Regresó al cabo de cinco minutos con una chica rubia de veintitrés años, vestida con seda de color verde claro. La flojera en torno a una boca pequeña y la hinchazón en torno a los ojos azules no eran todavía tan pronunciadas como para arruinar su belleza.
Me levanté.
—Esta es la señora Hambleton —dijo él.
Ella me dirigió una rápida mirada y luego bajó los ojos, toqueteando con nervios la cinta del bolso que sostenía.
—¿Puede identificarse? —pregunté.
—Claro —dijo el hombre—. Enséñaselo, Sue.
Ella abrió el bolso, sacó algunos papeles y objetos y me los tendió.
—Siéntese, siéntese —me dijo el hombre cuando los cogí.
Ellos se sentaron en el sofá. Yo ocupé de nuevo la mecedora y examiné lo que me había dado. Había dos cartas dirigidas a Sue Hambleton a aquella misma dirección, el telegrama en que su padre le anunciaba que podía volver, un par de recibos de unos grandes almacenes a su nombre, un permiso de conducir y una libreta de ahorros en la que constaba un saldo inferior a los diez dólares.
Cuando hube terminado el repaso, a la chica ya se le había pasado la vergüenza. Me miraba con compostura, igual que el hombre sentado a su lado. Tanteé en el bolsillo, en busca del retrato que nos habían enviado de Nueva York al principio de la búsqueda, y lo miré bien antes de volver a alzar los ojos hacia ella.
—Puede que se le haya encogido la boca, a lo mejor —dije—. Pero… ¿Cómo puede ser que la nariz se haya agrandado tanto?
—Si no le gusta mi nariz —contestó ella—, a lo mejor prefiere irse al infierno.
Se había sonrojado.
—No se trata de eso. Es una bella nariz, pero no es la de Sue. —Le mostré la fotografía—. Véalo usted misma.
Clavó una mirada de furia en la foto y luego en el hombre.
—Menudo listillo estás hecho —le dijo.
Él me miraba con unos ojos oscuros que tenían un brillo quebradizo, con los párpados casi cerrados. No dejó de mirarme mientras se dirigía a la mujer con la boca ladeada y en tono seco:
—Cierra la boca.
Ella cerró la boca. Él se quedó sentado, mirándome. Yo me quedé sentado, mirándolo. Clavó su mirada en un ojo mío, luego en el otro. La chica suspiró.
Él dijo en voz baja:
—¿Y bien?
Yo contesté:
—Estáis metidos en un buen lío.
—¿Cómo lo llamaría usted? —preguntó como quien no quiere la cosa.
—Conspiración para defraudar.
La chica se levantó de un salto y golpeó al tipo en un hombro con el dorso de la mano, de pura rabia, y lloriqueó.
—Menudo listillo estás tú hecho, meterme en un lío así. Iba a ser pan comido, ¿eh? Y ahora, mírate. Ni siquiera tienes las agallas suficientes para decirle a este tipo que se largue. —Se dio media vuelta para encararse conmigo, se agachó un poco para pegar su cara roja a la mía, pues yo seguía sentado en la mecedora, y gruñó—: Bueno, ¿qué está esperando? ¿Un besito de despedida? No le debemos nada, ¿verdad? No nos hemos quedado con su sucio dinero, ¿verdad? Pues fuera. A tomar el aire. A darse el piro.
—Déjalo, hermana —gruñí—. Acabarás rompiendo algo.
El hombre intervino:
—Por el amor de Dios, para de lloriquear, Peggy, y deja que lo pruebe otro. —Luego se dirigió a mí—: Bueno, ¿qué quiere?
—¿Cómo os habéis metido en esto?
El hombre habló rápido y con intensidad:
—Un colega que se llama Kenny me pasó ese material y me habló de esa tal Sue Hambleton y me contó que su padre tenía mucha pasta. Se me ocurrió intentarlo. Pensé que el viejo enviaría un cable de inmediato con el dinero o pasaría de nosotros. No se me ocurrió que pudiera enviar un hombre. Luego, cuando llegó su telegrama avisando que vendría alguien a verla, lo tendría que haber dejado.
»¡Caramba! Pero iba a venir un hombre con mil pavos en efectivo. Demasiado bueno para dejarle marchar sin intentarlo. Como parecía que todavía se podría cobrar algo, convencí a Peggy para que hiciera de Sue. Si el hombre venía hoy mismo, estaba claro que era de por aquí, de la costa y podíamos apostar a que no conocería a la tal Sue y no tendría más que una descripción. Por lo que Kenny me había contado de ella, sabía que Peggy encajaría bastante bien con la descripción. Todavía no sé de dónde ha sacado esa foto. ¿Telepatía? Yo le puse el telegrama al viejo ayer mismo. También ayer mandé un par de cartas a Sue, a esta dirección, para tenerlas cuando fuéramos con el resto de papeles a recoger el dinero a la compañía de cables.
—¿La dirección del viejo te la dio Kenny?
—Claro.
—¿Os dio la de Sue?
—No.
—¿Y cómo consiguió Kenny esos papeles?
—No me lo dijo.
—¿Dónde está Kenny ahora?
—No lo sé. Iba hacia el este porque tenía otra cosa en marcha, y no podía perder el tiempo con esto. Por eso me lo pasó.
—Qué buen corazón, ese Kenny —dije—. ¿Conoces a Sue Hambleton?
