ESTE ASUNTO DEL REY

El tren de Belgrado me dejó en Stefania, capital de Muravia, a primera hora de la tarde; una tarde desapacible. Cuando salí del almacén cuadrado de granito que cumplía las funciones de estación para tomar un taxi, un viento helado me echó la lluvia fría a la cara y me la coló por el cuello de la camisa.

Ni el inglés ni el francés tenían significado alguno para el conductor. Hasta un buen alemán podía haber fracasado. Y el mío no era bueno. Era un galimatías de gárgaras y gruñidos. Aquel conductor fue la primera persona que fingía entenderlo. Di por hecho que improvisaba a partir de lo que creía oír y conté con que me llevaría a cualquier lugar del extrarradio. Quizá fuera bueno improvisando. El caso es que me llevó al hotel de la República.

El hotel era un edificio nuevo de seis pisos que exhibía con orgullo sus ascensores, su fontanería americana, sus baños privados y demás recursos modernos. Después de lavarme y cambiarme de ropa bajé a la cafetería a comer algo. Luego, provisto de detalladas instrucciones en inglés, francés y lenguaje de signos gracias a un jefe de botones altamente uniformado, me subí el cuello de la gabardina y crucé la plaza embarrada para visitar a Roy Scanlan, chargé d’affaires de Estados Unidos, en el más joven y pequeño de los estados balcánicos.

Era un hombre rollizo de unos treinta años, con el pelo liso y ya bastante encanecido, el rostro nervioso y flácido, manos blancas regordetas y algo crispadas y muy bien vestido. Me estrechó la mano, me invitó a sentarme con un gesto amable, echó apenas un vistazo a mi carta de presentación y se quedó mirando fijamente mi corbata mientras preguntaba:

—Entonces, ¿usted es un detective privado de San Francisco?

—Sí.

—¿Y?

—Lionel Grantham.

—¡No puede ser!

—Sí.

—Pero si él…

El diplomático se dio cuenta de que me estaba mirando a los ojos, desvió rápidamente la mirada hacia el pelo y se olvidó de lo que había empezado a decir.

—¿Él… qué? —lo incité.

—¡Oh! —se lamentó con un vago movimiento de la cabeza y las cejas hacia arriba—. No es de esos.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —pregunté.

—Dos meses. Puede que tres y medio.

—¿Lo conoce bien?

—Ah, no. De vista, claro y de hablar con él. Aquí somos los únicos americanos, así que nos relacionamos bastante.

—¿Sabe qué hace aquí?

—No lo sé. Simplemente se quedó por aquí en uno de sus viajes. Supongo, aunque también puede que esté aquí por alguna razón especial. Hay una chica que, sin duda, tiene algo que ver. Es la hija del general Radnjak… Pero no creo.

—¿A qué se dedica?

—La verdad es que no tengo ni idea. Vive en el hotel de la República, es muy querido entre nuestra colonia extranjera, monta a caballo, vive la vida habitual de un joven rico de buena familia.

—¿Está mezclado con alguien que no sea del todo conveniente?

—Que yo sepa, no. Salvo que lo he visto alguna vez con Mahmoud y Einarson. Esos son, a ciencia cierta, dos canallas; aunque tal vez no lo sean.

—¿Quiénes son?

—Nubar Mahmoud es el secretario privado del doctor Semich, el presidente. El coronel Einarson es un islandés, jefe virtual del ejército en estos momentos. No sé nada de ninguno de los dos.

—¿Salvo que son dos canallas?

El chargé d’affaires arrugó su frente lisa y blanca en un gesto de dolor y me dirigió una mirada de reproche.

—En absoluto —dijo—. Bueno, ¿puedo preguntar de qué se acusa a Grantham?

—De nada.

—¿Entonces?

—Hace siete meses, el día en que cumplía veintiún años, el tal Lionel Grantham hizo suyo el dinero que le había dejado su padre, un buen fajo. Hasta entonces, el muchacho las había pasado canutas. Su madre tenía, y sigue teniendo, una noción muy desarrollada del refinamiento, característica de la clase media. El padre había sido un aristócrata genuino al viejo estilo: un individuo de corazón duro y palabras suaves que para conseguir lo que quería solo tenía que cogerlo; le gustaba el vino viejo y las mujeres jóvenes y gozaba de ambos en abundancia, así como las cartas, los dados y los caballos de carreras… Y las peleas, tanto si participaba en ellas como si se limitaba a contemplarlas.

»Mientras vivió el padre, el muchacho fue educado por él. La señora Grantham consideraba que los gustos de su marido eran vulgares, pero era un hombre acostumbrado a conseguir lo que quería. Además, la sangre de los Grantham procedía de una de las mejores familias de Estados Unidos. Ella era el tipo de mujer que se deja impresionar por eso. El viejo murió hace once años, cuando Lionel tenía diez. La señora Grantham cambió la ruleta de la familia por una caja de dominó y empezó a convertir al muchacho en una especie de caballero Galahad de piel vuelta.

»Yo no lo conozco, pero me han dicho que el esfuerzo no dio resultados. En cualquier caso, ella lo mantuvo maniatado durante once años, sin dejarlo salir ni siquiera para ir a la universidad. Así siguió la cosa hasta el día en que él adquirió la mayoría de edad legal y la correspondiente posesión de la parte que le tocaba de la herencia del padre. Esa mañana dio un beso a su madre y le dijo, como quien no quiere la cosa, que se iba a dar una vueltecilla por el mundo… Solo. La madre hizo y dijo cuanto cabía esperar de ella, pero no sirvió de nada. Gana la sangre de los Grantham. Lionel promete mandar una postal de vez en cuando y se va.

»Parece que durante su paseo se portó bastante bien. Supongo que el mero hecho de ser libre ya le aportaba toda la emoción que necesitaba. Pero hace unas semanas, la compañía fiduciaria que maneja sus asuntos recibió la instrucción de convertir en efectivo unos bonos ferroviarios y mandarle el dinero por medio de un banco de Belgrado. Era una cantidad importante, más de tres millones. Así que la compañía avisó a la señora Grantham. A ella le dio un ataque. Su hijo le había mandado cartas desde París, sin mencionar siquiera Belgrado.

»Mamá estuvo a punto de partir a Europa de inmediato. Su hermano, el senador Walbourn, la convenció de lo contrario. Envió unos cuantos telegramas y averiguó que Lionel no estaba en París ni en Belgrado, salvo que se hubiera escondido. La señora Grantham hizo las maletas y reservó billetes. El senador la frenó de nuevo: la convenció de que al muchacho le molestaría aquella injerencia y le explicó que lo mejor era investigar sin hacer demasiado ruido. Ofreció el caso a la agencia. Yo fui a París, descubrí que un amigo de Lionel reenviaba su correo desde allí y que Lionel estaba aquí, en Stefania. De camino, pasé por Belgrado y descubrí que le habían mandado el dinero aquí, en su mayor parte. Y aquí estoy.

Scanlan sonrió feliz.

—Yo no puedo hacer nada —dijo—. Grantham es mayor de edad y el dinero es suyo.

—Cierto —concedí—. Y yo estoy en la misma situación. Solo puedo curiosear un poco, averiguar qué está tramando, intentar salvar el dinero, si fuera víctima de alguna estafa. ¿Puede al menos ayudarme a adivinar qué pasa? Tres millones de dólares… ¿En qué los puede haber metido?

—No lo sé. —El chargé d’affaires se removió, incómodo—. Aquí no hay ningún negocio que merezca la pena. Es un país puramente agricultor, dividido entre pequeños terratenientes: cultivos de cuatro, seis u ocho hectáreas. Aunque está lo de su relación con Einarson y Mahmoud. Ellos, desde luego, le robarían si pudieran. Estoy seguro de que le están robando. Pero no creo que lo hagan. A lo mejor no tiene relación con ellos. Quizá se trate de una mujer.

—Bueno, ¿a quién debo ver? Tengo la limitación de no conocer el país, ni el idioma. ¿A quién puedo ir a pedir ayuda con mi cuento?

—No lo sé —dijo en tono lúgubre. Luego se le iluminó la cara—. Vaya a ver a Vasilije Djudakovich. Es el ministro de la policía. ¡Él es el hombre que busca! Le ayudará y puede confiar en él. En vez de cerebro, tiene un sistema digestivo. No entenderá nada de lo que le cuente. ¡Sí, Djudakovich es su hombre!

—Gracias —dije, y salí a trompicones hacia la calle embarrada.

Encontré las oficinas del ministro de la policía en el edificio de la administración, un lúgubre bloque de hormigón junto a la Residencia Ejecutiva, dominando la plaza. En un francés aún peor que mi alemán, un funcionario delgado de barba cana, que parecía un Santa Claus tísico, me dijo que Su Excelencia no estaba en la oficina. Con gesto solemne y bajando la voz hasta un susurro, le repetí que me mandaba el chargé d’affaires de Estados Unidos. Parece que la jerigonza impresionó al buen Claus. Demostró que me entendía con una inclinación de cabeza y se fue de la sala arrastrando los pies. Regresó al poco, señaló la puerta con una reverencia y me pidió que lo siguiera.

Lo seguí por un pasillo en penumbra que llevaba a una puerta amplia, marcada con el número 15. La abrió, me invitó a entrar con una reverencia y me dijo sin resuello:

Asseyez-vous, s’il vous plait.

Cerró la puerta y me dejó allí. Estaba en un despacho grande y cuadrado. Todo en él era enorme. Las cuatro ventanas eran de tamaño doble. Las sillas eran banquitos, salvo una de piel junto al escritorio, que bien podía servir como último asiento de un autocar. En aquel escritorio podían dormir dos hombres. En su mesa podían comer veinte.

Se abrió una puerta en el extremo opuesto del despacho y entró una chica. Al cerrar, acalló un rumor trepidante, como de maquinaria pesada, que se había colado mientras estaba la puerta abierta.

—Soy Romaine Frankl —se presentó—. La secretaria de Su Excelencia. ¿Tendría usted la amabilidad de decirme qué desea?

Podía tener cualquier edad entre veinte y treinta años, medía algo menos de metro cincuenta, flaca sin ser huesuda, con el cabello rizado y de un marrón tan oscuro que casi llegaba a negro, ojos de negras pestañas con el iris gris bordeado de negro, una cara pequeña de rasgos delicados y una voz que parecía demasiado suave y leve para sonar tan clara. Llevaba un vestido rojo de lana carente de forma propia para poderse adaptar a la de quien se lo pusiera, y cuando se movía, ya fuera para caminar o alzar una mano, parecía que no gastara energía, como si alguien lo hiciera por ella.

—Me gustaría verle —dije mientras registraba todos esos datos.

—Más adelante, seguro —prometió—. Pero ahora es imposible.

Se volvió hacia la puerta, con aquella grácil elegancia tan particular, y la abrió para que volviera a sonar la vibración en el despacho.

—¿Lo oye? —preguntó—. Está echando una cabezada.

Cerró la puerta a los ronquidos de Su Excelencia y cruzó la habitación flotando para montarse en el inmenso sillón de piel que había ante el escritorio.

—Siéntese —propuso, agitando un índice en el aire para señalar la silla que quedaba al otro lado—. Si me cuenta qué le trae, ahorraremos tiempo porque, salvo que usted hable nuestro idioma, tendré que traducir sus mensajes a Su Excelencia.

Le hablé de Lionel Grantham y de mi interés por él, prácticamente con las mismas palabras que había usado con Scanlan para resumir:

—Como verá, lo único que puedo hacer es intentar averiguar en qué anda el chico y echarle una mano si lo necesita. No puedo presentarme ante él: me temo que su sangre Grantham le impediría tomarse bien algo que interpretaría como una intervención paternalista. El señor Scanlan me aconsejó acudir al ministro de la policía para pedir ayuda.

—Tuvo usted suerte. —Daba la sensación de que quería hacer una broma a propósito del representante de mi país, pero dudaba de mi reacción—. No siempre es fácil entender a su chargé d’affaires.

—Cuando le pillas el truco, no es tan difícil —dije—. Solo hay que descartar todas las frases que contienen «no», «nada», «nadie» o «nunca».

—¡Eso es! ¡Exactamente! —Se inclinó hacia mí, riendo—. Siempre he sabido que había algún truco, pero hasta ahora nadie había dado con él. Nos acaba de resolver un problema nacional.

—En ese caso, como recompensa debería proporcionarme toda la información que tenga sobre Grantham.

—Cierto, pero antes debo hablarlo con Su Excelencia.

—Puede decirme lo que opina de Grantham extraoficialmente. ¿Lo conoce?

—Sí. Es encantador. Un buen chico, deliciosamente ingenuo, inexperto, pero encantador de verdad.

—¿Qué amigos tiene?

Negó con un movimiento de cabeza y dijo:

—Se acabó hasta que se despierte Su Excelencia. ¿Usted es de San Francisco? Recuerdo aquellos tranvías tan graciosos y la niebla, y la ensalada después de la sopa y Coffee Dan’s.

—¿Ha estado en mi ciudad?

—Dos veces. Pasé un año y medio en Estados Unidos con un espectáculo de vodevil, sacando conejos de una chistera.

Seguíamos hablando de eso media hora después, cuando entró el ministro de la policía.

El exagerado volumen de los muebles se encogió de pronto hasta la normalidad, la chica se convirtió en enana y yo me sentí como si fuera un niñato.

El tal Vasilije Djudakovich medía más de dos metros diez, pero hasta esa medida parecía pequeña en comparación con su cintura. Quizá no pasara de los doscientos treinta kilos, pero al mirarlo era difícil no calcular su peso en toneladas. Era una montaña de carne coronada por el pelo rubio de cabeza y barba, vestido con levita negra. Como llevaba corbata, supuse que tenía cuello, pero quedaba escondido por los rollos rojizos de carne. La camisa blanca tenía forma de miriñaque, y aun así la tela tiraba de los botones. Los ojos eran casi invisibles entre las almohadillas de carne que los rodeaban, hundiéndolos en una sombra oscura y descolorida, como el agua en los pozos profundos. La boca era un óvalo rojo y grueso entre los pelos rubios de la barba y el bigote. Entró en la sala con pasos lentos y pesados y me sorprendió que no crujiera el suelo.

Romaine Frankl me miró atentamente mientras abandonaba el gran asiento de piel y me presentaba al ministro. Él me dedicó una sonrisa inflada y adormecida y me tendió una mano que más bien parecía un bebé desnudo, antes de dejarse caer lentamente en el asiento que acababa de abandonar la chica. Una vez plantado allí, agachó la cabeza para apoyarla en los almohadones de sus diversas barbillas y luego dio la sensación de que se dormía.

Arrimé otra silla para la chica. Ella me miraba con agudeza, como si buscara algo en mi cara, y empezó a hablar al ministro en lo que di por hecho que sería la jerigonza local. Habló muy deprisa unos veinte minutos sin que él diera muestra alguna de estar escuchando, o de estar siquiera despierto.

Cuando la mujer hubo terminado, él dijo:

—Da.

Habló como en sueños, pero por el volumen que adquirió el monosílabo tenía que venir de un lugar tan gigantesco como su vientre. La chica se volvió hacia mí con una sonrisa.

