—Me llamo Tom-Tom Carey —dijo, arrastrando las palabras.
Con un movimiento de cabeza le indiqué una silla que había al otro lado de mi mesa y lo repasé con la mirada mientras se desplazaba hacia ella. Alto, de espalda amplia y pecho fuerte, vientre plano, digamos que pesaría unos ochenta y cinco kilos. La cara, bronceada, parecía dura como un puño, pero no había en ella la menor muestra de mal humor. Era la cara de un hombre de cuarenta y pico que vivía la vida a fondo y gozaba con ella.
Una vez en la silla, lio un papel marrón en torno a una buena carga de tabaco Bull Durham y terminó de presentarse:
—Soy el hermano de Paddy, el Mex.
Me pareció que quizá decía la verdad. Paddy se parecía a aquel tipo en el color de la piel y en las maneras.
—En ese caso, su verdadero apellido sería Carrera —sugerí.
—Sí. —Se estaba encendiendo el cigarrillo—. Si quiere todos los detalles, Alfredo Estanislao Cristóbal Carrera.
Le pregunté cómo se deletreaba Estanislao, escribí el nombre en una hoja de papel, añadí «alias Tom-Tom Carey», llamé a Tommy Howd y le encargué que pidiera al oficial de archivo que mirase si había algún documento.
—Mientras su gente se dedica a abrir tumbas, le contaré a qué he venido —dijo el bronceado con voz cansina, soltando humo, cuando Tommy ya se había ido con el papel.
—Qué duro… Lo de que se cargaran así a Paddy —dije.
—Era tan confiado que no podía vivir mucho, el maldito —se quejó su hermano—. Así era él. Hace cuatro años que lo vi por última vez aquí, en San Francisco. Yo acababa de volver de una expedición a… Bueno, no importa a dónde. En cualquier caso, estaba a dos velas. En vez de perlas, de aquel viaje solo había sacado un balazo por encima de la cadera. Paddy estaba inflado, con quince mil, más o menos, que acababa de timar a alguien. La tarde en que lo vi tenía una cita y recelaba de ir cargado con tanto dinero. Así que me dio los quince mil para que se los guardara hasta la noche.
Tom-Tom Carey echó una bocanada y el recuerdo le llevó una sonrisa dulce a la boca.
—Era ese tipo de hombre —siguió—. Capaz de fiarse hasta de su hermano. Esa misma tarde me fui a Sacramento y tomé un tren hacia el este. En Pittsburgh una chica me ayudó a gastar los quince mil. Se llamaba Laurel. Le gustaba el whisky de centeno, rebajado con leche. Yo solía tomarlo con ella hasta que se me cuajaba por dentro y desde entonces nunca me ha vuelto a apetecer el queso fresco. Entonces, hay cien mil dólares de recompensa por ese tal Papadopoulos, ¿verdad?
—Más seis. Las aseguradoras ponen cien mil, la asociación de banqueros cinco y el ayuntamiento mil más.
Tom-Tom Carey lanzó lo que le quedaba de cigarrillo a la escupidera y empezó a liar otro.
—¿Y si yo se lo entrego a usted? —preguntó—. ¿En cuántas partes habría que repartir el dinero?
—Aquí no nos quedaríamos nada —le aseguré—. La Agencia de Detectives Continental nunca toca dinero de recompensas, ni permite que lo hagan sus empleados. Si algún policía participa en el lío, querrá una parte.
—¿Y en caso contrario es todo para mí?
—Si lo entrega sin ayuda, o sin más ayuda que la propia.
—Eso es lo que haré. —Hablaba como quien no quiere la cosa—. Eso vale para la detención. Ahora, vamos con la condena. Si lo atrapa, ¿está seguro de que podrá clavarlo a la cruz?
—Lo más probable es que sí, pero tendrá que enfrentarse a un jurado y eso significa que puede pasar cualquier cosa.
La mano musculosa que sostenía el cigarrillo marrón hizo un gesto de despreocupación.
—Entonces quizá sea mejor que le arranque una confesión antes de arrastrarlo hasta aquí —improvisó.
—En ese caso sería más seguro —convine—. Tendría que bajar esa pistolera unos pocos centímetros. La empuñadura queda demasiado alta. Cuando se sienta, se nota el bulto.
