Al cabo de una hora me bajaba del barco en Sausalito. Jack Counihan se abrió un hueco entre la muchedumbre y empezó a hablar:
—Cuando he bajado aquí para volver a…
—Espérate a que nos apartemos de la gente —le aconsejé—. Ha de ser algo tremendo, tienes la punta este del cuello de la camisa un poco doblada.
Con un gesto mecánico, reparó el defecto en un atavío por lo demás impecable mientras caminábamos por la calle, pero no llegó a sonreír porque estaba demasiado concentrado en lo que quería decir.
—Subamos por aquí —dijo, al tiempo que me guiaba para doblar una esquina—. El comedor de Hook está a la vuelta de la esquina. Si quiere, puede echarle un vistazo a la chica. Tiene el mismo tamaño y la misma complexión que Nancy Regan, pero nada más. Es un buen bicho y probablemente la despidieron de su último trabajo por tirar el chicle en la sopa.
—De acuerdo. Eso la descarta. Bueno, ¿qué andas pensando?
—Después de verla me he ido de vuelta al ferry. Cuando todavía estaba a dos manzanas ha llegado un barco. Dos hombres que viajaban en él han subido por la calle. Eran griegos, bastante jóvenes, duros, aunque ordinarios. No tenía por qué prestarles demasiada atención. Sin embargo, como Papadopoulos es griego, obviamente hemos tenido algún interés por sus compatriotas, así que he echado un vistazo a esos dos. Iban discutiendo algo mientras caminaban, no en voz alta, pero sí con mala cara. Al pasar junto a mí, el que iba por el lado del bordillo ha dicho: «Le digo que ya han pasado veintinueve días».
»Veintinueve días. He hecho la cuenta atrás y hace justo veintinueve días que empezamos a buscar a Papadopoulos. Él es griego y esos tipos también. Al terminar la cuenta me he dado media vuelta y he empezado a seguirlos. Me han hecho cruzar toda la ciudad y subir por la colina de más allá. Han ido a una casita que no debía de tener más de tres habitaciones, aislada en un claro del bosque. Había un cartel de “En venta”, las ventanas no tenían cortinas y no había señal alguna de que la casa estuviera ocupada, aunque en el terreno que se extendía ante la puerta trasera había un espacio húmedo, como si alguien hubiera vaciado un cubo de agua, o una olla.
»Me he quedado en la maleza hasta que ha oscurecido un poco. Entonces me he acercado. Podía oír a los de dentro, pero no veía nada por las ventanas. Están todas tapadas con paneles. Al cabo de un rato han salido los dos tipos, hablando con alguien que seguía dentro en un idioma incomprensible para mí. La puerta ha seguido abierta hasta que los dos hombres se han perdido de vista por el sendero, o sea que no podía seguirlos sin que me viera el que quedaba dentro.
»Entonces se ha cerrado la puerta y he oído gente que se movía en el interior, o quizá solo era una persona, pero olía a comida y salía humo por la chimenea. He esperado mucho, mucho rato, y no ha pasado nada y entonces he pensado que sería mejor ponerme en contacto con usted.
—Parece interesante —concedí.
Estábamos pasando bajo una farola. Jack me puso una mano en el brazo para detenerme y sacó algo de un bolsillo del abrigo:
—¡Mire!
Me lo pasó. Era un trozo de tela azul chamuscada. Podía ser un resto de un sombrero de mujer medio quemado. Lo examiné a la luz de la farola y luego encendí mi linterna para verlo más de cerca.
—Lo he encontrado detrás de la casita cuando estaba curioseando —dijo Jack— y…
—Y Nancy Regan llevaba un sombrero de este mismo azul la noche en que desapareció con Papadopoulos —terminé por él—. Vamos a la casita.