—Su Excelencia estará encantado de ofrecer toda la ayuda posible. Oficialmente, por supuesto, no desea interferir en los asuntos de un visitante extranjero, pero es consciente de la importancia de impedir que el señor Grantham sufra algún abuso mientras esté entre nosotros. Si vuelve usted mañana, digamos que a las tres de la tarde…

Prometí que así lo haría, di las gracias a la mujer, estreché de nuevo la mano de la montaña y salí bajo la lluvia.

De vuelta en el hotel me costó bien poco averiguar que Lionel Grantham ocupaba una suite en la sexta planta y en aquel momento se encontraba en ella. Tenía su foto en un bolsillo y su descripción en la memoria. Pasé el resto de la tarde y hasta el anochecer esperando a echarle un ojo. Lo conseguí poco después de las siete.

Salió del ascensor: era un chico alto, de espalda lisa, con un cuerpo elástico que se iba reduciendo a medida que descendía desde los hombros amplios hasta unas caderas estrechas, y avanzaba erguido con unas piernas largas y musculosas; el tipo de cuerpo que gusta a los sastres. En su rostro —algo rosado, de rasgos suaves y auténtica belleza— había una expresión de distante superioridad, tan marcada que solo podía servir para enmascarar una timidez juvenil.

Encendió un cigarrillo y salió a la calle. Había parado de llover, aunque las nubes en lo alto prometían más lluvia en breve. Echó a andar calle abajo. Yo también.

Fuimos a un restaurante con mucho oropel, a dos manzanas del hotel, en el que una orquesta gitana tocaba desde un balconcito encajado con dudosa seguridad en lo alto de una pared. Daba la impresión de que todos los camareros y la mitad de los comensales conocían al muchacho. Dedicó reverencias y sonrisas a uno y otro lado mientras avanzaba hacia una mesa del fondo, donde lo esperaban dos hombres.

Uno era alto y de cuerpo grande, con cabello oscuro tupido y un bigote oscuro y suelto. Su rostro rubicundo, de nariz breve, tenía la expresión propia del hombre que no le hace feos a una pelea de vez en cuando. Llevaba uniforme militar de verde y oro, con botas altas de piel negra resplandecientes. Su compañero iba vestido de noche: un hombre atezado, rollizo, de estatura mediana, con el cabello oscuro grasiento y un rostro ovalado y cortés.

Mientras el joven Grantham se unía a ese par, yo encontré una mesa a cierta distancia de ellos. Pedí la cena y observé a mis vecinos. Había un buen surtido de uniformes en la sala, también algunos trajes y vestidos de noche, pero la mayor parte de los comensales iban con ropa ordinaria de día. Vi un par de caras que probablemente pertenecían a británicos, uno o dos griegos, unos cuantos turcos. La comida era buena y mi apetito también. Estaba ya fumando un cigarrillo con una tacita de café empalagoso cuando Grantham y el oficial grandote y rubicundo se levantaron y se alejaron. Como no me daba tiempo a pedir la cuenta y pagarla para salir tras ellos sin armar jaleo, los dejé marchar. Me concentré en mi cena y esperé hasta que el tipo oscuro y rollizo que habían dejado en el restaurante pidió la cuenta. Salí a la calle un minuto antes que él y me quedé mirando hacia la plaza apenas iluminada por las farolas, con una expresión en el rostro que pretendía remedar el papel del turista que no sabe muy bien adónde encaminar sus pasos.

Pasó a mi lado y subió por la calle embarrada con un caminar felino, cuidadoso de dónde iba poniendo los pies.

Un soldado —un hombre huesudo con zamarra y gorra de piel de oveja y bigote canoso erizado sobre unos labios grises de sonrisa despectiva— salió de un portal oscuro y detuvo al hombre atezado con palabras quejosas.

El atezado levantó manos y hombros en un gesto cargado de rabia y de sorpresa.

El soldado volvió a gimotear, pero la mueca despectiva de su boca agrisada se volvió más pronunciada todavía. La voz del rollizo sonó baja, aguda, enojada, pero una mano en la que se veía el marrón típico de los billetes de Muravia, salió del bolsillo y se acercó al soldado. El soldado se guardó el dinero, alzó una mano a modo de saludo y cruzó la calle.

Cuando el atezado dejó de mirar fijamente hacia el lugar por el que había desaparecido el soldado, me acerqué a la esquina por la que había visto desvanecerse el abrigo y la gorra. Mi soldado estaba manzana y media más allá y caminaba a grandes zancadas, con la cabeza gacha. Tenía prisa. Hice mucho ejercicio siguiéndolo. Al poco, la ciudad empezó a expandirse. Cuando más se expandía, menos me gustaba la expedición. Lo mejor es seguir a alguien a la luz del día, en el centro de una ciudad grande y conocida. Aquella era la peor manera de seguir a alguien.

Me sacó de la ciudad por una carretera flanqueada por unas pocas casas. Como yo me mantenía lo más alejado que podía, él era una leve sombra borrosa por delante de mí. Tomó una curva cerrada en la carretera. Yo aceleré hacia la curva con la intención de volver a frenar en cuanto la superara. Me apresuré tanto que casi me acabo cayendo.

El soldado apareció de pronto en plena curva, caminando hacia mí.

Una pila de leña que había en la cuneta, por detrás de mí, era el único escondrijo disponible en unos treinta metros. Hacia allí dirigí mis cortas piernas.

Los leños, apilados de manera irregular, ofrecían a un lado del montón una cavidad de un tamaño casi suficiente para albergarme. Me arrodillé en el barro y me encogí para caber ahí dentro.

El soldado apareció ante mi vista por una rendija entre dos leños. Un metal brillante relucía en una mano. Una navaja, pensé. Sin embargo, cuando se detuvo delante de mi refugio vi que era un revólver niquelado, como los de los viejos tiempos.

Se quedó quieto, mirando mi refugio y luego echó un vistazo en ambas direcciones de la carretera. Gruñó y se acercó a mí. Se me clavaban astillas en la cara de tanto pegarme a los leños. Mi arma estaba con mi porra… En mi maleta de cuero, en la habitación del hotel. ¡Qué magnífico lugar para tenerlas en ese momento! El revólver del soldado brillaba en su mano.

La lluvia empezó a salpicar la leña y el suelo. El soldado se alzó el cuello del abrigo mientras se acercaba. Ya nadie hacía eso. Un hombre que acecha a otro no hace una cosa así. No sabía que yo estaba allí. Buscaba un sitio donde esconderse. Íbamos empatados. Si me descubría, él iba armado, pero yo lo había visto antes.

La zamarra rozó la madera cuando pasó a mi lado y se agachó para situarse detrás de la pila, tan cerca de mí que a veces parecía que la misma gota de lluvia nos mojaba a los dos. Después de eso, aflojé los puños. No lo veía, pero alcanzaba a oírle respirar, rascarse, incluso canturrear.

Pasaron un par de semanas.

El barro en el que estaba arrodillado se filtraba por las perneras del pantalón y me empapaba las rodillas y las espinillas. La madera sin desbastar me rasgaba la piel cada vez que respiraba. Tenía la boca tan seca como mojadas las rodillas, porque respiraba por ella para no hacer ruido.

Un automóvil se acercó por la curva, en dirección a la ciudad. Oí un suave gruñido del soldado y luego el chasquido de su arma cuando la amartilló. El coche pasó por delante de nosotros y siguió circulando. El soldado vació los pulmones con un resoplido y empezó de nuevo a rascarse y canturrear.

Pasaron otras dos semanas.

Entre la lluvia se alzaron voces humanas, apenas audibles primero, luego más altas, bastante claras. Cuatro soldados con zamarras y gorras de piel de oveja bajaron caminando por la carretera en la misma dirección que nosotros y cuando desaparecieron al otro lado de la curva sus voces se fueron reduciendo hasta el silencio.

A lo lejos, la bocina de un coche emitió dos ladridos desagradables. El soldado soltó un gruñido que, con toda claridad, significaba: «Ya está aquí». Sus botas chapotearon en el barro y la pila de leña crujió bajo su peso. Yo no podía ver qué estaba haciendo.

Una luz blanca bailoteó por la curva de la carretera y ante nuestros ojos apareció un automóvil: un coche de motor potente que avanzaba sin prestar atención al estado resbaladizo de la carretera mojada. La lluvia, la noche y la velocidad emborronaban a los dos ocupantes, ambos sentados delante.

Por encima de mi cabeza sonó el rugido de un revólver de gran calibre. El soldado había puesto manos a la obra. El coche veloz derrapó, enloquecido por el asfalto mojado, y chirriaron los frenos.

Cuando el sexto disparo me indicó que probablemente el arma niquelada estaría ya vacía, abandoné mi agujero de un salto.

El soldado estaba apoyado en la pila de leña y aguzaba la vista bajo la lluvia para apuntar al coche, que seguía derrapando. Justo cuando lo tuve a la vista se volvió hacia mí, me apuntó con el arma y rugió una orden que no pude entender. Aposté a que el arma estaba descargada. Alcé ambas manos por encima de la cabeza, puse cara de asombro y le di una patada en la barriga.

Se encogió a mi lado, agarrado a mi pierna. Caímos los dos al suelo. Yo quedé debajo, pero él tenía la cabeza apoyada en mi muslo. Se le había caído la gorra. Lo agarré del pelo con las dos manos y tiré para conseguir sentarme. Me dio un mordisco en la pierna. Le dije una serie de cosas desagradables y le clavé los pulgares en esos huecos que hay debajo de las orejas. No hizo falta apretar mucho para enseñarle que no se muerde a la gente. Cuando alzó la cabeza para chillar, le hundí en ella el puño derecho y aproveché que aún tenía el pelo agarrado con la izquierda para tirar de la cara hacia el puño. Fue un puñetazo bien sólido.

Lo aparté de mi pierna con un empujón, me levanté, lo agarré por el cuello del abrigo y lo arrastré hacia la carretera.

La luz blanca nos bañó. Con los ojos entrecerrados conseguí ver el automóvil parado en la carretera, con los faros apuntando hacia mí y mi compañero de pelea. Un tipo grande de verde y oro entró en el haz de luz: el oficial rubicundo que había acompañado a Grantham en el restaurante. Llevaba una automática en una mano.

Se acercó a nosotros a grandes zancadas, con las piernas rígidas en sus botas altas, hizo caso omiso al soldado del suelo y me examinó atentamente con sus afilados ojitos oscuros.

—¿Británico? —preguntó.

—Americano.

Se remordió una esquina del bigote y, por decir algo, respondió:

—Sí, mejor así.

Hablaba un inglés gutural, con acento alemán.

Lionel Grantham salió del coche y se encaminó hacia nosotros. Ya no tenía la cara tan rosada.

—¿Qué pasa? —preguntó al oficial, aunque me miraba a mí.

—No lo sé —respondí—. He salido a dar un paseo después de cenar y me he desorientado. Al llegar aquí he decidido que me había equivocado de dirección. Al dar media vuelta para regresar he visto que ese tipo se metía detrás de la pila de leña. Llevaba un arma en la mano. He pensado que sería un asaltador y me he acercado de puntillas por detrás. Justo cuando llegaba a su altura ha dado un salto y ha empezado a dispararles. He llegado justo a tiempo de estropearle la puntería. ¿Es amigo suyo?

—Usted es americano —dijo el chico—. Soy Lionel Grantham. Este es el coronel Einarson. Le estamos muy agradecidos. —Frunció el ceño y miró a Einarson—. ¿Qué le parece?

El oficial se encogió de hombros y gruñó:

—Uno de mis muchachos… Ya veremos.

Y dio una patada en las costillas al que estaba en el suelo.

La patada revivió al soldado. Se sentó, rodó hasta ponerse a gatas y empezó una súplica larga y quebrada, al tiempo que tironeaba la guerrera del coronel con las manos sucias.

—¡Aj!

Einarson le obligó a retirar las manos con un golpe del cañón de su pistola en los nudillos, miró con repulsión las marcas sucias de la guerrera y bramó una orden.

El soldado se levantó de un salto, adoptó la postura de firmes y marchó hacia el automóvil. El coronel Einarson lo siguió a grandes zancadas con sus piernas rígidas y apuntando a su espalda con la automática. Grantham me tocó un brazo.

—Venga —dijo—. Le daremos las gracias como debe ser y nos conoceremos mejor, en cuanto nos hayamos ocupado de ese tipo.

El coronel Einarson ocupó el asiento del conductor, con el soldado a su lado. Grantham me esperó mientras yo buscaba el revólver del soldado. Luego montamos en el asiento trasero. El oficial me dirigió una mirada dubitativa con el rabillo del ojo, pero no dijo nada. Arrancó el coche en la dirección de la que antes procedía. Le gustaba correr y no íbamos muy lejos. Apenas empezábamos a acomodarnos en los asientos cuando el coche se metió por el portalón de un alto muro de piedra, con un centinela presentando armas a cada lado. Trazamos una semicircunferencia derrapando por una bifurcación del camino de entrada y el coche se detuvo con gran temblor ante un edificio cuadrado de paredes encaladas.

Einarson hizo avanzar al soldado a empujones por delante de él. Grantham y yo bajamos del coche. A la izquierda, asomaba bajo la lluvia el gris claro de una larga hilera de edificios bajos: barracas. Un celador barbudo vestido de verde nos abrió la puerta del edificio blanco cuadrado. Entramos. Einarson empujó al prisionero por el pequeño vestíbulo de recepción y lo hizo entrar por la puerta de un dormitorio. Grantham y yo los seguimos. El celador se detuvo en el umbral, intercambió unas cuantas palabras con Einarson y se fue, dejando la puerta cerrada.

Estábamos en un dormitorio que parecía una celda, aunque la única ventana, pequeña, no tenía barrotes. Era una habitación estrecha con las paredes y el techo encalados y pelados. El suelo de madera, tantas veces fregado con lejía que casi parecía tan blanco como las paredes, estaba también despejado. Los únicos muebles eran un catre negro de hierro, tres sillas plegables de madera y tela y una cómoda sin pintar, en cuya superficie descansaban un peine, un cepillo y unos cuantos papeles. Y nada más.

—Siéntense, caballeros —dijo Einarson, señalando las sillas de campo—. Ahora nos encargaremos de esto.

El chico y yo nos sentamos. El oficial dejó su pistola encima de la cómoda, apoyó un codo al lado de la pistola, se toqueteó una esquina del bigote con una manaza roja y grande y se dirigió al soldado. Su voz era amable y paternal. El soldado, sentado con la espalda recta en medio del suelo, contestó con un gimoteo y clavó sus ojos en los del oficial, con una mirada inexpresiva, vuelta hacia dentro.

Estuvieron hablando cinco minutos, o más. La impaciencia fue creciendo en la voz del coronel y en sus modales. El soldado mantuvo su sumisión inexpresiva. Einarson rechinó los dientes y clavó una mirada enojada en el muchacho y en mí.

—¡Menudo cerdo! —exclamó, y se puso a bramar al soldado.

