LA MUERTE DE MAIN

El capitán me dijo que Hacken y Begg se encargaban del caso. Me los encontré cuando salían de la sala de reuniones. Begg era un peso pesado, lleno de pecas, tan amable como un cachorro de san Bernardo, pero menos inteligente. El larguirucho sargento Hacken, no tan juguetón, cargaba con el cerebro del equipo sobre su afilado rostro de preocupación.

—¿Tenéis prisa? —pregunté.

—Siempre nos entran las prisas cuando se acaba la jornada —dijo Begg.

Las pecas escalaban el rostro para ceder espacio a la sonrisa.

—¿Qué quieres? —preguntó Hacken.

—Quiero información sobre el caso Main, si la hay.

—¿Te vas a ocupar de él?

—Sí —respondí—. Trabajo para Gungen, el jefe de Main.

—Entonces dinos algo tú. ¿Por qué llevaba veinte mil en efectivo?

—Te lo diré por la mañana —prometí—. Todavía no he visto a Gungen. Tengo una cita con él esta noche.

Mientras hablábamos habíamos entrado en la sala de reuniones, dispuesta como el aula de un colegio, con sus bancos y escritorios. Repartidos entre ellos había media docena de agentes de paisano, escribiendo informes. Nos sentamos los tres al escritorio de Hacken y el agente larguirucho tomó la palabra:

—Main llegó de Los Ángeles a su casa el domingo a las ocho de la noche con veinte mil en la cartera. Había ido allí a vender algo de Gungen. Averíguanos por qué llevaba tanto en efectivo. Dijo a su mujer que había vuelto en coche con un amigo; no dijo el nombre. Ella se fue a la cama hacia las diez y media y lo dejó leyendo. Él tenía el dinero, doscientos billetes de cien, en una cartera marrón.

»Hasta aquí, todo bien. Está leyendo en la salita. Ella duerme en la habitación. Nadie más en el piso. La despierta un alboroto. Salta de la cama, entra corriendo en la salita. Main está peleando con un par de hombres: uno alto y musculoso; el otro bajito, de constitución un poco afeminada. Los dos llevan la cara tapada con pañuelos negros y gorra hasta las cejas.

»Al aparecer la señora Main, el bajito se aparta de su marido y la ataca. Le pone una pistola en la cara y le dice que se porte bien. Main y el otro siguen peleando. Main lleva un arma en la mano, pero el ladrón lo tiene agarrado por la muñeca e intenta retorcérsela. Enseguida lo consigue y Main suelta la pipa.

El ladrón saca la suya y mantiene firme a Main mientras se agacha a recoger la que ha caído.

»Cuando el tipo se agacha, Main se le echa encima. Consigue arrancarle el arma de la mano, pero para entonces el ladrón ya ha recogido la del suelo. Se confunden, amontonados, un momento. La señora Main no alcanza a distinguir qué está pasando. Y entonces… ¡Bang! Main cae unos pasos más allá, con el chaleco quemado porque el balazo le ha pegado fuego y una bala en el corazón. Su arma humea todavía en la mano del enmascarado. La señora Main se desmaya.

»Cuando recupera el conocimiento no hay nadie en el piso, aparte de ella y el cuerpo de su marido. La cartera ha desaparecido y el arma también. Estuvo inconsciente una media hora. Lo sabemos porque hubo gente que oyó el disparo y nos confirmó la hora, aunque no sabían de dónde procedía.

»El piso de los Main está en la sexta planta. El edificio tiene ocho. El número siguiente de la avenida Dieciocho es un edificio de dos plantas: tienda de comestibles en la planta inferior, piso del propietario en la superior. Entre esos dos edificios hay un callejón trasero muy estrecho; un pasaje. Bien.

»Kinney, el poli que estaba de turno, bajaba por la Dieciocho. Oyó el disparo. Le llegó con claridad porque el piso de los Main da a ese lado del edificio, el lado que mira hacia la tienda de comestibles. Sin embargo, al principio le costó ubicar de dónde venía el disparo. Perdió algo de tiempo recorriendo la calle hacia arriba. Cuando bajó al pasaje, los pájaros ya habían volado. Pero Kinney encontró algunos rastros suyos: habían tirado el arma en el pasaje, el arma con la que habían disparado a Main después de quitársela. En cualquier caso, Kinney no los vio; no vio a nadie.

Bueno, desde una ventana del rellano del tercer piso se puede pasar con cierta facilidad al edificio del tendero. Cualquiera que no sea un inválido lo puede hacer, tanto en un sentido como en el contrario, y además la ventana nunca está cerrada. Y desde el terrado del tendero al callejón trasero es igual de fácil. Hay una tubería de hierro forjado, una ventana retranqueada, una puerta con gruesas bisagras que sobresalen: una escalera para subir y bajar por esa pared trasera. Begg y yo lo hicimos sin romper a sudar. Aquellos dos podían haber entrado por ahí. Nos consta que usaron ese camino para salir. Encontramos la cartera de Main —vacía, por supuesto— y un pañuelo en el terrado del tendero. La cartera tenía las esquinas reforzadas con metal. El pañuelo, enganchado en una de ellas, había volado con la cartera cuando la tiraron los ladrones.

—¿El pañuelo era de Main?

—De una mujer… Con una «E» en una esquina.

—¿La señora Main?

—Se llama Agnes —dijo Hacken—. Le enseñamos la cartera, el arma y el pañuelo. Identificó los dos primeros como pertenecientes a su marido, pero nunca había visto el pañuelo. En cambio, sí reconoció el perfume al que olía y nos supo dar el nombre: Désir du Coeur. A partir de esa guía, dijo que quizás el más bajo de los dos enmascarados podía haber sido una mujer. Ya nos había dicho que su constitución era más bien femenina.

—¿Alguna huella dactilar, o algo parecido?

—No. Phels ha revisado todo el apartamento, la ventana, el tejado, la cartera y el arma. Ni una mancha.

—¿La señora Main sería capaz de identificarlos?

—Dice que reconocería al más bajo. A lo mejor es verdad.

—¿Alguna idea de quiénes son?

—Todavía no —dijo el detective larguirucho mientras íbamos hacia la puerta.

Ya en la calle, dejé a los sabuesos de la policía y me encaminé hacia la casa de Bruno Gungen, en el parque Westwood.

