Cuando llamé por teléfono a la oficina del difunto Taylor Newhall me dijeron que si quería información sobre asuntos relacionados con él tenía que probar en su residencia de campo, unos treinta kilómetros al sur de San Francisco. Lo intenté. Una voz tan protocolaria que tenía que pertenecer al mayordomo me sugirió que hablara con el abogado de Newhall, Franklin Ellert. Me fui a la oficina de Ellert.
Era un viejo nervioso e irritable, con los ojos saltones por exceso de presión sanguínea y un ceceo al hablar.
—¿Hay alguna razón —pregunté directamente— para suponer que el asesinato de Newhall se debiera a algo más que un mero ataque de los bandidos de México? ¿Cabe la posibilidad de que lo mataran a propósito, y no por ofrecer resistencia cuando lo iban a capturar?
A los abogados no les gusta que los interroguen.
Aquel balbuceó, me hizo una serie de muecas y sacó más todavía los ojos y, por supuesto, no me contestó.
—¿Cómo? ¿Cómo? —soltó en tono desagradable—. Ezplíqueme qué quiere decir.
Me clavó una mirada fulminante que luego posó en su escritorio mientras sus manos nerviosas movían los papeles de un lado a otro, como si buscara un pito de policía. Le conté mi historia: le hablé de Tom-Tom Carey.
Ellert balbuceó un poco más, me preguntó qué diabloz quería decir y armó un follón total con los papeles de la mesa.
—No quiero decir nada —contesté con un gruñido—. Solo le cuento lo que se dijo.
—¡Cí! ¡Cí! ¡Ya lo cé! —Dejó de fulminarme y la voz sonó menos irritada—. Pero no hay abzolutamente ninguna razón para zozpechar algo ací. Ninguna, ceñor, ninguna en abzoluto.
—Quizá tenga razón. —Me volví hacia la puerta—. De todos modos, averiguaré un poco.
—¡Ezpere! ¡Ezpere! —Salió escopeteado de la silla y correteó para rodear el escritorio y llegar a mi lado—. Creo que ce equivoca, pero ci va a inveztigar, quiciera zaber qué dezcubre. A lo mejor prefiere facturarme zu minuta habitual por el trabajo que haga y mantenerme informado de zuz progrezoz. ¿Le parece zatizfactorio?
Le dije que sí, volví a sentarme y empecé a interrogarlo. Tal como había dicho el abogado, no había nada en los asuntos de Newhall que llamara la atención. El muerto era multimillonario y la mayor parte de su dinero procedía de la minería. Había heredado casi la mitad. No había ninguna maniobra oscura, ninguna apropiación indebida de tierras, ninguna trampa en su pasado, ningún enemigo. Era viudo y tenía una hija. Ella tenía cuanto se le pudiera antojar en vida y entre los dos había una relación de mucho cariño. Él se había ido a Nuevo México con un grupo de mineros de Nueva York que querían venderle unas tierras. Los habían atacado los bandidos y ellos se habían defendido, pero Newhall y un geólogo llamado Parker habían muerto en la refriega.
De vuelta en la oficina mandé un telegrama a nuestra sucursal de Los Ángeles para pedir que mandaran un agente a Nogales con instrucciones para investigar la muerte de Newhall y los asuntos de Tom-Tom Carey. El oficinista a quien lo entregué para que lo codificara antes de mandarlo me dijo que el Viejo quería verme. Cuando entré en su despacho me presentó a un hombre bajito y redondo como un gusano de bola, llamado Hook.
—El señor Hook —dijo el Viejo— es el propietario de un restaurante de Sausalito. El lunes pasado contrató a una camarera llamada Nelly Riley. Le dijo que venía de Los Ángeles. Su descripción, tal como la presenta él, se parece mucho a la que Jack Counihan y tú disteis de Nancy Regan, ¿verdad? —preguntó al gordito.
—Del todo. Es exactamente como la que leí en el periódico. Mide algo más de metro setenta, de constitución mediana, tiene los ojos azules, el pelo moreno, veintiuno o veintidós años, es muy guapa y, lo más importante, es más engreída que el demonio; nada le parece a su altura. Caramba, en cuanto intenté ser un poco sociable con ella me dijo que le quitara mis «sucias zarpas» de encima. Y luego descubrí que prácticamente no sabía nada de Los Ángeles, aunque dice que ha vivido allí dos o tres años. Me apuesto algo a que es ella, seguro.
Siguió hablando sobre cuánto dinero le correspondía como recompensa.
—¿Se va de vuelta ahora mismo? —le pregunté.
—Bien pronto. He de encargarme de unos platos. Luego volveré.
—¿Y la chica seguirá allí trabajando?
—Sí.
—Entonces mandaremos a un hombre con usted. Uno que conoce a Nancy Regan.
Llamé a Jack Counihan desde la sala de detectives y le presenté a Hook. Quedaron en verse al cabo de media hora en el ferry y Hook se fue, caminando como un pato.
—Esa Nelly Riley no será Nancy Regan —dije—. Pero no nos podemos permitir el lujo de dejarlo pasar aunque la probabilidad sea del uno por ciento.
Conté a Jack y al Viejo la historia de Tom-Tom Carey y de mi visita al despacho de Ellert. El Viejo escuchó con la educada atención habitual en él. El joven Counihan —que apenas llevaba cuatro meses en el negocio de la caza del hombre—, con los ojos bien abiertos.
—Es mejor que te vayas ya y te encuentres con Hook —dije al terminar, y salí con Jack del despacho del Viejo—. Y si resulta que es Nancy Regan, la agarras bien fuerte. —Como ya no podía oírnos el Viejo, añadí—: Y por el amor de Dios, esta vez no te ganes un puñetazo en la barbilla con tu galantería juvenil. Haz ver que eres un adulto.
El chico se sonrojó, me mandó al infierno, se arregló el nudo de la corbata y partió a su encuentro con Hook.
Yo tenía que escribir algunos informes. Al terminar puse los pies encima de la mesa, hice unos agujeritos en un paquete de Fatimas y pensé en Tom-Tom hasta las seis de la tarde. Después bajé a States a zamparme una sopa de oreja de mar y un filete vuelta y vuelta y luego a casa a cambiarme de ropa antes de ir a Sea Cliff a jugar una partida de póquer.
El teléfono me interrumpió cuando me estaba vistiendo. Era Jack Counihan:
—Estoy en Sausalito. La chica no era Nancy, pero he encontrado otra cosa. No estoy seguro de cómo manejarlo. ¿Puede venir?
—¿Es tan importante como para abandonar una partida de póquer?
—Sí, creo que es algo gordo. —Estaba excitado—. Ojalá venga. De verdad creo que es una pista.
—¿Dónde estás?
—En la estación del ferry. La del Golden Gate no, la otra.
—De acuerdo. Tomaré el primer barco.