El sudor inundó el rostro gris del soldado, que perdió la rigidez militar con un respingo. Einarson dejó de gritarle y rugió dos palabras hacia la puerta. La puerta se abrió y entró el celador de la barba con un látigo de piel, corto y grueso. Einarson mostró su conformidad con una inclinación de cabeza y el celador dejó el látigo junto a la automática, encima de la cómoda, y se marchó.

El soldado lloriqueó. Einarson le habló en tono seco. El soldado se encogió de hombros y empezó a desabrocharse el abrigo con dedos temblorosos, sin dejar de suplicar en todo momento con un balbuceo quejumbroso. Se quitó el abrigo, la camisa verde, la camiseta gris, los dejó caer al suelo y se quedó plantado, con su cuerpo peludo y no exactamente limpio, desnudo de cintura para arriba. Luego se puso a llorar, mientras se retorcía los dedos.

Einarson gruñó una orden. El soldado se puso firme con rigidez, las manos a los lados, de cara a nosotros, Einarson a su izquierda.

Lentamente, el coronel Einarson se quitó el cinturón, se desabrochó la guerrera, se la quitó, la plegó con cuidado y la dejó apoyada en el catre. Llevaba debajo una camisa blanca de algodón. Se arremangó hasta más arriba de los codos y cogió el látigo: «Menudo cerdo», dijo de nuevo.

Lionel Grantham se removió incómodo en la silla. Tenía la cara blanca, los ojos oscuros.

Con el codo izquierdo apoyado de nuevo en la cómoda, la mano izquierda entretenida en toquetear el extremo del bigote, los pies cruzados con indolencia, Einarson empezó a fustigar al soldado. El brazo derecho alzaba el látigo, lo bajaba con un silbido hacia la espalda del soldado, lo volvía a levantar, lo dejaba caer de nuevo. Resultaba especialmente repugnante porque no se daba prisa, ni parecía esforzarse. Tenía la intención de azotarlo hasta que le diera lo que quería y ahorraba energía para poderlo alargar tanto como hiciera falta.

Con el primer golpe desapareció el terror de los ojos del soldado. Quedaron hoscamente apagados y los labios dejaron de tironear. Aguantó los latigazos como si fuera de madera, mirando más allá de la cabeza de Grantham. También la cara del oficial había perdido toda expresión. La ira había desaparecido. No demostraba ningún placer en el ejercicio de su trabajo, ni siquiera el de aliviar sus sentimientos. Tenía el mismo aspecto de un fogonero que echa paladas de carbón al fuego, un carpintero que pule un tablón o un mecanógrafo que teclea una carta. Era un trabajo que se debía desempeñar de manera profesional, sin prisas, nerviosismos o esfuerzos malgastados, sin entusiasmo ni repulsión. Era desagradable, pero me obligó a respetar al coronel Einarson.

Lionel Grantham estaba sentado en el borde de su silla plegable, con un cerco blanco en torno a los ojos, que miraban fijamente al soldado. Ofrecí un cigarrillo al muchacho y monté una operación innecesariamente complicada para encender el mío y el suyo, con la intención de romper su concentración. Estaba contando los golpes, y eso no le convenía nada.

El látigo se curvaba al subir, silbaba al bajar, restallaba sobre la espalda desnuda: arriba, abajo, arriba, abajo. La cara rubicunda de Einarson adquirió el brillo húmedo típico del ejercicio moderado. El rostro grisáceo del soldado parecía un mazacote de masilla. Estaba de cara a Grantham y a mí. No veíamos las marcas del látigo.

Grantham dijo algo en un susurro para sí. Luego jadeó.

—¡No lo aguanto más!

Einarson no apartó la mirada de su trabajo.

—No pare ahora —murmuré—. Ya hemos llegado hasta aquí.

El chico se levantó, mareado, fue hasta la ventana, la abrió y se quedó mirando la noche lluviosa. Einarson no le prestó atención. Ahora ya cargaba más peso en cada latigazo, de pie con las piernas abiertas, un poco inclinado hacia delante, la mano izquierda en la cadera y la derecha azotando cada vez con más rapidez.

El soldado se tambaleó y un sollozo sacudió su pecho peludo. El látigo cortaba, cortaba y cortaba. Miré el reloj. Einarson llevaba cuarenta minutos dándole y parecía dispuesto a seguir toda la noche.

El soldado gimió y se volvió hacia el oficial. Einarson no redujo el ritmo de sus golpes. El látigo laceró el hombro. Pude vislumbrar su espalda: carne cruda. Einarson dijo algo en tono seco. El soldado se puso firmes otra vez y ofreció el costado izquierdo al oficial. El látigo siguió con su trabajo: arriba, abajo, arriba, abajo, arriba, abajo.

El soldado se tiró de rodillas a los pies de Einarson y soltó una súplica interrumpida por el sollozo. Einarson bajó la mirada hacia él, escuchó con atención, sosteniendo la cola del látigo en la mano izquierda, el mango todavía en la derecha. Cuando el hombre hubo terminado, Einarson hizo algunas preguntas, obtuvo respuestas, movió la cabeza en señal de asentimiento y el soldado se levantó. Einarson le apoyó una mano amistosa en el hombro, le hizo dar media vuelta, miró su espalda destrozada y le dijo algo en tono compasivo. Luego llamó al celador y le dio algunas órdenes. El soldado se agachó con un gemido, recogió su ropa y salió de la habitación detrás del celador.

Einarson soltó el látigo encima de la cómoda y fue hasta la cama para recoger su guerrera. De un bolsillo interior se le cayó al suelo un libro pequeño encuadernado en piel. Cuando lo recogió, un sucio recorte de periódico se escapó de su interior y cayó flotando a mis pies. Lo recogí para devolvérselo: según el pie de foto, en francés, era un retrato del sah de Persia.

—¡Menudo cerdo! —dijo el coronel, en referencia al soldado, no al sah, mientras se ponía y abotonaba la guerrera—. Tiene un hijo que hasta la semana pasada también formaba parte de mi tropa. Ese hijo bebe demasiado vino. Lo regañé. Es un insolente. ¿Qué clase de ejército se puede tener sin disciplina? ¡Cerdos! Derribé a ese cerdito y me sacó una navaja. ¡Aj! ¿Qué clase de ejército permite que los soldados ataquen a sus oficiales con navajas? Luego, yo mismo, personalmente, como comprenderán, terminé con ese marrano, le monté un juicio marcial y lo sentencié a veinte años de cárcel. Al cerdo mayor, su padre, no le gustó. Y entonces decide pegarme un tiro esta noche. ¡Aj! ¿Qué clase de ejército es este?

Lionel Grantham se apartó de la ventana. Había una extrema palidez en su rostro juvenil. Su mirada juvenil se avergonzaba de la palidez del rostro.

El coronel Einarson me dedicó una rígida reverencia y me soltó un discurso formal de agradecimiento por haber entorpecido la puntería del soldado —cosa que no había hecho— para salvarle la vida. Luego la conversación viró hacia mi presencia en Muravia. Les conté brevemente que había ejercido como capitán en una misión del departamento de inteligencia militar durante la guerra. Hasta ahí era cierto, pero fue la única verdad que les dije. Después de la guerra —seguía mi cuento de hadas— había decidido quedarme en Europa, me había licenciado y había deambulado de un lado a otro, dedicándome a algunos trabajos esporádicos por aquí y por allá. Fui bastante vago con la intención de transmitirles que aquellos trabajos esporádicos no habían sido siempre, o casi nunca, señoriales. Sí les di detalles más concretos, aunque todavía imaginarios, acerca de mi reciente trabajo en un sindicato francés, y admití que estaba en aquel rincón del mundo porque prefería no dejarme ver por Europa del Este durante un año, más o menos.

—Nada que merezca la cárcel —dije—, pero sí podrían incomodarme un poco. Así que me dirigí hacia la Mitteleuropa, descubrí que podía tener un contacto en Belgrado, confirmé que se trataba de una falsa alarma y bajé hasta aquí. Igual monto algo aquí. Mañana tengo una cita con el ministro de la policía. Creo que le demostraré que podría serle de utilidad.

—¿El gigante Djudakovich? —dijo Einarson con franco desprecio—. ¿Le cae bien?

—Si no trabajo, no como —respondí.

—Einarson —intervino deprisa Grantham, luego dudó y al fin dijo—: ¿No podríamos…? ¿No le parece…?

Pero no terminó.

El coronel lo miró con el ceño fruncido, vio que yo me había dado cuenta, carraspeó y se dirigió a mí con una brusca amabilidad:

—Quizá sea conveniente que no se comprometa demasiado deprisa con ese gordo ministro. Puede ser… Cabe la posibilidad de que nosotros sepamos de otro campo en el que sus capacidades podrían encontrar un uso más acorde con su gusto… Y un mayor beneficio.

Lo dejé como estaba, sin contestar que sí ni que no.

Volvimos a la ciudad en el coche del oficial. Él y Grantham se sentaron detrás. Yo iba junto al soldado que conducía. El chico y yo nos bajamos en nuestro hotel. Einarson nos dio las buenas noches y luego el soldado se lo llevó en el coche como si tuviera prisa.

—Es pronto —dijo Grantham en cuanto entramos—. Venga a mi habitación.

Pasé por la mía para lavarme el barro que había acumulado en la pila de leña y cambiarme de ropa, y luego subí con él. Tenía tres habitaciones en la planta superior, con vistas a la plaza.

Sacó una botella de whisky, un sifón, limones, puros y cigarrillos, y nos dedicamos a beber, a fumar y a hablar. Los primeros quince o veinte minutos de conversación fueron de orden superficial: comentarios sobre las aventuras de la noche, opiniones sobre Stefania, cosas por el estilo. Cada uno tenía algo que decirle al otro. Cada uno sopesó al otro antes de decirlo. Decidí jugar primero mi baza:

—El coronel Einarson nos ha engañado esta noche —dije.

—¿Nos ha engañado?

El muchacho se incorporó en el asiento y pestañeó.

—El soldado ha disparado por dinero, no por venganza.

—¿Quiere decir…? —Se quedó boquiabierto.

—Quiero decir que el hombrecillo atezado que ha cenado con vosotros ha pagado al soldado.

—¡Mahmoud! ¿Por qué? O sea… ¿Está seguro?

—Lo he visto.

Se miró los pies, arrancando la mirada de la mía con el afán de evitar que me diera cuenta de que me tomaba por mentiroso.

—Quizás el soldado haya mentido a Einarson —dijo al fin, esforzándose todavía por no demostrar que no se creía lo que le estaba diciendo—. Entiendo algo de esta lengua cuando la hablan los habitantes cultos, pero no el dialecto que hablaba el soldado, así que no sé qué ha dicho, aunque puede que mintiera, claro.

—Imposible —le dije—. Me apuesto los pantalones a que ha dicho la verdad.

Siguió mirándose los pies, luchando por mantener el rostro sereno y tranquilo. Se le escapó parte de lo que pensaba:

—Claro que tengo una deuda enorme con usted por salvarnos de…

—No es cierto. Se lo debéis a la mala puntería del soldado. Cuando yo le he saltado encima ya había vaciado el arma.

—Pero…

Me miraba con los ojos bien abiertos y si en ese momento yo me hubiera sacado una metralleta de la manga no le habría sorprendido. En aquel momento me creía culpable de todos los males posibles. Me maldije por haberme jugado los triunfos demasiado pronto. Ya solo me quedaba mostrar las cartas boca arriba.

—Mira, Lionel. Casi todo lo que os he contado a Einarson y a ti era mentira. Tu tío, el senador Walbourn, me envió aquí. Se suponía que estabas en París. Te habían mandado gran parte de tu dinero a Belgrado. El senador recelaba de algún chanchullo, no sabía si era alguna clase de juego o si alguien te estaba timando. Fui a Belgrado, te seguí la pista y luego vine aquí y me encontré con lo que me encontré. He seguido el dinero hasta dar contigo y hemos hablado. Me contrataron para eso. He terminado mi trabajo, salvo que todavía pueda hacer algo por ti.

—Nada —dijo con mucha calma—. Gracias, de todos modos. —Se levantó y bostezó—. A lo mejor nos vemos otra vez antes de que se marche.

—Ajá. —Me costó poco demostrar la misma indiferencia que él. Yo no tenía que esconder un cargamento entero de rabia—. Buenas noches.

Bajé a mi habitación, me acosté y me dormí.

A la mañana siguiente me desperté tarde y desayuné en la habitación. Estaba a medio desayunar cuando alguien llamó con los nudillos a la puerta. Un hombre robusto, ataviado con un uniforme gris arrugado y equipado con una espada corta y gruesa, entró, saludó, me entregó un sobre blanco cuadrado, miró con cara de hambre los cigarrillos americanos que había en mi mesa, aceptó uno cuando se lo ofrecí, volvió a saludar y se fue.

El sobre cuadrado llevaba mi nombre escrito con letra pequeña, sencilla y redonda, pero nada infantil. Dentro había una nota escrita con el mismo bolígrafo:

El ministro de la policía lamenta comunicarle que asuntos de su departamento le impiden recibirlo esta tarde.

Iba firmada por Romaine Frankl y llevaba una posdata:

Si le parece bien visitarme esta noche, después de las nueve, quizá le ahorre algo de tiempo.

R. F.

Debajo había una dirección.

Guardé la nota en el bolsillo y dije:

—Adelante.

Porque alguien volvía a llamar a la puerta.

Entró Lionel Grantham. Tenía la cara pálida y seria.

—Buenos días —dije, esforzándome por sonar animoso e informal, como si no concediera ninguna importancia a la pelea de la noche anterior—. ¿Ya ha desayunado? Siéntese y…

—Ah, sí, gracias. Ya he comido algo. —Su bello rostro rojizo se estaba sonrojando—. En cuanto a lo de anoche, estuve…

—¡Olvídelo! A nadie le gusta que se metan en sus asuntos.

—Muy bondadoso por su parte —dijo, mientras meneaba el sombrero entre las manos. Carraspeó—: Dijo que… Eh, que si podía me ayudaría.

—Sí. Y lo haré. Siéntese.

Se sentó, tosió, se pasó la lengua por los labios.

—¿Ha contado a alguien lo que pasó anoche con el soldado?

—No —respondí.

—¿No se lo va a decir a nadie?

—¿Por qué?

Miró los restos de mi desayuno y no contestó. Encendí un cigarrillo para acompañar el café y esperé. Se removió incómodo en la silla y, sin alzar la mirada, preguntó:

—¿Sabe que anoche mataron a Mahmoud?

—¿El hombre que estuvo en el restaurante contigo y con Einarson?

—Sí. Le dispararon delante de su casa poco después de la medianoche.

—¿Einarson?

El chico dio un bote.

—¡No! —exclamó—. ¿Por qué dice eso?

—Einarson sabía que Mahmoud había pagado al soldado para que lo liquidara y por eso se cargó a Mahmoud, o hizo que alguien se lo cargara. ¿Le contaste lo que te dije anoche?

—No. —Se sonrojó—. Da vergüenza que tu propia familia mande alguien a vigilarte.

Hice una adivinanza:

—Te dijo que me ofrecieras el trabajo del que hablaba anoche y que me aconsejaras no hablar del soldado, ¿verdad?

—S-s-sí.

