MacMan me abrió la puerta cuando volví al apartamento de Wales. —¿Ha pasado algo?— pregunté.
—Nada, aparte de que han molestado mucho.
Apareció Wales y preguntó con apuro:
—¿Se da por satisfecho?
La chica estaba junto a la ventana y me miraba con ansiedad.
No dije nada.
—¿La ha encontrado? —preguntó Wales, con el ceño fruncido—. ¿Estaba donde le he dicho?
—Sí —contesté.
—Entonces… —El ceño desapareció en parte—. Peggy y yo quedamos fuera del asun… —Se interrumpió, se pasó la lengua por el labio inferior, se llevó una mano a la barbilla y preguntó de pronto—. No le habrá hablado de mí, ¿no?
Meneé la cabeza para decir que no.
Apartó la mano de la barbilla y, en tono irritado, preguntó:
—Entonces, ¿qué le pasa? ¿Por qué nos mira así?
Desde detrás de él habló la chica con amargura:
—Maldita sea, sabía que esto acabaría así —dijo—. Sabía que no nos íbamos a librar. ¡Ah, qué listo eres!
—Llévate a Peggy a la cocina y cierra las dos puertas —dije a MacMan—. Holy Joe y yo tenemos que hablar de hombre a hombre.
La chica salió de buena voluntad, pero cuando MacMan iba a cerrar la puerta asomó de nuevo la cabeza para dirigirse a Wales:
—Espero que te rompa la nariz si te intentas resistir.
MacMan cerró la puerta.
—Parece que tu compañerita de juegos cree que sabes algo —le dije.
Wales lanzó una mirada de ira hacia la puerta y refunfuñó:
—Me ayuda tanto como una pierna rota. —Se volvió hacia mí con la intención de aparentar franqueza y amistad—. ¿Qué quiere? Yo ya he confesado antes. ¿Qué pasa ahora?
—A ver si lo adivinas.
Se mordisqueó los labios.
—¿Y para qué quiere que adivine? —preguntó—. Estoy dispuesto a colaborar con usted. Pero si no me dice lo que quiere, ¿qué puedo hacer? No puedo ver qué hay dentro de su cabeza.
—Si pudieras, te lo pasarías de muerte.
Meneó la cabeza con gesto cansino, caminó de vuelta hasta el sofá, se sentó con el cuerpo echado hacia delante y las manos juntas entre las rodillas.
—De acuerdo —suspiró—. No tenga prisa por preguntarme. Yo le espero.
Me acerqué y me planté delante de él. Le cogí la barbilla entre mis dedos, le levanté la cabeza y bajé la mía hasta que nuestras narices casi se tocaban, y dije:
—Tu error, Joe, fue mandar el telegrama después de su muerte.
—¿Está muerto?
Se le escapó sin dar tiempo siquiera a que los ojos se abrieran como platos.
La pregunta me hizo tambalear. Tuve que esforzarme para evitar que me salieran arrugas en la frente y mi voz sonó demasiado calma cuando pregunté:
—¿Que si está muerto quién?
—¿Quién? Yo qué sé. ¿A quién se refería?
—¿A quién crees que me refería? —insistí.
—¡Yo qué sé! ¡Bueno, de acuerdo! El viejo Hambleton, el padre de Sue.
—Eso es —dije, al tiempo que retiraba la mano de su barbilla.
—¿Y dice que lo han matado? —No había movido la cara ni un centímetro desde que yo la levantara—. ¿Cómo?
—Arsénico. Papel matamoscas.
—Arsénico para matar moscas. —Parecía pensativo—. Esta sí que es graciosa.
—Sí, muy graciosa. Si lo necesitaras, ¿dónde lo comprarías?
—¿Comprarlo? No sé. No he visto un papel de esos desde que era un crío. Además, en San Francisco nadie los usa. No hay suficientes moscas.
—Pues ayer los usó alguien —dije—. Con Sue.
—¿Sue?
Dio tal brinco que el sofá crujió bajo su peso.
—Sí. Asesinada. Ayer por la mañana, con el arsénico de los papeles matamoscas.
—¿Los dos? —preguntó, incrédulo.
—¿Qué dos?
—Ella y su padre.
—Sí.
Bajó la barbilla hasta el pecho y se frotó el dorso de una mano con la palma de la otra.
—Entonces sí que estoy metido en un buen lío.
