Fui en coche a la comisaría central con Duff. MacMan estaba en la oficina del capitán con tres o cuatro investigadores de la policía.
—¿Ha muerto Wales? —le pregunté.
—Sí.
—¿Ha dicho algo antes de morir?
—Aún no habías salido por la ventana y ya estaba acabado.
—¿Has retenido a la chica?
—Está aquí.
—¿Ha dicho algo?
—Te estábamos esperando para interrogarla —intervino el sargento O’Gar— porque no sabíamos qué tiene que ver.
—Hagámosla entrar. Todavía no he cenado. ¿Qué se sabe de la autopsia de Sue Hambleton?
—Envenenamiento crónico con arsénico.
—¿Crónico? ¿Eso quiere decir que se lo dieron poco a poco, y no de golpe?
—Ajá. Por lo que ha encontrado en el riñón, en los intestinos, el hígado, el estómago y la sangre, Jordán calcula que apenas había consumido un grano. No sería suficiente para matarla. En cambio, dice que ha encontrado arsénico en las puntas del pelo y para llegar hasta ahí tendría que haberlo tomado por lo menos hace un mes.
—¿Alguna posibilidad de que no sea el arsénico lo que la ha matado?
—No, salvo que Jordán sea un falso médico.
Entró una policía con Peggy Carroll.
La rubia estaba cansada. Sus párpados, sus comisuras y todo su cuerpo apuntaron hacia abajo cuando se desplomó en la silla que yo mismo había empujado hacia ella.
O’Gar agachó su cabeza ahuevada, entrecanosa, hacia mí.
—Bueno, Peggy, cuéntanos cuál era tu papel en este lío.
—No tenía ninguno. —No alzó la mirada. La voz sonaba cansada—. Joe me metió en esto. Él mismo se lo dijo.
—¿Eras su chica?
—Si lo quiere llamar así… —admitió.
—¿Celosa?
—¿Y qué tiene ese que ver? —preguntó, mirándome con cara de desconcierto.
—Sue Hambleton estaba a punto de largarse con él cuando la mataron.
La chica se sentó con la espalda bien incorporada y dijo con mucha convicción:
—Juro por Dios que no sabía que la habían matado.
—Pero sí sabías que estaba muerta —dije, sin dudarlo.
—No —respondió, con la misma certeza.
Incité a O’Gar con un codazo. Él apuntó con su corta mandíbula y ladró:
—¿Qué pretendes decirnos? Sabías que estaba muerta. ¿Cómo ibas a matarla sin saberlo?
Ella se lo quedó mirando y yo hice entrar a los demás. La rodearon y siguieron con el mismo estribillo que el sargento. Ladraron, rugieron y gruñeron sin parar durante unos cuantos minutos.
En cuanto vi que ella ya no intentaba contestarles, intervine.
—Espera —dije muy serio—. A lo mejor no la mató ella.
—Y un cuerno —estalló O’Gar, ocupando el centro del escenario de modo que la retirada de los demás no pareciese demasiado artificial—. ¿Me estás diciendo que esta cría…?
—No he dicho que no la mató ella —protesté—. He dicho que a lo mejor.
—Y entonces, ¿quién fue?
Trasladé la pregunta a la chica:
—¿Quién fue?
—Babe —dijo de inmediato.
O’Gar resopló para hacer ver que no la creía. Yo, como si estuviera verdaderamente perplejo, pregunté:
—¿Cómo puedes saberlo, si ni siquiera sabías que estaba muerta?
—Clama al cielo que fue él —dijo Peggy—. Cualquiera lo puede ver. Descubrió que se iba a fugar y la mató y luego vino a casa de Joe y lo mató también. Es exactamente lo que haría Babe al enterarse.
—¿Sí? ¿Desde cuándo sabías tú que se iban a largar juntos?
—Desde que lo decidieron. Me lo dijo Joe hace uno o dos meses.
—¿Y no te importó?
—No lo han entendido bien —respondió—. Claro que no me importó. A mí me daban una parte. Ya saben que su padre tenía pasta. Eso es lo que buscaba Joe. Ella solo le interesaba como entrada de acceso a los bolsillos del viejo. Y yo me llevaba una parte. Y no vayan a pensar que estaba tan loca por Joe, o por quien sea, como para jugarme el cuello por él. Babe se enteró y se los cargó a los dos. Está claro.
—¿Sí? ¿Cómo crees que se la cargó?
—¿Ese tío? No irán a creer…
—Quiero decir, ¿qué método crees que usó?
—Ah. —Se encogió de hombros—. Con las manos, lo más probable.
—Una vez decidido a hacerlo, ¿habría optado por la manera más rápida y violenta? —sugerí.
—Babe era así —convino ella.
—En cambio, ¿no te lo imaginas envenenando a alguien con dosis muy pequeñas para que durase un mes entero?
La preocupación se asomó a los ojos azules de la chica. Se mordisqueó el labio inferior y luego dijo:
—No, no lo veo haciendo eso. A Babe, no.
—¿A quién creerías capaz de hacerlo así?