—Adelante, pues, ofrécemelo.

—Pero es que él no sabe que usted…

—Y entonces, ¿qué vas a hacer? —le pregunté—. Si no me lo ofreces tendrás que contarle por qué.

—Ay, Dios, qué lío —dijo, cansado, apoyando los codos en las rodillas y la cara entre las manos para lanzarme la mirada agobiada propia de un muchacho que acaba de descubrir que la vida es demasiado complicada.

Ya estaba listo para una charla. Le sonreí, me terminé el café y esperé.

—Ya sabe que no me va a llevar a casa con un tirón de orejas —dijo, en un arrebato de desafío más bien infantil.

—Ya sabes que no lo voy ni a intentar —lo tranquilicé.

Después de eso, un poco más de silencio. Yo fumaba y él se sujetaba la cabeza y cavilaba. Al cabo de un rato se removió en la silla, irguió la espalda con rigidez y su cara adquirió, desde el cuello hasta el cabello, un tono perfectamente encarnado.

—Le voy a pedir ayuda —dijo, haciendo ver que no se daba cuenta de que se había sonrojado—. Le voy a contar toda esta tontería. Si se ríe… No se reirá, ¿verdad?

—Si es divertido, puede que sí, pero eso no me impedirá ayudarte.

—¡Eso, ríase! ¡Es una tontería! ¡Debería reírse! —Respiró hondo—. ¿Alguna vez ha pensado que le gustaría ser…? —Se detuvo, me miró con una timidez desesperada, recuperó la compostura y casi gritó la última palabra—: ¿Rey?

—Quizá. Se me han ocurrido muchas cosas que quisiera ser y quizás esa fuera una de ellas.

—Conocí a Mahmoud en un baile de la embajada en Constantinopla —se abalanzó a contar la historia, soltando las palabras deprisa, como si estuviera encantado de deshacerse de ellas—. Era el secretario del presidente Semich. Nos llevamos bastante bien, aunque tampoco es que me cayera especialmente bien. Me convenció para que viniese con él y me presentó al coronel Einarson. Y entonces ellos… La verdad es que no cabe ninguna duda de que el país tiene un pésimo gobierno. Si no, nunca me hubiera metido en esto.

»Se estaba preparando una revolución. El hombre que debía liderarla acababa de morir. También contaba con la desventaja de la falta de dinero. Créame: la vanidad no fue lo único que me hizo meterme en esta historia. Creía, y sigo creyendo, que iba a ser, que será, por el bien del país. Lo que me ofrecieron fue que financiara la revolución a cambio de nombrarme rey.

»Espere. Sabe Dios que es un mal asunto, pero no lo considere más estúpido de lo que es. La cantidad de dinero que yo tengo sirve para mucho en un país pequeño y empobrecido como este. Y además, con un gobernante americano al país le resultaría más fácil pedir prestado en Estados Unidos y en Europa, o así debería ser. Y luego está el punto de vista político. Muravia está rodeada de cuatro países y cualquiera de ellos tiene la fuerza suficiente para anexionársela cuando quiera. Ha conservado la independencia hasta ahora tan solo por los celos entre sus vecinos más fuertes y porque no tiene salida al mar.

»En cambio, con un gobernante americano, y con el arreglo de créditos en Estados Unidos y en Europa para que invirtieran aquí su capital, esa situación cambiaría. Muravia tendría una posición más fuerte y al menos dispondría de mejores argumentos para reclamar la amistad de otros países más poderosos. Eso bastaría para que sus vecinos se anduvieran con cuidado.

»A los albaneses, poco después de la Primera Guerra Mundial, se les ocurrió lo mismo y ofrecieron la corona a uno de los Bonaparte más ricos de Estados Unidos. Él no quiso. Era un hombre mayor y ya había tenido su carrera. Yo sí quise mi oportunidad cuando se terció. Ha habido… —Parte de la vergüenza que había ido perdiendo a medida que hablaba regresó ahora—. Ha habido algunos reyes entre los antepasados Grantham. Descendemos de James Cuarto de Escocia. Yo quería… Me gustaba pensar que así llevaba el linaje de regreso a la monarquía.

»No planeábamos una revolución violenta. Einarson maneja el ejército. Solo teníamos que recurrir a él para forzar a los diputados, a los que todavía no estaban con nosotros, a cambiar la forma de gobierno y elegirme rey. Mi linaje lo haría más fácil que si el candidato fuera alguien sin sangre real. Me daría una cierta prestancia pese…, pese a mi juventud. Además, la gente quiere verdaderamente un rey, sobre todo los campesinos. Creen que no merecen considerarse una nación si no hay un rey. Un presidente no significa nada para ellos, es un hombre ordinario como cualquiera de ellos. Así que, ya lo ve, yo… Era… ¡Adelante, ríase! Ya ha oído lo suficiente para entender lo estúpido que es. —La voz sonaba aguda, como un chillido—. ¡Ríase! ¿Por qué no se ríe?

—¿Para qué? —pregunté—. Es una locura, lo sabe Dios, pero no es estúpido. Te falla el razonamiento, pero eres atrevido. Lo has contado como si ya estuviera todo muerto y rematado. ¿Ha fallado el plan?

—No, no ha fallado —dijo lentamente, con el ceño fruncido—, pero yo siempre creo que sí. La muerte de Mahmoud no debería cambiar las cosas, pero a mí me da la sensación de que se ha terminado.

—¿Has metido mucho dinero?

—Eso no me importa. Pero… Bueno, supongamos que la prensa estadounidense se entera de esta historia, como probablemente ocurrirá. Ya sabe cómo la ridiculizarían. Y entonces se enterarán los demás: mi madre y mi tío, y la agencia fiduciaria. No haré ver que no me da vergüenza enfrentarme a ellos. Y luego… —Se le puso la cara de un rojo brillante—. Y luego está Valeska, la señorita Radnjak. Su padre iba a liderar la revolución. Y la lideró hasta que… Hasta que lo mataron. Es… No hay bien que ella no merezca. —Eso lo dijo en un tono de asombro particularmente idiotizado—. Pero yo tenía la esperanza de que al ocuparme de la obra de su padre, si podía ofrecerle algo aparte del dinero, si hacía algo, si me ganaba un lugar, entonces quizá, no sé…

—Ajá —dije.

—¿Qué voy a hacer? —preguntó, con ansiedad—. No puedo huir. Tengo que llegar hasta el final por ella y por respetarme a mí mismo. Pero me da la sensación de que esto se ha terminado. Se ofreció a ayudarme. Ayúdeme. ¡Dígame qué debo hacer!

—¿Harás lo que te diga… si te prometo que saldrás con la cara alta? —le pregunté, como si la dirección de descendientes millonarios de monarcas escoceses en medio de tramas balcánicas fuera algo consabido para mí, mera rutina de mi trabajo diario.

—¡Sí!

—¿Cuál es el siguiente paso en el programa de la revolución?

—Esta noche hay una reunión. Se supone que usted vendrá conmigo.

—¿A qué hora?

—Medianoche.

—Nos veremos aquí a las once y media. ¿Qué se supone que sé?

—Yo le tenía que contar la trama y ofrecerle los atractivos necesarios para hacerle participar. No había ningún acuerdo definitivo sobre si debía contarle más o menos.

Esa noche, a las nueve y media, un taxi me dejó delante de la dirección que me había dado en su nota la secretaria del ministro de la policía. Era una casa pequeña, de dos pisos, en una calle mal pavimentada, en el extremo oriental de la ciudad. Una mujer de mediana edad con ropas muy limpias y almidonadas que no le caían bien me abrió la puerta. Aún no había dicho palabra cuando Romaine Frankl, con un vestido de satén rosa sin mangas, apareció flotando por detrás de la mujer, sonrió y me tendió una manita.

—No sabía si iba a venir —dijo.

—¿Por qué? —pregunté.

Mientras la criada cerraba la puerta y se hacía cargo de mi abrigo y mi sombrero, me aseguré de aparentar que me sorprendía la mera posibilidad de que algún hombre pudiera ignorar una invitación suya.

Estábamos de pie en una habitación empapelada con un color rosa apagado y acabada con alfombras y decoraciones de riqueza oriental. Allí solo había una nota discordante: un inmenso sillón de piel.

—Vayamos arriba —propuso la chica. Se dirigió a la criada con palabras que no significaban nada para mí, salvo por el nombre de Marya—. ¿O tal vez prefiera vino en vez de cerveza? —me preguntó, volviendo al inglés.

Le dije que no y subimos al piso de arriba; ella iba delante con aquella sensación de levedad sin esfuerzo, como si alguien la moviera. Me hizo entrar en una sala negra, blanca y gris, delicadamente decorada con la menor cantidad de piezas posible. Solo la presencia de otro de esos grandes sillones acolchados quebraba una atmósfera que de otro modo hubiera resultado absolutamente femenina.

La chica se sentó en un diván gris y apartó una pila de revistas francesas y austríacas para hacerme un sitio a su lado. Por una puerta abierta alcancé a ver el pie pintado de una cama española, un pequeño fragmento de colcha morada y la mitad de una ventana con cortinas moradas.

—Su Excelencia lamenta profundamente… —empezó a hablar, pero se interrumpió.

Yo estaba mirando, aunque con disimulo, el gran sillón de piel. Como sabía que ella se había interrumpido porque lo estaba mirando, seguí haciéndolo.

—Vasilije —dijo, con más énfasis del que en verdad era necesario— lamenta haber tenido que posponer la cita de esta tarde. El asesinato del secretario del presidente… ¿Se había enterado? Nos ha obligado a dejar de lado cualquier otro asunto de momento.

—Ah, sí, el tipo ese, Mahmoud… —dije, apartando lentamente mis ojos del sillón de piel para posarlos en ella—. ¿Ya saben quién lo mató?

Sus ojos —negro contorno sobre centro negro— parecían estudiarme desde lejos mientras meneaba la cabeza, agitando unos rizos casi negros.

—Probablemente, Einarson —dije.

—Veo que no se ha aburrido.

Cuando sonreía, los párpados inferiores se alzaban un poco y parecía que guiñara los ojos.

Llegó Marya, la sirvienta, con vino y fruta, lo dejó en una mesita junto al diván y se marchó. La chica sirvió el vino y me ofreció cigarrillos en una pitillera de plata. Los rechacé para sacar uno de los míos. Ella fumaba cigarrillos egipcios de tamaño extra, grandes como puros. Acentuaban la pequeñez de su cara y de su mano; tal vez los escogiera por esa misma razón.

—¿Qué clase de revolución es esa que le han vendido a mi chico? —pregunté.

—Una muy bonita, hasta que se murió.

—¿Y cómo se murió?

—Pues… ¿Conoce algo de nuestra historia?

—No.

—Bueno, Muravia nació a resultas del miedo y los celos de cuatro países. Los veinte o veinticinco mil kilómetros cuadrados que conforman su territorio no son muy valiosos como tierra. Hay pocas cosas aquí que quisieran específicamente esos cuatro países, pero nunca podían ponerse tres de acuerdo para permitir que el otro se lo quedara. La única manera de arreglar el asunto fue convertirlo en un país separado. Eso se hizo en 1923.

»El doctor Semich fue el primer presidente, elegido para un mandato de diez años. No es un estadista, ni un político, y nunca lo será. Pero como era el único nativo conocido fuera de su ciudad, pareció que su elección daría algo de prestigio al país. Además, era un honor adecuado para el único gran hombre de Muravia. Se suponía que tan solo sería una figura decorativa. El verdadero gobierno correría a cargo del general Danilo Radnjak, vicepresidente electo, cargo que aquí equivale al de primer ministro. El general Radnjak era un hombre capaz. El ejército lo adoraba, los campesinos confiaban en él y nuestra bourgeoisie sabía que era honrado, conservador, inteligente y tan buen administrador para los negocios como para el ejército.

»El doctor Semich es un anciano apacible, un estudioso sin el menor conocimiento de los asuntos mundanos. Le contaré algo para que lo entienda: es probablemente el mayor bacteriólogo vivo, pero si intima con él le dirá que no cree que la bacteriología tenga ningún valor. “La humanidad ha de aprender a vivir con las bacterias como amigas”, suele decir. “Nuestros cuerpos han de adaptarse a las enfermedades, de modo que habrá poca diferencia entre tener tuberculosis, por ejemplo, o no tenerla. En eso consiste la victoria. Eso de hacerle la guerra a las bacterias es inútil. Inútil, pero interesante. Por eso lo hacemos. Nuestros jugueteos en los laboratorios son completamente inútiles, pero nos divierten”.

»Bueno, cuando ese delicioso viejo soñador fue honrado por sus paisanos con la presidencia, se lo tomó de la peor manera posible. Decidió demostrar su gratitud cerrando su laboratorio y aplicándose en cuerpo y alma a dirigir el gobierno. Durante un tiempo consiguió controlar la situación y todo salió bien.

»Sin embargo, Mahmoud tenía sus propios planes. Era el secretario del doctor Semich y gozaba de su confianza. Empezó a llamar la atención del presidente a propósito de ciertas injerencias por parte de Radnjak con los poderes presidenciales. En su intento de alejar del control a Mahmoud, Radnjak cometió un error terrible. Fue a ver al doctor Semich y le dijo con toda franqueza y sinceridad que nadie esperaba que él, el presidente, dedicase tanto tiempo al gobierno ejecutivo y que la intención de sus compatriotas había sido ofrecerle el honor de la primera presidencia, no sus obligaciones.

»Radnjak había caído en el juego de Mahmoud: el secretario se convirtió en el verdadero gobernador. El doctor Semich se convenció por completo de que Radnjak pretendía despojarle de su autoridad y desde aquel día lo tuvo maniatado. El doctor Semich insistió en controlar personalmente todos los detalles del gobierno, lo cual implicaba que los controlara Mahmoud, pues el presidente seguía sabiendo tan poco de cuestiones de estado como al llegar al cargo. El doctor Semich consideraba que cualquier ciudadano insatisfecho era compañero de conspiración de Radnjak. Cuanto más criticaban a Mahmoud en la cámara de diputados, más fe ponía en él el doctor Semich. El año pasado la situación se volvió intolerable y empezó a gestarse la revolución.

»La dirigía Radnjak, por supuesto, y al menos el noventa por ciento de los hombres influyentes de Muravia participaban en ella. La actitud del pueblo en su conjunto es difícil de juzgar. Son sobre todo campesinos, pequeños terratenientes que solo quieren que se les deje en paz. Pero no cabe duda de que preferirían tener un rey que un presidente, así que decidimos cambiar el modelo para complacerlos. El ejército, que idolatraba a Radnjak, también estaba en el ajo. La revolución maduraba lentamente. El general Radnjak era un hombre cauto y cuidadoso y, como no estamos en un país rico, no había mucho dinero disponible.

»Dos meses antes de la fecha fijada para el estallido, Radnjak murió asesinado. La revolución se hizo añicos, se escindió en media docena de facciones. No había otro hombre con la fuerza suficiente para mantener la unión. Algunos de esos grupos siguen reuniéndose para conspirar, pero no tienen influencia general, ni un verdadero propósito. Y esa es la revolución que se ha vendido a Lionel Grantham. Tendremos más información dentro de uno o dos días, pero lo que sabemos de momento es que Mahmoud, que pasó un mes de vacaciones en Constantinopla, regresó aquí con Grantham y unió sus esfuerzos con Einarson para estafar al muchacho.

