XIV

Estaba vestida para la acción, con unos pantalones azules que probablemente serían de Pogy, mocasines con borlillas, cinturón de seda. Una cinta le sujetaba los rizos rubios lejos de la cara. Llevaba un arma en una mano y una en cada bolsillo del pantalón.

La de la mano apuntó hacia arriba.

—Estás acabado —me dijo como quien no quiere la cosa.

Mi nuevo socio gimoteó:

—¡Espera! ¡Espera, Flora! Aquí, de esta manera, no, por favor. Deja que me lo lleve al sótano.

Ella lo miró con el ceño fruncido y encogió sus hombros de seda.

—Que sea rápido —le dijo—. Dentro de media hora se hará de día.

Si no fuera porque tenía ganas de llorar, me hubiera reído de ellos. ¿Se suponía que debía creer que aquella mujer permitiría que el conejo le cambiara los planes? Supongo que alguna posibilidad sí le habría concedido a la intervención del viejo desgraciado, pues de lo contrario no me habría decepcionado tanto entender, gracias a aquella pequeña comedia, que todo era pura fachada. Pero el agujero al que pensaran llevarme no podía ser mucho peor que aquel en que me tenían metido.

Así que avancé con el viejo por el pasillo, abrí la puerta que él me indicó, encendí la luz del sótano y bajé los burdos escalones.

Él iba susurrando detrás de mí.

—Primero te enseñaré el dinero y luego te entregaré a los diablos. ¿No olvidarás tu promesa? ¿La chica y yo quedaremos bien con la policía?

—Ah, sí —aseguré al viejo payaso.

Se acercó a mí por detrás y me puso en la mano la empuñadura de un arma.

—Escóndela —susurró.

Cuando ya me la había metido en el bolsillo sacó otra de debajo de la chaqueta con la mano libre y me la entregó también.

Luego me enseñó de verdad el botín. Todavía estaba en las cajas y bolsas en que había salido de los bancos. Insistió en abrir algunas para enseñarme el dinero: fajos verdes sujetos con los envoltorios verdes del banco. Las cajas y las bolsas estaban apiladas en un pequeño trastero de ladrillo visto con un candado en la puerta, cuya llave tenía él.

Cuando terminamos de mirar cerró la puerta, pero no el candado, y me guio de vuelta por parte del camino que habíamos recorrido para llegar hasta allí.

—Como ves, ahí está el dinero —dijo—. Y ahora, los otros. Quédate aquí, escondido detrás de estas cajas.

Una pared partía el sótano en dos. Tenía un marco, pero sin puerta. El lugar en el que el viejo me sugería esconderme quedaba cerca de ese marco, entre la partición y cuatro cajas de mudanzas. Si me escondía allí, quedaría a la derecha de cualquiera que bajase por las escaleras, un poco por detrás de ellos cuando caminasen por el sótano en dirección al trastero del botín. Es decir, estaría en esa posición cuando pasaran por el marco sin puerta.

El viejo estaba toqueteando algo debajo de una caja. Sacó un tubo de plomo de casi medio metro, embutido dentro de una manguera negra de jardín, de extensión similar. Me lo dio mientras me lo explicaba todo.

—Irán bajando de uno en uno. Cuando estén a punto de pasar por esta puerta, tú sabrás qué hacer con esto. Y así los tendrás a todos y yo tendré lo que me has prometido. ¿Es así?

—Ah, sí —concedí, intrigado.

El hombre subió las escaleras. Yo me agaché detrás de las cajas, examiné las armas que me había entregado y… Que me aspen si fui capaz de encontrarles algún defecto. Estaban cargadas y parecían en condiciones de funcionar. Ese toque final me dejó totalmente traspuesto. No sabía si estaba en un sótano o volando en globo.

Cuando bajó el Rojo O’Leary, desnudo todavía salvo por el vendaje y el pantalón, tuve que sacudir violentamente la cabeza para despejarla a tiempo de pegarle en todo el cogote en cuanto pisó con un pie descalzo más allá del umbral. Cayó despatarrado boca abajo.

El viejo bajó correteando la escalera, todo sonrisas.

—¡Deprisa! ¡Deprisa! —jadeaba mientras me ayudaba a llevar al pelirrojo a rastras hasta el cuarto del dinero. Luego sacó dos trozos de cuerda y le ató las manos y los pies al gigante—. ¡Deprisa! —urgió de nuevo, antes de desaparecer escaleras arriba.

