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—¿Qué está tramando? —preguntó Tom-Tom Carey en tono suspicaz cuando me reuní de nuevo con él y con Jack.

—Cosas de detectives.

—Me las tendría que haber arreglado yo solo —refunfuñó—. No ha hecho más que perder el tiempo desde el principio.

Resopló y echó a andar de nuevo por el terreno, con Jack y yo detrás. Al final había que escalar otra valla. Luego llegamos a un montículo con algo de bosquecillo y al fin tuvimos delante la casa de los Newhall: una casa grande y blanca que brillaba a la luz de la luna, con rectángulos amarillos correspondientes a las ventanas de las habitaciones que tenían las luces encendidas y las persianas bajadas. Estaban todas en la planta baja. La de arriba estaba a oscuras. No se oía nada.

—¡Maldita luna! —repitió Tom-Tom Carey mientras sacaba otra automática de entre la ropa para poder llevar una en cada mano.

Jack empezó a sacar su arma, me miró, vio que yo seguía sin mostrar la mía y volvió a meter la suya en el bolsillo.

La cara de Tom-Tom Carey era una máscara oscura de piedra —con dos ranuras para los ojos y otra para la boca—, la máscara lúgubre del cazador de hombres, del asesino. Respiraba con suavidad y su amplio pecho se movía de manera armoniosa. A su lado, Jack Counihan parecía un escolar excitado. Tenía una cara horrenda, con los ojos deformados de tan abiertos, y respiraba como una bomba de inflar neumáticos. Pero su sonrisa era genuina pese a todo el nerviosismo.

—Cruzaremos hasta la casa por este lado —murmuré—. Luego uno puede encargarse de la puerta delantera, otro de la trasera y el tercero esperar hasta que vea dónde hace más falta, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —accedió el moreno.

—¡Espere! —exclamó Jack—. La chica ha bajado por las parras desde una ventana del piso superior. ¿Y si yo subo por ahí? Peso menos que ustedes. Si aún no la han echado de menos, la ventana seguirá abierta. Denme diez minutos para encontrar la ventana, entrar por ella y situarme. Así, cuando ataquen estaré detrás de ellos. ¿Qué les parece?

Esperaba un aplauso.

—¿Y si te agarran en cuanto pises la habitación? —objeté.

—Supongamos que es así. Puedo armar un buen jaleo para que lo oigan. Así pueden atacar al galope mientras ellos estén ocupados conmigo. Funcionaría igual de bien.

—¡Demonios! —ladró Tom-Tom Carey—. ¿De qué sirve todo eso? Es mejor de la otra manera. Uno por la puerta delantera, otro por la trasera, las reventamos de una patada y entramos pegando tiros.

—Si esa idea nueva funciona, será mejor —opiné—. Si estás dispuesto a caer en la caldera, Jack, no seré yo quien te lo impida. No me opondré a que te hagas el héroe.

—¡No! —rugió el moreno—. ¡Nada que ver!

—Sí —le llevé la contraria—. Lo vamos a probar. Es mejor que te tomes veinte minutos, Jack. Aun así, tendrás poco tiempo que perder.

Cada uno miró su reloj y luego él arrancó hacia la casa.

Tom-Tom Carey, con su oscuro ceño fruncido, se interpuso en su camino. Solté una maldición y me puse entre el moreno y el muchacho. Jack se escabulló a mi espalda y recorrió deprisa el espacio que nos separaba de la casa, demasiado iluminado.

—Mantenga los pies en el suelo —dije a Carey—. Hay un montón de cosas en esta partida de las que no sabe nada.

—¡Demasiadas! —rugió, pero dejó en paz al muchacho.

Por nuestro lado del edificio no había ninguna ventana abierta en el piso de arriba. Jack avanzó hacia la parte trasera de la casa y se perdió de vista.

Sonó un leve roce a nuestra espalda. Carey y yo nos volvimos a la vez. Él alzó las armas. Yo estiré un brazo por encima de ellas y las empujé hacia abajo.

—No tenga una hemorragia —le advertí—. Solo es una de esas cosas que usted ignora.

El roce había parado.

—De acuerdo —llamé en voz baja.

Mickey Linehan y Andy MacElroy salieron de las sombras de los árboles.

Tom-Tom Carey pegó tanto su cara a la mía que si aquel día se hubiera olvidado de afeitarse me estaría rascando.

—Maldito traidor…

—¡Compórtese! ¡Compórtese! ¡A su edad…! —lo reñí—. Ninguno de estos chicos quiere su dinero manchado de sangre.

—No me gusta esto de las bandas —gruñó—. Dijimos…

—Cuanta más ayuda, mejor —lo interrumpí, al tiempo que miraba el reloj. Luego me dirigí a los dos agentes—: Ahora nos acercaremos a la casa. Entre los cuatro deberíamos ser capaces de tenerlo todo controlado. Ya conocéis las descripciones de Papadopoulos, la Gran Flora y Angel Grace. Están ahí dentro. No corráis ningún riesgo con ellos. Flora y Papadopoulos son dinamita. Jack Counihan está intentando colarse en el interior. Vosotros vigilad la parte trasera. Carey y yo nos encargaremos de la delantera. Mandamos nosotros. Vosotros aseguraos de que no se nos escapa nadie. ¡De frente!