»Mahmoud era totalmente ajeno a la revolución, claro, pues esta se realizaba en su contra. Pero Einarson había participado con su superior, Radnjak. Desde la muerte de este, Einarson había triunfado en la tarea de adjudicarse buena parte de la lealtad que los soldados sentían por el general muerto. No adoran al islandés como a Radnjak, pero Einarson es espectacular, teatral, tiene todas las cualidades que la gente sencilla quiere ver en sus líderes. Así que Einarson tenía el ejército y el suficiente control de la maquinaria de la revolución muerta para impresionar a Grantham. Y estaba dispuesto a hacerlo por dinero. Entonces él y Mahmoud montaron un espectáculo para su chico. También usaron a Valeska Radnjak, la hija del general. Creo que a ella también la engañaron. Tengo entendido que el chico y ella planean convertirse en rey y reina. ¿Cuánto ha invertido en esta farsa?

—Puede que algo así como tres millones de dólares norteamericanos.

Romaine Frankl soltó un suave silbido y sirvió más vino.

—¿Y qué postura mantenía el ministro de la policía mientras estuvo viva la revolución? —pregunté.

—Vasilije —contestó, intercalando un sorbo de vino entre sus palabras— es un hombre peculiar, un tipo original. Lo único que le interesa es su comodidad. Para él, comodidad significa una cantidad enorme de comida y bebida, al menos dieciséis horas de sueño al día y no tener que moverse demasiado durante las ocho que pasa despierto. Aparte de eso, nada le importa. Para conservar esa comodidad, ha hecho de la policía un departamento modélico. Tienen que hacer su trabajo con limpieza y suavidad. Si no, los delitos quedan sin castigar, la gente se queja y las quejas podrían molestar a Su Excelencia. Incluso podría verse obligado a acortar su siesta para atender alguna conferencia, o una reunión. Y eso no puede ser. Así que insiste en tener una organización que reduzca el crimen a la mínima cantidad posible y atrape a los perpetradores de esa cantidad mínima. Y lo consigue.

—¿Atrapó al asesino de Radnjak?

—Muerto por resistirse al arresto diez minutos después del asesinato.

—¿Era un hombre de Mahmoud?

La chica vació la copa y me miró con cara seria, aunque el párpado inferior se empeñara en colar un guiño bajo su ceño fruncido.

—No se le da nada mal esto —dijo lentamente—, pero ahora me toca preguntar a mí: ¿por qué ha dicho que Einarson mató a Mahmoud?

—Einarson sabía que Mahmoud había intentado matarlo a tiros a él y a Grantham esa misma noche.

—¿De veras?

—Yo mismo vi a Mahmoud entregar dinero a un soldado que luego preparó una emboscada para Einarson y Grantham, pero sus seis disparos fallaron.

Chocó una uña contra los dientes.

—No parece propio de Mahmoud —objetó— que lo vean pagando por un asesinato.

—Puede que no —convine—. Pero supongamos que su asesino decidiera que quería más dinero, o quizá solo hubiese cobrado una parte. ¿Habría una manera mejor de obtener el dinero que aparecer de repente y pedírselo por la calle, unos minutos antes de la hora establecida para dar el golpe?

Ella asintió y habló como si pensara en voz alta:

—Entonces, ya tienen todo lo que esperaban obtener de Grantham y cada uno de los dos pensaba cargarse al otro para quedarse con todo.

—En lo que se equivoca —le dije— es en la idea de que la revolución ha muerto.

—Pero Mahmoud no se plantearía la posibilidad de apartarse del poder ni siquiera por tres millones de dólares.

—¡Cierto! Mahmoud creía que estaban montando un numerito para el chico. Cuando descubrió que no era un numerito, que Einarson iba en serio, intentó hacer que se lo cargaran.

—Quizá —la mujer encogió sus suaves hombros descubiertos—. Pero es una suposición.

—¿Sí? Einarson lleva una foto del sah de Persia. Esta gastada, como si la hubiera toqueteado mucho. El sah de Persia es un soldado ruso que se presentó allí después de la guerra, fue ascendiendo hasta que tuvo al ejército en sus manos, se convirtió en dictador y luego en sah. Corríjame si me equivoco. Einarson es un soldado islandés que llegó aquí después de la guerra y ha ido ascendiendo hasta tener al ejército en sus manos. Si lleva consigo la foto del sah y la mira tan a menudo que la tiene ya gastada de tanto toquetearla, ¿significa que tiene la esperanza de seguir su ejemplo? ¿O no?

Romaine Frankl se levantó y se puso a dar vueltas por la habitación, moviendo una silla unos pocos centímetros por aquí, recolocando un adorno por allá, sacudiendo los pliegues de una cortina, desplazándose de un lado a otro con esa apariencia suya de ir en volandas de alguien: una pequeñaja elegante de satén rosa.

Se detuvo delante de un espejo, se movió un poco hacia un lado para poderme ver reflejado en él y se ahuecó los rizos mientras, en tono casi ausente, decía:

—Muy bien, pues Einarson quiere una revolución. ¿Qué va a hacer su chico?

—Lo que yo le diga.

—¿Qué le va a decir?

—Lo que se pague mejor. Quiero llevarlo a casa con todo su dinero.

Ella se apartó del espejo, se acercó a mí, me alborotó el pelo, me dio un beso en la boca, se sentó en mi regazo y sostuvo mi cara entre sus manos, pequeñas y calientes.

—¡Dame una revolución, hombre simpático! —La excitación le oscurecía los ojos, daba profundidad a su voz, risas a la boca y temblores al cuerpo—. Detesto a Einarson. Úsalo, húndelo para mí. ¡Pero dame una revolución!

Me reí, la besé y le di la vuelta en mi regazo para que su cabeza quedara apoyada en mi hombro.

—Ya veremos —prometí—. Me voy a reunir con ellos a medianoche. A lo mejor me entero entonces.

—¿Volverás después de esa reunión?

—¡Intenta impedírmelo!

Volví al hotel a las once y media, cargué mis bolsillos con arma y porra y subí a la suite de Grantham. Estaba solo, pero me dijo que esperaba a Einarson. Parecía encantado de verme.

—Dime una cosa. ¿Mahmoud iba a las reuniones? —pregunté.

—No. Su papel en la revolución era secreto incluso para la mayoría de los participantes. Había razones por las que no podía figurar.

—Las había. La principal era que todo el mundo sabía que no le gustaban las revueltas, que lo único que le interesaba era el dinero.

Grantham se mordisqueó el labio inferior y dijo:

—¡Ay, Dios, qué lío!

Llegó el coronel Einarson, con traje de noche pero con pinta de soldado, de hombre de acción. Su apretón de manos fue más fuerte de lo necesario. Sus ojillos oscuros, duros y brillantes.

—¿Listos, caballeros? —se dirigía al muchacho y a mí como si fuéramos una multitud—. ¡Excelente! Vayámonos, entonces. Esta noche habrá dificultades. Mahmoud ha muerto. Algunos de nuestros amigos preguntarán: ¿y ahora para qué hay que hacer la revolución? ¡Aj! —Se dio unos tirones de la punta del bigote largo—. Yo les contestaré. Buena gente, nuestros compadres, pero abonados a la timidez. Con un liderazgo eficaz, no hay timidez. ¡Ya verán!

Y se volvió a tirar del bigote. Aquel caballero militar parecía sentirse napoleónico esa noche. Sin embargo, no lo desprecié como si fuera un revolucionario de opereta: recordaba lo que le había hecho al soldado.

Dejamos el hotel, nos metimos en un coche, recorrimos siete manzanas y entramos en un pequeño hotel de una calle secundaria. El conserje se dobló en una reverencia al abrirle la puerta a Einarson. Grantham y yo seguimos al oficial escaleras arriba y luego hasta un recibidor en penumbra. Salió un gordo grasiento cincuentón a recibirnos con grandes reverencias y cloqueos. Einarson me lo presentó: el propietario del hotel. Nos llevó a una sala de techos bajos, en la que unos treinta o cuarenta hombres se pusieron en pie y nos miraron entre el humo del tabaco.

Einarson me presentó a la banda con un discurso breve y muy formal que no pude entender. Agaché la cabeza y busqué asiento al lado de Grantham. Einarson se sentó al otro lado del muchacho. Todos los demás volvieron a sentarse, sin seguir un orden especial.

El coronel Einarson se alisó el bigote y empezó a hablar con unos y con otros, gritando por encima del clamor de otras voces cuando se hacía necesario. En voz baja, Lionel Grantham me iba señalando a los conspiradores más importantes: una docena o más de miembros de la cámara de diputados, un banquero, un hermano del ministro de economía (supuestamente en representación del gobernante), media docena de oficiales (todos en ropa de civil esa noche) tres profesores de la universidad, el presidente de un sindicato, el editor de un periódico y su director, el secretario de un club de estudiantes, un político de provincias y un puñado de pequeños empresarios.

El banquero, un gordo de sesenta años con bigotes blancos, se levantó y empezó un discurso mirando intensamente a Einarson. Hablaba con decisión, en tono suave pero con un leve deje de desafío. El coronel no le dejó llegar muy lejos.

—¡Aj! —ladró, dando unos pasos atrás.

Ninguna de las palabras que añadió tenía significado para mí, pero arrebataron el color rosado de las mejillas del banquero y provocaron miradas de incomodidad en cuantos nos rodeaban.

—Lo quieren cancelar —me susurró al oído Grantham—. Ahora no querrán seguir adelante. Yo sé que no.

La reunión se endureció. Había mucha gente gritando a la vez, pero nadie conseguía imponerse al bramido de Einarson. Todo el mundo estaba de pie, con la cara muy roja, o bien muy blanca. Se agitaban puños, dedos, cabezas. El hermano del ministro de economía —un hombre esbelto, vestido con elegancia y dotado de una cara grande e inteligente— se quitó las gafas con tal violencia que se le partieron por la mitad, gritó unas cuantas palabras a Einarson, se dio media vuelta sobre los talones y caminó hasta la puerta.

La abrió de un tirón y se detuvo.

El pasillo estaba lleno de uniformes verdes. Había soldados apoyados en la pared, acuclillados en el suelo, de pie formando grupitos. No llevaban armas, solo las bayonetas, envainadas en el costado. El hermano del ministro de economía se quedó muy quieto junto a la puerta, mirando a los soldados.

Un hombre grande, de barba marrón y piel oscura, con ropa áspera y botas gruesas, miró con los ojos enrojecidos a los soldados y luego a Einarson, antes de dar dos grandes zancadas hacia el coronel. Era el político de provincias. Einarson resopló y dio un paso adelante para salir a su encuentro. Los que estaban entre los dos se apartaron.

Einarson rugió y el provinciano rugió. Einarson hizo más ruido, pero el campesino no lo consideró razón para detenerse.

El coronel Einarson exclamó:

—¡Aj!

Y escupió al campesino en la cara.

El campesino se tambaleó haca atrás y metió una de sus manazas por dentro del abrigo marrón. Yo esquivé a Einarson y hundí el cañón de mi arma en las costillas del campesino.

Einarson se echó a reír e hizo entrar a dos soldados en la sala. Entre los dos agarraron al político por los brazos y se lo llevaron. Alguien cerró la puerta. Todo el mundo se sentó. Einarson pronunció otro discurso. Nadie lo interrumpió. El banquero de los bigotes blancos pronunció otro discurso. El hermano del ministro de economía se levantó para decir media docena de palabras educadas, mirando a Einarson con cara de miope y sosteniendo una mitad de sus gafas rotas en cada una de sus delgadas manos. Grantham, a petición de Einarson, se levantó y habló. Todo el mundo escuchó con mucho respeto.

Einarson volvió a hablar. Todo el mundo se puso nervioso. Todo el mundo se puso a hablar a la vez. Así siguieron mucho rato. Grantham me explicó que la revolución iba a empezar en la madrugada del jueves (en aquel momento entrábamos en la del miércoles) y que estaban discutiendo los detalles por última vez. Me pareció que nadie se iba a enterar de ningún detalle con aquel jaleo. Siguieron hasta las tres y media. El último par de horas me lo pasé adormilado en una silla pegada a la pared, en una esquina.

Grantham y yo regresamos andando al hotel después de la reunión. Me dijo dónde nos íbamos a reunir en la plaza a las cuatro, en la madrugada siguiente. A las seis saldría el sol y para entonces ya nos habríamos apoderado de los edificios del gobierno, del presidente y de casi todos los oficiales y diputados que no estaban de nuestro lado. Se celebraría una reunión en la cámara de diputados, bajo la vigilancia de las tropas de Einarson, y todo se haría con la mayor rapidez y normalidad posible.

Yo tenía que acompañar a Grantham como una especie de guardaespaldas, lo cual significaba, supuse, que los dos debíamos interferir lo mínimo posible. Ya me parecía bien.

Dejé a Grantham en la quinta planta, bajé a mi habitación, me eché un poco de agua fría en la cara y en las manos y volví a salir del hotel. Como no había ninguna posibilidad de conseguir un taxi a esas horas, eché a andar hacia casa de Romaine Frankl. Por el camino tuve alguna aventura.

El viento me soplaba en la cara mientras caminaba. Me detuve y le di la espalda para encender un cigarrillo. Calle abajo, una sombra se escondió en la penumbra de un edificio. Me estaban siguiendo, y no con demasiada habilidad. Terminé de encender el cigarrillo y seguí mi camino hasta que llegué a una calle secundaria suficientemente oscura. La tomé y me detuve en un portal sin iluminar.

Dobló la esquina un hombre resoplando. Mi primer golpe falló: la porra quedó corta y le dio en la mejilla. El segundo le alcanzó bien detrás de la oreja. Lo dejé durmiendo y me fui a casa de Romaine Frankl.

Marya, la criada, me abrió la puerta con una bata lanuda de color gris y me mandó a la habitación negra, blanca y gris, donde la secretaria del ministro, todavía con su vestido rosa, descansaba entre los cojines del diván. Un cenicero lleno de colillas mostraba en qué había ocupado el tiempo.

—¿Y? —preguntó mientras yo me acercaba para tomar asiento a su lado.

—El jueves a las cuatro empezamos la revolución.

—Sabía que lo conseguirías —dijo, al tiempo que me daba unas palmaditas en la mano.

—Ha salido solo, aunque durante unos minutos para evitarlo me hubiera bastado con tumbar al coronel de un golpe detrás de la oreja y dejar que los demás lo descuartizaran. Eso me recuerda algo: alguien ha contratado a un hombre para que intentara seguirme hasta aquí.

—¿Qué clase de hombre?

—Bajo, gordito, cuarentón… Más o menos de la misma edad y el mismo tamaño que yo.

—Pero ¿no lo ha conseguido?

—Lo he noqueado y lo he dejado ahí durmiendo.

Se rio y me tiró de una oreja.

—Era Gopchek, nuestro mejor detective. Estará furioso.

