IV

Mientras caminaba hacia el St. Martin —apenas media docena de manzanas desde la casa de Wales— decidí presentarme ante McCloor y la chica como un detective de la Continental que sospechara que Babe había participado la semana anterior en el atraco a la sucursal de un banco en Alameda. De hecho, no era así —suponiendo que los del banco hubieran descrito medio correctamente a quienes les habían robado—, o sea que no era probable que mis sospechas falsas les asustaran demasiado. Pero tal vez al desmentirme me diera alguna información útil. Lo que más me interesaba, por supuesto, era echarle un vistazo a la chica para poder informar a su padre de que la había visto. No había ninguna razón para suponer que ella y Babe sabían que su padre intentaba localizarla. Babe tenía un historial. Que un sabueso se dejara caer de vez en cuando para intentar atribuirle algún delito era lo más natural.

El St. Martin era un edificio de apartamentos de tres pisos, de ladrillo visto, entre dos hoteles más altos. En el registro del vestíbulo figuraba «R. K. McCloor, 313», tal como me habían dicho Wales y Peggy.

Llamé al timbre. No pasó nada. No pasó nada ninguna de las cuatro veces que insistí. Llamé al timbre de la dirección.

Sonó un chasquido y se abrió la puerta. Entré. Una mujer corpulenta con un vestido de algodón de rayas rosas que pedía a gritos una plancha apareció en el umbral de un apartamento, justo después de la puerta de la calle.

—¿Vive aquí alguien llamado McCloor? —pregunté.

—Tres trece —contestó.

—¿Lleva mucho tiempo aquí?

Apretó los labios regordetes, me miró intensamente, dudó y al fin dijo:

—Desde el mes de junio.

—¿Qué sabe de ellos?

Al oír eso empezó a resistirse: alzó la barbilla y las cejas.

Le di mi tarjeta. No corría ningún riesgo: encajaba con el pretexto que pensaba usar al llegar arriba.

Cuando al fin alzó la cara después de leer la tarjeta, estaba suavizada por la curiosidad.

—Venga por aquí —dijo en un susurro ronco, mientras se alejaba hacia la puerta.

La seguí hasta su apartamento. Nos sentamos en un sofá Chesterfield y murmuró:

—¿De qué se trata?

—A lo mejor no es nada. —Mantuve la voz baja para seguirle el juego a su representación teatral—. Ha estado en la cárcel por reventar cajas fuertes. Ahora intento seguirle la pista porque hay una posibilidad remota de que haya participado en un caso reciente. No me consta que sea así. Hasta donde yo sé, puede que se haya reformado. —Saqué del bolsillo la foto que le habían tomado en Leavenworth: de frente y de perfil—. ¿Es él?

Ella la cogió con ansiedad, asintió con un golpe de cabeza y dijo:

—Sí, es él, efectivamente.

—¿Su esposa está con él?

Asintió vigorosamente.

—Yo no la conozco. ¿Qué pinta tiene?

Describió a una chica que bien podía ser Sue Hambleton. Yo no le podía enseñar la foto de Sue, porque si ella y Babe se enteraban me quedaría sin coartada.

—¿Cree que están en casa ahora? —pregunté—. No me han contestado al timbre.

—No lo sé —susurró ella—. No he visto a ninguno de los dos desde anteanoche, cuando se pelearon.

—¿Una pelea en serio?

—No mucho peor de lo habitual.

—¿Puede averiguar si están? —le pregunté.

Me miró con el rabillo del ojo.

—No le voy a crear ningún problema —la tranquilicé—. Pero si se han largado me gustaría saberlo. Y supongo que a usted también.

—De acuerdo, lo averiguaré. —Se levantó y se tanteó un bolsillo, en el que tintinearon las llaves—. Espéreme aquí.

—La acompañaré hasta el tercero —dije— y luego esperaré escondido.

—De acuerdo —concedió con cierta reticencia.

Al llegar al tercer piso, me quedé junto al ascensor. Ella desapareció al doblar un recodo del pasillo en penumbra y al poco sonó un timbre eléctrico, algo ahogado. Sonó tres veces. Oí el tintineo de las llaves y el roce de una de ellas en la cerradura. Luego, el chasquido de la cerradura. Oí el cascabeleo del pomo cuando lo giró.

