era algo relacionado con su trabajo, porque me había dicho:

—Todo el mundo tiene un barco de recreo. Yo tengo uno de trabajo, en el que puedo estar solo.

Pero eso es todo lo que había retenido de aquella rareza mental suya.

Algunos años más tarde, sin embargo, cuando West ya había abandonado la diplomacia, apareció en mi apartamento de París, un poco más canoso, tieso y vivaz como siempre, aunque con la barba algo menos apuntada y, digamos, con una pinta no tan distinguida. Parecía más un hombre de negocios exitoso que un diplomático tradicional. Como era una noche fría y tempestuosa, propuse a West que se sentara ante mi chimenea y me contara sus aventuras; porque sabía que desde su salida de Constantinopla no había permanecido ocioso.

—No, no hago nada —contestó tras una pausa, en respuesta a mi pregunta sobre sus actividades presentes—. Solo descanso y me río por una bromita que le gasté a un amigo.

—Ajá —respondí—. O sea que ahora te gustan las bromitas.

Se echó a reír de buena gana. A mí me costaba ver a West como un bromista. No entraba en su perfil. Cuando extendió sus largas manos juntas, me fijé en un diamante excepcionalmente fino que llevaba en un anillo en la mano izquierda. Tenía un brillo inusual, engarzado en oro y tallado a medida. Sus rápidos ojos vieron que me estaba fijando en aquel adorno. Que yo recuerde, West nunca había exhibido ninguna clase de joyas.

—Ah, sí, esto te despierta curiosidad —dijo, mirando al cristal—. Fino diamante amarillo; no es tan extraño, pero sí poco usual. Y engarzado en oro, como ya no suele hacerse. Un regalito. —Lo repitió en tono insípido tras una pausa—: Un regalito por robar.

—¿Por robar? —pregunté, asombrado.

Me costaba creer que West hubiese robado algo. No se dedicaba a hacer bromitas y no robaba.

—Sí —dijo con su hablar arrastrado, al tiempo que se apartaba un poco del fuego—. Tuve que robar unos cuatro millones de francos. O sea, cuatro millones de francos en joyas. —Notó el efecto que causaba en mí y siguió como quien no quiere la cosa—: Sí, lo robé. Lo robé todo. Conseguí volver loca a la policía, salir en los periódicos. Se referían a mí como un superladrón, un maestro de criminales, un malhechor, un maleante y miembro de una banda organizada. Pero yo demostré que tenía razón. Robé cuatro millones a un joyero de París, caminé con ellos por toda la ciudad, hice pasar una noche muy incómoda a mi víctima y al día siguiente entré en su tienda entre hileras de expertos de la policía para devolverle sus irrisorios millones y cobrar mi apuesta, este anillo que ves aquí.

West se detuvo y soltó una risilla muy bajita, como si todavía disfrutara mucho de aquella aventura como ladrón de joyas. Claro, yo recordaba haber visto recientemente en el periódico cómo un listo caballero bromista había logrado poner en práctica un robo fantástico en la rue de la País, París, pero no había leído los detalles.

Tenía auténtica curiosidad. Sin duda, aquello era propio de West en su máxima expresión. Pero me pareció que meterse en un robo alevoso y probablemente peligroso requería un consejo de buen amigo por mi parte. West se anticipó a mis dificultades para abordar el asunto:

—No te preocupes, viejo,-el material se lo quité a un buen amigo común, un verdadero colega, asaque si me llegan a pillar lo hubiéramos arreglado todo, aunque yo habría perdido mi apuesta.

Se quedó mirando el diamante amarillo.

—Pero ¿no te das cuenta de lo que hubiera pasado si te pillan? —pregunté—. Por mucho que fuese una broma, los periódicos habrían aireado tu nombre. Un exdiplomático americano culpable de robo; un arresto, un solo día en la cárcel; sensación, chismes ruinosos.

Solo conseguí que riese más todavía. Levantó una mano para hacerme callar.

—Por favor, no me trates como a un aficionado. Hice el trabajo más profesional que se ha visto en la rue de la Paix en muchos años.

Creo que estaba verdaderamente orgulloso de su hurto.

West se quedó mirando el fuego con expresión meditativa.

—Aunque no lo volvería a hacer ni a cambio de doce anillos. —Contempló el baile de la luz del fuego en el cristal puro de la piedra que sostenía su dedo—. ¡El pobre y viejo Berthier, se volvió loco! Me vino a ver la misma noche en que le robé los diamantes, que valían cuatro millones de francos, y durante todo ese rato los tenía yo en el bolsillo. Me pidió que lo acompañase a la joyería para repasar el escenario del robo.

»Dijo que a lo mejor yo resultaba ser más listo que los agentes, a quienes tenía por perfectos idiotas. Le dije que pasaría al día siguiente porque, según los términos de la apuesta, tenía que conservar las joyas veinticuatro horas. Regresé por la mañana y se las entregué en su oficina del piso superior. El pobre desgraciado a quien se las había quitado estaba abajo, reconstruyendo el “delito” con aquellos caballeros tan astutos, los gendarmes, y no me cabe ninguna duda de que al final me habrían pillado, porque en Francia no te escapas después de un robo así. Al final te pillan. Por suerte, yo había adaptado los términos de la apuesta a las condiciones del lugar.

West se recostó en el asiento y parpadeó satisfecho mientras miraba al techo y chasqueaba los dedos.

—Pobre Berthier —musitó—. Se volvió loco.

Yo había pensado ya en Berthier tras la primera alusión a que la víctima era un amigo común. Además, el suyo es uno de los pocos establecimientos en los que una compra de joyas por valor de cuatro millones de francos, o un robo de ese mismo tamaño, no parecería tan extraño. West interrumpió mis pensamientos acerca de Berthier:

—Le hice prometer que no despediría a ningún empleado. Eso figuraba también en los términos de la apuesta, porque yo había tratado directamente con Armand, el jefe de sus vendedores, un empleado de confianza. Armand fue quien me entregó las piedras. —West inclinó el cuerpo hacia mí y me escudriñó con sus ojos marrones, como si pretendiera defenderse de cualquier acusación que pudiera hacerle—. Mira, no lo hice tanto por la apuesta como por darle una lección a Berthier. Berthier es responsable de su tienda, es el principal accionista, la administra él mismo, lo que hizo posible el robo fue su negligencia a la hora de reforzar con rigidez los principios más elementales de la seguridad. —Giró el diamante amarillo en el dedo—. Esto no es nada, comparado con el valor de la lección que aprendió.

West se rascó la barba apuntada. Soltó una risilla.

—Aunque me costó parte de la barba. Una suite de hotel, un viejo colega, un príncipe ruso de verdad, un falso príncipe egipcio, una futura princesa, una reserva en primera clase a Egipto, un oportuno cuarto de baño, agua corriente y espuma de jabón. El pobre y viejo Armand, que trajo las joyas, él y sus ayudantes armados casi debieron desmayarse cuando, después de esperar probablemente media hora, se encontraron con que a cambio de un collar de cuatro millones de francos recibían un abrigo de piel de oso, un sombrero de ala ancha y unas cuantas prendas de ropa vieja.

He de admitir que mi curiosidad iba en aumento. Ya había pasado una semana desde que viera aquella historia sensacional en la prensa. Sabía que West había venido para contármelo, igual que tantas otras veces me había contado sus correrías, y me estaba intranquilizando. Además, conocía bien a Berthier y no me costaba imaginar su estado de ánimo al descubrir el extravío de los diamantes.

Hice traer una botella de coñac 1848 y nos instalamos los dos en la calidez interna del más amable de todos los elixires.