—Bueno, pues no me pongas a ninguno más. Puedes decirle que lamento haber tenido que pegarle dos veces, pero ha sido por su culpa. La primera vez no tenía que haber echado la cabeza atrás.

Ella se echó a reír, luego frunció el ceño y al fin optó por una expresión que conservaba la mirada de cada estado de ánimo.

—Cuéntame la reunión —ordenó.

Le conté lo que sabía. Cuando hubo terminado tiró de mi cabeza hacia abajo para besarme y luego la retuvo para susurrarme:

—Sí que te fías de mí, ¿no, querido?

—Sí. Tanto como tú de mí.

—Eso es mucho menos de lo necesario —dijo, apartándome la cabeza de un empujón.

Entró Marya con una bandeja de comida. Arrastramos la mesa para dejarla delante del diván y comimos.

—No te acabo de entender —dijo Romaine mientras devoraba un espárrago triguero—. Si no te fías de mí, ¿por qué me cuentas todo eso? Que yo sepa, no me has mentido demasiado. ¿Por qué habrías de contarme la verdad si no te merezco ninguna confianza?

—Mi naturaleza vulnerable —expliqué—. Estoy tan abrumado por tu belleza y tus encantos que no te puedo negar nada.

—¡No hagas eso! —exclamó, seria de repente—. He capitalizado esa belleza y esos encantos en países de medio mundo. Nunca vuelvas a decirme algo así. Me duele porque… Porque… —Apartó el plato, hizo ademán de coger un cigarrillo, dejó el brazo detenido en el aire y me clavó una mirada incómoda—. Te amo —dijo.

Tomé la mano que pendía en el aire, besé la palma y pregunté:

—¿Me quieres más que a nada en el mundo?

Ella retiró la mano.

—¿Eres contable? —preguntó—. ¿Has de tener cantidades, pesos y medidas para todo?

Le sonreí y traté de seguir comiendo. Al principio tenía hambre. Ahora, pese a que apenas había tragado un par de bocados, estaba desganado. Intenté fingir que conservaba aún el hambre perdida, pero no pudo ser. La comida no quería ser tragada. Renuncié a intentarlo y encendí un cigarrillo.

Ella agitó con la mano izquierda el humo que se alzaba entre los dos.

—No te fías de mí —insistió—. Entonces, ¿por qué te pones en mis manos?

—¿Por qué no? Puedes hacer que fracase la revolución. A mí no me importa. No es mi fiesta y su fracaso no me imposibilitaría sacar al chico del país con su dinero.

—¿No te importa la cárcel? ¿Una ejecución, quizá?

—Correré el riesgo —respondí.

Sin embargo, lo que estaba pensando era que, si después de veinte años de conspirar y tramar en grandes ciudades me dejaba atrapar en aquel pueblecito de montaña, me merecería todo lo que me ocurriese.

—¿Y no sientes nada por mí?

—No seas ridícula. —Señalé con el cigarrillo toda la comida intacta—. No he comido nada desde las ocho de la tarde de ayer.

Se echó a reír, me tapó la boca con una mano y dijo:

—Lo entiendo. Me amas, pero no tanto como para permitir que interfiera en tus planes. No me gusta. Es afeminado.

—¿Te vas a apuntar a la revolución? —pregunté.

—No pienso correr por las calles tirando bombas, si te refieres a eso.

—¿Y Djudakovich?

—Duerme hasta las once de la mañana. Si empezáis a las cuatro, tenéis siete horas antes de que se despierte. —Lo dijo con una seriedad absoluta—. Acabadlo a tiempo. Si no, él podría decidir ponerle fin.

—¿Sí? Tenía la sensación de que él quería la revolución.

—Lo único que quiere Vasilije es paz y comodidad.

—Pero escúchame, querida —protesté—. Si tu Vasilije es bueno de verdad, será inevitable que se entere antes de tiempo. Einarson y su ejército son la revolución. Esos banqueros y diputados y todos los demás que van con él para dar al grupo una pinta de responsabilidad son como los conspiradores de las películas. ¡Míralos! Celebran sus reuniones a medianoche y hacen otras tonterías por el estilo. Ahora que están apuntados a algo de verdad no serán capaces de impedir que corra la voz. Se pasarán el día de un lado a otro, temblando y susurrando juntos en cada esquina.

—Llevan meses haciéndolo —dijo ella—. Nadie les presta la menor atención. Y te prometo que Vasilije no oirá nada nuevo. Desde luego, yo no se lo diré y él nunca escucha nada que digan los demás.

—De acuerdo. —No tenía tan claro que estuviera de acuerdo, pero tal vez sí—. Entonces, ¿si el ejército sigue a Einarson esto va a funcionar?

—Sí, y el ejército lo seguirá.

—Y luego, cuando se termine, ¿empezará nuestro trabajo?

Frotó una escama de ceniza del cigarrillo en el mantel con un dedito puntiagudo y no dijo nada.

—Habrá que deshacerse de Einarson —seguí.

—Tendremos que matarlo —dijo ella, pensativa—. Será mejor que lo hagas tú.

Aquella tarde vi a Einarson y a Grantham y pasé varias horas con ellos. El muchacho estaba agitado, nervioso, sin ninguna confianza en el éxito de la revolución, aunque se esforzaba por aparentar que iba tomando las cosas tal como llegaban. Einarson no paraba de hablar. Nos dio todos los detalles de los planes del día siguiente. Yo tenía más interés por él que por lo que iba diciendo. Él podía poner fin a la revolución, pensé, y yo estaba dispuesto a dejarle escoger. Así que mientra hablaba lo observé y me fijé bien para encontrarle un punto débil.

Primero lo absorbí físicamente: un hombre alto, de cuerpo poderoso, en la plenitud de la vida, ya no tan rápido como antaño, pero fuerte y duro. Tenía una cara rubicunda, de mandíbula ancha y nariz roma que bien merecía un puñetazo. No era gordo, pero comía y bebía demasiado para estar en forma y los hombres sonrosados como él no suelen aguantar muchos golpes seguidos en torno a la cintura. Hasta aquí, su físico.

Mentalmente, no era un peso pesado. Su revolución era una grosería. Triunfaría sobre todo porque no tenía demasiada oposición. Supuse que tenía mucha fuerza de voluntad, pero no le otorgué una gran puntuación por eso. La gente que no tiene demasiada inteligencia ha de desarrollar la fuerza de voluntad para llegar a algo. Ignoraba si tenía agallas o no, pero lo imaginé capaz de exhibirse ante una audiencia y la mayor parte de sus actos gozarían de público. Me daba la sensación de que si lo llevaba a un rincón se echaría a temblar. Creía en sí mismo… Absolutamente. El noventa por ciento del liderazgo radica en eso, así que por ese lado nada fallaba. No se fiaba de mí. Me había aceptado porque, tal como iban las cosas, era más fácil que darme con la puerta en las narices.

Seguía hablando de sus planes. No había mucho que decir. Traería a sus soldados a la ciudad a primera hora de la noche y tomaría el gobierno. No hacían falta más planes. El resto era como la lechuga que adorna el plato, pero solo podíamos hablar de esa lechuga. Era aburrido.

A las once Einarson dejó de hablar y nos abandonó con el siguiente discurso:

—Señores, hasta las cuatro, cuando empezará la historia de Muravia. —Apoyó una mano en mi espalda y me ordenó—: ¡Cuide a Su Majestad!

—Ajá —contesté y mandé de inmediato a Su Majestad a la cama.

No iba a dormir, pero como era demasiado joven para confesarlo se marchó de buena voluntad. Yo cogí un taxi y me fui a casa de Romaine.

Era como una criatura ante un picnic. Me besó y besó a Marya, la criada. Se sentó en mi regazo, a mi lado, en el suelo, en todas las sillas, cambiaba de lugar cada medio minuto. Se reía y hablaba sin parar sobre la revolución, sobre mí, sobre ella misma, sobre cualquier cosa. Estuvo a punto de ahogarse al intentar hablar mientras tragaba vino. Encendía sus grandes cigarrillos y se olvidaba de fumarlos, o de dejarlos de fumar, hasta que le chamuscaban los labios. Cantó versos de canciones en media docena de idiomas.

Me fui a las tres. Ella bajó conmigo hasta la puerta y tiró de mi cabeza hacia abajo para besarme en los ojos y en la boca.

—Si algo sale mal —me dijo— ve a la prisión. La mantendremos hasta que…

—Si algo sale mal, seguro que me llevan allí —le prometí.

No estaba de humor para bromas.

—Yo voy ahora. Me temo que mi casa sale en la lista de Einarson.

—Buena idea —dije—. Si te encuentras con algún problema, que me avisen.

Volví al hotel caminando por calles oscuras —apagaban las farolas a medianoche— sin ver a ni una sola persona, ni siquiera uno de aquellos policías de uniforme gris. Cuando llegué, caía una lluvia constante.

En la habitación me cambié para ponerme ropa y zapatos más gruesos, saqué un arma extra —una automática— de la bolsa y me la puse en una pistolera de hombro. Luego metí tanta munición en los bolsillos que casi me flaqueaban las piernas, cogí un sombrero y la gabardina y subí a la habitación de Lionel Grantham.

—Son las cuatro menos diez —le dije—. Podríamos ir bajando a la plaza. Será mejor que lleves un arma en el bolsillo.

No había dormido. Su bello rostro juvenil estaba fresco, rosado y compuesto como el primer día en que lo vi, aunque ahora le brillaban más los ojos. Se puso el abrigo y nos fuimos abajo.

La lluvia nos empapó la cara en cuanto echamos a andar hacia el centro de la plaza a oscuras. Otras figuras nos rodearon, aunque no se acercó ninguna. Nos detuvimos al pie de una estatua ecuestre de hierro.

Un joven pálido de extraordinaria delgadez vino y empezó a hablar deprisa, gesticulando con las dos manos y sorbiendo de vez en cuando, como si tuviera la cabeza abotargada por un catarro. No entendí ni una palabra de lo que dijo.

El rumor de otras voces empezó a competir con el chapoteo de la lluvia. La cara regordeta y bigotuda del banquero que había participado en la reunión apareció de repente desde la oscuridad y volvió a sumirse en ella de inmediato, como si no quisiera que lo reconociesen. Hombres a los que no había visto hasta entonces se iban reuniendo en torno a nosotros y saludaban a Grantham con una especie de tímido respeto. Un hombre bajito con una capa enorme se acercó corriendo para decirnos algo con una voz quebradiza y temblorosa. Un tipo delgado y encorvado, con las gafas salpicadas por la lluvia, tradujo la historia del hombrecillo:

—Dice que la artillería nos ha traicionado y que están montando las armas en los edificios del gobierno para barrer la plaza al amanecer. —Había una extraña especie de esperanza en su voz, aunque luego añadió—: En ese caso, claro, no podríamos hacer nada.

—Podemos morir —dijo Lionel Grantham con voz gentil.

La salida no tenía el menor sentido. Nadie había ido allí a morir. Habían acudido todos precisamente por la escasa probabilidad de morir, salvo quizá para unos pocos soldados de Einarson. Esa es la manera sensata de entender las palabras del muchacho. Pero bien sabe Dios que hasta yo, un detective de mediana edad que ya ni recuerda cuando se creía los cuentos de hadas, me sentí de pronto acalorado con aquella ropa mojada. Y si alguien llega a decirme: «Este chico es un rey verdadero», no se lo hubiese discutido.

Un silencio repentino se impuso a los murmullos que nos rodeaban y dejó tan solo el chapoteo de la lluvia y el ritmo ordenado de unos pasos de marcha por la calle: los hombres de Einarson. Empezó a hablar todo el mundo a la vez: felices, esperanzados, animados por la llegada de quienes iban a encargarse del trabajo más duro.

Un oficial cubierto con un impermeable reluciente se abrió paso entre la muchedumbre; era un muchacho bajito, atildado, con una espada demasiado grande. Dedicó un saludo complejo a Grantham y se dirigió a él en un inglés del que parecía enorgullecerse:

—Los respetos del coronel Einarson, señor, y que nos acompañe el progreso.

Grantham sonrió y dijo:

—Transmítale mi agradecimiento al coronel Einarson.

El banquero apareció de nuevo y ahora sí tuvo el valor suficiente para unirse a nosotros. Llegaron otros que habían estado en la reunión. Constituimos un grupo cerrado en torno a la estatua, rodeados por toda la muchedumbre, mucho más visible ahora con la luz grisácea del alba. No vi al campesino al que Einarson había escupido a la cara.

La lluvia nos empapaba. Removíamos los pies, nos estremecíamos y hablábamos. La luz del día fue llegando lentamente, iluminando cada vez más los rostros de quienes nos rodeaban, todos mojados y con caras de curiosidad. En un extremo de la muchedumbre sonaron de pronto unos vítores. Los demás se contagiaron. Olvidaron su empapada desgracia, se echaron a reír y bailar, empezaron a abrazarse y besarse. Un barbudo con abrigo de cuero se acercó a nosotros, hizo una reverencia a Grantham y le explicó que ya se veía al regimiento de Einarson ocupando el edificio de la administración.

Rompió del todo el día. La masa que nos rodeaba se abrió para dejar pasar un automóvil rodeado de un escuadrón de caballería. Se detuvo ante nosotros. El coronel Einarson, con una espada desenvainada en la mano, salió del coche, saludó y mantuvo la puerta abierta para Grantham y para mí. Montó después de nosotros y olía a victoria como las bailarinas que anunciaban los perfumes Coty. Los jinetes volvieron a rodear el coche y nos dirigimos al edificio de la administración, entre una masa que gritaba y corría detrás de nosotros, con sonrojados rostros de felicidad. Todo resultaba bastante teatral.

—La ciudad es nuestra —dijo Einarson, inclinándose hacia delante en el asiento, con la punta de la espada apoyada en el suelo del coche, las manos en la empuñadura—. El presidente, los diputados, prácticamente todos los oficiales importantes son nuestros. ¡Sin disparar ni un tiro, y sin romper ni una ventana!

Estaba orgulloso de su revolución y no lo culpé por ello. Al fin, llegué a pensar que a lo mejor sí tenía cerebro. Había tenido la sensatez de dejar a los adeptos civiles en la plaza mientras sus soldados hacían la faena.

Nos bajamos en el edificio de la administración, subimos por los escalones de acceso entre hileras de infantes que presentaban armas con las bayonetas salpicadas por la lluvia. A lo largo de los pasillos, más soldados de uniforme verde presentaron sus armas a modo de saludo. Entramos en un comedor de muebles recargados y quince o veinte oficiales se pusieron en pie para recibirnos. Se habló mucho durante el desayuno. Yo no entendí nada.

Después fuimos a la cámara de los diputados, un salón oval con hileras de bancos curvos encarados hacia una plataforma elevada. En ella había tres escritorios y alguien había subido una veintena de sillas, puestas de cara a los bancos curvos. El grupo que había desayunado con nosotros ocupó esas sillas. Me percaté de que Grantham y yo éramos los únicos civiles del grupo. Todos los compañeros de conspiración que había allí formaban parte del ejército de Einarson. No me gustó demasiado.

