Era una casa pequeña en una hilera de casas pequeñas. Sacamos al grandullón del coche y entre los dos lo llevamos hasta la puerta. Apenas si hubiera podido llegar sin nuestra ayuda. La calle estaba oscura. No se veía ninguna luz en la casa. Llamé al timbre.
No pasó nada. Llamé otra vez y aún otra más.
—¿Quién es? —preguntó una voz seca desde dentro.
—El Rojo está herido —anuncié.
Un momento de silencio. Luego la puerta se abrió medio palmo. Por la apertura llegó algo de luz del interior, la justa para permitirnos ver la cara plana y el mentón prominente del rompecráneos que había hecho de guardián y asesino del Niño Motsa.
—¿Qué diablos…? —preguntó.
—Han atacado al Rojo. Le han dado —expliqué, empujando al gigante inmóvil hacia delante.
No bastó para pasar la puerta. El rompecráneos la sujetó.
—Esperad —dijo. Y nos dio con la puerta en la nariz. Su voz sonó desde dentro—. Flora.
Buena señal. El Rojo nos había llevado al sitio adecuado.
Cuando volvió a abrir la puerta, lo hizo de par en par y Nancy Regan y yo llevamos nuestra carga hasta el recibidor. Detrás del rompecráneos había una mujer con una bata corta de seda negra: la Gran Flora, supuse.
Con sus zapatitos de tacón llegaba casi al metro ochenta. Los zapatos eran pequeños y me fijé en que también lo eran sus manitas, desprovistas de anillos. El resto de su cuerpo no lo era. Tenía la espalda ancha, el pecho grande, los brazos fuertes y un cuello rosado que, pese a su suavidad, parecía tan musculoso como el de un luchador. Tendría más o menos mi edad —rondando los cuarenta—, con un pelo corto muy rizado y muy rubio, la piel muy rosada y una cara hermosa y brutal. Sus ojos, algo hundidos, eran de color gris; los labios, carnosos y de bella forma; la nariz tenía la amplitud y la curvatura precisas para darle una apariencia de fuerza y además tenía barbilla suficiente para apoyarla. De la frente hasta el cuello, bajo la piel rosada se adivinaba la presencia de músculos lisos, densos, fuertes.
La tal Gran Flora no era una broma. Tenía el aspecto y la actitud de una mujer capaz de haber dirigido aquel asalto y todas las traiciones posteriores. Si su cara y su cuerpo no mentían, tenía la fuerza física, mental y de voluntad necesarias, y hasta le sobraba un poco. Estaba hecha de un material más fuerte que el matón agorilado que permanecía junto a ella, o que el gigantón pelirrojo al que yo sujetaba.
—Bueno, ¿qué? —preguntó cuando ya se había vuelto a cerrar la puerta a nuestras espaldas.
La voz era grave, pero no masculina. Una voz que combinaba bien con su aspecto.
—Vanee le ha montado una encerrona en Larrouy’s. Le han disparado en la espalda —expliqué.
—¿Y tú quién eres?
—Metedlo en la cama —disimulé—. Tenemos toda la noche para hablar.
Ella se volvió y chascó los dedos. Un viejecillo desastrado apareció de inmediato por una puerta del fondo. Sus ojos marrones daban mucho miedo.
—Sube a toda prisa —ordenó la mujer—. Haz la cama y prepara agua caliente y toallas.
El hombrecillo trepó escaleras arriba como un conejo reumático.
El rompecráneos agarró al Rojo por el lado que hasta entonces sostenía la chica y entre los dos subimos al gigante a una habitación por la que correteaba el hombrecillo de un lado a otro con palanganas y sábanas. Flora y Nancy Regan nos siguieron. Tumbamos al herido boca abajo en la cama y lo desnudamos. Seguía saliendo sangre por el agujero de la bala. Estaba inconsciente.
Nancy Regan se quedó hecha polvo.
—¡Se muere! ¡Se muere! Llamad a un médico. Ay, Rojo, querido…
—¡Cállate! —ordenó la Gran Flora—. El muy estúpido tendría que palmarla. A quién se le ocurre presentarse esta noche en Larrouy’s. —Agarró al hombrecillo por un hombro y lo empujó hacia la puerta—. Zonite y más agua —le gritó cuando ya salía—. Dame tu navaja, Pogy.