Abrió mucho los ojos y preguntó:
—¿Se refiere a Joe?
No dije nada.
—Joe podía haber hecho algo así —dijo, convincente—. Sabrá Dios por qué iba a querer hacerlo, porqué querría librarse de alguien que le abría las puertas del dinero. Pero no siempre era fácil saber qué pretendía. Hacía muchas tonterías. Era demasiado pillo, sin ser listo. De todas formas, si tenía que matarla él haría algo así.
—¿Babe y él eran amigos?
—No.
—¿Iba mucho a casa de Babe?
—Que yo sepa, nunca. Recelaba demasiado de Babe para arriesgarse a que lo pillase allí. Por eso yo me mudé al piso de encima, para que Sue pudiera venir a verlo a casa.
—Entonces, ¿cómo pudo esconder Joe en el apartamento el papel matamoscas que usó para notarla?
—¿Papel para matar moscas?
Su perplejidad parecía bastante sincera.
—Enséñaselo —propuse a O’Gar.
Sacó una hoja del escritorio y la acercó a la cara de la chica.
Ella se la quedó mirando un momento y luego saltó y me agarró un brazo con las dos manos.
—Yo no sabía qué era —dijo, alterada—. Joe tenía unas como esta hace un par de meses. Las estaba mirando cuando entré en casa. Le pregunté para qué servían y me dedicó su sonrisa de graciosillo y dijo: «Para hacer ángeles». Lo volvió a envolver y se lo metió en el bolsillo. Yo no le presté demasiada atención: siempre estaba tonteando con truquitos que en teoría le iban a servir para hacerse rico, pero luego nunca era así.
—¿Alguna vez lo volviste a ver?
—No.
—¿Conocías muy bien a Sue?
—No la conocía de nada. Ni siquiera la he visto nunca. Solía mantenerme al margen para no fastidiar el juego de Joe con ella.
—Pero sí conoces a Babe.
—Sí, hemos coincidido en un par de fiestas. Es todo lo que sé de él.
—¿Quién mató a Sue?
—Joe —dijo—. ¿No tenía él el papel con el que ustedes dicen que la mataron?
—¿Por qué la mató?
—No lo sé. A veces hacía unas tonterías horribles.
—¿No la mataste tú?
—¡No, no, no!
Di entrada a O’Gar con un tironcillo de la boca.
—Eres una mentirosa —bramó, agitando el papel matamoscas ante su cara—. La mataste tú.
El resto del equipo se acercó y se puso a lanzarle acusaciones. Siguieron igual hasta que ella quedó grogui y la policía que la había escoltado empezó a parecer preocupada.
Entonces, dije en tono enojado:
—De acuerdo. Metedla en una celda y que se lo piense. —Y a ella—: Ya sabes lo que le has dicho tú misma a Joe esta tarde: no es momento para tonterías. Aprovecha la noche para pensar.
—Juro por Dios que no la maté yo —dijo.
Le di la espalda. La escolta se la llevó.
—Ejem —bostezó O’Gar—. Le hemos dado un viaje bastante bueno, aunque corto.
—No ha estado mal —convine—. Si hubiera algún otro candidato probable, diría que ella no mató a Sue. Pero si está diciendo la verdad el que la mató es Joe. ¿Y por qué iba este a envenenar a la gallina dispuesta a poner para él sus huevos amarillos? ¿Y cómo y por qué había escondido el veneno en su apartamento? Babe tenía el motivo, pero que me aspen si tiene pinta de ser capaz de envenenar a alguien lentamente. Aunque nunca se sabe: cabría la posibilidad de que él y Holy Joe trabajaran juntos.
—Cabría —dijo Duff—. Pero exige mucha imaginación para tragársela. Por muchas vueltas que le des, Peggy es la mejor candidata que tenemos.
—Sí —concedí—. Y hemos de encontrar a Babe.
Los otros ya habían tenido su cena. MacMan y yo salimos por la nuestra. Cuando volvimos, al cabo de una hora, casi todos los agentes habituales habían abandonado la sala.
—Se han ido todos al muelle 42 por un chivatazo de que McCloor estaba allí —nos dijo Steve Ward.
En la Primera, a media manzana de Embarcadero, chirriaron los frenos de repente y el taxi se detuvo con una derrapada.
—¿Qué…? —empecé a protestar, hasta que vi a un hombre plantado delante del vehículo.
Era un tipo grande y llevaba un arma.
—Babe —gruñí, y apoyé una mano en el brazo de MacMan para evitar que sacara el arma.
—Lléveme a… —estaba diciendo a nuestro asustado conductor cuando nos vio.
Dio la vuelta al coche, abrió la puerta de mi lado y nos apuntó.
No llevaba sombrero. Tenía el pelo mojado, pegado a la cabeza. Unos cuantos hilillos de agua goteaban hacia abajo. Tenía la ropa empapada.
Nos miró con cara de sorpresa y ordenó:
—Abajo.
Mientras bajábamos, gruñó al conductor:
—¿Para qué carajo lleva la bandera si ya tiene pasajeros?
