La puerta delantera y la ventana principal de la planta baja estaban tan protegidas y atrancadas como las traseras. No quería correr el riesgo de abrirlas, aunque ya empezaba a haber bastante luz. Así que me fui al piso de arriba, preparé una bandera blanca con la funda de una almohada, la saqué por una ventana y esperé hasta que una voz gruesa me conminó:
—De acuerdo, di lo que tengas que decir.
Entonces me mostré y dije a los policías que ya podían entrar. El director de la policía, el capitán de los agentes y la mitad del cuerpo policial de la ciudad estaban esperando en los escalones de acceso y en la acera cuando abrí la puerta. Los llevé al sótano y les entregué a la Gran Flora, Pogy y el Rojo O’Leary, además del dinero. Flora y Pogy estaban despiertos, pero no hablaron.
Mientras los peces gordos se abalanzaban sobre el botín, me fui al piso de arriba. La casa estaba llena de policías. Intercambié algunos saludos con ellos de camino hacia la habitación en que había dejado a Nancy Regan con el viejo desgraciado. El teniente Duff estaba intentando forzar la puerta, y O’Gar y Hunt esperaban tras él.
Sonreí a Duff y le di la llave.
Abrió la puerta, miró al viejo y a la mujer —sobre todo a la mujer— y luego a mí. Estaban los dos en el centro de la habitación. En los ojos apagados del anciano había una mirada de desdichada preocupación; en los ojos azules de la chica, una ansiedad oscura. La ansiedad no mitigaba su belleza.
—Si eso es tuyo no te culpo por guardarlo con llave —me susurró al oído O’Gar.
—Ya os podéis ir —dije a los dos de la habitación. Dormid todo lo que podáis antes de presentaros de nuevo en el trabajo.
Asintieron y salieron de la casa.
—¿Es una ley de compensación de la agencia? —preguntó Duff—. ¿Las empleadas guapas compensan la fealdad de los empleados?
Llegó Dick Foley al pasillo.
—¿Qué tal tu parte? —pregunté.
—Se acabó. Angel me llevó hasta Vanee. Él me trajo aquí. Yo traje a los polis. Ellos lo detuvieron. Y a ella.
Sonaron dos disparos en la calle.
Salimos a la puerta y vimos algo de movimiento en un coche patrulla que había calle abajo. Fuimos hasta allí. Bluepoint Vanee, con las manos esposadas, se retorcía con medio cuerpo en el asiento y medio en el suelo del coche.
—Lo teníamos retenido en el coche entre Houston y yo —explicó a Duff un hombre de boca tensa, vestido de paisano—. Ha conseguido soltarse y ha agarrado la pipa de Houston con las dos manos. Le he tenido que disparar dos veces. ¡El capitán la va a liar! Ha dicho específicamente que quería que lo mantuviéramos aquí para que testificara contra los otros. Pero sabe Dios que no le hubiera disparado si no llega a estar en juego la vida de Houston.
Duff dijo al de paisano que era un maldito irlandés patoso mientras levantaban a Vanee para incorporarlo en el asiento. Los ojos torturados de Bluepoint se clavaron en mí.
—¿Le…? ¿Le conozco? —preguntó, dolorido—. ¿Continental…? ¿Nueva York?
—Sí —contesté.
—No le he reconocido… En Larrouy’s, con el Rojo. —Se detuvo para escupir sangre—. ¿Ha pillado al Rojo?
—Sí —le dije—. Tengo al Rojo, a Flora, a Pogy y el botín.
—¿Pero no a Papa… dop… oul… os?
—¿El padre de quién? —le pregunté impaciente, con un escalofrío.
Se incorporó un poco en el asiento.
—Papadopoulos —repitió con un esfuerzo agónico por reunir la poca fuerza que le quedaba—. Yo quería… Dispararle. Visto que se iba… con la chica… Policía demasiado rápido… Quería…
Se quedó sin palabras. Se estremeció. Tras sus ojos, a escasos milímetros, se asomaba la muerte. Un médico residente con bata blanca intentó abrirse paso hacia el coche, por delante de mí. Lo aparté de un empujón, me eché hacia delante y agarré a Vanee por los hombros. Tenía el cogote congelado. El estómago vacío.
—Escúchame, Bluepoint —le grité a la cara—. ¿Papadopoulos? ¿El viejita? ¿Era él el cerebro del atraco?
—Sí —respondió Vanee, y con esa palabra salió también por su boca su última gota de sangre.
Lo dejé caer en el asiento y me alejé.
¡Claro! ¡Cómo no me había dado cuenta! El viejo canalla… Cómo iba a enviarme a los demás, de uno en uno, sin ser él quien mandaba, por mucho que fingiera estar asustado. Los había arrinconado a todos absolutamente. Tenía que morir matando, o rendirse y enfrentarse a la horca. No tenía otra escapatoria. La policía había atrapado a Vanee, que estaba dispuesto a decirles que aquel zopilote canijo era el jefe. No tenía ni la menor opción de librarse en el juzgado con su edad, su flojera y la pretensión de que los demás lo mandaban a él.
Y ahí había aparecido yo, sin más opción que la de aceptar su propuesta. Si no, me apagaban la luz. Había sido una marioneta en sus manos, igual que sus cómplices. Él los había ido traicionando a medida que cada uno de ellos lo ayudaba a traicionar a otros… Y luego yo le había franqueado la salida.
Ahora podía poner la ciudad entera patas arriba, pues solo me había comprometido a sacarlo de la casa, pero…
¡Menuda vida!