Le había pedido que hablara rápido. Lo hizo. Estuvo ahí plantada veinte minutos soltando palabras en una corriente articulada que solo conocía pausas cuando yo intervenía para evitar que se apartase del camino que le quería ver seguir. Era un batiburrillo casi incoherente en algunos puntos y no siempre creíble, pero en todo momento mantuve la sensación de que intentaba decir la verdad… Casi todo el rato.
Y no apartó su mirada de mis ojos ni por una fracción de segundo. Era como si le diera miedo mirar en cualquier otra dirección.
Dos meses antes, la hija del millonario había formado parte de un grupo de jóvenes que volvían tarde a casa después de algún acto social en un lugar de la costa. Alguien había sugerido que se detuvieran en un bar de carretera a medio camino, un antro especialmente duro. La dureza era precisamente lo que lo hacía atractivo, claro: para ellos representaba más o menos una novedad. Y esa noche lo pudieron vivir de primera mano porque, sin saber cómo, se encontraron metidos en una pelea cuando no llevaban ni diez minutos en el tugurio.
El chico que escoltaba a la mujer la había avergonzado con una cobardía insensata. Había permitido que el Rojo O’Leary se lo sentara en las rodillas y le pegara en el culete y encima luego no había hecho nada. El otro joven del grupo tampoco había sido mucho más valiente. La chica, ofendida con tanta docilidad, se había acercado al gigante pelirrojo que acababa de destrozar a su acompañante y se había dirigido a él en voz alta para que lo oyera todo el mundo: «¿Me llevas a casa, por favor?».
El Rojo O’Leary lo había hecho encantado. La dejó a una o dos manzanas de su casa. Ella le dijo que se llamaba Nancy Regan. Es probable que él lo pusiera en duda, pero no le hizo preguntas, ni se metió en sus asuntos. Pese a lo distintos que eran sus mundos, habían desarrollado un compañerismo genuino entre los dos. Él le caía bien. Era tan gloriosamente cerril, que ella lo veía como una figura romántica. Él se había enamorado sabiendo que estaba kilómetros debajo de ella y por eso a la mujer no le costaba demasiado conseguir que se portara bien con ella.
Se veían a menudo. Él la llevaba a todos los antros tumultuosos del distrito marino, le presentaba a todos sus colegas, pistoleros, timadores, le contaba historias salvajes de aventuras criminales. Ella sabía que era un maleante y que estaba implicado en los atracos del Seaman’s National y el Golden Gate desde el principio. Pero lo veía todo como una especie de espectáculo teatral. No lo veía como lo que era.
Se había despertado la noche en que, estando en Larrouy’s, los habían atacado todos los truhanes traicionados por Papadopoulos y los demás con la ayuda del Rojo. Pero entonces ya era demasiado tarde para escabullirse. Se había encontrado con el Rojo en el refugio de Papadopoulos después de que yo disparase al grandote. Entonces vio lo que eran aquellas figuras románticas, entendió con quién se había mezclado.
Cuando Papadopoulos huyó y se la llevó consigo, estaba completamente despierta, curada, decidida a poner fin para siempre a sus coqueteos con los forajidos. Eso creía. Creía que Papadopoulos era el viejita asustado que aparentaba ser. El esclavo de Flora, un zoquete inocuo, tan próximo a la tumba que ya no podía albergar ninguna maldad. El hombre se había puesto a lloriquear, aterrorizado. Le había pedido que no lo abandonara, había suplicado con lágrimas en la cara que lo escondiera de Flora. Ella se lo había llevado a su casa de campo y le había dejado juguetear por el jardín, a salvo de miradas curiosas. Ni se imaginaba que él sabía quién era ella desde el principio y lo había montado todo para conseguir aquel arreglo.
Pese a que los periódicos dijeron que él había sido el comandante en jefe del ejército de bandidos, cuando se ofreció la recompensa de ciento seis mil dólares por su arresto, ella creyó en su inocencia. Él la convenció de que Flora y el Rojo le habían echado toda la culpa para poder acogerse a sentencias menos graves. Era un viejita tan asustadizo… ¿Cómo no creerlo?
Luego había muerto su padre en México y el dolor había ocupado su mente hasta el punto de excluir casi cualquier otra cosa hasta aquel mismo día, cuando la Gran Flora y otra chica —probablemente Angel Grace Cardigan— se habían presentado en la casa. En su anterior encuentro con la Gran Flora había padecido un pánico mortal. Ahora tenía más miedo todavía. Y entonces había descubierto que Papadopoulos no era el esclavo de Flora, sino su dueño. Se había dado cuenta de quién era el viejo zopilote. Pero aún no se había espabilado del todo.