El goriloide sacó una navaja automática del bolsillo, con una hoja larga y afilada hasta la máxima estrechez. Pensé que era la misma navaja que había cortado el cuello del Niño Motsa.
Con ella, la Gran Flora extrajo la bala de la espalda del Rojo O’Leary.
El goriloide Pogy contuvo a Nancy Regan en un rincón del dormitorio mientras duró la operación. El hombrecillo asustado se arrodilló junto a la cama para ir alcanzando a la mujer lo que ella le pedía y secando la sangre del Rojo a medida que brotaba por la herida.
Yo permanecí junto a Flora, fumando cigarrillos del paquete que ella misma me había dado. Cuando levantaba la cabeza, yo pasaba el cigarrillo de mi boca a la suya. Ella llenaba los pulmones con una calada que devoraba la mitad del cigarrillo y me avisaba con un movimiento de cabeza. Yo le quitaba el cigarrillo de la boca. Ella soltaba el humo y se ponía a trabajar de nuevo. Yo encendía otro cigarrillo con la colilla de aquel y me preparaba para la siguiente calada.
Los brazos descubiertos estaban ensangrentados hasta los codos. La cara, empapada de sudor. Era un follón cruento y llevó mucho tiempo. Pero cuando alzó la espalda para una última calada, el Rojo ya no tenía una bala en el cuerpo, había parado de sangrar y la herida estaba vendada.
—Gracias a Dios que hemos terminado —dije mientras encendía un cigarrillo de los míos—. Eso que fumas es asqueroso.
El hombrecillo asustado se puso a limpiar. Nancy Regan se había desmayado en una silla, al otro lado de la habitación, y nadie le hacía el menor caso.
—Vigílame a este caballero, Pogy —dijo Flora al rompecráneos, al tiempo que me señalaba con una inclinación de cabeza—, mientras me lavo.
Me acerqué a la chica, le froté las manos, le eché un poco de agua en las manos y conseguí despertarla.
—Ya le han quitado la bala. El Rojo duerme. Dentro de una semana estará buscando pelea por ahí —le dije.
Se levantó de un salto y corrió hasta la cama.
Entró Flora. Se había lavado y se había cambiado la bata negra llena de sangre por una especie de quimono verde con unas cuantas aberturas por las que se asomaban piezas de ropa interior del color de las orquídeas.
—Habla —exigió, plantada delante de mí—. ¿Quién, qué y por qué?
—Soy Percy Maguire —le dije, como si aquel nombre que acababa de inventarme bastara para explicarlo todo.
—Eso es el quién —dijo ella, como si mi falso alias no le dijera nada—. Solo falta el qué y el por qué.
El agorilado Pogy, plantado a mi lado, me repasó con la mirada de arriba abajo. Soy bajo y regordete. Mi cara no asusta a los niños, pero es un testimonio más o menos certero de una vida que no ha padecido excesos de refinamiento y gentilezas. El espectáculo de la noche me había condecorado con magulladuras y rasguños y también había afectado un poco a la poca ropa que me quedaba.
—Percy —repitió la mujer, mostrándome sus dientes amarillentos y separados al sonreír—. Dios mío, hermano, tus padres debían de ser ciegos.
—Eso explica el qué y por qué —insistí a la mujer, haciendo caso omiso de los ruidos que venían del zoo—. Soy Percy Maguire y quiero mis ciento cincuenta mil dólares.
Los músculos de las cejas se cernieron sobre los ojos.
—Que tienes ciento cincuenta mil dólares, ¿no?
Ante la belleza de su cara brutal asentí con un gesto.
—Sí —dije—. A eso he venido.
—¡Ah! No es que los tengas. ¿Has venido a cobrarlos?