Grantham se sentó en la primera hilera de sillas, entre Einarson y yo. Bajamos la vista hacia los diputados. Habría tal vez un centenar, distribuidos por los bancos curvos y divididos bruscamente en dos grupos. La mitad, en el lado derecho de la sala, estaban a favor de la revolución. Se pusieron en pie y nos vitorearon. La otra mitad, a la izquierda, eran prisioneros. La mayoría daban la impresión de haberse vestido con prisas.

Alrededor de toda la sala, hombro con hombro, pegados a la pared, salvo en la plataforma y en las puertas, se amontonaban los soldados de Einarson.

Llegó un hombre mayor flanqueado por dos soldados; un caballero de mirada suave, calvo, encorvado, con cara de sabio, arrugado, recién afeitado.

—El doctor Semich —susurró Grantham.

Los guardias del presidente lo llevaron al escritorio central de los tres que había en la plataforma. No tomó asiento, ni prestó ninguna atención a los que estábamos allí sentados.

Un diputado pelirrojo que formaba parte del grupo revolucionario se puso en pie y habló. Cuando hubo terminado, sus compañeros lo vitorearon. Habló el presidente: dijo tres palabras con una voz muy seca y tranquila y luego abandonó la plataforma para irse por donde había venido, siempre acompañado por los dos soldados.

—Se ha negado a dimitir —me informó Grantham.

El diputado pelirrojo subió a la plataforma y ocupó el escritorio central. La maquinaria legislativa empezó a trajinar. Algunos hombres tomaron la palabra brevemente y daba la sensación de que iban al grano: revolucionarios. Ninguno de los diputados reducidos se levantó. Hubo una votación. Algunos de los prisioneros se abstuvieron. Pareció que la mayoría votaban a favor.

—Han revocado la constitución —susurró Grantham.

Los diputados volvían a vitorear; al menos, los que estaban allí por voluntad propia. Einarson se inclinó a un lado y se dirigió a Grantham y a mí con un susurro.

—Esto es lo más lejos que podemos llegar hoy sin correr riesgos. Lo deja todo en nuestras manos.

—¿Tiene tiempo para escuchar una sugerencia? —pregunté.

—Sí.

—¿Nos disculpa un momento? —dije a Grantham.

Me levanté y caminé hasta uno de los rincones traseros de la plataforma.

Einarson me siguió con cara de suspicacia.

—¿Por qué no le damos ya su corona a Grantham? —pregunté cuando llegamos los dos al rincón. Mi hombro derecho y su hombro izquierdo se rozaban, de modo que quedábamos medio encarados, medio arrinconados, dando la espalda a los demás oficiales de la plataforma, el más cercano de los cuales estaría a unos tres metros—. Fuércelo. Lo puede hacer. Habrá mucho griterío, por supuesto. Mañana, como concesión a ese griterío, le obligará a abdicar. Eso le concederá mucho crédito. Redoblará su fuerza ante la gente en un cincuenta por ciento. Y así quedará en la posición ideal para que parezca que la revolución era cosa suya y que usted ha sido el patriota capaz de impedir que el recién llegado se hiciera con el trono. Mientras tanto, se convertirá en dictador y, cuando pase el tiempo, en lo que quiera. ¿Me entiende? Que cargue él con los golpes. Usted recibirá lo suyo de rebote.

Le gustó la idea, pero no que fuera mía. Sus ojillos oscuros rebuscaban en los míos.

—¿Y por qué sugiere usted algo así? —preguntó.

—¿A usted qué le importa? Yo le prometo que abdicará dentro de las próximas veinticuatro horas.

Mostró una sonrisa por debajo del bigote y alzó la cabeza. Yo conocía a un oficial de las fuerzas expedicionarias que alzaba siempre la cabeza así antes de dar una orden desagradable. Me adelanté:

—Mi gabardina. ¿Ha visto que la llevo plegada sobre el brazo izquierdo?

No dijo nada, pero se le juntaban los párpados.

—No puede ver mi mano izquierda —seguí.

Sus ojos ya eran meras ranuras, pero no dijo nada.

—Llevo una automática —concluí.

—¿Y? —preguntó en tono despectivo.

—Nada. Solo que… Como haga algo raro le reviento las tripas.

—¡Aj! —No me tomó en serio—. ¿Y luego?

—No sé. Piénselo bien, Einarson. Me he puesto en una situación en la que, si usted no cede, me veré obligado a seguir adelante. Lo puedo matar antes de que haga nada. Y si no le entrega la corona ahora mismo a Grantham, lo mataré. ¿Entiende? Tengo que hacerlo. Tal vez sus hombres me atrapen luego, es lo más probable, pero usted ya estará muerto. Si ahora me echo atrás, estoy seguro de que usted les mandará dispararme. O sea que no puedo echarme atrás. Y si ninguno de los dos quiere echarse atrás, tendremos que dar un salto adelante. Yo ya ha llegado demasiado lejos para aflojar. Tendrá que ser usted quien ceda. Piénselo.

Lo pensó. Parte del color se borró de su cara y noté un pequeño temblor en la barbilla. Con la intención de seguirlo acosando, moví la gabardina lo justo para que viera la boca del cañón del arma que, efectivamente, llevaba en la mano izquierda. Yo tenía todos los triunfos: aquel hombre carecía del valor suficiente para arriesgarse a morir en el momento de la victoria.

Recorrió la plataforma a grandes zancadas hasta el escritorio al que se había sentado el pelirrojo, lo echó de allí con un gruñido y un gesto, se apoyó en el escritorio y se dirigió a la cámara con el retumbo de su voz. Yo me quedé apenas separado de él, un poco más atrás, de manera que nadie pudiera interponerse entre los dos.

Ningún diputado emitió ruido alguno durante un largo minuto después del retumbo del coronel. Luego, uno de los antirrevolucionarios se puso en pie de un salto y gritó algo con amargura. Einarson lo señaló con su dedo largo amarronado. Dos soldados abandonaron su lugar en la pared, agarraron al diputado bruscamente por el cuello y los brazos y se lo llevaron a rastras. Otro diputado se puso en pie, habló y se lo llevaron. Después de arrastrar al quinto, todo quedó en calma. Einarson planteó una pregunta y recibió una respuesta unánime.

Se volvió hacia mí con una mirada que saltaba de mi cara a mi gabardina y viceversa.

—Hecho está —dijo.

—Ahora, la coronación —ordené.

Me perdí la mayor parte de la ceremonia. Estaba muy ocupado en mantener vigilado al oficial rubicundo, pero al fin Lionel Grantham quedó oficialmente instalado en la corona como Lionel Primero, rey de Muravia. Einarson y yo le transmitimos a la vez nuestra felicitación, o lo que fuera. Luego, me llevé al oficial aparte.

—Vamos a dar un paseo —le dije—. Sin tonterías. Sáqueme por una puerta lateral.

Ya lo tenía en mi poder, casi sin necesidad de armas. Tendría que encargarse discretamente de Grantham y de mí, matarnos sin la menor publicidad, si no quería que se rieran de él: el hombre que había permitido que lo asaltaran y le robasen el trono delante de su propio ejército.

Dimos la vuelta desde el edificio de la administración hasta el hotel de la República sin que nos reconociera nadie. Toda la población estaba en la plaza. Encontramos el hotel desierto. En el ascensor, le mandé presionar el botón de mi planta y luego lo encaminé hacia mi habitación.

Probé la puerta, descubrí que no estaba cerrada con llave, solté el pomo y le dije que entrase. Abrió la puerta y se detuvo.

Romaine Frankl estaba sentada con las piernas cruzadas en el centro de mi cama, cosiendo un botón de mi ropa interior.

Empujé a Einarson para que entrase del todo y cerré la puerta. Romaine lo miró y luego se fijó en la automática, ahora visible en mi mano. Con una expresión teatral de decepción, dijo:

—Ah, ¿todavía no lo has matado?

El coronel Einarson tensó el cuerpo. Ahora tenía público, un testigo de su humillación. Era probable que hiciese algo. Debía tratarlo con guantes o… Quizá lo contrario sería mejor. Le di una patada en un tobillo y gruñí:

—¡Váyase a ese rincón y siéntese!

Se dio media vuelta de repente. Apreté la boca del cañón contra su cara, aplastándole un labio entre el metal y los dientes. Cuando echó la cabeza atrás, le di un puñetazo en el vientre con la otra mano. Abrió mucho la boca para coger aire. Lo empujé hasta una silla del rincón.

Romaine se rio y agitó un dedo en el aire mientras me decía:

—¡Uy, qué peleón!

—¿Qué otra cosa puedo hacer? —protesté, sobre todo para que lo oyera mi prisionero—. Siempre que hay alguien mirando le entra la manía de que es un héroe. Lo he asaltado y le he obligado a coronar al muchacho. Pero este pájaro sigue dominando el ejército, que es como decir el gobierno. No lo puedo soltar, porque entonces Lionel Primero y yo tragaremos plomo. A mí me duele más que a él tener que llevarlo a golpes por ahí, pero no lo puedo evitar. He de obligarle a ser sensato.

—Te estás portando mal con él —respondió—. No tienes ningún derecho a maltratarlo. El único gesto amable que puedes tener con él es cortarle el cuello de una manera caballeresca.

—¡Ají!

Los pulmones de Einarson volvían a funcionar.

—¡Cállese! —le grité—. O le partiré los huesos.

Me fulminó con la mirada. Pregunté a la chica:

—¿Qué vamos a hacer con él? Me encantaría cortarle el cuello, pero el problema es que su ejército podría querer venganza y no soy el tipo de persona que disfruta cuando un ejército ajeno decide vengarse contra él.

—Entreguémoslo a Vasilije —propuso, balanceando los pies por fuera de la cama para levantarse—. Él sabrá qué hacer.

—¿Dónde está?

—Arriba, en la suite de Grantham, terminando la cabezadita de la mañana. —Luego, en tono ligero y tranquilo, como si hasta entonces no lo hubiera pensado en serio, añadió—: ¿Así que has hecho coronar a tu niño?

—¿Sí? ¿Prefieres subir al trono a tu Vasilije? ¡Bien! Queremos cinco millones de dólares por abdicar. Grantham puso tres millones para financiar el movimiento y se merece obtener un beneficio. Ha sido elegido de manera regular por los diputados. No tiene verdaderos apoyos aquí, pero puede conseguirlos en los países vecinos. No lo olvides. Hay gente en países que no están precisamente a un millón de kilómetros de aquí y enviarían felices sus ejércitos para apoyar a un rey legítimo a cambio de cualquier concesión. Pero Lionel Primero no es insensato. Él cree que sería mejor que tuvieseis un gobernante local. Solo pide una provisión decente para el gobierno. Cinco millones no es tanto, y está dispuesto a abdicar mañana mismo. Cuéntaselo a tu Vasilije.

Dio la vuelta por detrás de mí para no interponerse entre mi arma y el prisionero, se puso de puntillas para darme un beso en la oreja y dijo:

—Tú y tu rey sois unos bandoleros. Volveré bien pronto.

Se fue.

—Diez millones —dijo el coronel Einarson.

—Ahora no me puedo fiar de usted —contesté—. Nos pagaría con un pelotón de fusilamiento.

—¿Y se va a fiar del cerdo de Djudakovich?

—No tiene ninguna razón para odiarnos.

—La tendrá en cuanto se entere de lo suyo con Romaine.

Me eché a reír.

—Además, ¿cómo va a ser él el rey? ¡Aj! ¿De qué sirve su promesa de pagar si luego no está en condiciones de hacerlo? Incluso si yo muriese. ¿Qué va a hacer con mi ejército? ¡Ya ha visto a ese cerdo! ¿Qué clase de rey sería?

—No lo sé —contesté con toda sinceridad—. Me contaron que era un buen ministro de la policía porque la ineficacia le resultaba incómoda. A lo mejor sería un buen rey por la misma razón. Solo lo he visto una vez. Es una montaña hinchada, pero no tiene nada de ridículo. Pesa una tonelada y el suelo no tiembla cuando se mueve. Me daría miedo hacerle lo que le he hecho a usted.

La ofensa puso en pie al soldado, muy alto y tieso. Me quemó con la mirada mientras su boca se endurecía para trazar una línea fina. Pensaba crearme algún problema antes de que me librase de él.

Se abrió la puerta y entró Vasilije Djudakovich, seguido por la chica. Sonreí al gordo ministro. Él me saludó con un movimiento de cabeza, sin sonreír. Sus ojitos iban fríamente de Einarson a mí.

La chica dijo:

—El gobierno dará a Lionel Primero una letra por valor de cuatro millones de dólares americanos a cobrar en cualquier banco de Viena o Atenas a cambio de su abdicación. —Abandonó el tono oficial para añadir—: No he podido sacarle ni un centavo más.

—Tú y tu Vasilije sois un par de podridos cazadores de gangas —protesté—. Pero lo vamos a aceptar. Necesitamos un tren especial a Salónica que nos lleve al otro lado de la frontera antes de que se haga efectiva la abdicación.

—Podemos arreglarlo —prometió ella.

—¡Bien! Bueno, pero para hacer todo eso tu Vasilije tiene que quitarle el ejército a Einarson. ¿Puede hacerlo?

—¡Aj! —El coronel Einarson echó la cabeza atrás e infló el pecho—. ¡Eso es exactamente lo que ha de hacer!

El gordo refunfuñó en tono soñoliento entre la barba amarilla. Romaine se acercó a mí y me tocó un brazo.

—Vasilije quiere mantener una conversación privada con Einarson. Déjale.

Accedí y ofrecí mi automática a Djudakovich. No prestó la menor atención al arma ni a mí. Estaba mirando al oficial con una especie de paciencia sudorosa. Salí con la chica y cerré la puerta. Al pie de la escalera, la tomé por los hombros.

—¿Puedo confiar en tu Vasilije? —pregunté.

—Ah, querido. Él solito podría manejar a media docena de Einarsons.

—No me refiero a eso. ¿No me intentará estafar?

Se echó a reír y ladeó la cara para darme un mordisco en una mano.

—Es un hombre de ideales —explicó—. A ti y a tu rey os desprecia porque os considera como un par de aventureros que quieren sacar tajada de los problemas de su país. Por eso está tan desdeñoso. Pero cumplirá su palabra.

Podía ser, pensé. Pero a mí él no me había dado ninguna palabra; me la había dado ella.

—Me voy a ver a Su Majestad —dije—. No tardaré en volver… Y nos vemos en su suite. ¿Qué es esa farsa de ponerte a coser? No me faltaba ningún botón.

—Sí te faltaba —me contradijo, mientras rebuscaba algún cigarrillo en mis bolsillos—. Te he arrancado uno cuando uno de mis hombres me ha dicho que Einarson y tú veníais hacia aquí. Me ha parecido que quedaba muy doméstico.

Encontré a mi rey en una sala de vino y oro en la Residencia Ejecutiva, rodeado de la gente de más ambición social y política de Muravia. Todavía abundaban los uniformes, pero unos cuantos civiles sueltos habían conseguido acercarse por fin a él, con sus esposas e hijas. Estaba tan ocupado que tardó unos minutos en verme, así que me quedé un rato mirando a la gente. Sobre todo a una persona en particular: una chica alta, vestida de negro, que se mantenía apartada de los demás, junto a una ventana.