—Ajá. Se refiere a la del hombro izquierdo. Se la quité a un tipo después de perder la mía. La cinta es demasiado corta. Conseguiré otra esta tarde.
Entró Tommy con una carpeta con la etiqueta «Carey, Tom-Tom, 1361-C». Contenía algunos recortes de periódicos, los más antiguos de los cuales tenían diez años, y los más recientes ocho meses. Los leí todos a fondo y se los fui pasando al hombre bronceado a medida que los terminaba. En ellos Tom-Tom Carey aparecía como soldado de fortuna, traficante de armas, cazador furtivo de focas, contrabandista y pirata. Pero todo era presunto y supuesto. Lo habían detenido varias veces, pero nunca conseguían condenarlo.
—No me tratan bien —se quejó en tono plácido cuando terminamos la lectura—. Por ejemplo, el robo de ese barco de armas chino no fue culpa mía. Me vi obligado a hacerlo, el traicionado fui yo. Cuando ya habían cargado todo el material a bordo, se negaron a pagar. Yo no podía desembarcarlo. Lo único que podía hacer era llevarme el barco con todo dentro. Las compañías de seguros le deben de tener muchas ganas a ese Papadopoulos, para adjudicarle cien mil.
—Si sirve para detenerlo, sale barato —dije—. A lo mejor los periódicos no lo describen así, pero es mucho más que un niño travieso. Reunió un maldito ejército de matones aquí, tomó una manzana en el centro del distrito financiero, atracó los dos bancos más grandes de la ciudad, se defendió de todo el departamento de la policía, consiguió huir, se libró del ejército, usó a algunos de sus lugartenientes para cargarse a otros, ahí fue cuando le tocó a su hermano Paddy, y luego, con la ayuda de Pogy Reeve, la Gran Flora Brace y el Rojo O’Leary terminó con todos los lugartenientes. Y recuerde que esos lugartenientes no eran colegiales, eran timadores profesionales como Bluepoint Vanee, el Niño Tembloroso y Darby M’Laughlin, pájaros que se sabían el abecé.
—Ajá —Carey no estaba impresionado—. En cualquier caso, fue un pinchazo. Ustedes consiguieron recuperar el botín y lo máximo que él consiguió fue librarse.
—Un golpe de mala suerte —expliqué—. El Rojo O’Leary lo fastidió con una complicación de amor y vanidad. No se puede culpar de eso a Papadopoulos. No se haga la idea de que es medio tonto. Es peligroso y yo no culpo a las aseguradoras por creer que van a dormir mejor si tienen la certeza de que él no anda por ahí, planeando golpes nuevos contra bancos que hayan suscrito un seguro.
—No sabe demasiado de este Papadopoulos, ¿verdad?
—No —dije la verdad—. Y nadie sabe. La recompensa de cien mil convirtió en delatores a la mitad de los maleantes del país. Están tan locos por encontrarlo como nosotros, no solo por la recompensa, sino también por sus traiciones al por mayor. Y saben de él tan poco como nosotros: que tenía las manos metidas en una docena de casos o más, que era el cerebro responsable de los robos de bonos de Bluepoint Vanee y que sus enemigos tienen la costumbre de morir jóvenes. Pero nadie sabe de dónde es, o dónde tiene su casa. No crea que pretendo convertirlo en un Napoleón, ni en un héroe de esos de los suplementos dominicales, pero es un viejo astuto y taimado. Como usted mismo dice, no sé gran cosa de él, pero hay mucha gente de la que no sé gran cosa.
Tom-Tom Carey movió la cabeza para demostrar que había entendido la última parte y empezó a liarse el tercer cigarrillo.
—Yo estaba en Nogales cuando Angel Grace Cardigan me hizo llegar la noticia de que se habían cargado a Paddy —explicó—. Hace casi un mes de eso. Creo que ella esperaba que yo me presentara aquí de inmediato, pero a mí me daba igual. Lo he consultado con la almohada. Pero la semana pasada leí en un periódico que ofrecían esa recompensa por el mismo hombre al que ella acusaba de la caída de mi hermano. Eso fue lo que cambió: un cambio de cien mil dólares. Así que me vine en barco, hablé con ella y luego vine para asegurarme de que no habrá nada que se interponga entre ese dinero ensangrentado y yo cuando le eche el lazo a ese tal Papadudel.