De pronto, Angel Grace había intentado matar a Papadopoulos. Flora se lo había impedido por la fuerza. Grace, desafiante, les había dicho que era la novia de Paddy. Y luego, había gritado a Ann Newhall: «Y tú, maldita estúpida, ¿no te das cuenta de que ellos han matado a tu padre? ¿No sabes…?».
Pero los dedos de Flora, cerrándose en torno al cuello de Angel Grace, habían detenido las palabras. Después de atar a Angel, Flora se había encarado con la Newhall:
—Estás metida en esto —le había dicho con toda brusquedad—. Estás metida hasta el cuello. Nos vas a seguir la corriente, porque si no… Así están las cosas, querida. El viejo y yo, si nos pillan, estamos acabados. Y tú bailarás con nosotros. De eso me encargo yo. Haz lo que te digan y nos irá bien a todos. Ponte a hacer cosas raras y te mando al infierno de una paliza.
Después de eso la chica ya no recordaba mucho. Tenía un vago recuerdo de haber ido hasta la puerta a decirle a Andy que no necesitaba sus servicios. Lo había hecho de manera mecánica, sin que la rubia grandullona que permanecía a su lado tuviera que ordenárselo siquiera. Luego, sumida todavía en la misma bruma del terror, había ido a la ventana de su habitación, había bajado por la fachada emparrada del soportal y se había alejado de la casa corriendo por la carretera sin dirección alguna, con el único objetivo de huir.
Eso es lo que supe por la chica. No me lo contó todo. Con sus palabras me dijo apenas un poco. Pero es la historia que construí al sumar sus palabras, su manera de decirlas y la expresión de su cara con lo que ya sabía y lo que pude adivinar.
Y en todo aquel rato no había apartado la mirada de mí mientras hablaba. Ni una sola vez había dado muestras de saber que había otros hombres con nosotros en aquella carretera. Me miraba a los ojos con una fijeza desesperada, como si le diera miedo no hacerlo, y sus manos sujetaban las mías como si al soltarse pudiera tragársela la tierra.
—¿Y el servicio? —pregunté.
—Ahora no queda nadie.
—¿Te convenció Papadopoulos para que te deshicieras de ellos?
—Sí, hace unos cuantos días.
—Entonces, ¿Papadopoulos, Flora y Angel Grace están solos en la casa? —Sí.
—¿Saben que te has fugado?
—No lo sé. Creo que no. Había pasado un rato en mi cuarto. Creo que no sospechaban que me atrevería a hacer nada distinto de lo que me dijeran.
Me molestó darme cuenta de que estaba mirando a la chica tan fijamente a los ojos como ella a mí, y que cuando quería desviar la mirada no me resultaba fácil. Al fin aparté los ojos de un tirón y retiré las manos.
—Lo demás ya me lo contarás luego —gruñí, al tiempo que me volvía para dar instrucciones a Andy MacElroy—: Quédate aquí con la señorita Newhall hasta que volvamos de la casa. Acomodaos en el coche.
La chica me puso una mano en el brazo.
—¿Y yo…? ¿Vas a…?
—Te entregaremos a la policía, sí —le aseguré.
—¡No! ¡No!
—No seas infantil —le supliqué—. No puedes ir por ahí con una banda de matones, involucrarte en un montón de crímenes y luego, cuando te pillan, decir: «Perdón, por favor» y quedar libre. Si cuentas toda tu historia en un juzgado, incluida la parte que no me has contado, cabe la posibilidad de que salgas bien parada. Pero no hay ni la menor posibilidad de que evites la detención. Venga —dije a Jack y a Tom-Tom Carey—. Si queremos encontrar a nuestros amigos en la casa tendremos que espabilar.
Eché una mirada atrás mientras escalaba la valla y vi que Andy había metido a la chica en el coche y estaba entrando también él.
—Un momento —avisé a Jack y Carey, que ya echaban a andar por el terreno.
—Ya se le ha ocurrido otra cosa para matar el tiempo —protestó el moreno.
Volví a cruzar la carretera para llegar hasta el coche y hablé deprisa y en voz baja con Andy:
—Dick Foley y Mickey Linehan han de estar por este barrio. En cuanto nos perdamos de vista, búscalos. Entrega a la señorita Newhall a Dick. Dile que se la lleve y vaya a buscar un teléfono para despertar al sheriff. Dile a Dick que ha de entregar la chica al sheriff para que este la retenga hasta que llegue la policía de San Francisco. Dile que no la entregue a nadie más, ni siquiera a mí. ¿Entendido?
—Entendido.
—De acuerdo. Cuando se lo hayas dicho y le hayas pasado a la chica, te llevas a Mickey Linehan a la casa de los Newhall tan rápido como puedas. Es probable que necesitemos toda la ayuda posible y lo antes posible.
—Entendido —dijo Andy.