El comerciante de joyas raras y antiguas era un hombre pequeño y curioso. Llevaba una chaqueta formal, pegada a la cintura como un corsé, con hombreras altas y puntiagudas. Tenía el pelo, el bigote y una perilla en forma de pala, teñidos de negro y tan engominados que brillaban igual que sus uñas, afiladas y pintadas de rosa. No apostaría demasiado a que el rubor de sus mejillas, con cincuenta años, no fuera colorete.

Salió de las profundidades de un sillón de lectura tapizado en piel para tenderme una mano suave y cálida, no más grande que la de un niño, con una reverencia, una sonrisa y la cabeza ladeada.

Luego me presentó a su esposa, que me saludó con una inclinación de cabeza sin levantarse de la silla que ocupaba junto a la mesa. Parecía tener un tercio de sus años. No podía pasar ni un día de los diecinueve años y más bien aparentaba dieciséis. Era tan bajita como él, con una cara de piel olivácea, llena de hoyuelos, ojos marrones redondos, boquita pintada regordeta y, por lo general, pinta de muñeca cara en escaparate de juguetería.

Bruno Gungen le explicó, con relativa profundidad, que yo tenía alguna conexión con la Agencia de Detectives Continental y que me había contratado para que ayudara a la policía a encontrar a los asesinos de Jeffrey Main y recuperar los veinte mil dólares robados.

Ella contestó:

—¡Ah, sí! —en un tono que indicaba que no le interesaba en lo más mínimo, y luego se levantó y dijo—: En ese caso, os dejo que…

—¡No, no, cariño! —El marido la llamaba con sus dedos rosados—. No tengo secretos para ti.

Su carita ridícula se volvió hacia mí y se quedó tumbada de lado y luego, con una risita, me preguntó:

—¿No es verdad? ¿A que entre marido y mujer no debería haber secretos?

Fingí estar de acuerdo.

—Yo sé, cariño —añadió, dirigiéndose a su mujer, que se había vuelto a sentar—, que esto te interesa tanto como a mí, porque los dos sentíamos el mismo afecto por el querido Jeffrey. ¿No es verdad?

—¡Ah, sí! —volvió a decir ella, con la misma falta de interés.

El marido se volvió hacia mí y dijo:

—Bueno… —con la intención de animarme a hablar.

—He hablado con la policía —le dije—. ¿Hay algo que usted pueda añadir a su historia? ¿Alguna novedad? ¿Algo que no les dijera a ellos?

Con una sacudida de cabeza, se quedó mirando a su mujer.

—¿Hay algo, Enid, cariño?

—Que yo sepa, no —respondió.

Él soltó una risilla y me miró con cara de felicidad.

—Eso es —dijo—. Que sepamos, no.

—Regresó a San Francisco a las ocho de la noche del domingo, tres horas antes de que lo mataran y le robaran veinte mil dólares en billetes de doscientos. ¿Qué pensaba hacer con eso?

—Procedía de una venta a un cliente —explicó Bruno Gungen—. El señor Nathaniel Ogilvie, de Los Ángeles.

—Pero… ¿por qué en efectivo?

La cara pintada del hombrecillo se retorció para formar una sonrisilla maliciosa.

—Una trampita —confesó complacido—. Como se suele decir, cosas del oficio. ¿Conoce al género del coleccionista? Ah, hay mucho que estudiar. Observe. Yo obtengo una tiara manufacturada en la Grecia Antigua o, por ser exacto, supuestamente perteneciente a la Grecia Antigua y supuestamente encontrada en el sur de Rusia, cerca de Odessa. Ignoro si alguna de esas dos suposiciones tiene algo de cierto, pero la tiara es ciertamente algo hermoso.

Soltó una risilla.

—Entonces, tengo un cliente, un hombre llamado Nathaniel Ogilvie, de Los Ángeles, al que le van ese tipo de curiosidades, un auténtico diablo del cacoethes carpendi, la manía compulsiva. El precio de esos objetos, como comprenderá, es exactamente el que uno sea capaz de sacar por ellos, ni más ni un poquito menos. Aquella tiara… Bueno, lo mínimo que esperaría obtener por ella son diez mil dólares si se vende como se suele vender un artículo ordinario de ese tipo. Sin embargo, ¿alguien puede decir que un tocado de oro hecho en un pasado remoto para un rey escita ya olvidado sea un artículo ordinario? ¡No! ¡No! Así que Jeffrey envuelve esa tiara en algodón, la embala con mucho cuidado y se la lleva a Los Ángeles para enseñársela a nuestro amigo Ogilvie.

»Jeffrey se niega a decir cómo ha llegado la tiara a nuestras manos. En cambio, insinúa intrigas enrevesadas, contrabando, algo de violencia e ilegalidad y menciona la necesidad de mantener el secreto. ¡Hete ahí el anzuelo para el verdadero coleccionista! Nada tiene ningún significado para él si su obtención no implica alguna dificultad. Jeffrey no miente. ¡No! Mon dieu, eso sería deshonesto, despreciable. Pero sí insinúa y luego se niega, ah, con cuánto énfasis se niega, a aceptar un talón. ¡Nada de talones, mi querido señor! ¡Nada que se pueda rastrear! ¡Dinero en efectivo!

»Una trampa, como puede ver. Pero ¿qué daño hacemos? El señor Ogilvie va a comprar la tiara en cualquier caso, y nuestro pequeño engaño solo sirve para aumentar el placer de la transacción. Disfrutará mucho más de su posesión. Además, ¿quién puede decir que la tiara no es auténtica? Y si lo es, entonces todo lo que ha insinuado Jeffrey es indudablemente cierto. El señor Ogilvie la compra por veinte mil dólares y por eso el pobre Jeffrey tiene tanto dinero en metálico en su poder. —Gesticuló hacia mí con su mano rosada, asintió con una sacudida vigorosa de su cabeza teñida y luego remató—: ¡Voilá! ¡Eso es todo!

—¿Main habló con usted al volver? —pregunté.

El comerciante sonrió como si mi pregunta le hiciera cosquillas y volvió la cabeza de modo que su sonrisa fuera dirigida a su esposa.

—¿Hablamos con él, Enid, querida? —pasó la pregunta.

Ella hizo un puchero y encogió los hombros con indiferencia.

—Lo primero que supimos de él a su regreso —dijo Gungen, interpretando sus gestos para mí— fue el lunes por la mañana cuando nos enteramos de que había muerto. ¿Verdad que sí, mi palomita?