—Oye, hermana, quiero mi pasta. —Si el juego se iba a alargar, tenía que ponerme un poco más duro—. Este intercambio de «tienes» y «sitengos» me está dando sed. Estuvimos en el gran atraco, ¿vale? Y luego, cuando vimos que fallaba el pago, le dije al chico que trabaja conmigo: «No importa, chico, conseguiremos nuestra pasta. Tú sigue a Percy». Y entonces viene Bluepoint y me pide que me una a él y yo le dije que sí y el chico y yo nos juntamos con él hasta que nos hemos encontrado con Rojo esta noche en el tugurio. Y entonces le he dicho al muchacho: «Estos matones de café con pastas se van a cargar al Rojo y con eso no conseguiremos nada. Vamos a robárselo y que nos lleve a donde está la Gran Flora con la pasta. Yo creo que nos merecemos ciento cincuenta cada uno, ahora que hay tan poca gente a repartir. Cuando lo consigamos, si nos queremos deshacer del Rojo, no pasa nada. Pero lo primero es el curro y luego ya vendrá el placer. Y los ciento cincuenta mil son curro». Y eso hicimos. Le conseguimos una salida al grandullón cuando ya no le quedaba ninguna. El crío se ha puesto tontorrón con la chica por el camino y le ha caído una paliza. A mí ya me parece bien. Si él prefería la chica en vez de sus ciento cincuenta, bien está. Yo he venido con el Rojo. Yo me he encargado de la huida cuando le han pegado el balazo. Por derecho, debería cobrar también los ciento cincuenta del muchacho, con lo que sumaría trescientos mil, pero si me das los ciento cincuenta que me correspondían desde el principio quedamos en paz.
Me pareció que el rollo iba a colar. Por supuesto que no contaba con que me diera nada de dinero, pero si la tropa que había conformado la banda no conocía bien a los jefes, ¿por qué había que dar por hecho que ellos sí conocían a todos los de su banda?
Flora se dirigió a Pogy.
—Saca ese maldito cacharro de la puerta de casa.
Cuando se fue el gorila, me sentí mejor. Si la mujer pensaba hacerme algo allí mismo, no lo habría mandado a mover el coche de sitio.
—¿Tienes algo de comida en casa? —pregunté, poniéndome cómodo.
Ella se acercó a la cabecera de la escalera y gritó:
—Tráenos algo de comer.
El Rojo seguía inconsciente. Nancy Regan se había sentado a su lado y le sostenía una mano. Estaba totalmente pálida. La Gran Flora volvió a entrar en la habitación, miró al inválido, le puso una mano en la frente, le tomó el pulso.
—Vamos abajo —dijo.
—Yo… Yo prefiero quedarme aquí —respondió Nancy Regan.
Tanto en los ojos como en la voz se notaba el terror absoluto que le provocaba Flora.
La grandullona bajó sin decir palabra. Yo la seguí hasta la cocina, donde el hombrecillo estaba junto a los fogones, preparando huevos con jamón. Vi que tanto la ventana como la puerta trasera estaban protegidas con gruesas planchas y reforzadas con trancas clavadas en el suelo. Encima del fregadero, un reloj señalaba las 2.50 de la madrugada.
Flora sacó una petaca de licor y sirvió una copa para ella y otra para mí. Nos sentamos a la mesa y mientras esperábamos la comida maldijo al Rojo O’Leary y a Nancy Regan porque el pelirrojo se había incapacitado por no faltar a su cita con ella justo cuando más necesitaba Flora su fuerza. Los maldijo por separado y como pareja y empezaba ya a convertirlo en un asunto racial maldiciendo a todos los irlandeses cuando el hombrecillo nos trajo nuestros huevos con jamón.
Habíamos terminado ya con los alimentos sólidos y estábamos echando licor en la segunda taza de café cuando volvió Pogy. Traía noticias.
—Hay un par de jetas en la esquina que no me gustan demasiado —dijo.
—¿Polis, o…? —preguntó Flora.
—O —contestó él.
Flora empezó a maldecir de nuevo al Rojo y a Nancy. Pero ese recurso ya casi estaba agotado. Se volvió hacia mí.
—¿Para qué diablos me los has traído aquí? —preguntó—. ¡Has dejado un rastro de kilómetros! ¿Por qué no dejaste que el maldito vagabundo la palmara allí mismo, donde le dieron?
—Lo he traído para recoger mis ciento cincuenta de los grandes. Pásamelos y verás cómo me largo. No me debes nada más. Y yo no te debo nada. Si en vez de hablar me das la guita, me voy con la música a otra parte.
—Y una mierda —dijo Pogy.
La mujer me miró con el ceño bien fruncido y bebió un sorbo de café.