Dejamos atrás la luz de las farolas, subimos por la colina, nos metimos en un pequeño valle, tomamos un sinuoso sendero arenoso que luego dejamos para atajar por un terreno de hierba, entre los árboles, hasta una pista de tierra por la que caminamos algo menos de un kilómetro y después Jack avanzó por un caminito estrecho que se abría paso entre una maraña negra de maleza y árboles pequeños. Confíe en que supiera adónde iba.
—Ya casi estamos —me susurró.
Un hombre saltó de la maleza y me agarró por el cuello.
Tenía las manos en los bolsillos del abrigo: en una sostenía la linterna; en la otra, el arma.
Sin sacarla del bolsillo, apreté el cañón del arma contra el hombre y apreté el gatillo.
El disparo destrozó mi abrigo de setenta y cinco dólares. Pero el hombre me soltó el cuello.
Una suerte. Ahora tenía otro a mi espalda.
Intenté dar media vuelta para escapar de él, pero no lo conseguí del todo: noté el filo de una navaja en la espalda.
Ya no era tan buena suerte, aunque hubiera sido peor la punta.
Golpeé hacia atrás buscando su cara, fallé, seguí dando vueltas y retorciéndome hasta que pude sacar las manos de los bolsillos para atraparlo.
La hoja de su navaja me golpeó de plano en una mejilla. Agarré la mano que la sostenía y me dejé caer de espaldas, con él debajo.
—¡Uh! —exclamó.
Rodé, conseguí ponerme a gatas, me rozó un puñetazo y me levanté de un salto.
Unos dedos me cogieron por el tobillo.
No me comporté como un caballero. Aparté esos dedos a patadas, localicé el cuerpo del hombre y le solté otras dos. Fuertes.
La voz de Jack susurró mi nombre. En medio de la negrura, no conseguía verlo, igual que me resultaba imposible ver al hombre al que había disparado.
—Todo bien por aquí —dije a Jack—. ¿A ti cómo te ha ido?
—De categoría. ¿Ya se ha terminado?
—No lo sé, pero me voy a arriesgar a echarle un vistazo a lo que tengo por aquí.
Apunté la linterna al tipo que tenía debajo y la encendí. Un rubio flaco con la cara manchada de sangre me miraba con sus ojos rosaditos un poco tensos por el esfuerzo de entrecerrarse como los de una zarigüeya para defenderse del foco de luz.
—¡Despiértate! —le ordené.
En la maleza sonó un disparo de un arma de gran calibre y luego otro menor. Las balas cruzaron el follaje.
Apagué la luz, me agaché junto al hombre que tenía en el suelo y le di en la coronilla con mi arma.
—Agáchate —susurré a Jack.
El arma pequeña volvió a sonar otras dos veces. Estaba delante de nosotros, a la izquierda.
Acerqué la boca a la oreja de Jack.
—Vamos a llegar a la maldita casa, les guste o no. Mantente agachado y no dispares, salvo que puedas ver a quién disparas. Adelante.
Tan agachado como podía, seguí a Jack por el camino. Aquella postura me tiraba del corte de la espalda, un dolor hirviente que nacía entre los hombros y me llegaba casi hasta la cintura. Notaba el goteo de la sangre hacia las caderas; o eso me parecía.
Estábamos demasiado a oscuras para avanzar con sigilo. Sonaban crujidos a nuestros pies y rozábamos las plantas con los hombros. Nuestros amigos disparaban desde la casa. Por suerte, el sonido de ramitas que se quiebran y el roce de hojas en la más absoluta oscuridad no son la mejor diana para un disparo. Las balas pasaban zumbando aquí y allá, pero ninguna nos acertó. Nosotros no devolvimos los disparos.
Nos detuvimos donde la maleza limitaba con una zona de un gris algo más claro.
—Es eso —dijo Jack, refiriéndose a una forma cuadrada que teníamos delante.
—De un salto —gruñí, al tiempo que salía hacia la casita oscura.
Las largas piernas de Jack le permitieron avanzar a mi lado con facilidad mientras corríamos por el claro.
