IX

Era casi la medianoche cuando ocurrió lo que los lobos estaban esperando. La última pretensión de indiferencia desapareció de unas caras que se habían ido cargando gradualmente de tensión. Las sillas y los zapatos resonaban a medida que los hombres se iban apartando de las mesas. Un poco flexionados, los músculos aprestaban los cuerpos para la acción. Las lenguas humedecían los labios y los ojos miraban con ansiedad hacia la puerta de entrada.

Bluepoint Vanee llegó a la sala. Entró solo, saludando a sus conocidos a uno y otro lado con inclinaciones de cabeza, moviendo su cuerpo alto con elegancia y comodidad dentro de su ropa de buena hechura. En su cara de rasgos afilados se destacaba una sonrisa de confianza en sí mismo. Se acercó sin prisa y sin pausa a la mesa de O’Leary. Yo no veía la cara del Rojo, pero la musculatura le ensanchaba la bases del cuello. La chica saludó a Vanee con una sonrisa cordial y le tendió la mano. Lo hizo con naturalidad. No sabía nada.

Vanee pasó su sonrisa de Nancy Regan al gigante pelirrojo; una sonrisa parecida a la que dedicaría un gato a un ratón.

—¿Qué tal va todo, Rojo? —preguntó.

—Todo bien. —En tono brusco.

La orquesta había dejado de tocar. Larrouy, plantado junto a la puerta de salida, se iba secando el sudor de la frente con un pañuelo. En la mesa que quedaba a mi derecha, un matón con pecho de tonel y nariz partida, vestido con traje de rayas anchas, soltaba su pesada respiración entre dientes de oro y miraba con ojos saltones a O’Leary, Vanee y Nancy. No destacaba por nada: había demasiada gente con la misma actitud que él.

Bluepoint Vanee volvió la cabeza y pidió a un camarero:

—Tráeme una silla.

Le llevaron la silla y la dejaron en el lado libre de la mesa, de cara a la pared. Vanee se sentó, desplomado contra el respaldo, inclinado en actitud indolente hacia el Rojo, con el brazo izquierdo arqueado por encima del respaldo y un cigarrillo en la mano derecha.

—Bueno, Rojo —dijo, una vez instalado—. ¿Tienes algo nuevo que decirme?

La voz sonó suave, pero con el volumen suficiente para que la oyeran los de las mesas más cercanas.

—Ni una palabra.

En la voz de O’Leary no había ni la menor pretensión de simpatía, o de cautela.

—¿Qué? ¿En serio? —La sonrisa de labios finos de Vanee se estiró y sus ojos oscuros emitieron un brillo alegre, aunque nada agradable—. ¿Nadie te ha dado nada para mí?

—No —contestó O’Leary en tono enfático.

—¡Dios mío! —dijo Vanee. Al agrandarse en su boca y en sus ojos, la sonrisa se volvió aún menos agradable—. ¡Qué ingratitud! ¿Me vas a ayudar a cobrar, Rojo?

—No.

Yo estaba enfadado con el pelirrojo, medio dispuesto a dejar que recibiera su merecido cuando estallara la tormenta. ¿Por qué no podía haberse buscado una salida? ¿Por qué no inventarse una historia que Bluepoint se viera obligado a aceptar, aunque fuese a medias? Pues no: O’Leary, el maldito muchacho, se sentía tan infantilmente orgulloso de su dureza que tenía que exhibirla justo cuando lo que más lo convenía era usar la cabeza. Si solo hubiera estado en juego una paliza para su esqueleto, no me habría importado. Pero no me parecía bien que Jack y yo tuviéramos que sufrir. Aquel grandullón era demasiado valioso. Tendríamos que recibir una paliza para salvarlo del castigo merecido por su terquedad. No era justo.

—Estoy esperando mucho dinero, Rojo —dijo Vanee con indolencia, en son de burla—. Y lo necesito. —Dio una calada al cigarrillo, tiró el humo a la cara del pelirrojo como quien no quiere la cosa y añadió—: Fíjate, ¿sabías que la lavandería cobra veintiséis centavos solo por lavar un par de pijamas? Necesito dinero.

—Duerme en ropa interior —dijo O’Leary.

Vanee se echó a reír. Nancy Regan sonrió, pero con un punto de desconcierto. Daba la sensación de que no sabía qué estaba pasando, pero no podía evitar darse cuenta de que algo pasaba.

O’Leary se inclinó hacia delante y habló en tono decidido y bien fuerte para que lo oyera todo el mundo.

—Bluepoint, no tengo nada que darte. Ni ahora, ni nunca. Y eso vale para cualquiera que esté interesado. Si tú o los demás creéis que os debo algo, intentad cogerlo. Vete al infierno, Bluepoint Vanee. Si no te gusta, tienes unos cuantos amigos por aquí. ¡Diles que empiecen!

¡Menudo idiota de primera categoría! Solo se contentaba con una ambulancia y lo peor era que me iba a arrastrar también a mí.

Vanee sonrió con maldad y clavó sus ojos brillantes en la cara de O’Leary.

—¿Eso quieres, Rojo?

O’Leary alzó sus grandes hombros y los dejó caer.

—No me importa pelear —contestó—, pero preferiría dejar a Nancy al margen de esto. —Se volvió hacia ella—. Será mejor que vayas pasando, cariño. Tengo cosas que hacer.

Ella empezó a decir algo, pero Vanee le estaba hablando. Sus palabras sonaron leves y no puso ninguna objeción a su partida. Resumido, lo que le dijo fue que se iba a sentir muy sola sin el pelirrojo. Pero luego se puso íntimo al mencionar los detalles de esa soledad.