Luego un largo silencio, rematado por un grito que invadió el pasillo de punta a cabo.

Di un bote hacia el recodo, lo doblé, vi una puerta abierta al fondo, entré por ella y la cerré desde dentro.

El grito ya había parado.

Estaba en un vestíbulo pequeño y oscuro con tres puertas, aparte de la que yo mismo había usado para entrar. Una estaba cerrada. La otra daba al baño. Fui a la tercera.

La conserje regordeta estaba justo al otro lado, mostrándome su espalda redonda. La eché a un lado para pasar y vi lo que estaba mirando.

Sue Hambleton, con un pijama amarillo claro decorado con encajes negros, estaba tumbada encima de la cama. Tenía una pierna plegada bajo el cuerpo y la otra tan estirada que el pie llegaba al suelo. Un pie tan blanco que no podía pertenecer a un cuerpo vivo. La cara estaba tan blanca como el pie, salvo por una zona moteada e hinchada que iba del ojo al pómulo en el lado derecho y unas magulladuras oscuras en el cuello.

—Llame a la policía —dije a la mujer.

Y empecé a curiosear por los rincones, armarios y cajones.

Era ya la última hora de la tarde cuando regresé a la agencia. Pedí al encargado del archivo que comprobara si teníamos algo sobre Joe Wales y Peggy Carroll y luego me metí en el despacho del Viejo.

Él dejó los informes que estaba leyendo, me invitó a sentarme con una inclinación de cabeza y preguntó:

—¿La has visto?

—Sí. Está muerta.

—Claro —contestó el Viejo, como si le hubiera dicho que llovía.

Luego sonrió con cara de educada atención mientras yo se lo contaba todo: desde mi llamada al timbre de los Wales, hasta el momento en que me había reunido con la conserje regordeta dentro del apartamento de la muerta.

—Le habían dado unos cuantos golpes, tenía moratones en la cara y en el cuello —resumí—. Pero esa no es la causa de la muerte.

—¿Crees que la han asesinado? —preguntó con una sonrisa amable.

—No lo sé. El doctor Jordán dice que le parece que podría ser arsénico. Está buscando rastros. Hemos descubierto algo curioso en el apartamento. Había unas hojas gruesas de un papel gris oscuro metidas en un libro, El conde de Montecristo, envuelto en papel de periódico de hace un mes y encajado en un rincón oscuro entre los fogones y la pared de la cocina.

—Ah, un papel con arsénico para matar moscas —murmuró el Viejo—. El truco de Maybrick-Seddons. Si se sumergen en agua, de esas hojas se pueden sacar entre cuatro y seis granos de arsénico, suficientes para matar a dos personas.

Asentí y le dije:

—Trabajé en un caso así en Louisville, en 19x6. La conserje mulata vio salir a McCloor ayer a las nueve y media de la mañana. Es probable que ya estuviera muerta. Nadie lo ha visto desde entonces. Antes, los vecinos del apartamento contiguo los habían oído hablar. Pero como se peleaban tanto, los vecinos ya no prestaban demasiada atención. La casera me dijo que se habían peleado la noche anterior. Lo está buscando la policía.

—¿Has contado a la policía quién era ella?

—No. ¿Qué hacemos con eso? No les podemos explicar lo de Wales sin contarles todo.

—Me atrevería a decir que tendrá que salir todo —dijo, pensativo—. Voy a mandar un telegrama a Nueva York.

Salí de su despacho. El encargado del archivo me dio un par de recortes de periódicos. Por el primero supe que quince meses antes habían arrestado a Joseph Wales, alias Holy Joe, por una queja de un granjero llamado Toomey, al que con la ayuda de otros tres hombres había estafado dos mil quinientos dólares. El segundo decía que se había sobreseído el caso porque Toomey no se había presentado en el juicio contra Wales, sobornado, como era habitual, con la devolución de su dinero, o de parte del mismo. Era todo lo que había sobre Joe Wales en nuestros archivos, que no contenían ninguna información sobre Peggy Carroll.