Una figura humana apareció desde detrás del manchurrón de la casa y su arma empezó a lanzarnos destellos. Había tan poca separación entre un tiro y el siguiente que parecía un solo disparo tartamudo.
Tirando del joven para que no se separase de mí, me dejé caer al suelo, completamente plano, salvo por la cara, que quedó algo levantada, apoyada en una lata de borde rugoso.
Desde el otro lado del edificio empezó a escupir otra arma. A la derecha, desde el tronco de un árbol, una tercera.
Jack y yo empezamos a quemar pólvora contra ellos.
Una bala me llenó la boca de polvo y piedrecillas. Escupí barro y advertí a Jack:
—Estás disparando demasiado alto. Aguántala por abajo y dispara a discreción.
Percibí un bulto silueteado contra el perfil de la casa. Le mandé una bala. Se oyó un grito de hombre:
—¡Au! ¡Ooohh! —Y luego, más bajo, pero también más quejoso—: Ah, mierda, maldita sea.
Durante un cálido par de segundos nos rodeó una balacera. Luego, ningún ruido volvió a romper el silencio de la noche.
Cuando ese silencio duraba ya cinco minutos, me puse a gatas y empecé a avanzar, con Jack detrás. El suelo no permitía proceder de aquella manera. Con tres metros tuvimos suficiente. Nos pusimos en pie y recorrimos caminando la distancia que nos separaba de la casa.
—Espera —susurré.
Dejé a Jack en una esquina del edificio y lo rodeé sin ver a nadie y sin oír más que mis propios ruidos.
Probamos la puerta principal. Estaba cerrada con llave, pero desvencijada.
La abrí de un golpe con el hombro y entré con la linterna en una mano y el arma en la otra.
La choza estaba vacía.
No había nadie, ni muebles, ni rastro alguno en las dos habitaciones vacías. Nada más que paredes peladas, suelo pelado y techo pelado, del que pendía un tubo que debió de haber pertenecido a una estufa, pero que ahora no estaba conectado a nada.
Jack y yo estábamos en el centro de la habitación, mirando el vacío y maldiciendo el lugar de punta a cabo por estar vacío. No habíamos terminado todavía cuando sonaron unos pasos fuera, una luz blanca iluminó el umbral de la puerta, que seguía abierta, y una voz quebrada dijo:
—¡Eh! Podéis salir de uno en uno. ¡Y con calma!
—¿Quién lo dice? —pregunté, al tiempo que apagaba de inmediato mi linterna y me acercaba a una pared lateral.
—Una bandada entera de ayudantes del sheriff, todos con sus estrellas de oro —respondió la voz.
—¿No podrían empujar a uno de ellos para que se asome por aquí? —pregunté—. Esta noche me han estrangulado, acuchillado y disparado tanto que ya no confío en la palabra de nadie.
Un hombre larguirucho y patizambo con un rostro flaco y curtido apareció en el umbral. Me enseñó su insignia, yo saqué mis credenciales y entraron los demás ayudantes. Eran tres en total.
—Íbamos en coche carretera abajo para un trabajillo cerca del cabo cuando hemos oído el tiroteo —explicó el larguirucho—. ¿Qué ha pasado?
Se lo conté.
—Esta choza lleva mucho tiempo vacía —dijo cuando hube terminado—. Cualquiera se puede haber instalado fácilmente. Así que cree que era el tal Papadopoulos, ¿eh? Echaremos un vistazo por ahí, a ver si está él o sus amigos, sobre todo porque hay una buena recompensa.
Registramos el bosque, pero no encontramos a nadie. Tanto el tipo al que había tumbado de un golpe como el que había recibido mi disparo habían desaparecido.
Jack y yo fuimos a Sausalito en coche con los oficiales. Busqué un médico y me hice vendar la espalda. Dijo que era un corte largo pero superficial. Luego volvimos a San Francisco y cada uno se fue a su casa.
Y así terminaron las hazañas del día.