Su palomita murmuró:

—Sí. —Luego abandonó su silla y se despidió—: ¿Me disculpan? Tengo que escribir una carta.

—Claro, querida —le dijo Gungen mientras los dos nos levantábamos.

De camino a la puerta, ella pasó junto a él. Él arrugó su naricita por encima del bigote teñido y puso los ojos en blanco en una parodia del éxtasis.

—¡Qué delicioso aroma, preciosa mía! —exclamó—. ¡Qué olor celestial! ¡Música para las narices! ¿Tiene nombre, mi amor?

—Sí —contestó ella, deteniéndose junto a la puerta sin mirar atrás.

—¿Y cuál es?

Désir du Coeur —respondió por encima del hombro cuando ya se iba.

Bruno Gungen me miró y soltó una risilla.

Me volví a sentar y le pregunté qué sabía de Jeffrey Main.

—Todo, ni más ni menos —me aseguró—. Durante doce años, desde que era un muchacho de dieciocho, ha sido mi ojo derecho y mi mano derecha.

—Bueno, ¿y qué tipo de hombre era?

Bruno Gungen juntó sus manos rosadas y me las mostró.

—¿Qué tipo de hombre es cualquier hombre?

Como eso no significaba nada para mí, guardé silencio y esperé.

—Le voy a decir —empezó al poco el hombrecillo—: Jeffrey tenía buen ojo y buen gusto para este tráfico al que me dedico. No conozco a ningún hombre, aparte de mí mismo, cuyo juicio para estos asuntos me merezca más confianza que el de Jeffrey. Y encima era honesto. No deje que lo que le he contado le induzca a equivocarse al respecto. Nunca he tenido un candado cuya llave no compartiera con Jeffrey y seguiría haciéndolo hasta la eternidad si él siguiera con vida.

»Aunque hay un pero: en su vida privada sería de justicia decir que era una bala perdida. Le gustaba beber, apostar, amar y gastar. ¡Dios mío, cómo gastaba! Y en esto de beber, apostar, amar y gastar era un tipo bien promiscuo, sin duda. No hacía nada con moderación. De lo que heredó, de los cincuenta mil dólares o más que tenía su mujer cuando se casaron, ya no queda nada. Por suerte, tenía un buen seguro: en caso contrario, su mujer se hubiera quedado sin un centavo. Ah, era un verdadero Heliogábalo ese tipo.

Bruno Gungen bajó conmigo a la puerta de la calle cuando me fui. Le di las buenas noches y me alejé por el camino de grava hacia donde había dejado aparcado el coche. Era una noche despejada, oscura, sin luna. Los setos altos levantaban paredes negras a ambos lados de la casa de los Gungen. A la izquierda se veía apenas un hueco en la negrura —un hueco también oscuro, pero gris—, de forma oval, del tamaño de una cara.

Monté en el coche, lo puse en marcha y arranqué. Doblé en la primera esquina, aparqué el coche y eché a andar de vuelta a casa de Gungen. Aquel óvalo del tamaño de una cara había despertado mi curiosidad.

Cuando llegué a la esquina, vi una mujer que caminaba en dirección a mí desde la casa de los Gungen. Yo estaba ensombrecido por una pared. Con cautela, me fui apartando de la esquina hasta que llegué a un portalón con grandes contrafuertes de ladrillo que sobresalían. Me encajé entre ellos.

La mujer cruzó la calle y subió por el camino de entrada, hacia la estación de autocares. Lo único que pude distinguir de ella es que era una mujer. A lo mejor venía del terreno de los Gungen, a lo mejor no. A lo mejor lo que había visto junto al seto era su cara, a lo mejor no. Era a cara o cruz. Decidí que salía cara y la seguí hacia la estación.

Iba a la tienda de la estación. Y lo que quería era llamar por teléfono. Se pasó diez minutos hablando. En vez de entrar en la tienda para intentar oírla, me quedé en la otra acera y me contenté con poderle echar un buen vistazo.

Era una chica de unos veinticinco años, estatura mediana, de construcción robusta, con ojos de un gris claro y pequeñas bolsas bajo los párpados, nariz gruesa y labio inferior prominente. Llevaba el cabello moreno descubierto. Se envolvía el cuerpo con una capa larga azul.

Desde la tienda la seguí hasta la casa de los Gungen. Entró por la puerta trasera. Una criada, probablemente, aunque no era la que me había abierto la puerta en mi visita.

Volví al coche y circulé hacia la oficina.

—¿Dick Foley está trabajando en algo? —pregunté a Fiske, que controla todos los asuntos de la Agencia de Detectives Continental por la noche.

—No. ¿Se ha enterado de la historia del tipo que se ha hecho operar el cuello?

Como a Fiske no hace falta estimularlo ni un poquito para que te cuente doce historias seguidas, contesté:

—Sí. Busca a Dick y dile que tengo un encargo para que siga a alguien en la carretera del parque Westwood mañana por la mañana.

Di la dirección de Gungen y una descripción de la chica que había salido a llamar a la tienda a Fiske para que se la pasara a Dick. Luego aseguré a nuestro vigilante nocturno que también conocía la historia del negrito que se llamaba Opio, así como la de lo que le dijo el anciano a su esposa la noche del aniversario de boda. Antes de que pudiera ponerme a prueba con otra, me fugué a mi despacho, donde redacté un telegrama cifrado para nuestra sucursal de Los Ángeles, para pedirles que investigaran la reciente visita de Main a su ciudad.

A la mañana siguiente se presentaron Hacken y Begg a verme y les conté la versión de Gungen de por qué habían cobrado en efectivo los veinte mil dólares. Los agentes de la policía me contaron que un chivato les había dicho que Bunky Dahl —un guerrillero local con un modesto negocio de secuestros— llevaba un muy buen tren de vida más o menos desde la muerte de Main.

—Todavía no lo hemos detenido —dijo Hacken—. No lo hemos podido localizar, pero tenemos controlada a su chica. Aunque también puede ser que haya sacado la pasta de otro sitio.

A las diez de la mañana tuve que ir a Oakland a testificar contra un par de estafadores que habían vendido montones de acciones de un negocio de fabricación de goma que luego había resultado ser pura prestidigitación. Al volver a la agencia, a las seis de la tarde, me encontré un telegrama de Los Ángeles en mi mesa.