Volví a mi escondrijo y sostuve en alto el tubo mientras me preguntaba si no me habría disparado Flora y en aquel momento estaba ya disfrutando de la recompensa a mi virtud: un cielo en el que podía divertirme eternamente golpeando a gente que en la tierra había sido mala conmigo.

El rompecráneos agorilado bajó y se acercó a la puerta. Le rompí el cráneo.

Bajó correteando el anciano. Arrastramos a Pogy hasta el trastero y lo atamos.

—¡Deprisa! —jadeó el viejo desgraciado, bailoteando de puro nerviosismo—. Ahora viene la diablesa. ¡Dale duro!

Se arrastró escaleras arriba y hasta pude oír el ruidito de sus pasos por el techo.

Me sacudí la perplejidad y reservé algo de espacio a la inteligencia en el interior de mi cráneo. Aquella estupidez era imposible. No podía estar pasando. Las cosas nunca salían así. Nadie se plantaba en una esquina para irse cargando un enemigo tras otro, como una máquina, mientras un tarado esquelético se los iba enviando. ¡Demasiado absurdo, maldita sea! ¡Ya era demasiado!

Fui más allá de mi escondrijo, solté el tubo y encontré otro punto en el que agacharme, debajo de unos estantes, cerca de la escalera. Me acurruqué allí con un arma en cada mano. Seguro que un juego como aquel era —tenía que ser— más peligroso cuanto más se acercaba al final. No podía quedarme en el mismo sitio.

Flora bajó por la escalera. El hombrecillo trotaba dos pasos detrás de ella.

Flora llevaba un arma en cada mano. Sus ojos grises lo miraban todo. Llevaba la cabeza gacha como el animal que se dispone a pelear. Le temblaban las fosas nasales. El cuerpo, que no bajaba rápido ni despacio, mantenía el equilibrio propio de una bailarina. Así viva un millón de años, nunca olvidaré la imagen de esa mujer de belleza brutal al bajar por aquellos escalones sin devastar. Era un hermoso animal preparado para luchar y dispuesto a hacerlo.

Al verme tensó el cuerpo.

—¡Suéltalas! —grité, aunque sabía que no me haría caso.

El hombrecillo se sacó de la manga una porra marrón y le pegó detrás de la oreja, justo cuando ella trazaba un barrido con el brazo izquierdo para apuntarme.

Salté hacia delante y la cogí antes de que golpeara el cemento.

—Ya está, ¿lo ves? —dijo el hombre con gran regocijo—. Ya tienes el dinero y los tienes a ellos. Y ahora nos sacarás de aquí a mí y a la chica.

—Primero meteremos a esta con los demás —dije.

Me ayudó y luego le pedí que cerrase la puerta del trastero con el candado. Lo hizo y entonces le cogí la llave con una mano y el cuello con la otra. Se retorció como una serpiente mientras le pasaba la otra mano por encima de la ropa para quitarle una porra y un arma de fuego, además de una faltriquera que descubrí en torno a su cintura, con dinero.

—¡Quítatela! —le ordené—. No vas a sacar nada de aquí.

Toqueteó la hebilla con sus dedos, tiró de la faltriquera por debajo de la ropa y la dejó caer al suelo. Estaba tan llena que parecía acolchada.

Sin soltarle el cuello, lo llevé arriba, donde la chica seguía sentada, inmóvil, en la silla de la cocina. Me costó un buen trago de whisky a palo seco y un montón de palabras convencerla para que entendiera que iba a salir con el viejo y que no debía decir ni palabra a nadie, y mucho menos a la policía.

—¿Dónde está el Rojo? —preguntó.

El color había regresado a su cara —que ni en el peor momento había perdido su belleza— y los pensamientos a su cerebro.

Le dije que estaba bien y le prometí que antes de que se acabara la mañana estaría en un hospital. No preguntó nada más. La mandé al piso superior en busca de su sombrero y su abrigo, acompañé al viejo a recoger también el suyo y luego los dejé a los dos en la primera habitación de la planta baja.

—Quedaos aquí hasta que os venga a buscar —dije.

Cerré la puerta con llave y salí.