—Eso es —convine con alegría—. ¿Quieres intentar salir de él hablando?
—Déjeme pensar.
Le dejé pensar y escuché el tic tac del reloj mientras pensaba. El esfuerzo hacía brotar gotas de sudor en la pálida grisura de su rostro. Al poco se incorporó en el asiento y se secó la cara con un pañuelo de colores originales.
—Hablaré —dijo al fin—. Ahora tengo que hablar. Sue estaba a punto de abandonar a Babe. Nos íbamos a fugar juntos. Ella… Mire, se lo voy a enseñar.
Metió la mano en un bolsillo y sacó una hoja de grueso papel de notas plegada. La cogí y leí:
Querido Joe:
No puedo aguantar mucho más esto. Simplemente, tengo que largarme pronto. Esta noche Babe me ha vuelto a pegar. Por favor, si de verdad me quieres, hagámoslo pronto.
SUE
Era una letra de mujer nerviosa: alta, picuda y atropellada.
—Por eso intenté sacarle los mil a Hambleton —dijo—. Llevo un par de meses tieso y ayer, cuando llegó esa nota, decidí que tenía que conseguir la pasta para llevarme a Sue. Ella se hubiera negado a sacarle dinero a su padre, así que intenté montarlo sin que se enterase.
—¿Cuándo la viste por última vez?
—Anteayer, el mismo día en que mandó la nota. Solo que yo la vi por la tarde, porque estuvo aquí. Y luego la escribió por la noche.
—¿Babe sospechaba de vuestros planes?
—Creíamos que no. No sé. Siempre estaba celoso, tanto si tenía razones para estarlo como si no.
—¿Y tenía muchas razones?
Wales me miró a los ojos y dijo:
—Sue era una buena chica.
—Bueno, pues la han matado —respondí.
No dijo nada.
Empezaba a anochecer. Fui a la puerta y encendí el interruptor de la luz. Mientas lo hacía no perdí de vista a Holy Joe Wales.
Cuando retiraba el dedo del interruptor sonó algo en la ventana. Un chasquido fuerte y brusco.
Miré hacia la ventana.
Había un hombre agazapado en la salida de incendios, mirando a través del cristal y la cortina de encaje. Era un tipo oscuro, de rasgos marcados, reconocible por su talla como Babe McCloor. El cañón de una gran automática negra tocaba el cristal por delante de su cuerpo. Acababa de golpear el cristal con él para reclamar nuestra atención.
La obtuvo.
En ese momento yo ya no podía hacer nada. Me quedé allí, mirándolo. No alcanzaba a distinguir si me estaba mirando a mí o a Wales. Lo veía con bastante claridad, pero la cortina de encaje me impedía apreciar detalles como ese. Imaginé que no perdería de vista a ninguno de los dos y supuse que la cortina tampoco me tapaba demasiado. Él estaba más cerca que nosotros de la cortina y yo había encendido las luces de la sala.
Wales, sentado en el sofá sin mover ni un pelo, miraba a McCloor. En la cara de Wales había una expresión peculiar, de rígida hosquedad. Los ojos eran huraños. No respiraba.
McCloor golpeó la ventana con la boca de la pistola y una pieza triangular de cristal cayó al suelo con un tintineo. Lamenté que no fuera un ruido tan fuerte como para alarmar a MacMan, que estaba en la cocina. Entre él y nosotros había dos puertas cerradas.
Wales miró hacia la ventana rota y cerró los ojos. Los cerró lentamente, poco a poco, exactamente igual que si se estuviera quedando dormido. Mantuvo su rostro hoscamente rígido de cara a la ventana.
McCloor le disparó tres veces. Las balas tumbaron a Wales en el sofá, de cara a la pared. Los ojos de Wales se abrieron de golpe, como si quisieran salirse de las órbitas. Los labios se estiraron y mostraron los dientes pelados hasta las encías. Sacó la lengua. Luego agachó la cabeza y ya no volvió a moverse.
Cuando McCloor se alejó de la ventana, yo me acerqué de un salto. Mientras descorría la cortina, abría el cierre de la ventana y la levantaba, oí el golpe de sus pies al aterrizar en el pavimento.
MacMan abrió la puerta y entró, con la chica a su estela.
—Ocúpate de esto —le ordené mientras saltaba por encima del alféizar—. Le ha disparado McCloor.