Al cabo de quince minutos el hombrecillo desastrado entró corriendo en la cocina y dijo que había oído pasos en el tejado. Había tanto miedo en sus ojos de un marrón desvaído que parecían apagados, como los de un buey. Los labios se retorcían bajo el greñudo bigote blanco amarillento.
Con toda clase de palabrotas, Flora lo llamó esto y aquello y viejo no sé qué y no sé cuántos y lo mandó de nuevo al piso de arriba. Ella se levantó de la mesa y apretó bien el quimono verde en torno a su corpachón.
—Estás aquí —me dijo— y te vas a unir a nosotros. No hay otra posibilidad. ¿Llevas pipa?
Admití que tenía un arma, pero moví la cabeza de un lado a otro para negar todo lo demás.
—Esta no es mi causa… De momento —dije—. Para comprar la participación de Percy harán falta ciento cincuenta mil lechugas en efectivo, pago al contado.
Quería saber si el botín estaba en la casa.
La voz llorosa de Nancy Regan sonó desde las escaleras.
—¡No, no, cariño! ¡Por favor, por favor, vuelve a la cama! ¡Te vas a matar! ¡Rojo, querido!
El Rojo O’Leary entró a grandes zancadas en la cocina. Tan solo llevaba unos pantalones grises y el vendaje. Tenía los ojos febriles y alegres. Una sonrisa tiraba de sus labios secos. Llevaba un arma en la mano izquierda. La derecha pendía en paralelo al cuerpo, inútil. Nancy llegó trotando por detrás. Dejó de suplicar y se encogió tras él al ver a la Gran Flora.
—Haz sonar el gong y larguémonos —dijo con una risilla el gigante pelirrojo y semidesnudo—. Vanee está en la calle.
Flora avanzó hacia él, lo agarró por las muñecas, lo sostuvo unos instantes y asintió:
—Maldita sea, qué loco estás —dijo, con más orgullo maternal que otra cosa en la voz—. Ya estás listo para una buena pelea. Y es una suerte, porque la vas a tener.
El Rojo se echó a reír —una carcajada triunfal que alardeaba de su dureza— y luego clavó su mirada en mí. La risa desapareció de sus ojos, sustituida por un desconcierto que los entrecerraba.
—Hola —saludó—. He soñado contigo, pero no recuerdo qué. Eras… Espera un momento. Eras… ¡Por Dios! ¡He soñado que eras tú el que me disparaba!
Flora me dedicó una sonrisa que hasta entonces no había visto y habló deprisa:
—¡Cógelo, Pogy!
Me retorcí hacia un lado para abandonar la silla.
El puño de Pogy me dio en la sien. Me tambaleé por la sala y mientras me esforzaba por conservar el equilibrio pensé en el moratón de la sien del Niño Motsa, muerto.
Pogy ya estaba encima de mí cuando la pared me sostuvo en pie.
Lancé un puñetazo —¡paf!— contra su nariz plana. Salió sangre, pero sus zarpas peludas me agarraron. Encogí el cuello y hundí la frente en su cara. El olor del perfume de Flora me llegó con fuerza. Su ropa de seda me rozó. Agarrándome el pelo con las dos manos, tiró de mi cabeza para dejar el cuello expuesto a Pogy. Él lo rodeó con sus zarpas. Abandoné. No me ahogó más de lo necesario, pero fue suficiente.
Flora me registró para quitarme el arma y la porra.
—Treinta y ocho especial —anunció el calibre del arma—. La bala que te he sacado era del treinta y ocho especial, Rojo.
Sus palabras me llegaron con debilidad entre los rugidos que sonaban en mis oídos.
La voz del viejecillo resonaba en la cocina. No conseguí entender qué decía. Las manos de Pogy me soltaron. Me llevé las manos al cuello. La falta de presión en la garganta era horrible. La negrura fue desapareciendo lentamente de mis ojos, dejando a su paso unas nubecillas moradas que flotaban por todas partes. Al poco rato pude sentarme en el suelo. Gracias a eso supe que hasta entonces había estado tumbado.