—No —respondió con énfasis—. No había oído hablar de ella hasta que me la mencionó Kenny.
—No me gusta ese tal Kenny —opiné—. En cambio, sin él vuestra historia tiene algunos puntos buenos. ¿Podrías contármela sin nombrarlo?
Meneó la cabeza lentamente y dijo:
—No sería lo que ha pasado.
—Qué lástima. Las conspiraciones para defraudar no me interesan tanto como encontrar a Sue. Hubiéramos podido llegar a un acuerdo.
Volvió a menear la cabeza, pero esta vez tenía la mirada pensativa y movía el labio inferior para montarlo un poco sobre el superior.
La chica había dado un paso atrás para podernos ver a los dos mientras hablábamos. Movía la cara de un lado a otro según quién hablara y se notaba que no le gustábamos nada. En ese momento miraba fijamente al hombre y en sus ojos volvía a crecer el enojo.
Me puse en pie y le dije:
—Como quieras. Pero si vas a ir de ese palo os tendré que encerrar a los dos.
Sonrió con los labios bien apretados y se levantó.
La chica se interpuso entre los dos, de cara a él.
—El mejor momento para ponerse a hacer el idiota —le escupió—. Canta, peso pluma. Si no, cantaré yo. Si te crees que voy a caer contigo, estás loco.
—Cállate —dijo él, con voz gutural.
—Cállame tú —exclamó ella.
El hombre lo intentó, y con las dos manos. Yo alargué un brazo por encima del hombro de la mujer, agarré una muñeca de su acompañante y le di un golpe con la otra mano.
Ella se escabulló entre nosotros, se puso corriendo detrás de mí y chilló:
—Joe sí que la conoce. Ella le pasó los papeles. Está en el St. Martin, en la calle O’Farrell. Está con Babe McCloor.
Mientras la escuchaba tuve que echar la cabeza a un lado para esquivar el puño derecho de Joe, retorcerle el brazo izquierdo detrás de la espalda, adelantar la cadera para bloquear su rodilla y empujarle la barbilla con la palma de la mano. Estaba a punto de hacerle el quiebro japonés a la barbilla cuando él dejó de pelear y gruñó:
—Déjemelo contar.
—Adelante —consentí, al tiempo que apartaba las manos y daba un paso atrás.
Se frotó la muñeca que le había retorcido y miró con el ceño fruncido a la chica, que seguía detrás de mí. Le dijo cuatro cosas desagradables, la más suave de las cuales fue «tonta del higo» y luego le explicó:
—Lo de encerrarnos era un farol. No creerás que el viejo Hambleton está loco por salir en los periódicos, ¿verdad?
Y no era una mala suposición.
Se sentó de nuevo en el sofá, sin dejar de frotarse la muñeca. La chica se quedó en el lado opuesto de la sala, riéndose de él entre dientes.
—De acuerdo, a cantar. Cualquiera de los dos.
—Ya lo sabe todo ——murmuró—. Pille el material la semana pasada cuando fui a visitar a Babe, porque conocía la historia y no soporto ver cómo se desperdicia un buen plan.
—¿A qué se dedica Babe ahora?
—No lo sé.
—¿Todavía revienta cajas?
—No lo sé.
—Y un cuerno.
—De verdad —insistió—. Si conoce a Babe ya sabe que no hay manera de sacarle ni una palabra sobre lo que está haciendo.
—¿Cuánto lleva aquí con Sue?
—Que yo sepa, unos seis meses.
—¿Con quién se ha liado?
—No lo sé. Siempre que Babe trabaja con banda, escoge a sus miembros por el camino y luego los va soltando.
—¿Cómo va de pasta?
—No lo sé. En su antro siempre hay comida y copas.
Después de seguir así media hora, me convencí de que a aquella gente no le iba a sacar demasiada información.
Fui al teléfono que había en el pasillo y llamé a la agencia. El chico de centralita me dijo que MacMan estaba en la sala de los detectives. Le pedí que me lo mandara y volví a la salita. Joe y Peggy separaron las cabezas cuando me vieron llegar.
MacMan tardó menos de diez minutos en llegar. Le hice pasar y le expliqué:
—Este tipo dice que se llama Joe Wales y se supone que la chica es Peggy Carroll, que vive arriba, en el 421. Los tenemos pillados por conspiración para defraudar, pero he hecho un trato con ellos. Me voy a ir a echarle un vistazo al asunto. Quédate con ellos en esta sala. Nadie puede salir ni entrar y el único que usa el teléfono eres tú. Hay una salida de incendios delante de la ventana. Ahora, la ventana está cerrada. Yo la dejaría así. Si el trato se cumple, los soltaremos, pero si te atacan mientras yo no esté tampoco hay ninguna razón que te impida darles todos los golpes que quieras.
MacMan inclinó su cabeza, dura y redonda, en señal de asentimiento y luego colocó una silla entre ellos y la puerta. Yo recogí mi sombrero.
Joe Walles se dirigió a mí:
—Eh, no me va a delatar ante Babe, ¿no? Eso tiene que formar parte del trato.
—Solo si no tengo más remedio.
—Casi prefiero que me detengan —dijo—. Correría menos peligro en la cárcel.
—Haré todo lo que pueda por ti —prometí—, pero tendrás que jugar con las cartas que te toquen.