Jeffrey Main, según ese telegrama, había liquidado sus asuntos con Ogilvie el sábado por la tarde, se había dado de baja en el hotel de inmediato y había regresado por la noche en el tren Búho, de manera que tuvo que llegar a San Francisco a primera hora del domingo. Ogilvie había pagado la tiara con billetes de cien dólares nuevos y su banco había dado la numeración al operario de la agencia.

Antes de dar el día por concluido llamé a Hacken le pasé esos números y el resto de información del telegrama.

—Todavía no hemos encontrado a Dahl —me dijo.

El informe de Dick Foley llegó a la mañana siguiente. La chica había salido de casa de los Gungen a las 9.15 la noche anterior y había ido hasta el cruce de la avenida Miramar con Southwood Drive, donde la esperaba un hombre en un cupé Buick. Dick lo describía: unos treinta años, metro setenta y cinco, delgado, algo menos de setenta kilos; complexión media, pelo y ojos marrones; cara alargada, flaca, con barbilla prominente; sombrero marrón, traje, zapatos y abrigo grises.

La chica había montado en el coche con él y habían partido hacia la playa circulando un rato por la autovía, y luego de vuelta a Miramar y Southwood, donde la chica se bajó. Como parecía que se volvía a casa, Dick la soltó y siguió al hombre del Buick hasta los apartamentos Futurity, en la calle Masón.

El hombre pasó allí más o menos media hora y luego salió con otro hombre y dos mujeres. El segundo hombre tenía la misma edad que el primero, medía metro setenta, ojos y pelo marrones, complexión oscura, cara plana y ancha con pómulos prominentes, y llevaba traje azul, sombrero gris, abrigo marrón, zapatos negros y una aguja de corbata con una perla en forma de pera.

Una de las mujeres tenía unos veintidós y era bajita, delgada y rubia. La otra quizá tuviera tres o cuatro años más, pelirroja, de estatura y constitución mediana, nariz respingona.

El cuarteto se había metido en el coche para ir al café Algerian, donde se quedaron hasta poco después de la una. Luego habían regresado a los apartamentos Futurity. A las tres y media, el otro hombre se había ido a dejar el Buick en un garaje de la calle Post y luego caminando hasta el hotel Mars.

Después de leer el informe llamé a Mickey Linehan a la oficina de los operarios y le di el informe y las instrucciones:

—Averigua quiénes son esos.

Mickey se fue. Sonó mi teléfono.

Bruno Gungen:

—Buenos días. ¿Tiene alguna noticia que darme hoy?

—A lo mejor —contesté—. ¿Está por el centro?

—Sí, en mi tienda. Estaré aquí hasta las cuatro.

—Bien. Pasaré a verlo esta tarde.

A mediodía volvió Mickey Linehan.

—El primer tipo —informó—, el que vio Dick con la chica, se llama Benjamín Weel. Tiene un Buick y vive en el Mars; habitación 410. Es un vendedor, aunque nadie sabe de qué. El otro es un amigo que ha pasado un par de días con él. No he podido conseguir ningún dato. No se ha registrado en el hotel. Las dos mujeres de los Futurity son busconas. Viven en el apartamento 306. La alta se hace llamar señora Effie Roberts. La rubita es Violet Evarts.

—Espera —dije a Mickey.

Volví a entrar en la sala de archivo y fui a los cajones que contenían las fichas en tarjetas. Recorrí la de la «W»: Weel, Benjamín, alias «Carraspera», 36 312 W.

El contenido de la carpeta 36 312 W me informó de que a Ben Weel, el Carraspera, lo habían arrestado en el condado de Amador en 1916, acusado de apropiarse de unas pepitas de oro en la mina en que trabajaba, y lo habían mandado a cumplir tres años en San Quintín. En 1922 lo habían vuelto a detener, acusado de intentar chantajear a una actriz de cine, pero el caso no había prosperado. Su descripción encajaba con la que había dado Dick del hombre del Buick. Su fotografía, una copia de la que le había tomado la policía de Los Ángeles en el 22, mostraba a un joven de rasgos afilados con una mandíbula en forma de cuña.

Llevé la foto a mi despacho y se la enseñé a Mickey.

—Este es Weel hace cinco años. Síguelo un poco por ahí.

Cuando el detective se fue llamé a la oficina de agentes de policía. Ni Hacken ni Begg estaban por ahí. Conseguí hablar con Lewis, del departamento de identificaciones.

—¿Qué pinta tiene Bunky Dahl? —le pregunté.

—Espera un momento —dijo Lewis. Luego—: 32,170,79, medio, marrón, marrones, cara plana, ancha, pómulos prominentes, puente de oro en dentadura inferior izquierda, lunar marrón bajo oreja derecha, dedo pequeño del pie derecho deformado.

—¿Tienes una foto de sobra?

—Claro.

—Gracias. Te mando un chico a recogerla.

Envié a Tommy Howd a buscarla y luego me fui a comer algo. Después de almorzar fui a la tienda de Gungen, en la calle Post. El comerciante iba más chillón que nunca aquella tarde, con una chaqueta negra de hombreras más grandes aún que las del día anterior, pantalones grises de rayas, un chaleco que se inclinaba hacia el magenta y una corbata amplia de satén ricamente bordada con hilo de oro.

Recorrimos la tienda hasta el fondo y subimos unas escaleras estrechas para llegar a un cubículo pequeño que hacía las veces de oficina en el entresuelo.

—Y entonces, ¿qué me cuenta? —preguntó cuando ya estábamos sentados y con la puerta cerrada.

—Tengo más preguntas que novedades. Primero, ¿quién es la chica de nariz gruesa, labio inferior salido y bolsas bajo los ojos que vive en su casa?

—Una tal Rose Rubury. —Su carita pintada se arrugó para dibujar una sonrisa de satisfacción—. Es la criada de mi querida esposa.

—Sale con un expresidiario.

—Ah, ¿sí? —Se toqueteó la perilla teñida con su mano rosada, muy complacido—. Bueno, pues es la criada de mi querida esposa, eso seguro.

—Main no volvió en coche de Los Ángeles con un amigo, como dijo a su mujer. Subió en el tren del sábado por la noche, así que cuando apareció por casa ya llevaba doce horas en la ciudad.

Bruno Gungen soltó una risilla y ladeó su carita encantada.

—¡Ah! —Con una risa nerviosa—. ¡Progresamos! ¡Progresamos! ¿Verdad que sí?