Me fijé en ella primero porque tenía una cara y un cuerpo hermosos, y luego la observé más de cerca por la expresión con que sus ojos marrones miraban al nuevo rey. Nunca he visto a una persona manifestar su orgullo por otra como lo hacía aquella chica por Grantham. Aquella manera de mantenerse aparte y observarlo desde la ventana… Para merecer la mitad de eso tenía que haber sido una combinación de Apolo, Sócrates y Alejandro. Di por hecho que era Valeska Radnjak.

Miré al muchacho. Tenía la cara altiva y sonrojada y cada dos segundos se volvía hacia la chica de la ventana mientras escuchaba el charloteo del grupo que lo rodeaba con su admiración. Yo sabía que no era Apolo-Sócrates-Alejandro, pero conseguía aparentarlo. Había encontrado un lugar que le gustaba en el mundo. Me dio lástima que no pudiera conservarlo, pero la lástima no me impidió decidir que ya había perdido demasiado tiempo.

Me abrí paso entre la muchedumbre para llegar a él. Me recibió con la mirada característica de los que duermen en los parques y se despiertan de sus más dulces sueños cuando la porra del vigilante les pega en la suela del zapato. Se disculpó con los demás y me llevó por un pasillo hacia una habitación con vidrieras de colores y muebles de oficina muy decorados.

—Era el despacho del doctor Semich —me dijo—. Yo lo…

—Tú estarás en Grecia mañana —le dije, bruscamente.

Se miró los pies con el ceño fruncido y cara de tozudo.

—Has de saber que no puedes conservar el puesto —razoné—. Tal vez te parezca que todo va como la seda. En ese caso, estás sordo, mudo y ciego. Para traerte hasta aquí he tenido que apuntar al hígado de Einarson con una automática. Para que sigas ahí he tenido que secuestrarlo. He hecho un trato con Djudakovich, el único hombre fuerte que he visto por aquí. Él se encargará de manejar a Einarson. Yo ya no puedo retenerlo más. Djudakovich será un buen rey, si quiere. Te ha prometido cuatro millones de dólares y un tren especial, con salvoconducto para Salónica. Te vas con la cabeza alta. Has sido rey. Has cogido un país que estaba en malas manos y lo has dejado en buenas manos. El gordo ese va en serio. Y has ganado un millón.

—No, váyase usted. Yo seguiré hasta el final. Esta gente ha confiado en mí y yo…

—¡Por Dios, igual que el viejo doctor Semich! Esta gente no ha confiado en ti. Ni un pelo. Quien ha confiado en ti soy yo. Yo te he hecho rey, ¿entiendes? Yo te he hecho rey para que pudieras volver a casa con la cabeza alta, no para que te quedes y te comportes como un idiota. Compré ayuda para ti con una serie de promesas. Una de ellas era que desaparecerías a las veinticuatro horas. Has de cumplir las promesas que hice en tu nombre. La gente confía en ti, ¿eh? Les han obligado a tragarte con un embudo. Y el que ha puesto el embudo soy yo. Y ahora te voy a sacar. Si resulta que eso arruina tu romance… Si tu Valeska no acepta más pago que el trono de este país chiquitín…

—Basta ya. —Su voz llegó de algún punto que debía de estar al menos quince metros más alto que yo—. Tendrá su abdicación. No quiero el dinero. Cuando esté listo el tren, hágamelo saber.

—Escribe ahora mismo la renuncia —ordené.

Fue hasta el escritorio, encontró una hoja de papel y con letra firme escribió que al partir de Muravia renunciaba al trono y a los correspondientes derechos. Firmó como «Lionel Rex» y me lo dio. Me lo metí en el bolsillo y empecé a hablar con un punto de compasión:

—Entiendo cómo te sientes y lamento que…

Me dio la espalda y se fue. Yo volví al hotel. Al llegar a la quinta planta anduve con pasos suaves hasta la puerta de mi habitación. No se oía nada. Probé la puerta, vi que no estaba cerrada con llave y entré. Vacía. Se habían llevado hasta mi ropa y mis maletas. Subí a la suite de Grantham.

Ahí estaban Djudakovich, Romaine, Einarson y la mitad del cuerpo policial.

El coronel Einarson estaba muy tieso en su sillón, en el centro de la habitación. El cabello oscuro y el bigote erizados. La barbilla al frente, los músculos abultados en toda su cara rubicunda, los ojos ardientes… Estaba en uno de sus mejores estados de ánimo para la pelea. Lo que pasa por darle un público.

Miré con mala cara a Djudakovich, que permanecía de espaldas a la ventana con sus piernas de gigante separadas. ¿Por qué aquel gordo loco no había tenido la sabiduría de mantener a Einarson apartado en un rincón, donde pudiera manejarlo?

Romaine revoloteó en torno a los policías repartidos por toda la habitación, de pie o sentados, y se llegó a mi lado, junto a la puerta.

—¿Se han cumplido tus planes? —preguntó.

—Tengo la abdicación en el bolsillo.

—Dámela.

—Todavía no —dije—. Primero he de confirmar si tu Vasilije es tan grande como aparenta. Einarson no parece precisamente acabado. Tu gordito tendría que haber sabido que si le daba un público resucitaría.

—Nunca se sabe qué anda tramando Vasilije —dijo ella, en tono ligero—, salvo que será lo apropiado.

Yo no estaba tan seguro como ella. Djudakovich le hizo una pregunta con su voz de trueno y ella le dio una respuesta rápida. Él atronó un poco más…, a los policías. Empezaron a irse, de uno en uno, por parejas, en grupo. Cuando salió el último, el hombre soltó unas palabras hacia Einarson entre sus bigotes amarillos. El coronel se levantó, sacó pecho, echó los hombros hacia atrás y mostró una sonrisa confiada bajo el bigote oscuro.

—¿Y ahora? —pregunté a la chica.

—Ven y verás —contestó.

Bajamos los cuatro y salimos del hotel por la puerta principal. Había parado de llover. Casi toda la población de Stefania se había congregado en la plaza, especialmente delante del edificio de la administración y la Residencia Ejecutiva. Por encima de sus cabezas se veían las gorras de piel de oveja del regimiento de Einarson, que seguían rodeando aquellos edificios, tal como él los había dejado.

Nos reconocieron —o al menos reconocieron a Einarson— y se pusieron a vitorear mientras cruzábamos la plaza. Einarson y Djudakovich iban juntos delante: el soldado desfilaba, el gigante gordo se contoneaba como un pato. Romaine y yo íbamos detrás, a poca distancia. Íbamos directos hacia el edificio de la administración.

—¿Qué pretende? —pregunté, enojado.

Ella me dio una palmadita en el brazo y dijo:

—Espera y verás.

Tampoco parecía que pudiera hacer mucho más, aparte de preocuparme.

Llegamos al pie de los escalones de piedra que llevaban al edificio de la administración. Cuando las tropas de Einarson presentaron armas, la luz del atardecer arrancó un brillo frío y desagradable a las bayonetas. Subimos los escalones. En el de arriba, más amplio, Einarson y Djudakovich se dieron media vuelta para contemplar a los soldados y civiles desde arriba. La chica y yo dimos un rodeo para situarnos detrás de ellos dos. Le castañeteaban los dientes y me estaba clavando los dedos en el brazo, pero en su boca y en sus ojos había una sonrisa atolondrada.

Los soldados que rodeaban la Residencia Ejecutiva se juntaron con los que teníamos delante, empujando a los civiles hacia atrás para hacerse un hueco. Llegó otro destacamento. Einarson alzó una mano, bramó una docena de palabras, rugió algo a Djudakovich y dio un paso atrás.

Djudakovich habló con un adormilado y calmo rugido que se oía desde el hotel. Mientras hablaba, sacó un papel del bolsillo y lo mostró. No había nada teatral en su voz, ni en sus gestos. Podía estar hablando de algún asunto no demasiado importante. Sin embargo, bastaba con mirar a su audiencia para saber cuánto importaba.

Los soldados habían roto filas para acercarse más, subía el rubor a las caras, alguna que otra bayoneta se agitaba en el aire. Tras ellos, los civiles se miraban con cara de miedo, se empujaban, algunos intentaban acercarse más, otros alejarse.

Djudakovich siguió hablando. Un soldado se abrió paso entre sus compañeros y empezó a subir los escalones, seguido de cerca por otros.

Einarson interrumpió el discurso del gordo para plantarse al borde del escalón superior y bramar algo hacia los rostros que miraban desde abajo, con la voz propia de quien está acostumbrado a que lo obedezcan.

Los soldados de la escalera se retiraron. Einarson volvió a bramar. Las filas rotas se recompusieron lentamente y descansaron las armas agitadas. Einarson guardó silencio un momento, fulminando a sus tropas con la mirada, y luego empezó un sermón. Igual que ocurriera antes con el gordo, yo no podía entender sus palabras, pero no cabía duda alguna de que eran impresionantes. Y era evidente que la angustia empezaba a desaparecer de los rostros que miraban.

Miré a Romaine. Temblaba y había dejado de sonreír. Miré a Djudakovich. Estaba quieto y tan poco emocionado como la montaña que aparentaba ser.

Deseé haber sabido qué estaba pasando para decidir si debía disparar a Einarson y colarme en el edificio que teníamos detrás, aparentemente vacío, o no. Podía deducir que el papel mostrado por Djudakovich era alguna clase de prueba contra el coronel, una prueba que había provocado a los soldados hasta el extremo de atacarlo, si no llega a ser porque estaban demasiado acostumbrados a obedecerlo.

En medio de mis deseos y adivinanzas, Einarson terminó su discurso, dio un paso a un lado, estiró un dedo para señalar a Djudakovich y ladró una orden.

Abajo, se notaba la indecisión en los rostros de los soldados, en sus miradas huidizas, pero cuatro dieron un brusco paso adelante al oír la orden del coronel y subieron los escalones. «Entonces», pensé, «mi gordo candidato ha perdido. Bueno, siempre le quedará el paredón. Yo prefiero la puerta de atrás».

Mi mano llevaba mucho rato sosteniendo el arma dentro del bolsillo del abrigo. La dejé allí mientras andaba lentamente hacia atrás, tirando de la chica conmigo.

—Muévete cuando te avise —susurré.

—¡Espera! —jadeó—. ¡Mira!

El gigante gordo, con ojos soñolientos como siempre, tendió una zarpa enorme y sujetó la muñeca de la mano con que Einarson lo señalaba. Lo obligó a agacharse. Soltó la muñeca y agarró el hombro del coronel. Con esa misma mano lo levantó del suelo. Lo agitó en el aire, a la vista de los soldados. Con una sola mano, lo sacudía hacia ellos. Con la otra agitaba en el aire el papel, fuera lo que fuese. ¡Y que me trague la tierra si uno de sus brazos parecía más apurado que el otro!

Mientras los sacudía —hombre y papel— soltó su rugido soñoliento y al terminar lanzó hacia la multitud boquiabierta lo que tenía en ambas manos. Lo lanzó con un gesto que significaba: «Ahí tenéis a vuestro hombre y ahí está la prueba contra él. Haced lo que queráis».

Y los soldados, que habían cumplido la orden de rearmar las filas cuando Einarson les gritaba desde una posición elevada y dominante, hicieron ahora lo que cabía esperar cuando se lo encontraron desplomado a sus pies.

Lo descuartizaron literalmente, trozo a trozo. Soltaron las armas y pelearon entre ellos para acercarse a él. Los que estaban más lejos trepaban por encima de los otros, los asfixiaban, los pisoteaban. Avanzaban y retrocedían en oleadas delante de la escalera, una enloquecida jauría de hombres convertidos en lobos en un esfuerzo salvaje por destruir a un hombre que medio minuto después de su caída ya debía de estar muerto.

Retiré de mi brazo la mano de la chica y fui a encararme con Djudakovich.

—Muravia es suya —le dije—. No quiero nada más que nuestra letra y el tren. Aquí tiene la abdicación.

Romaine tradujo rápidamente mis palabras y luego las de Djudakovich:

—El tren ya está listo. La letra se la entregarán allí. ¿Quiere ir a buscar a Grantham?

—No. Mándemelo. ¿Cómo llego al tren?

—Yo le llevo —se ofreció ella—. Cruzaremos por dentro del edificio y saldremos por una puerta lateral.

Había un coche aparcado delante del hotel con un agente de Djudakovich al volante. Romaine y yo montamos en él. El tumulto seguía bullendo por toda la plaza. Ninguno de los dos dijo nada mientras el coche se adentraba en calles cada vez más oscuras.

Al poco, preguntó con voz suave:

—¿Y ahora me desprecias?

—No. —Le tendí una mano—. Pero odio las masas, los linchamientos me asquean. Por muy equivocado que esté un hombre, si la masa se vuelve contra él yo lo defiendo. Lo único que pido a Dios es que algún día me conceda la ocasión de agacharme detrás de una ametralladora con una partida de linchamiento delante. Einarson no me caía bien, pero yo no lo hubiera tratado así. Bueno, pero eso ya es pasado. ¿Qué era ese documento?

—Una carta de Mahmoud. Se la había dejado a un amigo para que se la entregara a Vasilije si le ocurría algo. Parece que conocía a Einarson y había preparado la venganza. En la carta confesaba su participación en el asesinato del general Radnjak y explicaba que Einarson también había estado involucrado. El ejército adoraba a Radnjak y Einarson quería el ejército.

—Tu Vasilije podía haber usado eso para expulsar a Einarson sin echarlo a los lobos —protesté.

—Vasilije tenía razón. Por terrible que haya sido, había que hacerlo así. Ahora se ha terminado, está decidido para siempre con Vasilije en el poder. Einarson vivo y el ejército sin saber que había matado a su ídolo… Demasiado riesgo. Él ha creído hasta el último momento que tenía el poder suficiente para controlar a las tropas, supieran lo que supiesen. Él…

—De acuerdo. Ya está hecho. Y yo estoy encantado de haber terminado con este asunto del rey. Bésame.

Lo hizo y susurró:

—Cuando muera Vasilije, y con esa manera de comer no puede vivir mucho, iré a San Francisco.

—Qué sangre fría tienes, libertina.

Lionel Grantham, antiguo rey de Muravia, tardó solo cinco minutos más que nosotros en llegar al tren. No iba solo. Valeska Radnjak, con una pinta de reina como si de verdad lo fuera, iba con él. No parecía demasiado afectada por la pérdida del trono.

El chico fue bastante amable y educado conmigo durante nuestro traqueteo hasta Salónica, pero era obvio que no se sentía muy cómodo en mi presencia. Su futura esposa creía que en el mundo no existía nadie más que su chico, salvo que alguien se le pusiera directamente delante. Así que no me quedé para la boda y me fui de Salónica en un barco que zarpaba un par de horas después de nuestra llegada.

Les dejé la letra, por supuesto. Decidieron cobrar los tres millones de Lionel y devolver el cuarto a Muravia. Y yo me volví a San Francisco, a pelearme con mi jefe a propósito de algunas anotaciones de cinco o diez dólares en mi cuenta de gastos que él consideraba innecesarias.