Pero el taxista ya no estaba ahí. Había saltado a la otra acera e iba a toda prisa, calle abajo. McCloor lo maldijo, me presionó con el arma y gruñó:
—Venga, largo.
Al parecer, no me había reconocido. No había mucha luz y yo me había puesto sombrero. Apenas me había visto unos segundos en la sala de Wales.
Me hice a un lado. MacMan se desplazó hacia el lado contrario.
McCloor dio un paso atrás para no quedar entre los dos y se dispuso a decirnos algo en tono malhumorado.
MacMan se tiró encima del brazo que sostenía el arma.
Yo le aticé un puñetazo en la mandíbula. A juzgar por lo que le afectó, hubiera dado lo mismo que se lo pegara a cualquier otro.
Me apartó de un empujón y dio en toda la boca a MacMan. Este cayó hacia atrás hasta que el taxi detuvo su desplome, y luego escupió un diente y volvió por más.
Yo intentaba escalar el lado izquierdo de McCloor.
MacMan le entró por la derecha, no consiguió esquivar un golpe con el arma, lo encajó en plena coronilla y cayó al suelo. Ahí se quedó.
Di una patada a McCloor en el tobillo, pero no conseguí que perdiera el equilibrio. Le hundí el puño derecho en la zona lumbar y con la izquierda me columpié del pelo mojado hasta arrancarle un mechón. Cuando meneó la cabeza, me hizo perder el equilibrio.
Me dio un puñetazo en un costado y noté que las costillas y las entrañas se me apretujaban como las páginas de un libro.
Le di un puñetazo en el cogote. Eso sí le afectó. Soltó un rugido pectoral, me aplastó el hombro con la mano izquierda y me hizo picadillo con el arma que llevaba en la derecha.
Le di una patada no sé dónde y volví a golpear el cogote.
Calle abajo, en Embarcadero, sonó el pito de un policía. Algunos hombres echaron a correr hacia nosotros por la Primera.
McCloor resopló como una locomotora y me apartó de un empujón. Yo no quería apartarme. Intenté agarrarme. Me sacudió y echó a correr calle arriba.
Salí corriendo tras él mientras sacaba el arma.
Al llegar a la primera esquina se detuvo para rociarme de plomo: tres tiros. Yo le disparé uno. Ninguno de los cuatro dio en la diana.
Desapareció al doblar la esquina. Yo tomé la curva muy abierta para que fallara el golpe si me estaba esperando pegado a la pared. Pero no estaba allí. Iba unos treinta metros por delante, colándose por un espacio entre dos almacenes. Entré tras él y tras él salí por el otro extremo, con un mejor registro gracias a mis 85 kilos que él con sus 130.
Cruzó una calle y tomó hacia arriba para alejarse de los muelles. Había una farola en una esquina. Cuando yo pasaba bajo su luz, se volvió y me apuntó con el arma. No oí el chasquido, pero supe que había fallado cuando me tiró el arma. Falló por un par de palmos y armó un buen bullicio al chocar contra una puerta que quedaba a mi espalda.
McCloor se volvió y echó a correr calle arriba. Lo seguí.
Disparé al aire para que los demás supieran dónde estábamos. En la siguiente esquina empezó a torcer a la izquierda, cambió de idea y siguió recto.
Aceleré, reduje la distancia que nos separaba a doce o quince metros y grité:
—Alto, o disparo.
Dio un bote de lado para meterse por un callejón estrecho.
Pasé por delante de un salto, vi que no me esperaba y entré. La luz que llegaba de la calle bastaba para ver lo que nos rodeaba. El callejón no tenía salida: a ambos lados y al fondo se alzaban altos muros de hormigón con ventanas y puertas de acero.
McCloor se encaró a mí, a menos de seis metros. Echó la barbilla hacia delante. Los brazos se curvaron, apartándose del costado. Los hombros estaban tensos.
—Levanta las manos —ordené con el arma alzada.
—Aparta de mi camino, pequeñajo —gruñó, al tiempo que daba un paso hacia mí, con una pierna tiesa—. Te voy a destrozar.
—Sigue acercándote y te tumbo.
—Inténtalo. —Dio otro paso, agachándose un poco—. Aunque me llenes de balas, te pillaré.
—Depende de donde las meta. —Me puse parlanchín con la intención de convencerlo para que esperase mientras llegaban los demás. No quería verme obligado a matarlo. Eso lo podíamos haber hecho desde el taxi——. No soy uno de esos tiradores del oeste, pero a esta distancia te puedo partir las rótulas, así que ya puedes venir cuando quieras. Si te parece que romperse la rótula puede ser muy divertido, pruébalo.
—A la mierda —dijo antes de cargar.
Le disparé a la rodilla derecha.
Siguió tambaleándose hacia mí.
Disparé a la rodilla izquierda.
Se tambaleó.
—Tenías que empeñarte —protesté.
Se dio media vuelta y apoyó los brazos para sentarse de cara a mí.
—Creía que no serías capaz —dijo entre dientes.