—Quizá. ¿Recuerda si la tal Rose Rubury estaba en casa el domingo por la noche? Digamos que entre once y doce.

—Lo recuerdo. Sí estaba. A ciencia cierta. Mi querida esposa no se encontraba bien esa noche. Mi querida había salido pronto el sábado por la mañana, diciendo que se iba al campo con unos amigos, no sé con cuáles. Pero volvió esa noche a las ocho, quejándose de un dolor de cabeza muy molesto. Me asustó bastante la pinta que tenía, así que fui con frecuencia a ver cómo se encontraba y por eso sé que su criada estuvo en casa toda la noche, o por lo menos hasta la una.

—¿La policía le enseñó el pañuelo que encontraron con la cartera de Main?

—Sí —se removió al borde de la silla, con la misma cara de un niño que contempla un árbol de Navidad.

—¿Está seguro de que es de su mujer?

Como la risita le impedía hablar bien, se limitó a sacudir la cabeza de arriba abajo para decir que sí, con tal insistencia que parecía que quisiera limpiarse la corbata usando la perilla como cepillo.

—¿Quizá se la dejó en casa de los Main alguna vez que estuvo allí de visita? —sugerí.

—Eso no es posible —me corrigió con interés—. Mi amada y la señora Main no se conocen.

—¿En cambio con el señor Main sí se conocían?

Volvió a reírse y a cepillar la corbata con la perilla.

—¿Mucho?

Encogió tanto los hombros que las hombreras llegaron a la altura de las orejas.

—No lo sé —dijo, feliz—. He contratado a un detective.

—¿Sí? —Lo miré con el ceño fruncido—. A este lo ha contratado para averiguar quién robó y mató a Main, y para nada más. Si cree que lo ha contratado para investigar sus secretos familiares, está más equivocado que la ley seca.

—¿Por qué? Pero ¿por qué? —Estaba aturullado—. ¿Acaso no tengo derecho a saber? No va a haber ningún problema al respecto, ningún escándalo, ninguna demanda de divorcio, puede estar seguro. Además Jeffrey está muerto, así que podríamos considerar que ya es historia antigua. Mientras vivió, yo no sabía nada, estaba ciego. Tras su muerte vi algunas cosas. Para mi propia satisfacción, y sin otro motivo, le ruego que me crea, me gustaría saber a ciencia cierta.

—De mí no lo va a sacar —le dije en tono seco—. No sé nada de eso, aparte de lo que usted mismo me ha contado, y no me puede contratar para averiguar más. Además, si no va a hacer nada al respecto, ¿por qué no se olvida y deja el asunto en paz?

—No, no, amigo mío. —Había recuperado aquel ánimo que daba brillo a sus ojos—. No soy viejo, pero ya tengo cincuenta y dos. Mi querida esposa tiene dieciocho y es una persona verdaderamente encantadora. —Risilla—. Esto ha pasado. ¿No puede ser que vuelva a pasar? ¿Y no sería un rasgo de sabiduría por parte del marido tener…? Tener, digamos, algo que sirva para retenerla. ¿Unas riendas? ¿Un jaque? Y aun si no vuelve a ocurrir, ¿acaso no sería más dócil una querida esposa si su marido posee cierta información?

—Eso es asunto suyo. —Me levanté y me eché a reír—. Pero yo no quiero saber nada.

—Ah, no peleemos. —Se levantó de un salto y tomó mis manos entre las suyas—. Si no quiere, qué le vamos a hacer. Pero seguimos teniendo el aspecto criminal de la situación, el aspecto por el que nos hemos relacionado hasta ahora. ¿No lo abandonará? ¿Cumplirá con su compromiso? ¿Seguro?

—Supongamos, solo supongamos, que su mujer tuvo algo que ver con la muerte de Main. ¿Qué pasaría entonces?

—Eso… —Se encogió de hombros, mostró ambas manos con las palmas hacia arriba—. Eso sería cosa de la ley.

—Me parece bien. Seguiré, siempre que usted entienda que no tiene derecho a recibir ninguna información que no esté estrictamente relacionada con el aspecto criminal de la cuestión.

—¡Fantástico! Y si resulta que no puede separar a mi amada de eso…

Asentí. Me tomó de nuevo una mano y me dio unas palmaditas. La recuperé y regresé a la agencia.

Una nota en mi mesa me pedía que llamara al agente Hacken. Lo hice.

—Bunky Dahl no estaba presente en lo de Main —me dijo el agente de cara de hacha—. Él y un tal Ben Weel, el Carraspera, celebraron una fiesta en un bar de carretera cerca de Vallejo esa noche. Estuvieron allí desde las diez hasta que los echaron, pasadas las dos de la mañana, por empezar una pelea. Está comprobado. El tipo que me lo ha pasado es de fiar y lo he contrastado con otros.

Di las gracias a Hacken y llamé a la residencia de Gungen, donde pedí que se pusiera la señora y le pregunté si me recibiría en caso de que me pasara por allí.

—Ah, sí —dijo.

Al parecer, era su expresión favorita, aunque la decía de un modo que no expresaba nada.

Me eché al bolsillo las fotos de Dahl y Weel, tomé un taxi y arrancamos hacia el parque Westwood. Con el cerebro lleno de humo de cigarrillos Fatima mientras circulábamos, fui construyendo una fantástica serie de mentiras que diría a la esposa de mi cliente; una serie que quizá sirviera para conseguir la información que andaba buscando.

Ya en el camino de acceso a la casa, a unos ciento cincuenta metros, vi el coche de Dick Foley.

Un hombre delgado y de cara macilenta me abrió la puerta de los Gungen y me hizo pasar a una salita del piso superior, donde la señora Gungen dejó su ejemplar de Fiesta y, con un cigarrillo en la mano, señaló una silla que le quedaba cerca. Aquella mañana parecía más que nunca una muñeca de lujo con su vestido persa de color naranja, sentada con un pie recogido bajo el cuerpo en un sillón de tapicería brocada.

—Tiene una criada, Rose Rubury —empecé—. No quiero que oiga lo que digamos.

—Muy bien —contestó, sin la menor señal de sorpresa. Luego añadió—: Disculpe un momento. —Y abandonó la sala.

Regresó al poco y volvió a sentarse, esta vez con los dos pies bajo el cuerpo.

—Estará fuera al menos media hora.

—Será suficiente. Esa Rose se lleva bien con un expresidiario llamado Weel.

