XI

—Bueno, me he encontrado la puerta abierta —empezó el chico.

—Esa parte ya me la sé —lo interrumpí—. Fías entrado y has avisado a tus amigos, Papadopoulos y Flora, de la fuga de la chica y de que Carey y yo estábamos a punto de venir. Les has aconsejado que fingieran que habías conseguido detenerlos tú solo. Así Carey y yo entraríamos. Como tú te quedarías detrás de nosotros sin levantar sospechas, os resultaría más fácil atraparnos entre los tres. Y luego podías salir a la carretera y decirle a Andy que ibas de mi parte a recoger a la chica. Era un buen plan, solo que no sabías que yo me había guardado el as de Dick y Mickey en la manga y que no estaba dispuesto a permitir que te pusieras detrás de mí. Pero eso no es lo que quiero saber. Quiero saber por qué nos has vendido y qué crees que va a pasar ahora.

—¿Está loco? —Todo era perplejidad en su rostro juvenil, terror en su mirada—. ¿O es una…?

—Claro que estoy loco —admití—. ¿Acaso no lo estaba cuando te permití meterme en aquella trampa en Sausalito? En cambio, no estaba tan loco como para no entender después lo que había pasado. No estaba tan loco como para no darme cuenta de que Ann Newhall no se atrevía a mirarte. No estoy tan loco como para pensar que Papadopoulos y Flora se iban a dejar capturar por ti en contra de su voluntad. Estoy loco, pero con moderación.

Jack se echó a reír: una atrevida carcajada juvenil, tal vez demasiado estridente. Los ojos no acompañaban a la boca y a la voz. Mientras se reía, sus ojos se fijaron primero en la pistola que sostenía su mano y luego en mí.

—Habla, Jack —supliqué con voz ronca, apoyándole una mano en el hombro—. Por el amor de Dios, ¿por qué lo has hecho?

El muchacho cerró los ojos, tragó saliva y sacudió los hombros en un estremecimiento. Cuando los volvió a abrir, había en ellos una mirada dura, brillante, cargada de un inferno alborotado.

—Lo peor —dijo en tono brusco, sacudiendo el hombro para alejarlo de mi mano— es que no he sido muy bueno como estafador, ¿verdad? No he conseguido engañarlo.

No dije nada.

—Supongo que se ha ganado el derecho a conocer la historia —añadió tras una breve pausa. Su voz era conscientemente monótona, como si se esforzara por despojarla de cualquier tono o acento que pudiera expresar alguna emoción. Era demasiado joven para hablar con naturalidad—. Conocí a Ann Newhall en mi casa hace tres semanas. Iba al colegio con mis hermanas, pero no la había visto nunca. Nos reconocimos al instante, claro: yo sabía que ella era Nancy Regan y ella sabía que yo trabajaba en la Continental.

»Así que hicimos un aparte y hablamos de nuestras cosas. Luego me llevó a ver a Papadopoulos. El viejo me cayó bien y yo a él también. Me explicó que juntos podíamos acumular cantidades impensables de riquezas. Y aquí estamos. La perspectiva de conseguir ese dinero destrozó por completo mi sentido de la moral. Le conté lo de Carey en cuanto lo supe por usted y monté esta trampa tal como la acaba de describir. A él le parecía que sería mejor que dejara de molestarnos antes de descubrir la conexión entre Newhall y Papadopoulos.

»Después de ese fracaso, quiso que lo volviera a probar, pero yo me negué a participar en ningún fiasco más. No hay nada más estúpido que un asesinato que no sale bien. Ann Newhall es inocente de todo, menos de su propia estupidez. Creo que ni siquiera sospecha que mi participación en sus trabajos sucios haya ido más allá de no detenerlos a todos. Con eso, mi querido Sherlock, termina mi confesión.

Yo había escuchado la historia del muchacho con un gran despliegue de empático interés. Ahora le fruncí el ceño y me dirigí a él en tono acusatorio, aunque todavía relativamente amistoso.

—¡Déjate de farsas! El dinero que te mostró Papadopoulos no te compró. Coincidiste con la chica y no tuviste la dureza suficiente para detenerla. Sin embargo, tu vanidad —el orgullo de verte a ti mismo como un tipo duro— te impedía reconocerlo. Has interpretado el papel de un duro. Y eso te ha convertido en carne ideal para la picadora de Papadopoulos. Él te otorgó un papel que podías representar ante ti mismo: un maleante caballeroso, un cerebro pensante, un villano desesperadamente cortés, toda esa basura romántica. Así te metiste, hijo. Fuiste tan lejos como pudiste, más allá de lo necesario, para salvar a la chica de la trena solo por demostrarle al mundo, pero sobre todo a ti mismo, que no actuabas por puro sentimentalismo, sino en virtud de tus propios deseos temerarios. Y así estás. Mírate.

No sé qué vio —lo mismo que yo, o quizás otra cosa—, pero se le sonrojó lentamente el rostro y se negó a mirarme. Perdió la mirada a lo lejos, en la carretera.

Yo eché un vistazo a la habitación iluminada que quedaba tras él. Tom-Tom Carey había avanzado hacia el centro y nos miraba desde allí. Estiré una comisura de la boca en una mueca destinada a él: una advertencia.

—Bueno —empezó a decir el chico.

Pero no sabía cómo seguir. Movió los pies, inquieto, y siguió sin mirarme.

Puse la espalda bien tiesa y me libré del último rastro de hipócrita empatía.

—¡Dame el arma, rata sucia! —le gruñí.

Saltó hacia atrás como si lo hubiera golpeado. La locura le retorcía la cara. De un tirón, llevó el arma a la altura del pecho.

Tom-Tom Carey vio subir el arma. El moreno disparó dos veces. Jack Counihan cayó muerto a mis pies.

Mickey Linehan disparó una vez. Carey cayó al suelo, sangrando por la sien.

Pasé por encima del cuerpo de Jack, entré en la habitación y me arrodillé junto al moreno. Él se retorció, quiso decir algo, pero murió sin poder soltarlo. Antes de levantarme, esperé a que mi cara recuperase la compostura.

La Gran Flora me estudiaba con sus ojos grises entrecerrados. Le devolví la mirada.

—No lo he entendido todo —dijo lentamente—. Pero si tú…

—¿Dónde está Angel Grace? —la interrumpí.

—Atada a la mesa de la cocina —me informó. Luego siguió pensando en voz alta—. Has repartido la baraja y…

—Sí —admití con amargura—. Soy otro Papadopoulos.

Un estremecimiento sacudió su corpachón. El dolor nubló la hermosa brutalidad de su rostro. Dos lágrimas brotaron entre sus párpados.

¡La condenada todavía amaba al viejo canalla!