VIII

Volví a la sala de los detectives, donde Jack Counihan estaba despatarrado en su silla, leyendo una revista.

—Espero que haya pensado en algo para mí —me dijo a modo de saludo—. Me están saliendo llagas de tanto estar sentado.

—Paciencia, hijo, paciencia. Eso es lo que has de aprender si algún día quieres ser un buen detective. Mira, yo a tu edad, cuando acababa de empezar en la agencia, tuve la suerte…

—No empiece —me suplicó. Luego, su cara bonita se puso seria—. No entiendo por qué me tiene encerrado aquí. —Aparte de usted, soy el único que ha visto de verdad a Nancy Regan. Yo diría que lo normal sería mandarme a buscarla.

—Lo mismo le dije yo al Viejo —dije, en una muestra de solidaridad—. Pero no quiere arriesgarse a que te ocurra algo. Dice que en sus cincuenta años de profesión nunca ha visto un detective tan guapo, que encima parece un modelo y tiene la actividad social de una mariposa y millones por heredar. Se le ha ocurrido que deberíamos conservarte como una especie de objeto de exhibición y no dejarte…

—¡Váyase al infierno! —dijo Jack, con la cara colorada.

—Sin embargo, lo he convencido para que esta noche me deje quitarte los algodones —seguí hablando—. Así que te espero en Van Ness, esquina Geary, antes de las once.

—¿Acción? —Todo ansioso.

—Quizá.

—¿Qué vamos a hacer?

—Tráete la pistolita. —Entonces se me ocurrió una idea y encontré las palabras para formularla—. Será mejor que te vistas bien. Para salir.

—¿Traje de gala?

—Tampoco tanto. Cualquier cosa menos chistera. En cuanto a tu comportamiento, se supone que no eres un detective. No estoy seguro de qué se supone que eres, pero da lo mismo. Tom-Tom Carey vendrá con nosotros. Haz ver que no eres amigo mío, ni suyo. Como si no te fiaras de ninguno de los dos. Nosotros estaremos a la que salta contigo. Si te pregunta algo y no sabes qué contestar, te refugias en tu enfado. Pero tampoco agobies demasiado a Carey, ¿de acuerdo?

—Creo… Creo que sí. —Habló despacio, mientras cavilaba—. He de actuar como si buscara lo mismo que usted, pero sin ninguna amistad más allá de eso. Como si no quisiera fiarme de usted. ¿Es eso?

—Eso es. Ten cuidado. Será como bañarse en nitroglicerina.

—¿Qué está pasando? Sea bueno, cuénteme un poco.

Le sonreí. Era mucho más alto que yo.

—Podría —admití—. Pero me temo que te asustarías demasiado. Así que será mejor no decirte nada. Disfruta mientras puedas. Cena bien. Al parecer, hay mucha gente que antes de ir a la horca se zampa un buen desayuno de huevos con jamón. Quizá no te apetezcan para cenar, pero…

A las once menos cinco, Tom-Tom Carey llegó con un turismo negro a la esquina en que Jack y yo lo esperábamos, en medio de una niebla que nos sentaba como un abrigo de piel húmedo.

—Suban —ordenó al acercarse al bordillo.

Abrí la puerta delantera e indiqué a Jack por gestos que montara. Él subió el telón de su pequeña interpretación: me miró con frialdad y abrió la puerta trasera.

—Me sentaré atrás —dijo en tono seco.

—No es mala idea —concedí.

Y me senté a su lado.

Carey se volvió en el asiento y él y Jack se quedaron un rato mirándose. Yo no dije nada, ni los presenté. Cuando el moreno había terminado de sopesar al jovenzuelo, pasó la mirada del cuello y la corbata —pues el abrigo no alcanzaba a tapar del todo la ropa— hacia mí, sonrió y dijo en su tono indolente:

—Así que su amigo es camarero, ¿eh?

Me eché a reír porque la indignación que oscurecía el rostro del muchacho y lo dejaba boquiabierto era natural, no formaba parte de su interpretación. Le presioné un pie con el mío. Jack cerró la boca, no dijo nada y miró a Tom-Tom Carey y a mí como si fuéramos especímenes de alguna forma inferior de vida animal.

Devolví la sonrisa a Carey y pregunté:

—¿Esperamos a alguien?

