Me desperté en una mañana desagradable de lluvia. No sé si fue el tiempo, o que había estado demasiado avivado el día anterior, pero el caso es que sentía el corte de la espalda como si tuviera una llaga de más de un palmo. Llamé al doctor Canova, que vivía en el piso de abajo, y le pedí que me mirase el corte antes de irse a trabajar a su consulta en el centro. Me lo volvió a vendar y me aconsejó que me tomara la vida con calma durante un par de días. Después de sus toqueteos me molestaba menos, pero llamé a la agencia y dije al Viejo que, si no ocurría algo muy emocionante, pensaba quedarme en casa todo el día a descansar.
Pasé el día instalado delante de la chimenea de gas, leyendo y fumando cigarrillos que no ardían bien por culpa del tiempo. Esa noche organicé por teléfono una partida de póquer en la que apenas tuve algo de acción. Al terminar iba ganando quince dólares, algo así como cinco menos de lo que me iba a costar el alcohol que los invitados se habían bebido a mi costa.
Al día siguiente mi espalda había mejorado y el tiempo también. Bajé a la agencia. Encontré una nota en mi mesa, en la que se me informaba de que Duff había llamado para decir que le habían aplicado la ley de vagos a Angel Grace Cardigan: treinta días en la prisión de la ciudad. También tenía la pila habitual de informes de distintas sucursales sobre la incapacidad de sus agentes para descubrir algún rastro de Papadopoulos y Nancy Regan. Eso estaba repasando cuando entró Dick Foley.
—Lo he pillado —informó—. Treinta o treinta y dos. Metro setenta. Sesenta. Rubio pajizo, piel clara. Ojos azules. Cara enjuta, algunos rasguños. Rata. Vive en un hostalucho de la Siete.
—¿Qué hacía?
—Ha seguido a Carey una manzana. Carey se lo ha quitado de encima. Lo ha estado buscando hasta las dos de la mañana. No lo encontraba. Se ha ido a casa. ¿Lo vuelvo a espiar?
—Ve a esa pensión y averigua quién es.
El canadiense bajito desapareció media hora.
—Sam Arlie —dijo a su regreso—. Lleva seis meses allí. Se supone que es barbero, cuando trabaja. Si trabaja.
—Tengo dos sospechas sobre el tal Arlie —dije a Dick—. La primera es que se trata del tipo que me rajó en Sausalito la otra noche. La segunda es que le va a pasar algo.
Como malgastar palabras iba contra las normas de Dick, no dijo nada.
Llamé al hotel de Tom-Tom Carey y pedí que me pasaran con el morenazo.
—Venga para aquí —lo invité—. Tengo algunas noticias que darle.
—En cuando me haya vestido y desayunado —prometió.
—Cuando Carey se vaya de aquí saldrás detrás de él —dije a Dick después de colgar—. Si Arlie entra ahora en contacto con él, puede que pase algo. Intenta verlo.
Luego llamé a la oficina de agentes policiales y acordé una cita con el sargento Hunt para visitar el apartamento de Angel Grace Cardigan. Después me ocupé del papeleo hasta que entró Tommy para anunciar que había llegado el moreno de Nogales.
—El tipejo que te sigue —le informé cuando se sentó y empezó a liar un cigarrillo— es un barbero llamado Arlie.
A continuación le dije dónde vivía Arlie.
—Sí. ¿Un tipo de cara flaca, rubito?
Le di la descripción que me había hecho Dick.
—Ese es mi hombre —confirmó Tom-Tom Carey—. ¿Sabe algo más de él?
—No.
—Le han aplicado la ley de vagos a Angel Grace.
Como no era una acusación ni una pregunta, no contesté.
—Da lo mismo —siguió el alto—. La hubiera tenido que mandar bien lejos. Estaba condenada a estropearlo todo con sus manías en cuanto yo estuviera listo para echar el lazo.
—¿Y eso será pronto?
—Depende de cómo vaya todo. —Se levantó, bostezó y sacudió sus grandes hombros—. Pero si deciden no volver a comer hasta que lo atrape, nadie se morirá de hambre. No le tendría que haber acusado de seguirme.
—No fue tan grave.
Tom-Tom Carey se despidió:
—Hasta luego.
Y se fue con su andar tranquilo.
Yo bajé a la comisaría central, recogí a Hunt y fuimos juntos a ver el edificio de apartamentos de la calle Bush en que había vivido Angel Grace Cardigan. La gerenta —una mujer muy perfumada, de boca dura y ojos suaves— ya sabía que su inquilina estaba a la sombra. Nos llevó de buen grado a su apartamento.
Angel no era una buena ama de casa. Todo estaba bastante limpio, pero desordenado. El fregadero, lleno de platos sucios. La cama plegable estaba peor que mal hecha. Había ropa y piezas sueltas de adornos femeninos colgados por todas partes, del baño a la cocina.
Nos deshicimos de la casera y registramos a fondo la casa. Al salir de allí sabíamos cuanto se podía saber sobre el fondo de armario de la chica, y mucho sobre sus hábitos personales. Pero no encontramos nada que nos dirigiera hacia Papadopoulos.
Ni la tarde ni el anochecer trajeron novedad alguna sobre la combinación de Carey y Arlie, pese a que yo esperaba una llamada de Dick a cada minuto.
A las tres de la madrugada, el teléfono de la mesita de noche me obligó a despegar la oreja de la almohada. Sonó por el auricular la voz del detective canadiense.
—Arlie, mutis —dijo.
—¿R. I. P?
—Sí.
—¿Cómo?
—Plomo.
—¿De nuestro amigo?
—Sí.
—¿Sigues hasta que amanezca?
—Sí.
—Nos vemos en la oficina.
Y me volví a dormir.