Las nubes moradas se fueron encogiendo hasta que alcancé a ver lo suficiente a través de ellas para saber que ya solo quedábamos tres en la sala. Encogida en una silla, en un rincón del fondo, estaba Nancy Regan. En otra, junto a la puerta, con una pistola negra en la mano, estaba sentado el viejecillo asustado. El terror de sus ojos ya era desesperado. Me apuntaba y le temblaba la mano y la pistola. Intenté pedirle que dejara de temblar, o bien que apuntase hacia otro lado, pero no conseguí articular palabra todavía.
Arriba resonaban los disparos y las dimensiones reducidas de la casa exageraban su eco.
El hombrecillo dio un respingo.
—Sácame de aquí —susurró, con una brusquedad inesperada—, y te lo daré todo. ¡De verdad! ¡Todo! ¡Solo por sacarme de esta casa!
Aquel tenue rayo que aparecía en la oscuridad total me devolvió el uso de las cuerdas vocales.
—Habla claro —conseguí decirle.
—Te entregaré a los de arriba, incluida la diablesa. Te daré el dinero. Te lo daré todo si me ayudas a salir. Soy viejo. Estoy enfermo. No puedo vivir en la cárcel. ¿Tengo yo algo que ver con el asalto? Nada. ¿Es culpa mía que la diablesa…? Ya lo has visto. Soy un esclavo. Yo, que tan cerca estoy del final de mi vida. Abusos, insultos, palizas… Y no basta con eso. Ahora resulta que he de ir a la cárcel porque la diablesa es una diablesa. Soy un viejo que no puede vivir en una cárcel. Déjame salir. Ten la bondad. Te entregaré a la diablesa, a los otros diablos… Y el dinero que robaron. ¡Desde luego que lo haré!
Así hablaba el viejecillo acogotado por el miedo, sin dejar de retorcerse y menear el cuerpo en la silla.
—¿Cómo puedo sacarlo de aquí? —pregunté mientras me levantaba del suelo, sin apartar la vista de su arma.
Si conseguía darle mientras hablábamos…
—¿Y cómo no? Tú eres amigo de la policía. Eso lo sé. La policía ya está aquí. Están esperando que se haga de día para entrar en la casa. Yo mismo les he visto llevarse a Bluepoint Vanee con mis ojos cansados. Tú me puedes franquear el paso con la policía. Haz lo que te pido y te entregaré a esos diablos y todo su dinero.
—Suena bien —dije, al tiempo que daba un paso, casualmente en su dirección—. Pero… ¿Puedo salir por la puerta cuando quiera?
—¡No! ¡No! —dijo él, sin fijarse en el segundo paso que daba hacia él—. Pero primero te entregaré a esos tres diablos. Te los entregaré vivos, pero sin poder. Y su dinero. Eso haré, y luego tú me sacarás de aquí… Y a esa chica también. —Señaló repentinamente con una inclinación de cabeza a Nancy, en cuyo rostro blanco, bonito todavía pese al terror, apenas se veía ahora otra cosa que los ojos, abiertos como platos—. Ella tampoco tiene nada que ver con los crímenes de esos diablos. Ha de salir conmigo.
Me pregunté de qué se creería capaz aquel viejo conejo. Fruncí el ceño en un remedo excesivo de reflexión mientras daba otro paso hacia él.
—No te equivoques —susurró con ansiedad—. Cuando esa diablesa vuelva a esta habitación morirás. No te quepa duda de que te matará.
Tres pasos más y estaría a la distancia adecuada para agarrarlo y quitarle la pistola.
Oí unos pasos en el pasillo. Demasiado tarde para saltar.
—¿Sí? —siseó desesperado.
Contesté que sí con un movimiento de cabeza, una décima de segundo antes de que la Gran Flora entrase en la sala.