La cara de muñeca se puso seria y los labios regordetes y pintados se apretaron. Esperé y le di tiempo para decir algo. No dijo nada. Saqué las fotos de Weel y Dahl y se las tendí.

—El de la cara delgada es el amigo de su Rose. El otro es un colega… También maleante.

Cogió las fotos con una manita tan firme como la mía y las miró con cuidado. La boca se apretó más todavía, empequeñecida, y los ojos marrones se oscurecieron. Luego, lentamente, se le despejó la cara y murmuró:

—Ah, sí. —Y me devolvió las fotos.

—Cuando se lo dije a su marido —expliqué con toda la intención—, me contestó: «Es la criada de mi mujer». Y se puso a reír.

Enid Gungen no dijo nada.

—¿Entonces? —pregunté—. ¿Qué quería decir?

—Y yo qué sé —contestó con un suspiro.

—Ya sabe que su pañuelo apareció con la cartera vacía de Main.

Lo dejé caer como quien no quiere la cosa, mientras fingía estar especialmente ocupado en tirar la ceniza de mi cigarrillo en un cenicero de jaspe tallado con la forma de un ataúd sin tapa.

—Ah, sí —contestó, con voz de agotada—. Me lo habían dicho.

—¿Y cómo cree que pudo ser?

—Ni me lo imagino.

—Yo sí podría —dije—. Pero prefiero saberlo a ciencia cierta. Señora Gungen, nos ahorraría mucho tiempo si hablásemos claro.

—¿Y por qué no? —preguntó ella en tono apático—. Usted goza de la confianza de mi marido, tiene su permiso para interrogarme. Si resulta que es humillante para mí… Bueno, al fin y al cabo, solo soy su esposa. Y no es demasiado probable que uno de ustedes sea capaz de inventar alguna indignidad peor que aquellas a las que ya me he sometido.

Respondí con un gruñido a su discurso teatral y seguí avanzando.

—Señora Gungen, solo me interesa averiguar quién robó y mató a Main.

Cualquier cosa que apunte en esa dirección es buena para mí, pero solo precisamente por apuntar en esa dirección. ¿Entiende lo que le quiero decir?

—Efectivamente —dijo—. Entiendo que lo ha contratado mi marido.

Así no íbamos a ninguna parte. Lo volví a intentar.

—¿Qué impresión le parece que me llevé la otra noche, cuando estuve aquí?

—Ni me imagino.

—Inténtelo, por favor.

—Sin duda —sonrió levemente— se llevó la impresión de que mi marido cree que yo era la amante de Jeffrey.

—¿Y?

—¿Me está…? —Se le veían los hoyuelos, parecía que le hiciera gracia—. ¿Me está preguntando si era su amante de verdad?

—No, aunque por supuesto me gustaría saberlo.

—Como es natural —sonrió, complacida.

—¿Y usted qué impresión se llevó?

—¿Yo? —Se le llenó la frente de arrugas—. Ah, que mi marido lo había contratado para demostrar que yo era la amante de Jeffrey.

Repetía la palabra amante como si le gustara la forma que adquiría en su boca.

—Se equivocó.

—Conociendo a mi marido, me cuesta creerlo.

—Conociéndome a mí, estoy seguro —insistí—. Entre su marido y yo no hay ninguna duda al respecto, señora Gungen. Queda claro que mi trabajo consiste en averiguar quién robó y mató… Y nada más.

—¿De veras?

Era un colofón educado para una discusión de la que ya se había cansado.

—Me está atando las manos —protesté mientras me levantaba, haciendo ver que no me fijaba mucho en ella—. No me queda más remedio que coger a la tal Rose Rubury y a sus dos hombres y ver qué puedo sonsacarles. ¿Ha dicho que ella volvería en media hora?

Sus ojos redondos y marrones me miraron fijamente.

—Debería estar aquí dentro de unos minutos. ¿La va a interrogar?

—Pero no aquí —la informé—. Me la llevaré a la comisaría central y mandaré alguien a recoger a los hombres. ¿Puedo usar su teléfono?

—Claro. Está en la otra sala.

Cruzó el salón para abrirme la puerta.

Llamé al 20 de Davenport y pedí que me pusieran con el despacho de los agentes.

La señora Gungen, plantada en la salita, y en voz tan baja que apenas pude oírla, dijo:

—Espere.

Con el teléfono en la mano, me volví para mirarla, al otro lado de la puerta. Se estaba pellizcando la boca roja entre el pulgar y el índice, con el ceño fruncido. No colgué el teléfono hasta que retiró la mano de la boca y la tendió hacia mí. Entonces volví a la salita.

Yo mandaba. Mantuve la boca cerrada. Dar el salto dependía de ella. Estuvo un minuto, o más, estudiando mi cara antes de empezar:

—No haré ver que me fio de usted. —Hablaba en tono dubitativo, en parte como si lo hiciera para ella misma—. Trabaja para mi marido y a él ni siquiera el dinero le interesa tanto como saber lo que yo pueda haber hecho. He de escoger entre dos males: uno seguro por un lado y uno más que probable por el otro.

Dejó de hablar y se frotó las manos. La indecisión se asomaba a sus ojos redondos. Si no la ayudaba, estaba a punto de echarse atrás.

—Estamos solos —insté—. Luego podrá negarlo todo. Es mi palabra contra la suya. Si no me lo dice… Ahora ya sé que me lo dirán otros. Así interpreto que me haya apartado del teléfono. Usted cree que se lo diré todo a su marido. Bueno, si se lo tengo que sonsacar a los demás lo más probable es que él lo lea en la prensa. Su única posibilidad pasa por fiarse de mí. Y no es una posibilidad tan remota como le parece. En cualquier caso, de usted depende.

Medio minuto de silencio.

—Y si… —susurró—. Y si le pagara para…

—¿Para qué? Si se lo pienso contar a su marido podría aceptar el pago y contárselo igualmente, ¿no?

La boca roja se curvó, asomaron los hoyuelos y los ojos se iluminaron.

—Es tranquilizador —dijo—. Se lo voy a contar. Jeffrey volvió pronto de Los Ángeles para que pudiéramos pasar el día juntos en un apartamento que teníamos. Después de comer entraron dos hombres… Tenían llave. Llevaban revólveres. Le robaron el dinero a Jeffrey. A eso habían venido. Daba la sensación de que lo sabían todo sobre el dinero y sobre nosotros. Nos llamaron por nuestros nombres y se burlaron con amenazas de la historia que contarían si los hacíamos detener.