Dijo que no, paró de mirar a Jack y puso el motor en marcha. Cruzamos el parque para bajar por la avenida. El tráfico en ambas direcciones se iba alejando y desaparecía en la niebla densa de la noche. Al poco rato dejamos atrás la ciudad y la niebla para avanzar bajo la luz de la luna. No miré ninguno de los coches que circulaban detrás de nosotros, pero sabía que en alguno de ellos tenían que ir Dick Foley y Mickey Linehan.

Tom-Tom Carey sacó el coche de la avenida y se metió por una carretera lisa, bien construida, pero no muy transitada.

—¿Verdad que mataron a un hombre anoche por aquí cerca? —pregunté.

Carey asintió con un movimiento de cabeza, sin volverse, y al cabo de casi cuatrocientos metros aclaró:

—Exactamente aquí.

Ahora íbamos un poco más despacio y Carey apagó las luces. En aquella carretera, entre la plata de la luna y el gris de las sombras, nuestro coche se arrastró poco más de un kilómetro. Nos detuvimos a la sombra de unos matorrales altos que oscurecían un tramo de la carretera.

—Hasta aquí hemos llegado —dijo Tom-Tom Carey. Y se bajó del coche.

Jack y yo lo seguimos. Carey se quitó el abrigo y lo tiró dentro del coche.

—Queda justo detrás de la curva, un poco apartado de la carretera —nos dijo—. ¡Maldita luna! Contaba con que tendríamos niebla.

No dije nada, Jack tampoco. Tenía la cara pálida de la emoción.

—Iremos en línea recta —dijo Carey, abriendo camino por la carretera hacia una alambrada.

Él fue el primero en llegar, luego Jack y luego… El sonido de alguien que se acercaba por la carretera me detuvo. Indiqué por señas a los otros dos —que ya estaban al otro lado de la valla— que guardaran silencio, y me agaché detrás de un matorral. Los pasos que se acercaban eran ligeros, rápidos, femeninos.

Justo delante de mí apareció una chica a la luz de la luna. Tendría treinta y pico, ni alta ni baja, ni gorda ni delgada. Llevaba una falda corta, la cabeza descubierta, y se abrigaba con un jersey. En su cara pálida, y en la compostura de su cuerpo apresurado, se notaba el terror, pero también había algo más: una belleza mayor de la que un sabueso de mediana edad está acostumbrado a ver.

Al ver el bulto del automóvil de Carey en la sombra, se detuvo abruptamente con un respingo que casi llegó a grito.

Di un paso adelante y saludé:

—Hola, Nancy Regan.

Esta vez el respingo sí llegó a grito.

—¡Oh! ¡Oh!

Luego, si no me engañaba la luna, me reconoció y el terror empezó a desaparecer de su cara. Me tendió las dos manos en un gesto de alivio.

—¿Bueno? —Un gruñido de oso llegó del hombre grande como una roca que acababa de surgir de la oscuridad por detrás de ella—. ¿Qué pasa aquí?

—Hola, Andy —saludé a la roca.

—Hola —repitió MacElroy, y se quedó quieto.

Andy siempre hacía lo que le decían. Le habían dicho que cuidara de la señorita Newhall. Miré a la chica y luego a él de nuevo.

—¿Esta es la señorita Newhall?

—Sí —retumbó—. Vine tal como usted me mandó, pero ella no me quería. No me dejaba ni entrar en la casa. Pero usted no me había dicho nada de volver. Así que me instalé fuera, caminando por los alrededores para vigilarlo todo. Y hace un rato, cuando la he visto escalar por una ventana he ido tras ella para cuidarla, como usted me dijo.

Tom-Tom Carey y Jack Counihan volvieron a la carretera y la cruzaron para llegar a nuestra altura. El moreno llevaba una automática en una mano. La chica tenía sus ojos clavados en los míos. No prestó ninguna atención a los demás.

—¿Qué está pasando aquí? —le pregunté.

—No lo sé —balbuceó ella, sin soltar mis manos, con su cara cerca de la mía—. Sí, soy Ann Newhall. No lo sabía. Me pareció divertido. Y cuando descubrí que no lo era ya no podía salirme.

Tom-Tom Carey gruñó y se movió, impaciente. Jack Counihan se quedó mirando fijamente carretera abajo. Andy MacElroy permanecía impasible en la carretera, esperando que alguien le dijera qué hacer. La chica en ningún momento desvió la mirada de mí hacia los otros.

—¿Cómo entraste en relación con ellos? —quise saber—. Habla rápido.