He aquí algo que ocurrió a la mañana siguiente. Yo no lo vi. Me enteré poco antes del mediodía y lo leí en los periódicos por la tarde. Entonces no sabía que me interesara personalmente, pero luego sí lo supe, así que lo pongo en el orden en que ocurrió.
A las diez de esa mañana apareció tambaleándose por la calle Market un hombre desnudo desde lo alto de la cabeza golpeada hasta la suela de los pies, manchados de sangre. Del pecho desnudo, de los costados y de la espalda le pendían pequeños jirones de carne que goteaban sangre. El brazo izquierdo estaba roto por dos sitios. El lado izquierdo de la cabeza calva estaba hundido a golpes. Al cabo de una hora moría en las urgencias del hospital sin haber dicho ni una palabra a nadie, con la misma mirada vacía y distante en los ojos.
A la policía no le costó seguir el rastro de las gotas de sangre. Terminaba en una mancha roja en un callejón, junto a un hotelito a poca distancia de la calle Market. En el hotel, la policía encontró la habitación de la que aquel hombre había saltado, había caído o lo habían tirado. La cama estaba empapada de sangre. Encima había unas sábanas rasgadas, retorcidas y anudadas para usarlas a modo de cuerdas. También había una toalla que alguien había usado como mordaza.
A la luz de la evidencia, alguien había amordazado al hombre desnudo y lo había amarrado para torturarlo con un cuchillo. Los médicos dijeron que los jirones de carne eran fruto de cortes, no de arañazos o rasguños. Al irse el dueño del cuchillo, el hombre desnudo se había liberado de las ataduras y, probablemente enloquecido por el dolor, había saltado por la ventana, o acaso había caído. En la caída se había aplastado el cráneo y partido el brazo, pero había conseguido recorrer una manzana y media a pie en ese estado.
La dirección del hotel dijo que el hombre había pasado dos días allí. Se había registrado como H. F. Barrows, de la ciudad. Tenía un maletín de cuero negro en el que, además de ropa, artículos para afeitarse y cosas por el estilo, la policía encontró una caja de cartuchos del 38, un pañuelo negro con agujeros recortados para los ojos, cuatro llaves maestras, una ganzúa pequeña y una cantidad de morfina, con una jeringa y los demás utensilios correspondientes. Repartidos por la habitación encontraron el resto de su ropa, un revólver del 38 y dos botellines de licor. No encontraron ni un centavo.
Se suponía que Barrows era un caco al que habían atado, torturado y robado, probablemente sus colegas, entre las ocho y las nueve de la mañana. Nadie sabía nada de él. Nadie había visto a su visitante, o sus visitantes. La habitación contigua a la suya por el lado izquierdo estaba libre. El ocupante de la del otro lado se había ido a su trabajo en una fábrica de muebles antes de las siete de la mañana.
Mientras todo eso ocurría yo estaba en la oficina, sentado en posición adelantada para cuidar mi espalda, leyendo informes que relataban cómo los operarios de distintas sucursales de la Agencia de Detectives Continental habían fracasado continuamente en el intento de dar con cualquier indicio del paradero pasado, presente o futuro de Papadopoulos y Nancy Regan. No había nada nuevo en aquellos informes: llevaba tres semanas leyendo otros parecidos.
El Viejo y yo nos fuimos a un restaurante y mientras comíamos le conté las aventuras de la noche anterior en Sausalito. Su rostro de abuelito permanecía tan atento como siempre, y su sonrisa igualmente educada, pero a media historia apartó de mi cara el suave azul de sus ojos para posarlos en la ensalada y ya no dejó de mirarla hasta que terminé de hablar. Luego, todavía sin levantar la mirada, dijo que lamentaba que me hubiesen hecho aquel corte. Se lo agradecí y estuvimos un rato comiendo.
Al fin me miró. La suavidad y la cortesía con que solía encubrir su sangre fría eran perceptibles en la cara, en sus ojos y en su voz cuando dijo:
—La primera señal de que Papadopoulos sigue vivo llegó inmediatamente después de la llegada de Tom-Tom Carey.
Ahora me tocaba a mí desviar la mirada.
Me concentré en el panecillo que estaba partiendo mientras contestaba:
—Sí.
Aquella tarde hubo una llamada de una mujer de Mission que había visto unos sucesos muy misteriosos y estaba segura de que tenían algo que ver con aquellos atracos bancarios de los que tanto se hablaba. Así que fui a verla y dediqué casi toda la tarde a descubrir que la mitad de esos sucesos eran imaginarios y la otra mitad representaban el esfuerzo de una esposa celosa por averiguar cosas de su marido.
Eran casi las seis cuando volví a la agencia. Al cabo de unos minutos llamó Dick Foley por teléfono. Le castañeteaban tanto los dientes que apenas conseguí entender sus palabras.
—¿Ppp-u-eeee-ddes-bb-bajaaar-aaal-hoo-ss-ppittt-al-ddel-pppp-pu-pueeert-o?
—¿Qué? —pregunté.
Repitió lo mismo, o aún peor. Sin embargo, en esa ocasión yo ya había adivinado que me estaba preguntando si podía bajar al hospital del puerto.
Le dije que tardaría diez minutos y, con la ayuda de un taxista, eso hice.