»Cuando se fueron no pudimos hacer nada. Nos habían dejado en una situación ridículamente desesperada. No podíamos hacer nada, puesto que no teníamos ninguna posibilidad de reponer el dinero. Jeffrey ni siquiera podía hacer ver que lo había perdido, o que se lo habían robado estando solo. El hecho de que hubiera vuelto en secreto antes de tiempo a San Francisco hubiera levantado sospechas. Quería que me fugase con él. Luego quería ir a ver a mi marido para contarle la verdad. Yo no podía permitir ninguna de esas dos opciones, claro. Igualmente absurdas las dos.

»Dejamos el apartamento, cada uno en una dirección, poco después de las siete. La verdad es que en ese momento no nos llevábamos demasiado bien. Ahora que teníamos problemas él ya no era tan… No, no debería decir eso.

Se detuvo y se me quedó mirando con su cara plácida de muñeca que parecía haberse aliviado de todos sus problemas por el mero gesto de pasármelos a mí.

—¿Son los dos hombres de las fotos que le he enseñado?

—Sí.

—¿Esa criada sabía lo de usted y Main? ¿Y lo del apartamento? ¿Sabía que él iba a Los Ángeles y conocía su plan de volver pronto con el dinero?

—No sé si lo sabía. Pero no cabe duda de que tuvo ocasión de enterarse si nos espiaba, o si lo oyó por casualidad y registró mi… Jeffrey me dejó una nota en la que me contaba lo del viaje a Los Ángeles y proponía la cita para el domingo por la mañana. Quizás ella pudo verla. Soy descuidada.

—Me voy a ir —le dije—. No haga nada hasta que tenga noticias mías. Y no asuste a la criada.

—No olvide que no le he contado nada —me recordó mientras me seguía hasta la puerta de la salita.

De casa de los Gungen fui directo al hotel Mars. Mickey Linehan estaba sentado detrás de un periódico en un rincón del vestíbulo.

—¿Están?

—Sí.

—Subamos a verlos.

Mickey golpeó con los nudillos la puerta de la 410. Una voz metálica preguntó:

—¿Quién es?

—Un paquete —contestó Mickey con una voz que pretendía ser juvenil.

Abrió la puerta un hombre joven con la mandíbula afilada. No nos invitó a pasar, pero tampoco intentó impedirlo cuando entramos.

—¿Es usted el señor Weel? —pregunté.

Mickey cerró la puerta a nuestra espalda y luego, sin esperar a que respondiera que sí, me volví hacia el hombre de cara ancha sentado en la cama.

—¿Y usted es Dahl?

Weel se dirigió a Dahl con su voz metálica y relajada:

—Un par de detectives.

El hombre de la cama nos miró y sonrió.

Yo tenía prisa.

—Quiero la pasta que le quitaron a Main —anuncié.

Los dos contestaron con una sonrisa burlona al unísono, como si lo hubieran practicado.

Saqué el arma.

Weel soltó una carcajada seca.

—Coge el sombrero, Bunky —dijo entre risas—. Nos llevan a custodia.

—No lo ha entendido bien —expliqué—. Esto no es una detención, es un asalto. ¡Arriba las manos!

Dahl las levantó enseguida. Weel dudó hasta que Mickey le presionó las costillas con el morro de una 38 especial.

—Cachéalos —le dije.

Tras repasar la ropa de Weel, sacó un arma, algunos papeles, algo de dinero suelto y una faltriquera bien rellena. Luego repitió la operación con Dahl.

—Cuéntalo —le dije.

Mickey les quitó las faltriqueras, se escupió saliva en los dedos y puso manos a la obra.

—Diecinueve mil ciento veintiséis dólares y sesenta y dos centavos —informó al terminar.

Con la mano que no sostenía el arma tanteé en mi bolsillo en busca de la nota donde había apuntado los números de los billetes de cien que Main había recibido de Ogilvie. Pasé la nota a Mickey.

—Mira a ver si estos números coinciden con los de cien.

Cogió la nota, la miró y dijo:

—Coinciden.

—Bien. Guarda el dinero y las armas y mira a ver si hay más en la habitación.

A esas alturas, Bel Weel, el Carraspera, ya había recuperado la respiración.

—¡Oiga! —protestó—. ¡No puede hacer esto, compañero! ¿Dónde se cree que está? ¡No le va a salir bien!

—Lo puedo intentar —le aseguré—. Supongo que gritará: «¡Policía!». ¡Seguro que sí! El único grito que le espera será contra su propia imbecilidad por haber creído que, como tenían a la mujer tan bien agarrada que no podía ir a la poli, ya no tenían que preocuparse de nada. Estoy jugando la misma partida que ustedes con ella y con Main, solo que la mía es mejor porque ustedes no pueden hacerse los duros luego conmigo sin enfrentarse a un lío. Y ahora, ¡a callar!

—No hay más pasta —me informó Mickey—. Solo cuatro sellos de correos.

—Cógelos —le dije—. Valen casi ocho centavos. Y ahora nos vamos.

—Eh, déjennos un par de pavos —suplicó Weel.

—¿No le he dicho que se callara? —le gruñí mientras caminaba de espaldas hacia la puerta, que Mickey estaba abriendo ya.

El pasillo estaba vacío. Mickey se plantó en él, apuntando con el arma a Weel y Dahl, mientras yo salía de la habitación caminando de espaldas y pasaba la llave de la cerradura interior a la exterior. Luego cerré de golpe, giré la llave, me la metí en el bolsillo, bajamos las escaleras y salimos a la calle.

El coche de Mickey estaba a la vuelta de la esquina. Dentro, pasamos el botín de su bolsillo al mío, salvo las armas. Luego él se bajó y regresó a la agencia. Yo dirigí el coche hacia el edificio en que habían matado a Jeffrey Main.

La señora Main era una chica alta de menos de veinticinco años con melena morena rizada, ojos grises de densas pestañas y una cara cálida, de rasgos amplios. Su ancho cuerpo estaba vestido de negro del cuello a los pies.

Leyó mi tarjeta, asintió con una inclinación de cabeza a mi explicación de que me había contratado Gungen para investigar la muerte de su marido y me llevó a una sala gris y blanca.

—¿Fue en esta sala?

—Sí —tenía una voz agradable, con una leve ronquera.

