V

El pequeño detective canadiense se reunió conmigo junto a la puerta del hospital. Tenía la ropa y el pelo empapados, pero se había bebido un trago de whisky y ya no le castañeteaban los dientes.

—¡La maldita estúpida se ha tirado al mar! —ladró, como si fuera culpa mía.

—¿Angel Grace?

—¿Y a quién más estaba siguiendo? Ha tomado el ferry en Oakland. Se ha desplazado hasta la borda. Yo creía que iba a tirar algo. La he vigilado. ¡Bingo! Ha saltado. —Dick estornudó—. He sido tan mamón que he saltado tras ella. La he sostenido. Nos han sacado del agua. Allí —dijo, señalando con un movimiento de cabeza hacia el interior del hospital.

—¿Qué ha pasado antes de que tomara el ferry?

—Nada. Ha estado todo el día en un tugurio. Directa al ferry.

—¿Y ayer?

—Todo el día en su apartamento. Salió por la noche con un hombre. A un restaurante de carretera. Volvió a casa a las cuatro. Tuve mala suerte. No lo pude seguir.

—¿Qué pinta tenía él?

El hombre descrito por Dick era Tom-Tom Carey.

—Bien —le dije—. Será mejor que te vayas a casa, te des un baño caliente y te pongas ropa seca.

Fui a ver a la casi suicida.

Estaba tumbada boca arriba en un camastro, mirando al techo. Tenía la cara pálida, pero eso ya era habitual en ella, y sus ojos verdes no parecían más huraños de lo normal. Si no llega a ser porque la humedad oscurecía su melena corta, parecía que no hubiese ocurrido nada fuera de lo ordinario.

—Que cosas tan divertidas se te ocurren —dije al llegar junto a su cama.

Dio un respingo y giró la cara hacia mí, asustada. Entonces me reconoció y sonrió: una sonrisa que devolvió a su cara el atractivo que su malhumor solía arruinar.

—¿Nunca descansa, en esto de seguir a la gente? —preguntó—. ¿Quién le ha dicho que estaba aquí?

—Lo sabe todo el mundo. Tus fotos estaban en las primeras páginas de todos los periódicos, con la historia de tu vida y lo que le dijiste al príncipe de Gales.

Dejó de sonreír y me miró fijamente.

—¡Ya sé! —exclamó a los pocos segundos—. Ese enano que se ha tirado por mí era uno de sus agentes. Me estaba siguiendo, ¿verdad?

—No sabía que se hubiese tirado alguien por ti —contesté—. Creía que habías llegado a la orilla al terminar el baño. ¿Entonces no querías llegar a tierra?

Se negaba a sonreír. Sus ojos empezaron a ver algo horrible.

—¡Ah! ¿Por qué no me han dejado en paz? —gimió, estremecida—. Qué podrida, la vida.

Me senté en una sillita junto a la cama blanca y di una palmadita al bulto que su hombro trazaba bajo la sábana.

—¿Qué tenías? —Me sorprendió el tono paternal que me salió—. ¿Por qué querías morir, Angel?

Algunas palabras que querían ser dichas brillaban en sus ojos, tironeaban los músculos de su cara, daban forma a sus labios, pero nada más. Las palabras que al fin dijo salieron en tono lánguido, pero con una especie de rotundidad reticente. Eran estas:

—No. Usted es la ley. Yo soy ladrona. Me quedo en mi lado de la valla. Nadie podrá decir…

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! —me rendí—. Pero, por Dios, no me obligues a escuchar otro de tus discursos éticos. ¿Puedo hacer algo por ti?

—No, gracias.

—¿No hay nada que quieras decirme?

Dijo que no con la cabeza.

—¿Ahora estás bien?

—Sí. Me estaban siguiendo, ¿verdad? Si no, no se habría enterado tan pronto.

—Soy detective. Me entero de todo. Sé buena.

Del hospital subí a la comisaría central, al departamento de detectives. El teniente Duff ocupaba el cargo de capitán. Le conté lo del chapuzón de Angel.

—¿Tienes alguna idea de qué pretendía? —quiso saber cuando hube terminado.

—Está demasiado descentrada para saberlo. Quiero que la detengan por vagabundeo.

—Ah, ¿sí? Creía que la preferías suelta para poderla pillar.

Eso ya se ha agotado. Me gustaría probar qué pasa si la encerramos treinta días. La Gran Flora está esperando juicio. Angel sabe que Flora formaba parte de la banda que se cargó a su Paddy. Quizá Flora no conozca a Angel. Veamos qué pasa si mezclamos a esas dos criaturas un mes.

—Se puede hacer —convino Duff—. Esta Angel no tiene ningún medio visible de sustento y es evidente que no tiene por qué ir por ahí tirándose al mar de todos. Haré correr la voz.

Desde la comisaría me fui al hotel de la calle Ellis en el que Tom-Tom Carey me había dicho que se alojaba. Había salido. Dejé recado de que volvería al cabo de una hora y dediqué esa hora a comer. Cuando volví al hotel, el hombre alto y bronceado estaba sentado en el vestíbulo. Me llevó a su habitación y sacó ginebra, zumo de naranja y puros.

—¿Ha visto a Angel Grace? —le pregunté.

—Sí, anoche. Dimos una vuelta por esos antros.

—¿La ha visto hoy?

—No.

—Esta tarde se ha tirado al mar.

—Y una mierda. —Parecía moderadamente sorprendido—. ¿Y entonces?

—La han rescatado. Está bien.

La sombra que cruzó sus ojos podía implicar una ligera decepción.

—Es una chica bien rara —señaló—. No diré que Paddy no tuviera buen gusto al escogerla, pero ¡qué loca está!

—¿Qué tal progresa la caza de Papadopoulos?

—Progresa. Pero usted no tendría que haber faltado a su palabra. Aunque fuera a medias, me prometió que no me haría seguir.

—No soy el jefe —me disculpé—. A veces lo que yo quiero no encaja con lo que quiere el de arriba. No debería preocuparle demasiado. Lo puede despistar, ¿verdad?

—Ajá. A eso me he dedicado. Pero eso de tener que estar entrando y saliendo de los taxis y usar las puertas traseras es una molestia.

Seguimos hablando y bebiendo unos minutos más y luego abandoné la habitación de Carey y el hotel, y me fui a una cabina que había dentro de unas droguería, desde donde llamé a casa de Dick Foley para darle la descripción y la dirección del hombre bronceado.

—No quiero que sigas a Carey, Dick. Quiero que averigües quién intenta seguirlo. A ese pájaro es a quien tendrás que pegarte. Ya tendrás tiempo de empezar por la mañana. Ahora, sécate bien.

Y así se terminó el día.