—¿Angel Grace lo envió aquí? —quise saber.
—Ajá, aunque ella no lo sabe. Lo mencionó en su historia, dijo que usted era amigo de Paddy, que para ser sabueso era buen tipo y se moría de ganas de pillar a ese tal Papadudel. Así que pensé que usted era el caballero a quien debía visitar.
—¿Cuándo salió de Nogales?
—El martes… de la semana pasada.
—Eso… —dije, mientras activaba la memoria—. Eso fue el día después de que mataran a Newhall al otro lado de la frontera.
El moreno asintió con un movimiento de cabeza. En su cara no cambió nada.
—¿A qué distancia de Nogales fue? —pregunté.
—Le dispararon cerca de Oquitoa. Eso quedará a casi cien kilómetros al suroeste de Nogales. ¿Le interesa?
—No. Aunque me llama la atención que usted se fuera de donde lo mataron al día siguiente del asesinato y haya aparecido donde vivía él. ¿Lo conocía?
—Alguien me lo presentó en Nogales como un millonario de San Francisco que iba con un grupo a mirar unos terrenos con minas en México. Pensé que luego le vendería algo, pero los patriotas mexicanos llegaron antes que yo.
—¿Y entonces se vino al norte?
—Ajá. El alboroto me complicó un poco las cosas. Tenía un buen negociete, llamémoslo de distribución a ambos lados de la frontera. El asesinato de Newhall centró la atención en esa zona del país. Así que pensé en subir, cobrar esos cien mil y darme la oportunidad de instalarme por aquí. Sinceramente, hermano, si eso es lo que le preocupa, llevo semanas sin matar a ningún millonario.
—Me parece bien. Bueno, si lo he entendido, usted da por hecho que podrá entregar a Papadopoulos. Angel Grace se puso en contacto con usted, convencida de que se lo cargaría para vengar el asesinato de Paddy, pero como usted quiere el dinero se le ocurrió que podía jugar mi carta al mismo tiempo que la de ella. ¿Cierto?
—Cierto.
—¿Sabe lo que pasará si ella se entera de que está trabajando conmigo?
—Ajá. Le darán las convulsiones. Un poco maniática con eso de no mezclarse con la policía, ¿verdad?
—Lo es. Una vez le contaron lo del honor entre ladrones y no lo ha superado. Su hermano está encerrado en el norte porque lo delató Johnny, el Fontanero. A su chico, Paddy, se lo cargaron sus colegas. ¿Acaso eso le ha servido para espabilarse? Nada que ver. Prefiere permitir que Papadopoulos se escape, antes que trabajar con nosotros.
—Eso es —aseguró Tom-Tom Carey—. Ella cree que yo soy un hermano leal porque Paddy no le debió de hablar mucho de mí. Yo me encargo de ella. ¿La están siguiendo?
—Sí, desde que la soltaron. La detuvieron el mismo día en que agarraron a Flora, Pogy y el Rojo, pero no teníamos ninguna prueba contra ella, más allá de haber sido la chica de Paddy, así que hubo que soltarla. ¿Cuánta información le ha pasado?
—Descripciones de Papadudel y Nancy Regan, y nada más. No sabe más que yo de ellos. ¿Qué tiene que ver la tal Regan con todo esto?
—Prácticamente nada, salvo que podría llevarnos hasta él. Era la chica del Rojo. Él estropeó la partida por no faltar a una cita con ella. Cuando se escapó Papadopoulos, se llevó a la chica. No sé por qué. Ella no había participado en los atracos.
Tom-Tom Carey terminó de liar y encender el quinto cigarrillo y se levantó.
—¿Formamos un equipo? —preguntó mientras recogía su sombrero.
—Si entrega a Papadopoulos me aseguraré de que consiga hasta el último centavo que le corresponda —repliqué—. Y le dejaré el terreno libre. No le voy a poner demasiadas limitaciones para controlar sus actos.
Dijo que le parecía justo, me informó de que se hospedaba en un hotel de la calle Ellis y se fue.