Me llegué hasta la ventana y miré abajo, hacia el terrado del tendero y hacia la mitad visible del callejón trasero. Aún tenía prisa.

—Señora Main —dije, volviéndome hacia ella y tratando de suavizar la brusquedad de mis palabras con un volumen bien bajo—, tras la muerte de su marido usted tiró el arma por la ventana. Luego enganchó el pañuelo a la esquina de la cartera y también la tiró. Como pesaba menos que el arma, en vez de llegar hasta el callejón cayó en el terrado. ¿Por qué puso el pañuelo…?

Se desmayó sin emitir ni un solo ruido.

La atrapé antes de que llegara al suelo, la llevé al sofá, encontré colonia y sales y se las apliqué.

—¿Sabe de quién era el pañuelo? —pregunté cuando la tuve de nuevo despierta e incorporada en el asiento.

Meneó la cabeza de izquierda a derecha.

—¿Y entonces por qué se tomó tanto trabajo?

—Estaba en el bolsillo de Jeffrey. No sabía qué hacer con él. Pensé que la policía preguntaría por él. Yo no quería que ningún elemento les impulsara a empezar con las preguntas.

—¿Por qué contó la historia del robo?

No respondió.

—¿El seguro? —sugerí.

Ella sacudió la cabeza de arriba abajo y soltó un grito desafiante:

—¡Sí! Se había gastado todo su dinero y el mío. Y luego tuvo que… Que hacer algo como eso. Él…

Interrumpí su queja.

—Él dejó una nota, supongo. Algo que sirva de prueba.

Prueba de que ella no lo había matado, quería decir.

—Sí.

Toqueteó nerviosa el regazo de su vestido negro.

—Bien, dije mientras me ponía de pie. A primera hora de la mañana, lleve esa nota a su abogado y cuéntele toda la historia.

Farfullé algo compasivo y me fugué.

Caía ya la noche cuando llamé al timbre de Gungen por segunda vez en el mismo día. La criada macilenta que abrió la puerta me dijo que el señor Gungen estaba en casa. Me llevó arriba.

Rose Rubury bajaba las escaleras. Se detuvo en el rellano para dejarnos pasar. Yo me paré delante de ella mientras mi guía avanzaba hacia la biblioteca.

—Estás acabada, Rose —dije a la chica en el rellano—. Te doy diez minutos para desaparecer. Ni una palabra a nadie. Si no te gusta así, siempre puedes probar a ver si dentro del trullo te gusta más.

—¡Caramba, a quién se le ocurre!

—El plan ha fallado. —Metí una mano en el bolsillo y le mostré un fajo de billetes del dinero que había sacado en el hotel Mars. Acabo de regresar de mi visita al Carraspera y a Bunky.

Eso la impresionó. Se dio media vuelta y echó a correr escaleras arriba.

Bruno Gungen salió hasta la puerta de la biblioteca para buscarme. Miró con curiosidad a la chica —que ahora corría por los escalones que llevaban al segundo piso— y luego a mí. Una pregunta tironeaba ya de los labios del hombrecillo, pero la descarté con una afirmación:

—Se acabó.

—¡Bravo! —exclamó mientras entraba en la biblioteca—. ¿Lo has oído, querida? ¡Se acabó!

Su querida, sentada a la mesa, en el mismo sitio que había ocupado la otra noche, sonrió con inexpresiva cara de muñeca y murmuró:

—Ah, sí —sin la menor expresividad.

Yo fui a la mesa y vacié el dinero de mis bolsillos.

—Diecinueve mil ciento veintiséis dólares y setenta centavos, sellos incluidos —anuncié—. Los otros ochocientos setenta y tres dólares con treinta centavos han desaparecido.

—¡Ah! —Bruno Gungen se mesó la perilla negra con forma de pala, con su temblorosa mano rosada, y clavó en mi rostro sus ojos duros y brillantes—. ¿Y dónde lo ha encontrado? Por lo que más quiera, siéntese con nosotros y cuéntenos esa historia. Estamos muertos de ganas de conocerla, ¿eh, mi amor?

Su amor bostezó:

—Ah, sí.

—No hay mucha historia —dije—. Para recuperar el dinero he tenido que hacer un trato y prometer silencio. A Main le robaron el domingo por la tarde. Pero resulta que si detuviéramos a los ladrones no podríamos condenarlos. La única persona que los podría identificar se niega a hacerlo.

—Pero ¿quién mató a Jeffrey? —El hombrecillo me daba empujoncitos en el pecho con sus dos manos rosadas—. ¿Quién lo mató esa noche?

—Suicidio. La pena de que le hubieran robado en circunstancias que no podía explicar.

—¡Ridículo!

A mi cliente no le gustaba el suicidio.

—A la señora Main la despertó el disparo. El suicidio cancelaba la póliza del seguro y eso la dejaba sin un centavo. Tiró por la ventana el arma y la cartera, escondió la nota que había dejado él y se inventó la historia del robo.

—¡Y el pañuelo! —gritó Gungen.

Estaba indignado.

—Eso no significa nada —le aseguré con toda solemnidad—. Salvo que Main, de quien usted mismo dijo que era promiscuo, probablemente había tonteado con la criada de su mujer y ella, como tantas otras criadas, se había adjudicado alguna propiedad de su mujer.

Infló los carrillos maquillados y empezó un pataleo, casi un baile. Su indignación era tan chistosa como la afirmación que la había provocado.

—¡Ya veremos! —Se volvió sobre los tacones y salió de la habitación repitiendo una y otra vez—: ¡Ya veremos!

Enid Gungen me tendió una mano. Su cara de muñeca estaba llena de curvas y hoyuelos.

—Gracias —susurró.

—No sé por qué —gruñí, sin estrechar su mano—. Lo he montado todo de tal manera que no pueda probarse nada. Pero él no deja de saberlo. ¿Acaso no he estado ahora mismo a punto de decírselo?

—Ah, eso. —Lo descartó con una sacudida de su cabecita—. Soy bastante capaz de cuidar de mí misma siempre y cuando él no tenga ninguna prueba irrevocable.

La creí.

Bruno Gungen volvió revoloteando a la biblioteca, echando espuma por la boca, arrancándose la perilla teñida, gritando que no había manera de encontrar a Rose Rubury en toda la casa.

A la mañana siguiente, Dick Foley me contó que la criada se había reunido con Weel y Dahl y se había ido a Portland con ellos.