La mano del Rojo O’Leary estaba apoyada en la mesa. Subió hasta la boca de Vanee. Cuando llegó allí ya era un puño. No es fácil soltar un golpe así. El cuerpo no puede secundarlo con su peso. Tienes que confiar en los músculos del brazo, y no precisamente en los mejores. Y sin embargo Bluepoint Vanee salió disparado de la silla y llegó hasta la siguiente mesa.

Todas las sillas de Larrouy’s estaban libres. Había empezado la fiesta.

—¡En marcha! —grité a Jack Counihan.

Esforzándome por parecerme al gordito nervioso que siempre he sido, corrí a la puerta trasera, pasando entre gente que avanzaba hacia O’Leary, aunque todavía no muy rápido. Supongo que representé bien el papel de tipo asustado que huye del lío, porque nadie me detuvo y pude llegar a la puerta antes de que la jauría se cerrara en torno al Rojo. La puerta estaba cerrada, pero no con llave. Me volví para apoyar la espalda en ella, con una porra en la mano derecha y el arma en la izquierda. Tenía gente delante, pero todos de espaldas a mí.

O’Leary se había levantado junto a su mesa, con expresión de estar esperando que se desatara el infierno, su cuerpo grande equilibrado sobre las puntas de los pies. Entre nosotros estaba Jack Counihan con la cara vuelta hacia mí, la boca retorcida en una sonrisa nerviosa, los ojos bailando de puro disfrute. Bluepoint Vanee estaba de nuevo en pie. De sus labios finos brotaba sangre que bajaba hacia la barbilla. Sus ojos seguían fríos. Miraban a O’Leary con la actitud profesional de un leñador que mide a ojo el árbol que va a talar. La banda de Vanee lo miraba.

—¡Rojo! —bramé en el silencio—. ¡Por aquí, Rojo!

Los rostros se volvieron hacia mí: todos los que había en aquel antro, millones de rostros.

—¡Vamos, Rojo! —chilló Jack Counihan, al tiempo que daba un paso adelante y sacaba el arma.

La mano de Bluepoint Vanee voló hacia la apertura de su chaqueta. Jack le disparó. Bluepoint se había agachado un poco justo antes de que el muchacho apretara el gatillo. La bala no le dio, pero Vanee ya no pudo desenfundar a tiempo.

El Rojo levantó a la chica con el brazo izquierdo. En el puño derecho le floreció una automática de gran calibre. A partir de ese momento no le presté demasiada atención. Estaba ocupado.

El antro de Larrouy estaba plagado de armas: armas de fuego, navajas, bastones, puños americanos, sillas y botellas usadas como palos, un surtido de herramientas de destrucción. El juego consistía en apartarme de mi puerta. A O’Leary le habría encantado. Pero yo no era un joven pendenciero con fuego en la melena. Me acercaba a los cuarenta y me sobraban diez kilos. Tenía el aprecio que a esa edad y con ese peso se suele tener por las cosas fáciles. Tan fáciles como puedan ser.

Un portugués de ojos achinados me lanzó una cuchillada al cuello que me estropeó la corbata. Le di encima de la oreja con un lado del arma justo antes de que se fuera y llegué a ver que la oreja quedaba suelta. Un sonriente muchacho de veinte años se tiró a mis piernas, en plan futbolista. Noté sus dientes en una rodilla, levanté la pierna y sentí cómo se partían. Un mulato con la cara marcada por la viruela asomó el cañón de su arma por encima del hombro del tipo que tenía delante. Mi porra hizo crujir el brazo del hombre que tenía delante. Este se agachó justo cuando el mulato apretaba el gatillo… Y le volaba todo un lado de la cara.

Disparé dos veces: una a un tipo que me apuntaba a la barriga desde un palmo de distancia; la otra, cuando descubrí que un hombre se había subido a una mesa para apuntarme con calma a la cabeza. Para los demás, confié en mis brazos y mis piernas y ahorré munición. La noche era joven y yo solo tenía doce pastillas: seis en el arma y seis en un bolsillo.

Fue una pelea maravillosa. Golpe a la izquierda, golpe a la derecha, patada, golpe a la izquierda, golpe a la derecha, patada. Sin dudar, sin buscar dianas. Dios se encargaba de que siempre hubiera una jeta disponible para golpearla con la porra o el arma, una barriga para recibir las patadas.

Llegó una botella y encontró mi frente. El sombrero me salvó en parte, pero el golpe no me ayudó demasiado. Me desequilibré y, cuando estaba a punto de partir un cráneo, me tuve que contentar con romper una nariz. La sala parecía sofocante y escasamente ventilada. Alguien tendría que decírselo a Larrouy. ¿Qué te parece este golpecito en la sien, mezcla de plomo y cuero, rubito? Esa rata de la izquierda se está acercando demasiado. Lo atraeré inclinándome a la derecha para golpear al mulato y luego me echaré encima de él y le daré bien. ¡No está mal! Pero no puedo seguir así toda la noche. ¿Dónde están el Rojo y Jack? ¿Se habrán echado a un lado y me estarán mirando?

Alguien me golpeó en un hombro con algo: por la sensación que me produjo debía de ser un piano. Un griego de ojos borrosos puso la cara donde era imposible no darle. Otra botella lanzada me arrancó el sombrero y parte del cuero cabelludo. El Rojo O’Leary y Jack Counihan se abrieron paso a golpes, llevando a la chica entre ambos.