El moreno y yo nos encaminamos al soportal delantero: una veranda grande con parras en el lateral, amarilleadas ahora por la iluminación que se filtraba por las cristaleras con cortinas.

No habíamos dado todavía nuestros primeros pasos por el soportal cuando una de sus altas puertas acristaladas se movió… Abierta.

Lo primero que vi fue la espalda de Jack. Estaba abriendo la puerta con una mano y un pie, sin volverse.

Más allá del joven, de cara a él, había un hombre y una mujer. El hombre era mayor, bajo, flacucho, arrugado y penosamente asustado: Papadopoulos. Vi que se había afeitado aquel bigote blanco greñudo. La mujer era alta, de cuerpo grande, carnes rosadas, cabello rubio, una atleta de cuarenta años con ojos de un gris claro hundidos en un rostro de belleza brutal: la Gran Flora Brace. Estaban muy quietos, juntos, mirando la boca del cañón del arma de Jack Counihan.

Yo me quedé delante de la puerta contemplando la escena, pero Tom-Tom Carey, con las dos armas levantadas, pasó junto a mí, entró por la alta puerta y se plantó junto al chico. Yo no lo seguí hasta el interior de la sala.

Los ojos asustados de Papadopoulos volaron hacia la cara del moreno. Los ojos grises de Flora se posaron también en él con un gesto deliberado, pero luego me buscaron a mí.

—¡Todo el mundo quieto! —ordené, y me aparté de la puerta, hacia el lado del soportal donde las parras eran más finas.

Asomado entre las parras para que mi cara fuera visible a la luz de la luna, miré hacia el fondo del edificio. Entre las sombras del garaje se veía una silueta que podía pertenecer a un hombre. Levanté un brazo a la luz de la luna para llamarlo. La sombra se encaminó hacia mí: Mickey Linehan. La cabeza de Andy MacElroy apareció a la vuelta de la esquina. Volví a llamar con el brazo en el aire y Andy arrancó detrás de Mickey.

Regresé a la puerta abierta.

Papadopoulos y Flora —un conejo y una leona— seguían mirando las armas de Carey y Jack. Volvieron a mirarme cuando aparecí de nuevo y los labios carnosos de la mujer empezaron a curvarse en una sonrisa.

Mickey y Andy llegaron y se plantaron a mi lado. La sonrisa de la mujer murió de tristeza.

—Carey —dije—, usted y Jack sigan como están. Mickey, Andy, entrad y coged esos regalos que nos manda Dios.

Cuando los dos agentes pasaron por la puerta empezaron a ocurrir cosas.

Papadopoulos gritó.

La Gran Flora se lanzó contra él y lo empujó hacia una puerta del fondo.

—¡Vete! ¡Vete! —bramó.

Tambaleándose, a trompicones, se desplazó por la sala.

Flora tenía un par de armas que habían aparecido de repente en sus manos. Su cuerpo rubio parecía llenar la habitación, como si se hubiera convertido a voluntad en una giganta. Cargó directamente hacia las armas que sostenían Jack y Carey para impedir que disparasen contra la puerta, contra el hombre que huía.

Una mancha a un lado; Andy MacElroy en movimiento.

Puse una mano en el brazo de Jack que sostenía el arma.

—No dispares —le dije al oído.

Las armas de Flora atronaron a la vez. Pero se estaba cayendo. Andy se le había echado encima. Se había lanzado contra sus piernas como quien tira un guijarro.

Mientras Flora trastabillaba, Tom-Tom Carey dejó de esperar.

La primera bala pasó tan cerca de ella que le cortó el pelo rubio. Pero siguió más allá: dio a Papadopoulos justo cuando se disponía a salir por la puerta. Le acertó en la parte baja de la espalda: lo dejó tumbado en el suelo.

Carey disparó otra vez, y otra y otra, contra aquel cuerpo tumbado boca abajo.

—No sirve de nada —gruñí—. Ya no lo puede matar más.

Él soltó una risilla y bajó las armas.

—Ciento seis mil partido por cuatro. —Todo su malhumor, toda su tristeza, había desaparecido—. Cada una de esas balas me ha ganado veintiséis mil quinientos dólares.

Andy y Mickey habían sometido a Flora tras una batalla de lucha libre y la estaban levantando del suelo. Desvié la mirada hacia el moreno y murmuré:

—Esto no ha terminado todavía.

—Ah, ¿no? —Parecía sorprendido—. ¿Qué falta ahora?

—Permanezca atento y déjese guiar por su conciencia —repliqué. Luego me volví hacia el joven Counihan—. Ven conmigo, Jack.

Salí por la puerta, crucé el soportal y me apoyé en la barandilla. Jack me siguió y se puso delante de mí, con el arma aún en la mano, el rostro blanco y exhausto de la tensión nerviosa. Por encima de su hombro yo podía ver la sala que acabábamos de abandonar. Andy y Mickey tenían a Flora sentada entre ellos en el sofá. Carey permanecía a un lado y nos miraba con curiosidad. Estábamos en medio de la cinta de luz que se colaba por la puerta abierta. Podíamos mirar hacia dentro, aunque la espalda de Jack lo tapaba todo, y desde dentro nos veían, pero no podían oír nuestra conversación si no levantábamos mucho la voz.

Todo estaba como yo quería.

—Ahora, cuéntamelo —ordené a Jack.