El Viejo me entregó el telegrama y un cheque y me dijo:
—Ya conoces la situación. Tú sabrás cómo manejarla.
Fingí que estaba de acuerdo con él, bajé al banco, cambié el cheque por un fajo de billetes de distintos tamaños, tomé un tranvía y subí al 601 de la calle Eddis, un edificio de apartamentos bastante grande en la esquina con Larkin.
El nombre que figuraba en el buzón del apartamento 206 en el vestíbulo era J. M. Wales.
Oprimí el interruptor del 206. Cuando la puerta de la calle cedió con un zumbido, entré en el edificio, pasé por delante del ascensor hacia las escaleras y subí el primer tramo. El 206 quedaba justo a la vuelta de la escalera.
Abrió la puerta del apartamento un hombre alto y flaco, de treinta y algo, pulcramente vestido de oscuro. Sus ojos, pequeños y oscuros, lucían en la cara blanca y pálida. Había algún toque gris en el cabello moreno, cepillado para que quedara bien pegado al cuero cabelludo.
—La señorita Hambleton —dije.
—Eh… ¿Qué pasa con ella?
La voz era suave, pero no tanto como para resultar agradable.
—Me gustaría verla.
Los párpados superiores bajaron un poco y las cejas que los cubrían se juntaron. Preguntó:
—¿Tiene…?
Pero luego se detuvo y me miró fijamente.
No dije nada. Enseguida terminó la pregunta.
—¿Tiene que ver con un telegrama?
—Ajá.
Su cara grande se iluminó de inmediato. Preguntó:
—¿Lo manda su padre?
—Ajá.
Dio un paso atrás y abrió de par en par mientras decía:
—Entre. Hace apenas unos minutos que ha llegado el telegrama del mayor Hambleton.
Recorrimos un pequeño pasillo para llegar a una sala luminosa, llena de muebles baratos, pero limpia y ordenada.
—Siéntese —dijo el hombre, señalando una mecedora marrón.
Tomé asiento. Él se sentó en un sofá con funda de arpillera que quedaba delante de mí. Eché una ojeada a la sala. No vi ningún indicio de que allí viviera una mujer.
Se frotó el largo puente de la nariz con un índice todavía más largo y preguntó lentamente:
—¿Ha traído el dinero?
Contesté que eso prefería hablarlo con ella.
Se miró el dedo con el que se acababa de frotar la nariz, luego me miró y volvió a hablar con su voz suave:
—Pero yo soy su amigo.
—Ah, ¿sí? —contesté.
—Sí —repitió. Frunció un poco el ceño y estiró las comisuras de su boca de labios finos—. Solo preguntaba si ha traído el dinero.
No dije nada.
—El caso —añadió, en tono bastante razonable— es que si ha traído el dinero ella no espera que se lo dé a nadie más. Y si no lo ha traído no quiere verle. No creo que vaya a cambiar de opinión al respecto. Por eso le he preguntado si lo ha traído.
—Lo he traído.
Me miró con suspicacia. Le enseñé el dinero que había sacado del banco. Se levantó bruscamente del sofá.
—La haré venir en un par de minutos —dijo mirando hacia atrás, mientras sus largas piernas lo acercaban a la puerta. Desde allí se detuvo para preguntar:
—¿La conoce? ¿O le digo que traiga alguna identificación?
—Eso estaría bien —le dije.
Al salir dejó la puerta del pasillo abierta.